Etiquetas
logo_ansorena_entrada
Del 28 de Junio al 30 de Julio de 2016
C/ Alcalá, 52, 28014 Madrid
Tlf. 915215278/915231451
Ansorena Galería de Arte quiere sumarse a la celebración del IV Centenario de la muerte de Cervantes con una exposición muy especial: El Quijote de Matías Quetglas

La muestra recoge un conjunto de obras originales realizadas por el artista Matías Quetglas para la edición que en el año 2001 realizó de la universal obra de Miguel de Cervantes la conocida editorial italiana FMR.

Las obras se presentan por primera vez en una galería y coincidiendo con la efeméride del escritor español más universal de todos los tiempos: un total de 14 dibujos en técnica mixta, un gran lienzo de los protagonistas de la epopeya manchega y un numeroso grupo de dibujos preparatorios.

En este encuentro de Quetglas con Don Quijote queda patente la realidad tangible y el sueño, lo heroico y lo grotesco, recupera con sus imágenes, más que retazos narrativos, el mismo humor, el sabor, el tono del Quijote.


La Carreta de la Muerte, 2001. Mixta : cartón. 48 x 68 cm
La Carreta de la Muerte, 2001. 

IDEAS E IMÁGENES DEL “QUIJOTE”
Admiradores, aficionados y coleccionistas tienen ahora la oportunidad de disfrutar los originales de las serigrafías de Matías Quetlas que en 1605, en el cuarto centenario de la Primera parte del Ingenioso hidalgo, Franco Maria Ricci reunió en una elegante carpeta rotulada Ideas e imágenes del “Quijote”, como el modesto ensayo mío que le servía de delantal. 

La calidad de las estampas era la máxima posible, pero claro está que ninguna técnica permite apreciar los matices más finos de trazado, color y textura que se distinguen en las figuraciones reproducidas, con el sabio empleo del lápiz, la acuarela o el pastel.


Matías QuetglasMatías 




Quetglas(Ciudadela,Menorca, 1946) es un artista que trabaja indistintamente como pintor, grabador o escultor. 

Con amplia trayectoria internacional, en su obra prevalece, por encima de cualquier calificación, una constante: el sentimiento metafísico y la voluntad de comunicación afectiva.
Su trayectoria expositiva comienza en 1970 de mano de Juana Mordó, con quién colabora hasta su cierre. 

Sin ruptura, Quetglas se interesa cada día más por las posibilidades narrativas de la figuración, lo que le lleva a partir de 1985 a trabajar sin modelo. 

Esta experiencia de “realismo de memoria” arrastra al artista a una transformación de la imagen, ahora más simplificada y esencial, más abierta en el lenguaje, que sigue desarrollando hoy en día.

Al acometer su quijotesca aventura Quetglas no podía sino ser consciente de que la obra maestra de Cervantes está viva (vivísima) en dos terrenos que no llegan a superponerse: como libro y como mito, en la literalidad de sus páginas y en las resonancias -verdaderas o falsas- que tiene en la cultura y hasta en la lengua cotidiana. 

En los últimos siglos nadie debe de haberse puesto al Quijote con inocencia adánica, sin mediaciones ni pautas: sin saber, en suma, que va a leer «el Quijote». 

Un clásico es precisamente eso: un libro que está en el texto y más allá del texto, en el horizonte de una civilización; que conserva durante siglos una sólida aunque cambiante presencia pública, y que por ello mismo se conoce en una medida nada baladí sin necesidad de haberlo leído y no se lee sin interpretaciones previas. 

El pintor, así, tenía que moverse entre dos planos -el libro y el mito- y conjugarlos con su propia visión.

A pocas semanas o meses de la aparición de la obra, don Quijote y Sancho se habían vuelto tan vívidos y tan proverbiales en la imaginación de todos, que bastaba que Fulano o Mengano apuntara un par de posibles coincidencias externas con el caballero o el escudero para que al instante se viera equiparado a los personajes de Cervantes. 

La secuela mayor de tal fenómeno se halla sin duda en la Segunda parte (1615), porque uno de sus rasgos más singulares y atractivos consiste en que muchos de sus personajes han leído la Primera, de modo que conocen a don Quijote y a Sancho, saben cómo tratarlos y les preparan bromas y situaciones en consecuencia.

Las primeras representaciones quijotescas fueron durante un siglo largo las mascaradas, pantomimas y cuadros vivos que encarnaban y sacaban a la calle a don Quijote y los suyos, “y hacían perecer de risa a la gente, y en particular a los que habían leído el libro” (cito la relación de unas fiestas de 1610). 

Pronto hubieron de venir las plasmaciones decorativas, en versión noble o plebeya (de la pintura a la loza, digamos), y las estampas grabadas que vendían los libreros y cumplían la misma función de humilde ornamento que hoy corresponde a los posters y a las láminas de calendario. 

En el capítulo LXXI de la Segunda parte, dice Sancho: 

“Yo apostaré que antes de mucho tiempo no ha de haber bodegón, venta ni mesón o tienda de barbero donde no ande pintada la historia de nuestras hazañas”. 

No era una profecía, sino la generalización de una realidad. 

Sólo en tercer lugar, en los últimos decenios del Seiscientos, llegaron (desde los Países Bajos) las ediciones ilustradas, que en el siglo siguiente culminaron en los cuatro tomos del suntuoso Quijote publicado en Londres en 1738, con el mecenazgo de Lord John Barón de Carteret, y en los otros tantos, no menos espléndidos, que Ibarra imprimió en 1780 bajo la dirección de la Real Academia Española.
Las tres aldeanas, 2001. Mixta : cartón. 45,5 x 32,5 cm
Las tres aldeanas, 2001. 






















En esos talleres fue modelándose día tras día la imagen de don Quijote que, gústenos o no, se mantiene viva. 

Del fingido manuscrito de Cide Hamete Benengeli cuenta Cervantes que venía ya adornado con miniaturas en que Sancho Panza se mostraba con “la barriga grande, el talle corto y las zancas largas”. 

Pero hoy nos es imposible imaginar a un Sancho que no sea gordinflón y chaparro. 

Para ilustrar o, si se quiere, para recrear el Quijote, Matías Quetglas no podía, pues, entablar simplemente un diálogo entre el texto original y su propia percepción de la obra, sino que también tenía que echar cuentas con el perfil de los personajes que el espectador lleva inevitablemente en la retina, con esa fisonomía acuñada de tiempo atrás que los hace identificables en el acto por todos los públicos.

Quetglas ha enfrentado esa cuestión previa con cabal lucidez. Nadie le habría reprochado que se hubiera dejado guiar meramente por la intuición, por las representaciones más divulgadas o, sobre todo, por el azar de sus encuentros con el Quijote (pues ¿quién que le sea fiel podrá olvidar el ejemplar en que lo leyó por primera vez o el que le vuelve a las manos con más frecuencia?). 

De todo ello tiene que haber no poco en sus serigrafías. Pero nuestro artista, en todo caso, no ha vacilado en documentarse, en estudiar y en aceptar las sugerencias de la tradición iconográfica.

No es ésta la ocasión de rastrear en detalle los elementos que Quetglas ha espigado a lo largo de esa senda. 

Una sola muestra será suficiente. El episodio de la Cueva de Montesinos (II, xxii-xxiii) es especialmente recordado por las “admirables cosas” que el don Quijote afirma haber visto en sus profundidades: el palacio de cristal, Durandarte yacente, el cortejo de Belerma… 

Pero la más antigua edición ilustrada (Dordrecht, 1657) se fijó en un momento menos aparatoso, cuando el caballero “poniendo mano a la espada comenzó a derribar y a cortar de aquellas malezas que a la boca de la cueva estaban, por cuyo ruido y estruendo salieron por ella una infinidad de grandísimos cuervos y grajos, tan espesos y con tanta priesa, que dieron con don Quijote en el suelo”.

El acierto con que compuso la escena el grabador de Dordrecht la convirtió en un modelo o una referencia para muchas ediciones posteriores, comenzando por la primera en castellano con ilustración completa (Bruselas, 1662) y siguiendo por la madrileña de 1674, hasta el magnífico Quijote de la Real Academia Española (1780) o las inmortales planchas de Gustavo Doré (1863). 

Tampoco es de aquí detenerse en la filiación y el análisis de las distintas versiones. Si entre los varios posibles he aducido precisamente ese único ejemplo, es por la transparencia con que, sin necesidad de glosa, deja claro que el pintor menorquín no plantea su trabajo como un desnudo cuerpo a cuerpo con el libro, sino a sabiendas de que también debe medirse con una multiforme tradición plástica; a sabiendas de que no sería de recibo dar una pura visión personal, antes bien el desafío consiste en situarlo en coordenadas que puedan compartir el autor, el texto, los lectores y el artista.
Sancho manteado, 2001.
Sancho manteado, 2001.























En la culminación de uno de los capítulos más memorables de la novela, con el monumental zafarrancho de la venta (I, xvi), acota el autor: 

“Y así como suele decirse «el gato al rato, el rato a la cuerda, la cuerda al palo», daba el arriero a Sancho, Sancho a la moza, la moza a él, el ventero a la moza, y todos menudeaban con tanta priesa, que no se daban punto de reposo”. 

Es uno de los lances en que más sabiamente se aprecia la maestría cervantina para manejar un gran número de personajes con una divertidísima animación guiñolesca. 

Quetglas tiende asimismo a buscar la viñeta coral o, como sea, repleta de seres y cosas que abarrotan el espacio; pero más bien los capta –diría yo, aprovechando con otro sentido la frase hecha de Cervantes- en un “punto de reposo”.

En el Quijote de Quetglas, en efecto, los héroes se nos aparecen en un instante de inmovilidad que los revalida como inmortales. 

La rotundidad de las formas, la reciedumbre de las figuras, la escrupulosa definición de gestos y actitudes, los transportan a un Olimpo, más allá del tiempo, donde conviven con las criaturas de Homero, Dante y Shakespeare. 

Ese “punto de reposo” no supone inercia, sino tensión: es un dinamismo en suspenso, potencia más que acto, el punto de un inextinguible clasicismo.

Si no me engaño, Quetglas no hace suya ni la interpretación en exceso ‘trágica’ de los románticos, ni la simplificación ‘cómica’ de muchos contemporáneos de Cervantes. 

Su don Quijote, siempre con dignidad y un atisbo de melancolía, no se desmesura hacia ningún extremo. 

No faltan, ciertamente, esbozos de sonrisa, pinceladas de humor (más notorio cuando el paisaje, el ocre rojizo de la Mancha, deja de apoderarse de las figuras y cada una de ellas emana color propio), y hay incluso una adecuada percepción de los ingredientes de farsa y mascarada que tantos ecos tuvieron en los siglos XVII y XVIII. 

Pero el tono predominante es de serenidad, una serenidad que no temo adjetivar de mediterránea, menos al arrimo de la geografía o la biografía del pintor que de los versos de Rubén Darío:
Aquí, junto al mar latino,
digo la verdad.
Siento en miel, aceite y vino
yo mi antigüedad.
Una serenidad, sí, que es la verdad del arte clásico, la verdad de Cervantes en el Quijote.
FRANCISCO RICO
S:T, 2001. Mixta : papel. 17 x 11,5 cm.