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viernes, 28 de julio de 2017

GIALDINO, ROLANDO E - ***DIGNIDAD , JUSTICIA SOCIAL, PRINCIPIO DE PROGRESIVIDAD NÚCLEO DURO INTERNO.APORTES DEL DERECHO INTERNACIONAL DE LOS DERECHOS HUMANOS AL DERECHO DEL TRABAJO Y AL DE LA SEGURIDAD SOCIAL*** ---DERECHO INTERNACIONAL DE LOS DERECHOS HUMANOS ---ENUNCIADO DE PRINCIPIOS Y VALORES ---OBLIGACIÓN DE LOS ESTADOS PARTES ---SISTEMAS SUPRA-NACIONALES DE CONTROL ---PRODUCCIÓN JURÍDICA ---CARÁCTER SUPRA-CONSTITUCIONAL ---JERARQUÍA DE LOS TRATADOS ---PACTA SUNT SERVANDA ---CONVENCIÓN DE VIENA SOBRE LOS TRATADOS ---MODELO DE ESTADO SOCIAL ---HERMENEUTICA JURÍDICA ---CONTROL DE CONSTITUCIONALIDAD - OMISIONES LEGISLATIVAS

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DIGNIDAD - JUSTICIA SOCIAL - PRINCIPIO DE PROGRESIVIDAD NÚCLEO DURO INTERNO - APORTES DEL DERECHO INTERNACIONAL DE LOS DERECHOS HUMANOS AL DERECHO DEL TRABAJO (primera parte - se publica también el trabajo completo en este mismo blogg)


Introducción


El Derecho Internacional de los Derechos Humanos constituye, por lo menos a partir de diciembre de 1948, oportunidad en que fue adoptada la Declaración Universal de Derechos Humanos (en adelante, Declaración Universal), un fenómeno, por fortuna, de magnitud tan creciente como conmovedora, llamado a sacudir desde las raíces a un sinfín de estructuras jurídicas que, hasta entonces, se creía afirmadas sobre bases poco menos que inalterables. 

“Dignidad intrínseca” de la persona humana, “derechos iguales e inalienables de todos los miembros de la familia humana”, liberación del “temor y de la miseria”, “justicia social”, resultaron algunos de los estandartes que, paulatinamente, fueron tomando plaza jurídica en el horizonte de la comunidad de naciones.


De tal suerte, impulsados por la Declaración Universal, vieron la luz numerosos tratados con vocación universal, v.gr., el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales (en adelante, PIDESC), el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos (en adelante, PIDCP), la Convención Internacional sobre la Eliminación de todas las Formas de Discriminación Racial, la Convención sobre la Eliminación de todas las Formas de Discriminación contra la Mujer, y la Convención sobre los Derechos del Niño.

El ámbito americano tampoco permaneció inactivo. Incluso meses antes de la Declaración Universal, surgió la Declaración Americana de los Derechos y Deberes del Hombre (en adelante, Declaración Americana), que no dejó de aportar su fruto a la primera. 

Prólogo continental que conduciría, entre otros resultados, a la Convención Americana sobre Derechos Humanos, y, posteriormente, a su Protocolo Adicional en Materia de Derechos Económicos, Sociales y Culturales (“Protocolo de San Salvador”), y a la Convención Interamericana para Prevenir, Sancionar y Erradicar la Violencia contra la Mujer (“Convención de Belém do Pará”) [1].

Ahora bien, es imprescindible advertir que el edificio jurídico que fue levantándose sobre los nobles pilares de las declaraciones Universal y Americana, i.e., el de los tratados anteriormente citados, obedeció, al menos, a tres claves arquitectónicas: 

---a. el enunciado de principios y valores, junto con el de una paleta de derechos, libertades y garantías de las personas; 

---b. el establecimiento de correlativas obligaciones de los Estados Partes, y 

---c. la creación de verdaderos sistemas supranacionales con competencia para controlar el respeto, protección y realización de los primeros, y el cumplimiento de las segundas. 

Respecto de esto último, los pactos y convenciones en juego, bajo modalidades propias y comunes (y en algunos casos por intermedio de protocolos adicionales), establecieron dichos sistemas, por vía de determinados procedimientos y órganos internacionales, cuya producción jurídica se manifiesta por una diversidad de medios: sentencias, informes, recomendaciones, observaciones finales a los informes periódicos de los Estados Partes, observaciones generales… [2].

Todo ello, vale decir, principios, valores, derechos, libertades, garantías, obligaciones estatales y, cabe insistir, la producción jurídica de los órganos supranacionales de control y protección, ha producido, por lo pronto, una profunda convulsión, no siempre advertida, en el campo de las fuentes (formales) del derecho interno de los Estados Partes, y, con mayor precisión, en el de las concretas fuentes constitucionales [3].

No hay dudas de que este corolario es evidente cuando los mentados instrumentos revistan jerarquía constitucional, como es la situación, v.gr., en Argentina [4] y en Venezuela [5], entre otros Estados, y más aún lo sería de admitirse el carácter supraconstitucional, tema tan debatido, p.ej., en el caso de Guatemala. 

Sin embargo, fuera de este último supuesto y aun cuando, desde cierto punto de vista, sea sostenido que la cuestión de la jerarquía de los tratados debe resolverse según el derecho interno, especialmente de la constitución, nunca será suficiente advertir que, a la luz del Derecho Internacional y de la jurisprudencia de los órganos supranacionales, todo tratado en vigor obliga a las Partes y debe ser cumplido por ellas de buena fe (pacta sunt servanda), al tiempo que no podrán invocar las disposiciones de su derecho interno como justificación del incumplimiento de un tratado (Convención de Viena sobre el Derecho de los Tratados, arts. 26 y 27). 

La inadmisibilidad de esta última invocación, por lo demás, comprende a la fundada en las propias normas constitucionales, de lo cual la Corte Interamericana de Derechos Humanos ya ha dado más de una muestra [6], y también lo ha hecho el Comité de Derechos Humanos [7].

Resulta evidente que dar carácter sólo legal a los tratados es, en la práctica, someterlos a la regla lex posteriori derogat priori, que presenta “fragilidades flagrantes” y, sobre todo, implica, en definitiva, “la propia negación del derecho internacional” [8]

Resulta “inaceptable”, en consecuencia, que un Estado dé prioridad a la aplicación de su derecho interno “por encima” de las obligaciones contraídas en virtud, p.ej., del PIDCP, aun con base en razones de “seguridad nacional” [9]

Más aún; la constitucionalidad de una norma “no es suficiente para garantizar el cumplimiento del Pacto” [10]


En todo caso, bien podría acotarse que la prevalencia dada a la Constitución no impediría en manera alguna que el juez llamado a aplicar un tratado, interprete  aquélla de conformidad con éste. 


Si bien es cierto que la lectura de la Constitución a la luz de un tratado no es un método favorecido por la superioridad de la primera, no lo es menos que el juez puede seguir ese criterio cuando el respeto del tratado está garantizado por un régimen jurisdiccional (o cuasi-jurisdiccional) que lleve a una instancia de control a pronunciarse, directa o indirectamente, sobre la adecuación de la Constitución a la convención de que se trate. 


El riesgo de ver que la decisión local que hace primar a la Constitución sobre el tratado resulte “censurada” por una jurisdicción internacional, sería de porte para frenar una defensa incondicional de la Constitución [11].

Y calificamos de profunda convulsión a la inserción de los Estados en el Derecho Internacional de los Derechos Humanos, pues comporta, en el plano constitucional, según lo antedicho, las siguientes consecuencias, entre otras:

---a. la incorporación de nuevos principios y valores (v.gr. dignidad inherente a todo ser humano, liberación del temor y de la miseria, interdependencia e indivisibilidad de los derechos humanos...), y nuevos derechos, garantías y libertades, o la profundización, renovación o resignificación de los ya existentes [12], invocables por los individuos ante los órganos del poder y, en su caso, ante otros particulares (Drittwirkung/efecto horizontal);

---b. la asunción por los Estados de concretas obligaciones de cara a todas las personas sometidas a su jurisdicción y de cara a la comunidad internacional, cuya inobservancia, por acción u omisión, puede configurar actos ilícitos internacionales [13], además de una injusticia interna. 

Ello ha impreso un claro perfil, y una nueva dinámica, a todas las instituciones estatales, dadas las características de las obligaciones que asume el Estado al ratificar los aludidos tratados, y configura un punto que tampoco pareciera haber levantado la reflexión de la que es merecedor, máxime cuando posibilita, junto a otros factores, que podamos sostener que, en clave jurídica, los Estados Partes adhieren a un verdadero modelo de Estado Social, más allá de que ello resulte enunciado expresamente en sus constituciones [14]

Pesan sobre el Estado las siguientes obligaciones [15]

---a. “respetar” los derechos humanos, es decir, abstenerse de todo acto que entrañe una interferencia en el goce de éstos; 

---b. “proteger” los derechos humanos, o sea, prevenir que las personas (físicas o jurídicas) produzcan dichas interferencias; y 

---c. “realizar” los derechos humanos, dentro de lo cual se distinguen la obligación de “facilitar”, en el sentido de iniciar actividades con el fin de fortalecer el acceso y disfrute de aquéllos, y la de “hacer efectivo” directamente esos derechos cuando un individuo o grupo sea incapaz, por razones ajenas a su voluntad, de lograrlo por los medios a su alcance [16].

Los dos puntos anteriores, a su vez, entrañan repercusiones sobre:

---c. las pautas y criterios de hermenéutica jurídica (p.ej., interpretación progresiva o evolutiva...) [17], tanto de la propia constitución -si ésta debe ser entendida, según lo sostiene la Corte Suprema argentina, como una unidad, vale decir, como un cuerpo que no puede dividirse sin que su esencia se destruya o altere, como un conjunto armónico en el que cada uno de sus preceptos ha de interpretarse de acuerdo con el contenido de los demás [18]- cuanto del ordenamiento infraconstitucional, que debe ser interpretado con “fecundo y auténtico sentido constitucional” [19];

---d. el control de constitucionalidad de las normas y actos de los gobernantes que, eventualmente, entren en conflicto con las internacionales, salvo que se torne inaplicable el principio de supremacía de la constitución, y

---e. el problemático asunto de las “omisiones legislativas”, cuando la realización de un derecho convencional requiriera del dictado de la reglamentación interna, aun cuando, a nuestro juicio, dicho requerimiento no debería ser obstáculo para que los jueces afirmen la efectividad de un derecho humano no obstante la inercia del legislador [20].

      Y bien, sobre estos presupuestos, nos proponemos investigar algunos de los numerosos aportes que el Derecho Internacional de los Derechos Humanos realiza al Derecho del Trabajo y al Derecho de la Seguridad Social. Empero, pondremos la tónica casi exclusivamente en algunas de las contribuciones que provienen de las declaraciones y tratados antes enunciados, aun cuando un lugar preferencial ocupará el PIDESC, lo cual incluye, según lo que hemos anticipado, la obra del Comité de Derechos Económicos, Sociales y Culturales (en adelante, Com/DESC). 

Resulta claro que dicho tratado, en el ámbito universal, constituye el mayor instrumento de derechos económicos y sociales, terreno en el que se insertan las dos ramas jurídicas mencionadas en el párrafo anterior. 


Por lo demás, la relevancia que en clave del Derecho Internacional de los Derechos Humanos amerita en la actualidad la temática laboral, queda evidenciada por el hecho de que el citado Comité haya dedicado su última Observación General al Derecho al trabajo [21]


Ello no implica, por cierto, desvalorizar la obra levantada por la Organización Internacional de Trabajo. 


Antes bien, es el carácter mayúsculo de dicha obra el que, por así decirlo, al haber relegado el estudio de otras fuentes internacionales en el ámbito laboral, justificaría nuestra opción por el corpus iuris  indicado.
            
Nos detendremos, por ende, en cuatro aspectos: la dignidad de la persona humana (1), la justicia social (2), el principio de progresividad (3), y el núcleo duro interno de todos y cada uno de los derechos (4), para cerrar la tarea con algunas conclusiones (5).



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