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sábado, 29 de diciembre de 2018

FRANZ KAFKA - EL PROCESO DE KAFKA COMO CRÍTICA DE LA MODERNIDAD. CORADINO DE LA VEGA CASTILLA - dimensión social de individuo - vida humana, sentido y significación - vida moderna, crisis de sentido y desmoronamiento ético - teoría de la secularización - la ilustración - estado burocrático - nazismo, fascismo, ancien régimene - valores omnimodos y omnicomprensivos - pos-modernismo, relativismo - verdad, falsa verdad - derechos humanos, su fundamentación, positivismo, objetivismo idealista, subjetivismo relativista, intersubjetividad - Individualismo, libertad, igualdad - teorias de la acción comunicativa, de las necesidades, ideología ius-naturalista individualista - Estado liberal de Derecho - Estado social de derecho - Derechos Humanos a la paz, a la calidad de vida, al medio ambiente - ser y deber ser - proceso individual y colectivo de la construcción del mundo

Frases célebres Franz Kafka - La pluma y el libroLa pluma y el libro




EL PROCESO DE KAFKA COMO CRÍTICA DE LA MODERNIDAD.

 

Crisis de sentido y derechos humanos.



CORADINO DE LA VEGA CASTILLA


 Programa interdisciplinar de doctorado en estudios culturales
LITERATURA & COMUNICACIÓN-V

Seminario sobre Tendencias  y Métodos del Comparatismo Literario y Cultural.

Prof. Manuel Ángel Vázquez Medel.


 

NOTA  PRELIMINAR.-


            La idea de este trabajo nació hace varios años, en las grises aulas de una Facultad de Derecho. Mientras asistía a las soporíferas clases de Derecho Mercantil I me aficioné a leer las Obras Maestras de la Literatura Contemporánea          que, algunos meses atrás, mi querida madre había adquirido a un módico precio para adornar los muebles del salón de mi casa. Bajo los apuntes de Sociedades Anónimas, devoraba absorto aquellos bellos volúmenes de pastas color caoba mientras mis compañeros copiaban y bostezaban resignados de la vida. Un día, igual que otro cualquiera, llegó a mis manos El Proceso de Kafka y de la fascinación que produjo en mí su lectura surgieron algunas de las reflexiones que en este trabajo se exponen. ¡Quién iba a decirme entonces que el azar y la vida (o acaso no son la misma cosa) me iban a situar en un seminario de Técnicas de Investigación y Literatura Comparada donde iba a poder dar rienda suelta a mis kafkianas lecturas clandestinas!.
            
En un principio, el que sigue iba a ser un trabajo de comparación literaria. La dificultad de fijar un tertium comparationis adecuado, de buscar el otro elemento para ser comparado con El Proceso y mis abundantes lagunas en materia literaria  provocaron que este estudio quedase como ha quedado. La Introducción y el epígrafe titulado ¿Visitando los confines del comparatismo literario? son víctimas del primerizo esfuerzo de abordar un análisis tan heterogéneo como el propuesto bajo los parámetros de la comparación literaria. Fueron redactados antes de la exposición en clase y únicamente figuran aquí a modo de cuestionario sobre la viabilidad de aquella empresa tan rebuscada. Con las lecturas posteriores a dicha exposición los horizontes se aclararon un poco (a la vez que se alejaban del campo literario) y quedó el cóctel que sigue.

Nota aclaratoria: las únicas citas que no obedecen al sistema seguido con las restantes son referencias directas al texto que ha servido de punto de partida para este trabajo:   Kafka, F.: El Proceso. Seix Barral. Colección Obras Maestras de la Literatura Contemporánea. Barcelona, 1983. Estas citas serán mencionadas simplemente con el número de la página precedido por el distintivo pág..

En Sevilla, a 17 de abril de 2000.
                                                                                               C. V. C





                                                                           

                                                              

 El hombre no puede vivir sin una confianza

                                                                
 duradera de algo indestructible en sí, si bien
                                                                
 pueden quedarle permanentemente ocultos
                                                                
 tanto lo indestructible como la confianza.
                                                               
  Otra de las posibilidades de manifestación
                                                                
 de este permanecer oculto es la fe en un dios
                                                                 
personal.

                                                                                                         F. Kafka


Introducción.-


            No resulta fácil encontrar, en la Historia Universal de la Literatura, un escritor que muestre una interioridad como la que reflejó Kafka en su obra. Es cierto que muchos escritores han utilizado la creación literaria como vehículo terapéutico para atenuar obsesiones internas y demás angustias, pero pocos, muy pocos, han logrado plasmar en negro sobre blanco la eterna preocupación existencial de una forma tan sublime como la del escritor checo.

            En la obra de Kafka se presiente la tormenta y la angustia. Pocos como él han expresado la incongruencia de la vida diaria. Atraído por la metafísica y lo onírico, a la vez que por los elementos más realistas, Kafka escribió sobre el desaliento del hombre ante el absurdo del mundo. Ese mismo desaliento que él sufrió.


            Pero de la creación de Kafka no sólo se infieren atisbos existencialistas, de la riqueza de sus obras se podrían extraer numerosos guiños, solapados por la ironía y el humor macabro, a temas, todos ellos,  apasionantes de analizar (la religión, los sentimientos edipales hacia el progenitor, las relaciones de poder, la humillación, una peculiar manera  de afrontar la sexualidad...). 


Al leer El Proceso por primera vez (ahora puedo constatar que mi análisis fue demasiado superfluo. Aunque ya lo dijo Camus: Todo el arte de Kafka consiste en obligar al lector a releer), recuerdo que me llamó poderosamente la atención el aparato judicial que, en aquella novela inconclusa, dibujaba Kafka. 


Rápidamente (por aquellos entonces cursaba  la carrera de Derecho), me vino a la mente su contraposición con las estructuras a las que hoy día estamos acostumbrados. 


El entramado jurisdiccional que oprimió hasta la muerte a Joseph K. es todo lo contrario, por poner un ejemplo cercano, al que la Constitución de 1978 establece para España. 


Pero las inquietudes que suscitaba una lectura detallada de esta excelente novela no podían quedar ahí. 


¿Es que no podría suceder, como efectivamente sucede, que, aun estando protegido por las garantías judiciales típicas de un Estado de Derecho, un ciudadano cualquiera pueda contemplar impotente cómo la espada de Damocles, en la que a veces se convierte la Justicia, cae sobre su inocencia?. 


¿Cuántos errores judiciales se han demostrado a posteriori?. 


¿Cuántas desviaciones de poder han puesto de manifiesto las grietas y fallas del entramado jurisdiccional?. 


Cada vez que releía la novela las cuestiones que me visitaban se iban multiplicando. 


¿Hasta dónde llega el error humano, en la interpretación de la norma, y hasta dónde cabe la posibilidad de que sea la Ley  la errónea?. 


¿No guarda la Ley Humana ciertos paralelismos irrefutables con la Ley Divina?. 


¿Es posible conocer la verdadera Ley o la Luz que la alumbra es demasiado fuerte y ciega nuestros ojos?. 


¿Es el conocimiento de esa Verdad la salvación del hombre?. 


¿Hay caminos que conduzcan a la meta o esta meta es inalcanzable por ser los caminos interminables?.


            Desde aquella primera lectura de Der Prozess hasta ahora nunca encontré la ocasión idónea para profundizar en mis reflexiones y comparaciones. 


Desconozco si éste es el momento y el lugar adecuado. La oportunidad se me brinda, desde luego, en un escenario sustancialmente distinto al jurídico. Los estudios comparados abordados en este seminario de doctorado han pivotado sobre los análisis a procesos de transtextualidad, tal y como la entiende Genette, circunscritos al universo de la literatura, aunque también se haya extrapolado el análisis comparativo a otros campos del arte como la pintura, la escultura o el cine. 


Quizás hubiese resultado mucho más acorde con la línea expuesta analizar, por ejemplo, el fenómeno de transcodificación que se da entre la novela de Kafka y la película que hizo Welles partiendo de la misma. 


Pero... ¿por qué no?. ¿No es precisamente uno de los nuevos retos del comparatismo literario abrir, con las herramientas que nos proporciona una semiótica transdiscursiva (Vázquez Medel, 1998), las puertas a campos distintos al de lo verbal y estético?. 


¿No podría casarse la creación literaria con otras disciplinas de las ciencias sociales encuadrables en lo verbal (o no-verbal) no-estético?.


            El reto, por requerir conocimientos específicos de las distintas materias a situar en un mismo plano de comparación, no carecería de riesgos y trampas. 


Intentar extrapolar conceptos propios de lo artístico o de la Teoría de la Comunicación a ámbitos tan alejados como puede ser el Derecho podría resultar una tarea bastante ardua. 


Quizás el nexo más adecuado para unir mundos tan dispares resulte ser la semiología. A lo mejor, dentro  del marco semiótico, podrían homologarse categorías distintas a fin de conseguir una heterogénea, pero sólida, fusión interdisciplinar. 


La empresa se nos presenta pues harto compleja, pero ninguna rémora, por alta y recia que pudiera resultar, debería impedir el afán del comparatista por descubrir de qué están hechos los afluentes que alimentan al río de la literatura. Que por ser tal también lo es de la vida. 
           
            A continuación, y antes de entrar de lleno en el análisis que propongo, trataré de esbozar las sombras de llevar a cabo un estudio comparativo entre disciplinas tan alejadas como son la literaria y la jurídica, las luces que supondría conseguirlo y, en definitiva, dilucidar en qué se queda esta empresa.

¿Visitando los confines del comparatismo literario?.-
             
Cuando dos textos, dos afirmaciones, dos ideas se oponen, esforzarse en conciliarlas más que en anular la una por medio de la otra; ver en ellas dos facetas diferentes, dos estados sucesivos del mismo hecho, una realidad convincente porque es compleja, humana porque es múltiple.

                                                                                    Marguerite Yourcenar


Si cada vez que son observadas dos o más cosas, si cada vez que se contempla algo nuevo, nos asaltan las similitudes y diferencias respecto de otro algo que se le parece o del que difiere, si cum-parare es parar (parar  para observar distintas realidades), podría afirmarse que la comparación puede llevarse a cabo en cualquier faceta de la vida. 


Sería una actividad intelectiva no sujeta a límites ni confines. Cualquier realidad es susceptible de ser comparada con otra. Estaríamos situados pues ante un campo en el que todo es posible.


El comparatismo, como fundamentación metodológica, pertenece a todas las ciencias. El problema (aunque más que un problema bien podríamos hallarnos ante un reto apasionante) surge cuando se intentan comparar objetos comunes a disciplinas que difieren notablemente en el enfoque que, de los mismos, cada una de ellas hace. 


En tales supuestos, el aventurero dispuesto al abordaje de tal empresa se ve en la obligación de casar conocimientos con pocas similitudes entre sí. 


La formación del comparatista puede que resulte insuficiente para acometer la tarea, pero para eso están los libros. Y los amigos, dice Claudio Guillén. Preguntando podemos acercarnos a las puertas de la sabiduría.


Las últimas tendencias del comparatismo literario pretenden ir más allá de las relaciones transtextuales strictu sensu buscando analizar un mismo mensaje plasmado en distintos campos de lo artístico. 


Pero la pintura, la escultura, la música o, incluso, la arquitectura tienen algo en común con la literatura. En todas estas formas de manifestación que el ser humano ha inventado subyace la pertenencia a una categoría común, a una familia que las arrulla a todas: el arte.


El arte es, además de una forma de conocimiento que permite el acceso a diferentes esferas del universo y del hombre (VVAA, 1993:1), un lenguaje, un medio de comunicación mediante el cual el artista, a través de un determinado código (la pintura, la escultura, la escritura...), puede expresar la realidad, física y metafísica, tal cual la percibe. 


Otro de esos códigos es el lenguaje articulado sin el cual no sería posible el progreso (Id.).


Al igual que el hombre necesita, para ponerse de acuerdo con sus semejantes, de un lenguaje determinado, la sociedad demanda un conjunto de normas que garanticen su propia supervivencia. 


Como ha puesto de manifiesto Edgar Morin, la cultura (que es lo propio de la sociedad humana) está organizada por el vehículo cognitivo que es el lenguaje, a partir del capital cognitivo de los conocimientos adquiridos, de las habilidades aprendidas, de la memoria histórica, de las creencias míticas... 


Así se manifiestan, según Morin, las representaciones colectivas, la conciencia colectiva, la imaginación colectiva (VV AA, 1990). 


Pues bien, a partir de ese capital cognitivo, la cultura instituye las reglas/normas que organizan la sociedad y gobiernan los comportamientos humanos. 


Estas normas pueden ser de distinta índole (éticas, sociales, de comportamiento...) pero, sin duda alguna, las más importantes son las denominadas jurídicas, porque son éstas  las que se ocupan de regular las fricciones más importantes que puedan originarse en el seno  de una sociedad. 


Al igual que las normas de circulación se basan en un conjunto de signos para resultar inteligibles, condición sine qua non para que puedan ser cumplidas por sus destinatarios, las normas jurídicas también requieren ser conocidas para garantizar su eficacia. 


Los signos y sistemas de signos son, como apunta Peter M. Hejl, objetivaciones de la realidad (VV AA, 1990). Al margen de otros condicionantes técnicos más complejos en el proceso de emisión y recepción de las normas, y cuyo análisis rebasaría los límites de este modesto estudio, para que las normas jurídicas sean conocidas y correlativamente cumplidas ha de darse, previamente, una transmisión a través de un determinado código. 


Los boletines oficiales, las separatas, los códigos normativos (código civil, código penal o código de comercio, v,gr.), las leyes, los decretos...vienen a formar una amalgama de sistemas de signos que constituyen un vehículo para transmitir la voluntad del legislador al pueblo que lo elige. 


Este instrumento inscrito (porque necesita de él) en el espacio del lenguaje articulado, subespacio del espacio comunicativo según Sebastiá Serrano (1988), puesto que la ley se conoce por el lenguaje que la expresa, constituye un instrumento consustancial a todo colectivo políticamente organizado y muestra indudables connotaciones semiológicas y discursivas. 


El componente comunicacional del Derecho es insoslayable: la ley (entendida en el sentido más amplio) disuade, motiva o reprime al destinatario de la misma y, para su total eficacia, es necesario que sea recibida como tal. 


Recuérdese, llegados a este punto, la vía que Habermas ha considerado idónea, en su Teoría de la Acción Comunicativa, para consensuar una ética universal que rija una vida mejor emancipada del predominio de la racionalidad técnica y burocrática: una situación comunicativa ideal que, mediante el diálogo y el lenguaje puro o ideal, conlleve al total entendimiento del que emane la verdad consensuada.


La Semiótica, por este camino, podría albergar todo tipo de realidades en su seno (manifestaciones verbales y no verbales; estéticas y no-estéticas): el Derecho es claramente una manifestación no-estética, pero también, en la terminología de Bajtin, constituye un lenguaje social que, como tal, puede manifestarse mediante cualquier tipo de género discursivo. 


La literatura es una manifestación verbal y estética, pero la grandeza que la caracteriza es que puede tratar de todo, hasta de lo más abyecto. Del Derecho, por lo tanto, también. 


Kafka se doctoró en Derecho en 1906, y cumplió un año de prácticas judiciales en los tribunales antes de ejercer indolentemente la profesión de administrativo. 


En algunas de sus obras utilizó situaciones relacionadas con lo jurídico para plantear, casi subrepticiamente, dudas existenciales, éticas o religiosas. 


El Proceso es una de ellas. En esta novela Kafka construye un laberinto procesal para encerrar a un hombre, él mismo, en la constante búsqueda del dios personal que le salve de un mundo demasiado hostil.

Una vez que la complejidad endémica a un estudio con pretensiones de aunar el Derecho (en todas sus dimensiones: desde la más estrictamente positivista hasta la más tributaria del pensamiento filosófico iusnaturalista) con la literatura ha sido puesta de manifiesto; una vez apuntado, aunque muy tímidamente, que la dimensión comunicacional del Derecho es importante, y que quizá pueda ser la Semiótica un instrumento válido para abordar su estudio, es el momento de iniciar el trabajo propuesto. Un estudio que, como se verá, es más semicomparativo que de comparación literaria, que va de lo concreto (El Proceso, el artículo 24 de nuestra Constitución) a lo abstracto (crisis de sentido, crítica a la modernidad) y de lo ontológico a lo deontológico. 


Así las cosas, presentaremos la obra que servirá de marco para el análisis propuesto.  Seguidamente centraremos nuestro estudio en el aparato judicial que aparece en la novela para, desde el mismo, trazar los lazos que le unen pero, sobre todo, separan de la realidad de nuestros días. Por último, intentaremos ahondar en los verdaderos motivos, en las auténticas preocupaciones, que condujeron al brillante escritor checo a crear una de sus obras más excelsas, para cerrar este trabajo abordando una crítica de la época que convierte a Kafka en referente literario, utilizando El Proceso como voz de denuncia pero aportando también salidas para este tiempo de encrucijada.
   

100 Frases de Franz Kafka: el padecimiento de la contemporaneidad


El Proceso de Kafka.-

Franz Kafka comenzó a escribir El Proceso en agosto de 1914, en los prolegómenos de la Gran Guerra. 


Otro autor bastante preocupado por el absurdo sintetizó, años después, esta obra absurda por antonomasia: En El Proceso es acusado José K. Pero no sabe de qué. Quiere, sin duda, defenderse, pero ignora por qué. Los abogados encuentran difícil su causa. Entre tanto, no deja de amar, de alimentarse o de leer su diario. Luego le juzgan, pero la sala del tribunal está muy oscura y no comprende gran cosa. 


Supone únicamente que lo condenan, pero apenas se pregunta a qué. A veces duda de ello y también sigue viviendo. Mucho tiempo después, dos señores  bien vestidos y corteses van a buscarle y le invitan a que les siga. Con la mayor cortesía le llevan a un arrabal desesperado, le ponen la cabeza sobre una piedra y lo degüellan. Antes de morir, el condenado dice solamente: <>. (Camus, 1942).

José K. es detenido en las vísperas de cumplir treinta años y es asesinado justo antes de cumplir los treinta y uno. En ese mismo intervalo de tiempo Kafka contrajo, para luego romperlo, compromiso matrimonial con Felice Bauer. 


Los paralelismos existentes entre este noviazgo y el proceso de José K. han sido puestos de manifiesto por distintos autores. 


En la encrucijada literatura-vida, Kafka, forzado a elegir entre una u otra, se decide siempre por la literatura pero, como apunta Isabel Hernández, sin querer decidirse contra la vida, con lo que una y otra vez volvía a la misma situación (1997).


Kafka anhela, a la vez que teme, la soledad, estado en el que mejor puede dedicarse a la creación literaria,  único lugar donde puede esconderse de la angustia que le persigue, su elixir de vida (escribir constituye mi única posibilidad de existencia interior, confesó a su diario). 


Pero, por otra parte, Kafka necesitaba de alguna manera la fuerza de Felice que era para él como un alimento continuo para poder escribir (Canetti, 1983:37). Esta situación provocó que Kafka llegara a creerse perdido para las relaciones personales. Y prueba de ello es la sórdida metáfora de una relación amorosa demasiado atávica que viene a ser El Proceso. Así lo puso de manifiesto el propio Kafka en sus diarios:


Estaba cogido como un delincuente.  Si me hubieran sentado en un rincón con cadenas de verdad y hubieran puesto guardianes ante mí y hubieran dejado que me viera únicamente de esa forma, no habría sido peor. Y así era mi compromiso...

         En 1914 Kafka no pudo separar el infierno exterior del interior. En el mundo estallaba el Juicio Universal y la ruptura con la prometida fue siempre interpretada por el escritor checo como la comparecencia ante un tribunal. Estos procesos cristalizaron en la mente de Kafka en El Proceso que todos conocemos. La novela se cierra con la ejecución del procesado, situación que Elías Canetti identifica con la ruptura ante la familia de Felice. Este desenlace fue el deseado, en todo momento, por Kafka. 


Ahora bien, lo que realmente avergonzó al autor de La Metamorfosis fue el carácter público del procedimiento (la familia de Felice se convirtió en un verdadero tribunal para el escritor). Kafka se sintió humillado y así lo plasmó al final de El Proceso: -¡Como un perro!- se dijo, cual si la vergüenza hubiera de sobrevivirle.


            El Premio Nobel de Literatura de 1981 dedicó El otro proceso de Kafka a analizar, mediante el estudio de las Cartas a Felice, los motivos que, a su juicio, llevaron a escribir a Kafka la novela que nos ocupa. La interpretación ofrecida por Canetti soslaya cualquier otro punto de vista acerca de la obra. Incluso viene a afirmar que las interpretaciones en clave religiosa que se han hecho de El Proceso son completamente falsas (1983:28). 


Para Isabel Hernández, sin embargo, las conexiones entre El Proceso y la relación de Kafka con Felice son generales más que específicas.


            Otro ilustre Premio Nobel, Albert Camus, mostró su convencimiento de que esta obra puede ofrecer numerosas visiones acerca de diversas cuestiones. Al releer El Proceso, la tarea hermenéutica siempre se encuentra con nuevos senderos, muchas veces ignotos, otras inextricables. 


En la adaptación al cine que, de la obra de Kafka, hizo Orson Welles, una voz en off nos avisa, al comienzo de la película, que esta historia significa lo que parece significar, que la lógica que la acompaña sólo puede ser la del sueño o pesadilla. En una  historia absurda, con ambientes más kafkianos que nunca, las puertas de la interpretación se nos abren y cierran contradictoriamente sin que nos demos cuenta. 


Sería un error querer interpretar todo detalladamente en Kafka, escribió el autor de La Peste


Bajo este prisma, y respetando la docta opinión de Canetti (que ha quedado como interpretación oficial de los motivos que inspiraron a Kafka para escribir El Proceso), probaremos adentrarnos por otros caminos sin pretender llegar a dar nunca una sentencia definitiva. Avanzaremos de un análisis comparativo concreto (la novela con el precepto legal que nos servirá de referencia) hacia la crítica a la modernidad que subyace en El Proceso y la crisis de sentido típica de esta época y que se refleja perfectamente en el autor checo.

El Proceso como antítesis del artículo 24 de la Constitución española.-

      El estudio que, sobre El Proceso, lleva a cabo Isabel Hernández para la edición de Cátedra finaliza así: El Proceso nos representa un mundo que es absurdo, pero terriblemente real. Este mundo se asemeja muy poco a la existencia ordinaria, pero está hecho de elementos de la vida cotidiana. 


En efecto, Kafka muestra en El Proceso una estructura jurisdiccional con insoslayables semejanzas a cualquier estructura judicial que se preste (un acusado, un abogado, un tribunal). Pero, lo que viene a caracterizar este entramado judicial no es precisamente la analogía mencionada sino, más bien, las profundas disimilitudes que podrían establecerse entre el aparato judicial kafkiano y las instituciones propias de un Estado de Derecho.


            Así las cosas, no deja de ser interesante la comparación del proceso al que es sometido Joseph K. (lleno de arbitrariedades palmarias) respecto del trato para el detenido que prevé la Constitución española de 1978. Esta reflexión comparativa partiría de la ficción para llegar a la realidad, aunque bien podría ser también, como se observará en el siguiente epígrafe, un viaje desde lo ontológico hacia una deontología de la Justicia que, por perfecta, resulta siempre imposible de alcanzar.


            La novela que estudiamos comienza así: Posiblemente, algún desconocido había calumniado a Joseph K., pues sin que éste hubiese hecho nada punible, fue detenido una mañana. Desde el principio sabemos que K. es inocente. Pero también se detienen a inocentes en un Estado de Derecho. El problema no radica, por tanto, en la detención en sí sino en probar que el detenido es culpable, y, mientras tanto, es menester dotar a éste de todas las garantías que la Carta Magna de un Estado ha de establecer (y las leyes procesales desarrollar). El artículo 24 de nuestra Constitución reza así:


1.Todas las personas tienen derecho a obtener la tutela efectiva de los jueces y                                  tribunales en el ejercicio de sus  derechos e intereses legítimos, sin que, en ningún caso, pueda producirse indefensión.


2.Asimismo, todos tienen derecho al Juez ordinario predeterminado por la ley, a la defensa y a la asistencia de letrado, a ser informados de la acusación formulada contra ellos, a un proceso público sin dilaciones indebidas y con todas las garantías, a utilizar los medios de prueba pertinentes para su defensa, a no declarar contra sí mismos, a no confesarse culpables y a la presunción de inocencia.

Este artículo configura como derecho subjetivo el derecho a la tutela judicial efectiva y prevé una serie  de garantías conexas al mismo. Además, el constituyente, al incluirlo dentro de la zona caliente de la Constitución (aquellos derechos que, en virtud del artículo 53.2, pueden ser invocados en recurso de amparo ante el Tribunal Constitucional si son vulnerados), equipara a los derechos fundamentales con el máximo plus de fundamentalidad (Pérez Royo, 1999:268) unos derechos procesales tradicionalmente considerados como derechos instrumentales (aquellos que tienen una función de garantía o protección de los demás derechos). A continuación veremos cómo cada una de estas garantías son vulneradas en el proceso de K.


Desde la bochornosa detención de Joseph K., el autor deja claro el carácter arbitrario de la situación: un arresto así era igual a un atraco en plena calle a una persona que no está debidamente protegida (pag. 47) o ¿qué sentido debemos otorgar a esta poderosa organización?. Estriba en detener a inocentes e incoar procesos carentes de sentido... (pag. 49). Pero la detención no sólo es arbitraria sino que también resulta burdamente jocosa. 


Las garantías a las que aludíamos comienzan a brillar por su ausencia, el derecho del detenido a ser informado de la acusación formulada contra él queda conculcado desde las primeras páginas del libro. Desde el primer capítulo de la novela se puede apreciar  que las infracciones no las comete el presunto delincuente sino, más bien, aquéllos que le detienen (la corrupción se deja ver desde las instancias más bajas de la peculiar organización).


La organización a la que queda de súbito sometido K. es un sistema paralelo al que rige judicialmente el estado en el cual K. se encuentra: K. era miembro de un Estado constitucional en el cual reinaba la paz y el orden y las leyes eran cumplidas (pag. 8). 


Ello no es óbice para que K. sea tratado mucho peor que un auténtico procesado. Al respecto, es curioso el paralelismo que establece Kafka entre la sujeción a la organización y el ambiente que se puede respirar en sus dependencias. Kafka fue un hipocondríaco compulsivo, obsesionado con la pureza del aire, y esta preocupación va a reflejarse en su obra cuando describe esos aires nocivos que ahogan al personaje como símbolo de la angustia que padece. 


Cuando K. accede a las oficinas de la institución (también cuando se halla en casa del pintor Titorelli) empieza a sentir una súbita sensación de ahogo y desasosiego que le hace buscar obstinadamente la salida a la calle. Ante tal situación un personaje apunta: este caballero únicamente se siente enfermo aquí. Fuera no le ocurre nada. (pag.72). Es decir, Joseph K. sólo se encuentra procesado para con esta organización tan sui generis, al ordenamiento jurídico ordinario ninguna causa le ata.


En el proceso incoado al señor K. se observa, desde su inicio, una nítida inversión de lo que en lenguaje jurídico se denomina carga de la prueba. En el proceso penal la culpabilidad es la que tiene que ser demostrada, no la inocencia, que se presume iuris tantum (artículo 24.2 in fine). 


Del procedimiento al que se encuentra sometido K. es imposible salir indemne: sufrir un proceso es casi haberlo perdido (pag. 97). La culpabilidad está preestablecida para K., la protección al acusado es inexistente y la contradicción con el artículo 24 total. 


Todo hombre, nos recuerda Ángel Latorre, es inocente mientras no se pruebe su culpabilidad y sea condenado por un tribunal legal, después de un juicio imparcial, justo y en el que se observen todas las garantías preestablecidas. 


Una pena no puede imponerse más que a consecuencia de un proceso debidamente celebrado: nulla poena sine iudicio (1985:175). Este principio queda prefijado en el artículo 24 de nuestra Constitución y las normas procesales que lo desarrollan (fundamentalmente la Ley de Enjuiciamiento Criminal) y es, precisamente, la carencia de la que adolece el proceso de K.: ...la justicia no acepta ningún argumento (...) frente al tribunal ninguna prueba es válida (pag. 151). 


La indefensión del acusado es total y le coloca en una situación de impotencia absurda imposible de superar.


Pero ahí no quedan las cosas, el desconocimiento del acusado ante lo que se le viene encima coadyuva a alimentar la sensación de impotencia. Joseph K. desconoce de qué se le acusa, cuál es la instancia a la que ha de dirigirse, qué tipo de tribunal le va a juzgar, qué pasos debe dar en aras de su eventual defensa: Cuando el proceso llega a un determinado punto, según una antigua tradición, se hace sonar una campanilla. Para el juez, ése es el momento exacto en que da comienzo el proceso. No es el momento oportuno de explicarle las razones que rebaten esta opinión. Además no alcanzarías a entenderlas, le dice un personaje a K. Parece como si todos supiesen más sobre el proceso que el propio acusado. 


Esa ignorancia produce impotencia y ésta es tal que provoca una sensación de angustia que acarrea, a su vez, un sentimiento de culpa que acaba convenciendo a K. (aun siendo consciente racionalmente de su inocencia) de su culpabilidad: K. comienza a comportarse como si fuera verdaderamente culpable.


A esta situación de indefensión hay que añadirle el dato, antes apuntado tímidamente, de que el tribunal no reconoce ninguna forma de defensa y que tal extremo viene a convertirse en otra violación flagrante del precepto que nos sirve de referencia. 


La persona culpable, apunta Isabel Hernández, atrae al tribunal, que deja solo al acusado a menos que establezca un estrecho contacto con el mismo. La única esperanza se traduce, así, en el amiguismo y el tráfico de influencias encarnados en el abogado Huld y en el pintor Titorelli.


Además de con todas las rémoras mencionadas, el proceso avanza de una manera casi subrepticia. La publicidad parece que se ofrece a todos menos al interesado (que permanece impertérrito ante una sucesión de acontecimientos que, cada vez más, se le van volviendo en contra). 


El carácter público del proceso es una garantía básica (al igual que el derecho a tener un proceso sin dilaciones indebidas, también vulnerado en el procedimiento kafkiano) para ofrecer un mínimo de seguridad jurídica al procesado: K. debía tener en cuenta que el proceso no era público (...). Por consiguiente, todos los expedientes _ y lo más importante, el escrito de acusación del fiscal_ no estaban al alcance del acusado y de su abogado defensor; por ello era imposible saber exactamente, y ni siquiera de una manera aproximada, adónde debía dirigirse la primera demanda (pag.115).


Por último, y dejando para otro momento algunas minuciosidades procesales que se quedan en el tintero, llama la atención el tipo de decisión que eventualmente puede adoptar el tribunal que oprime al desdichado K. 


Como ya hemos apuntado, la resolución más lógica para con el acusado es la sentencia condenatoria pero, ahora bien, puede conseguirse (y el instrumento no es otro que la influencia sobre los miembros del tribunal, explica Titorelli a K.) otro tipo de decisiones más favorables para el acusado: Había olvidado hacerle una pregunta importante: ¿qué clase de absolución es la que usted prefiere?. Existen tres clases: la absolución real, la absolución sólo aparente y la prórroga indefinida (pag.153). La primera de ellas es sin duda la más convincente (prosigue Titorelli), pero es imposible, ya que no hay nadie que esté en condiciones de hacer valer la menor influencia para llegar a una absolución así. 


En este pasaje, el pintor Titorelli elucubra farragosamente sobre los tipos de fallos y las posibilidades que tiene el inculpado de alcanzar cada uno de ellos. Es de resaltar, desde el plano jurídico, lo que viene a significar la denominada absolución aparente (según el pintor las autoridades judiciales carecen de la potestad para absolver definitivamente al acusado) que rompe de lleno con el elemental principio procesal de la cosa juzgada


Cuando una causa es enjuiciada, la sentencia adquiere (recursos al margen) valor de cosa juzgada, uno de cuyos efectos primordiales es la imposibilidad de volver a juzgar esos mismos hechos respecto de la misma persona a la que se haya acusado. En la novela, el tribunal se reserva la potestad de incoar de nuevo el proceso en el momento que estime oportuno.

Pero Kafka no nos muestra un aparato judicial opresivo y terrorífico, más bien viene a caricaturizar un sistema judicial determinado. El autor checo hace una crítica demoledora a las estructuras judiciales, en particular, pero también a cualquier institución funcionarial (es notorio que en las tres grandes novelas de Kafka aparezcan, desde un idéntico punto de vista funcional, un aparato, una organización o una máquina administrativa). 


Para llevar a cabo su empeño Kafka utilizará magistralmente la ironía solapada y el humor macabro, que siempre caracterizó a su obra, ridiculizando así al Estado, demasiado burocrático, en el que vivió: ejemplo significativo de ello es que los interrogatorios se produzcan en domingo para que el acusado, que no trabaja ese día, pueda asistir; o que las oficinas se hallen en buhardillas o, más aún, la escena de la primera vista oral, que se convierte en una fiesta cómica de lo absurdo. 


Todo esto conlleva a pensar que, aunque la razón por la cual Kafka escribe este libro fuese una crisis existencial estrechamente relacionada con Felice Bauer, el autor de América quiso añadir a su discurso una carga de crítica social a la burocracia imperante en el decrépito Imperio Austro-húngaro. 


Como refleja Isabel Hernández, la jerarquía de infinitas ordenanzas y oficiales, los sistemas de procedimiento inaccesibles a personas ajenas e incluso a los propios miembros de la organización; las delaciones frustrantes y la impotencia del hombre  ante la burocracia reflejan aspectos de estas grandes organizaciones y de los ministerios estatales en casi todas las sociedades, a la vez que, rasgos más notables del imperio de los Habsburgo (1997:36). 


El ocaso del individuo se funda en la progresiva burocratización. La creciente complejidad en las formas de organización del Estado y en la economía conlleva, para Horkheimer, al atrofiamiento de la individualidad y, para Adorno, al mundo administrado (Habermas, 1987:447). 


Kafka, al reflejar estos escenarios, percibió la pérdida de libertad que se da cuando la burocracia se convierte en el férreo estuche de Weber y cosifica al ser humano según Lukács (Id, 1987:453). 


Pero la crítica salpica también al funcionamiento de la justicia y la labor de los abogados: los abogados son los menos interesados en pretender mejorar en nada el sistema judicial (pag.120).


Sin embargo, ante esta desoladora situación, Kafka no se rebela al modo de Camus. Kafka, en ese estado de apocamiento ante el poder que le caracterizó, permanece en una extraña, pero constante, lucha pasiva por encontrar la luz que le saque del laberinto que conforma obra y vida. Este estado tienta a que se le compare con la indolencia.

2016.04.26-13-FRASES-Franz Kafka - culturizando.com | Alimenta tu Mente


Kafka visionario.-

Desde posturas marxistas no ha faltado quien pretendiera dar ciudadanía en el socialismo a Franz Kafka. Pero si somos capaces de soslayar el interés oculto en estos estudios, es posible encontrar acertados análisis sobre la obra del escritor nacido en Praga. 


Así, Lucio Lombardo Radice habla de algo hoy plenamente constatado: el carácter visionario que, como Quevedo o Swedenbörg, acompañó a la obra de Kafka (1977:13-4). El autor de El Castillo escribió en el desmoronamiento del Imperio Austro-húngaro y sobrevivió a la Primera Guerra Mundial. Desde sus páginas se profetiza la sombra negra que iba a cubrir, varios años después de su muerte, el cielo de Europa. 


Nunca podremos saber si Kafka lo presintió realmente o no, pero en su literatura hay indicios para prever la ignominia que acabó con las hermanas del escritor en medio del exterminio nazi. 


Milena, el otro gran amor de Kafka, escribió en 1924: su conciencia de hombre y artista era tan lúcida, que le permitió presentir los peligros incluso cuando los demás no hacían caso y se sentían seguros. 


Tomando esta declaración como referencia Lombardo ve en Kafka el sentimiento de un proceso de desintegración en camino, presentimiento de una inmensa tragedia, en un marco histórico preciso (1977:14). Estamos pues ante una profecía visionaria de la deportación de los hebreos bajo Hitler. Kafka era judío, y de habla germana, lo que le convertía automáticamente en miembro del ghetto pragués. Quizás esa potencial situación creó en él una cierta angustia profética. 


La exacerbada burocracia austro-húngara acabaría con el Imperio y la caída de éste sería el comienzo del fin, de la vuelta del Viejo Comandante de la Colonia Penitenciaria, de la disgregación del mundo.


El aparato judicial que Kafka describe en El Proceso (ya hemos aludido a su identidad funcional respecto de otros aparatos creados por Kafka: recuérdese, v.gr., el entramado de funcionarios de El Castillo) se caracteriza, a juicio de Lombardo Radice, por tres rasgos fundamentales: en primer lugar, el gran poder que poseen los solitarios e ínfimos funcionarios (la sujeción al poder siempre tuvo en Kafka reminiscencias freudianas, pues éste siempre las concibió de manera análoga a su relación con el padre); en segundo lugar, la autoridad gobernante es anónima, impersonal, rígida y a veces necia, la ley, si existe, nunca podrá ser conocida por K., y los administradores de la misma sólo conocen su reglamento, su procedimiento; por último, estos aparatos de poder suelen ser perfectos e ineficientes. Todo ello conforma, para Lombardo, un amasijo de rigor de enjuiciamiento y arbitrio, de minuciosa planificación y de ineficiencia, de ley y de caos. 


Para Harold Bloom el centro de la época caótica será Kafka, más que Joyce, más que Borges.


Que Lombardo, y otros críticos marxistas, utilizaran estos razonamientos para tratar de hallar, en la obra de Kafka, una incipiente crítica al capitalismo burgués y poder así casar el pensamiento de Kafka con la filosofía marxiana, no quiere decir, ni mucho menos, que el prius lógico no fuese plenamente acertado. Solía decir Octavio Paz que, aunque el socialismo real hubiera fracasado estrepitosamente, no podía negarse que los motivos que lo suscitaron seguían (y siguen hoy) plenamente vigentes. Si las respuestas fueron erróneas (en su vertiente práctica) no por ello las preguntas han dejado de existir. Si falló la segunda parte del razonamiento, no por ello podemos desechar la primera.

En los Estados democráticos de corte occidental se han asumido como propias la mayoría de las garantías jurisdiccionales que, para con el reo, han ido estableciendo paulatinamente los distintos instrumentos internacionales (tratados, convenios y protocolos) que, en materia de derechos humanos, han ido desarrollando progresivamente la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948. 


Aunque con lamentables excepciones (el caso de Estados Unidos es el más significativo en supuestos como el de la pena de muerte), en aquellos Estados de Derecho ya inveterados se han  encontrado fórmulas que, aun sin llegar a ser la panacea que cure los males desatados por la caja de Pandora, han sabido dar una respuesta satisfactoria a muchos problemas en otros tiempos lejos de ser resueltos.


Pero tampoco podemos pecar de eurocentrismo. Que en nuestro campo cultural se acabe asumiendo que la democracia es el peor sistema si excluimos todos los demás no debe llevarnos a que nos ceguemos y regocijemos en nosotros mismos. 


No resulta fácil extrapolar valores arraigados en Occidente a contextos sustancialmente distintos, pero tal dificultad no ha de impedir que se exija el respeto de un mínimo universal en materia de derechos humanos (inviolable en cualquier parte del planeta). 


Hace más o menos dos siglos un filósofo, que apenas salió de su ciudad natal, se convirtió, junto con Voltaire y Montisquieu (Villaverde, 1999:28), en uno de los fundadores del cosmopolitismo. 


Kant, al elaborar su teoría del imperativo categórico, estaba pensando en valores universales (patrimonio de cada individuo independientemente del Estado al que se pertenezca) que, como los derechos humanos, no pueden ser sacrificados en aras de un relativismo cultural cada vez  más invocado para transigir con la barbarie.


El pueblo es una abstracción a la que sólo se puede enfrentar el individuo como ente individual portador de derechos fundamentales. Este radical individualismo que reivindica Noberto Bobbio (2000) entronca con el tipo de hombre europeo husserliano: el que decide orientar tanto su vida como el contorno político y social en el que la Humanidad se va realizando en plena libertad por la pura razón. Husserl busca encontrar en la filosofía (la que nace en Grecia y se desarrolla en Europa) una Ciencia Universal que ayude al hombre en la tarea de ir haciendo su verdad (liberándose de la imagen hecha por las tradicionales particulares de los pueblos o por los mitos). 


Para Husserl la figura espiritual de Europa abre una nueva época en la Historia de la Humanidad (Ureña, 1978:77) pues sólo ésta, por medio de una crítica universal a toda postura tradicional particularísima, conlleva a la razón universal y objetiva que pueda orientar al hombre. 


En esta tesitura, universalismo versus relativismo cultural, irrumpe también Habermas, al elaborar una Teoría Crítica de la Sociedad basada en la razón comunicativa, pero intentando evitar el objetivismo axiológico en el que incurre la Fenomenología Trascendental husserliana. 


Habermas huye del objetivismo idealista, en el que también cayó Hegel, por la vía de la comunicación intersubjetiva. 


En el pensamiento habermasiano también podemos encontrar la pretensión de una ética universal que sustituya, en la sociedad superindustrializada, a la religión como factor de integración social (Ureña, 1978:119-20). Pero esta ética universal, además de tener una justificación racional,  va a surgir, como situación de vida ideal, cuando se dé el estado comunicativo ideal del que Habermas habla en su Teoría de la Acción Comunicativa


Sólo en esa situación ideal se podrán consensuar los estándares normativos, que estarán fundamentados en los valores de verdad, libertad y justicia. 


Así las cosas, en su eterna búsqueda de una sociedad mejor, en la que el hombre se emancipe de la Técnica, y del predominio de la Economía sobre la Política, mediante la autorreflexión, Habermas enlaza de lleno (aunque él no lo denomine así) con la idea del escrupuloso respeto de los derechos humanos,  garantes de una ética universal emancipadora y solidaria. 


Pero sería necesario aparcar, por el momento, a Habermas si no queremos desviarnos demasiado del análisis de El Proceso. No obstante, antes de dar por cerrado este epígrafe, resulta oportuno compartir una serie de reflexiones a las que puede conducir la lectura de la novela que nos ocupa y que sólo se han dejado ver, hasta ahora, muy tímidamente.


Que en nuestro campo cultural los Estados de Derecho se hayan ido configurando como las estructuras que mejor garantizan el respeto de los derechos humanos, no quiere decir que estos entramados estatales no carezcan de fallas, lagunas e imprecisiones que siguen provocando charcos de injusticia difícilmente subsanables. 


Si la maquinaria judicial de cualquiera de estos Estados se pone en marcha, hasta el más responsable ciudadano puede verse atrapado en sus redes: por un desliz (la vida puede cambiar en cuestión de segundos), por un error humano, por una puerilidad evitable. 


Entonces los efectos que emanen del aparto-judicial-perfectamente-democrático pueden resultar igual de perniciosos que si emanasen de un aparato-judicial-autoritario. 


La ley es creada por los hombres, que son también quienes la interpretan. Por lo tanto, tanto la ley como su interpretación puede ser imperfecta por ser el hombre imperfecto.


 Algo así pensaría Kafka a principios de siglo cuando escribió que la ley no era susceptible de ser conocida por sus destinatarios y que, incluso para la clase social que ostentaba la potestad de administrarla, resultaba imposible de conocer. 


El error humano es muy fácil que se produzca: 23 reos ejecutados en los Estados Unidos han resultado ser inocentes después del castigo que no admite redención. 


El abuso o la desviación de poder también resulta ser algo tentador para quien tenga la oportunidad de disfrutarlo. 


Pero el error también puede hallarse en la ley misma, pues ésta, por ser creación humana, también queda expuesta a eventuales equivocaciones. 


La ley no es más que la cristalización de una determinada costumbre, más o menos coyuntural, de un valor ético más o menos arraigado en una determinada sociedad. 


Primero es el comportamiento y después la regulación. La ley siempre tarda.
Quien crea en un dios puede encontrar en estas reflexiones algunos motivos para justificar su religión. Kafka era judío, pero bastante heterodoxo. Sólo en el periplo final de su vida se interesó verdaderamente por la religión y la cultura yiddish, y, como era un hombre constantemente preocupado por el sentido de su existencia, topó con la Ley Divina como posible camino hacia la salvación. 


La parábola que el capellán de la prisión relata a K. en la catedral (penúltimo capítulo de El Proceso) se convierte así en la columna vertebral del sustrato filosófico que subyace en toda esta historia. 


Así lo entendió Orson Welles, que la utilizó, en un claro proceso de inmutatio, como preludio de su película, y es también notorio el interés del propio escritor por este pequeño mito (dicha leyenda se incluye en el relato Ante la ley que Kafka había escrito a mediados de diciembre de 1914 y que, más tarde adscribió a los relatos del volumen que lleva por título Un médico rural).


Paulatinamente vamos abandonando un terreno a la vez que nos adentramos en otro, en el pensamiento que Kafka ocultó entre las líneas de El Proceso


Detrás de la contraposición entre el artículo 24 de la Constitución española (como ejemplo de precepto que aglutina las garantías típicas que un Estado de Derecho prevé para el detenido) con la detención de K. ofrecida en la obra estudiada, se halla el verdadero sentido que tales elementos a comparar esconden: el artículo 24 no es más que la cristalización positiva de toda una filosofía  jurídico-política liberal que nace en el revolucionario siglo XVIII y que se concreta, en materia de derechos humanos, tras la II Guerra Mundial, con la elaboración de la Declaración Universal  y los tratados internacionales que la desarrollan (y  correlativa interiorización en los Estados democráticos mediante sus respectivas constituciones). 


Es decir, epítome de la modernidad en sus dimensiones ética, jurídica y política.


Por su parte, el laberinto procesal que Kafka levanta en torno a K. esconde la preocupación metafísica del autor por buscar la salvación del hombre y deja al descubierto la crisis de sentido que invade a la sociedad moderna cuando la religión es secularizada por la razón ilustrada. 


Si los derechos humanos pueden salvar al mundo del horror, sólo la búsqueda de lo indestructible que hay en cada uno de nosotros conlleva, para Kafka, a la salvación del hombre. 


Si hasta ahora sólo hemos visto la punta del iceberg, vayamos conociendo el resto.

La Ley de Kafka.-

            En la primera parte de este estudio quedó suficientemente constatado que el verdadero leitmotiv que marca el rumbo deEl Proceso fue la relación de su autor, y correlativa ruptura, con Felice Bauer. Los paralelismos existentes, entre la novela y el noviazgo, son irrefutables tal y como lo ha puesto de manifiesto Elías Canetti. Hay hasta una cierta identidad de los nombres de los personajes con la realidad: la señorita Bauer sería la señorita Burstner y la amiga de ésta, la señorita Montag, encarna, a su vez, la figura de Grete Bloch (amiga de Felice y madre del único hijo que tuvo Kafka); por su parte, el nombre de Joseph tiene tantas letras como el de Franz, y K. es obviamente la inicial del apellido Kafka. Pero si éste fue el marco, en él Kafka desarrolló una historia repleta de senderos.

           El análisis llevado a cabo hasta ahora se ha centrado (aunque sin renunciar nunca a otras posibilidades hermenéuticas factibles) en el aparato judicial que, a modo de red laberíntica que atrapa al hombre, dibujó Kafka para plasmar su angustia vital. 


Pero por centrarse demasiado en la periferia de la obra, no quedaría completo un estudio que ni siquiera entrase a conocer, aunque sólo fuese someramente, el pensamiento solapado en El Proceso, que, por otro lado, forma parte delcontinuum filosófico que subyace en toda la obra de Kafka.


            El autor checo nunca fue muy amigo de la filosofía abstracta (prefería leer las biografías de Goethe o Dostoyevsky buscando encontrar experiencias similares a la suya que le ayudasen a comprender su tormento) y, únicamente, se sintió seducido por las teorías de Bentrano y por una idea básica en el pensamiento de Schopenhauer y Nietzsche: el sufrimiento es una parte esencial de la existencia y el único medio para llegar a la verdadera sabiduría. 


Vemos así como Kafka, atraído siempre por la visión romántica del artista como marginado enfermo, resulta ser un claro precursor, en el sentido borgiano de la palabra (Borges, 1992:304), del existencialismo. 


El pensamiento que reposa entre las líneas de la literatura de Kafka es tan rico que ha inducido a su estudio a pensadores del prestigio de Walter Benjamin, Adorno o Camus. 


Para H. Bloom, Kafka fue más un gran aforista que un narrador puro, incomparable en todo momento al nivel estético de un Joyce o un Proust.


            Kafka, como Kierkegaard o Unamuno, fue existencialista avant la lettre pues su vida fue una constante pregunta acerca del sentido de la misma. Pero Kafka no halló soluciones al modo de Sartre (en el compromiso) o Camus (en la rebelión) sino que, sintiéndose, como Wittgenstein, incapaz de plasmar la verdad mediante la palabra, se quedó en la paradoja y el aforismo.  


Precisamente de sus aforismos (incluidos en el volumen Meditaciones bajo el título Consideraciones sobre el pecado, el sufrimiento, la esperanza y el camino verdadero), podemos extraer las líneas fundamentales del pensamiento de Kafka: la verdad, tal y como nos la muestra el mundo, no es susceptible de ser conocida; la salvación sólo pasa por creer en un dios personal (algo que permanezca siempre indestructible) tomando como instrumento para alcanzarlo la paciencia:

No existe otra cosa más que un mundo espiritual; lo que nosotros llamamos mundo sensitivo, es el mal en el espiritual, y lo que nosotros llamamos malo es sólo la necesidad de una pausa en nuestro desarrollo espiritual.

Teóricamente hay una completa posibilidad de felicidad: creer en lo imperecedero, en uno mismo y no buscarlo.

La verdad es indivisible, así pues no se puede reconocer a sí misma; quien quiera reconocerla, tiene que ser mentira.

Creer significa liberar el elemento indestructible que hay en uno mismo, o más exactamente, ser indestructible, o más exactamente ser.

            Algunos críticos como Bloom han querido relacionar este esquema de pensamiento con la idiosincrasia hebrea. Evidentemente el paralelismo existente entre lo indestructible y el modus vivendi judío siempre resultará tentador. Pero Kafka era un judío demasiado heterodoxo al que le costaba tener fe. 


Como ha escrito Harold Bloom, Kafka no era un escritor religioso sino un escritor que hizo de la literatura una religión. 
         
Un ejemplo conciso que aglutinaría los elementos que hemos analizados vendría a ser la parábola Ante la ley que, en el capítulo llamado Visita a la catedral, relata el sacerdote a Joseph K. 


Siguiendo el estudio de I. Hernández y comparándolo con el diálogo que tras la leyenda mantienen acerca de la misma el capellán y K., podemos afirmar que el sacerdote compara a K. con el hombre del campo que llega ante la ley. 


Este hombre, al llegar a las puertas de la ley, se topa con un portero que le prohibe la entrada en ese momento, pero que no excluye la posibilidad de que un día pueda hacerlo. 


El error principal del hombre es creer al portero y considerar lo que dice como verdadero. Tras esperar toda una vida, el hombre sabe que esa puerta estaba ahí para él y que podría haber entrado en el momento que hubiera querido. Aunque la postura del hombre (como la de Kafka ante la vida) pueda ser tachada de indolente por su pasividad, en realidad no lo es: tanto el hombre de la parábola como Kafka mismo hacen todo lo que pueden para entrar en la Ley. Una Ley que es visualizada como una fuerte luz que emana detrás de las puertas. 
Gilbert Durand ha observado que un notable isomorfismo une universalmente la ascensión a la luz, cosa que hace escribir a Bachelard que es la misma  operación del espíritu humano la que nos lleva hacia la luz y hacia la altura (1981:137). Además, en mesopotámico, la palabra dingir, que significa claro y brillante, es también el nombre de la divinidad celeste, lo mismo que en sánscrito la raíz div, que significa brillar y día, da Dyaus, dios y deivos o divus latino (Durand, 1981:138).


            Desde un punto de vista topológico nos encontramos con la Ley como un recinto cerrado en oposición con lo que está fuera. La leyenda relata que el hombre viene desde lejos para entrar dentro. Es la historia de una búsqueda, la búsqueda de quien ha recorrido un camino demasiado largo para llegar a una puerta, punto de encuentro entre lo de dentro (la Ley, la Luz, Dios) y lo de fuera (el mundo, la realidad tal cual es percibida por los sentidos), entre lo abierto y lo cerrado. Toda búsqueda es imposible para Borges: está condenada al fracaso.


            Aunque las interpretaciones, tal y como afirma Kafka por boca del sacerdote, son múltiples, podríamos decir que estamos ante la eterna búsqueda de la felicidad (tanto del personaje como la del creador). La búsqueda de ese país lejano donde ser feliz consiste / solamente en ser feliz (Pessoa, 1997:111). Pero para lograrlo es necesario el conocimiento de la Verdad y para que el hombre pueda vivir en la verdad y no ante la verdad, es necesario no creer al hombre (pues éste la desconoce). 


Los paralelismos entre la Ley Divina y la Ley Humana resultan palmarios: tanto los sacerdotes como los jueces se equivocan al aplicar la Ley porque desconocen la Verdad que ella encarna (la hipótesis de que detrás del aparato de poder no haya ninguna ley es puesta de manifiesto en el fragmento Sobre la cuestión de las leyes según apunta Lombardo en la página 18 de su libro); el hombre al creerlos se condena a su propia perdición porque cree en la mentira (como dice Anthony Perkins en la película: pretenden hacernos creer que todo el mundo es demente). 


La Verdad, como la luz que emana tras las puertas, ciega al hombre porque, al igual que los hombres que están en la caverna de Platón, no están acostumbrados a ella. 


La única salvación para Kafka es buscarla dentro de uno mismo, encontrar lo indestructible y crearse un dios personal. El vehículo para conseguirlo es la paciencia (que puede ser confundida con la indolencia que muestra K. en El Proceso).                   


            Así las cosas, podríamos afirmar que la Ley que regula tanto la vida como la obra de Kafka no es otra que la confianza en lo indestructible que hay en nosotros y que por largo que resulte  el camino hay que recorrerlo (se ha sabido gracias a Max Brod, albacea y amigo personal de Kafka, que El Proceso es una novela inacabada quizá porque el proceso de K. en sí es inacabable. ¿El camino también?). 


No puedo estar de acuerdo con Harold Bloom cuando afirma  que Kafka no tiene esperanza, ni para él mismo ni para nosotros (1997:461). Prefiero pensar, al igual que Camus, que todo el que se plantea el sentido de su existencia tiene esperanza en encontrarlo, aunque nunca se llegue a una solución (Camus ve en El Castillo la resolución de los problemas planteados en El Proceso); aunque quede uno sumido en el más absoluto pesimismo (tanto racional como volitivo), el mero hecho de plantear tal cuestión es ya un vestigio de esperanza: hay que extenuar a Sísifo. 


El problema es que el camino se convierta en un proceso autodestructivo como le sucedió a Kafka, que, a tenor de sus diarios, sólo se sentía bien cuando escribía...


La crítica de Kafka a la Modernidad: crisis de sentido y desmoronamiento ético.-

            A lo largo del análisis de El Proceso            se han dejado entrever dos dimensiones esenciales tanto en la interpretación de la obra de Kafka como en las reflexiones que, de la misma, pueden surgir. 


Estamos hablando, de un lado, de una dimensión individual focalizada en los problemas de sentido y significación de la vida humana y, de otro, de una dimensión social o colectiva en la que el individuo se inserta y realiza como persona. 


Ambos planos se complementan y se necesitan para entender lo que Berger y Luckmann han denominado sentido de la existencia vinculado (1997:31), es decir, para comprender la presencia del hombre (entendido en sentido genérico) en su época y el derredor que lo abarca. 


Kafka es, para Bloom, el escritor más representativo de lo que él denomina era del caos. 


Sin entrar aquí en una farragosa discusión terminológica que dilucide el nombre de la época en la que nos hallamos inmersos (posmodernidad para Lyotard, alta modernidad para Giddens o modernidad para Habermas), sí podemos afirmar, sin soslayar el mundo posible (U. Eco) en el que se desenvolvió Kafka, que en el autor checo es posible descubrir una incipiente crítica a ciertos aspectos de la vida moderna: crisis de sentido y desmoronamiento ético; y que más que ante un posmoderno avant la lettre bien nos podríamos hallar ante el fiscal literario de la modernidad.

            La crisis de sentido propia de la modernidad viene ocasionada por el repliegue de la religión (Berger y Luckmann, 1997:71) que provocó la teoría de la secularización emergente de las Luces. 


Lo que en las sociedades premodernas estaba fundamentado y justificado por la fe en la trascendencia divina quedó desamparado tras la irrupción de la Ilustración: ni la razón ni el empirismo científico podían explicar, por ejemplo, el sentido de la muerte. 


La respuesta religiosa parece haber sido, a lo largo de la historia humana, la forma más frecuente de intentar satisfacer esa necesidad de superar y encontrar significado a las expresiones que amenazan con el caos y el sin sentido: el error, la injusticia, el sufrimiento y la muerte. 


El hombre es el único animal religioso porque es el único que experimenta una apertura originaria, a través de la cual busca salvar su indigencia y abandono radicales. Y, hoy por hoy, no parece haber encontrado otra respuesta a su propio enigma. 


Las actitudes posmodernas encierran, muchas veces, una huida de las cuestiones últimas, que son insoslayables para la condición humana. 


El hombre tiene necesariamente que enfrentarse a ellas si quiere  vivir humanamente. 


El hombre actual está necesitado de reconquistar una estructura última cognitiva y normativa que otorgue orientación y sentido de la vida (M. Fernández del Riesgo en VVAA, 1994:93). 


Kafka es víctima de esta encrucijada, y un claro ejemplo de los perversos efectos que provocara la barrera del precepto que aislaba al judío del resto del mundo. 


En Kafka la crisis de sentido se convierte en crisis existencial cuando se siente incomprendido por el mundo (Berger y Luckmann, 1997:48) y eso le hace caer en la más absoluta anomia (dificultad que experimenta la gente en su intento por encontrar su camino en el mundo). 


Pero el desmoronamiento del mundo kafkiano no es solamente individual sino también colectivo: la desesperación de no encontrar el eje que vertebre la existencia del individuo, la jaula de hierro weberiana en que se convierte la burocracia de los estados (para Weber el funcionario burócrata es el epítome de la modernidad, atado por las reglas del procedimiento racional y temía que la burocracia precipitara en inhumanidad. Lyon, 1996:62) y la paulatina desvirtuación de los valores que habían inspirado a la modernidad tendrán su irrefutable correlato en la caída de Europa en manos del nazismo, auténtica degradación patológica de la modernidad y no creación suya (el fascismo es una regresión a los fundamentos irracionales que legitimaban el Ancien Régime). 


Berger y Luckmann ven en el pluralismo moderno la causa de la crisis de sentido que padece la sociedad actual. Al no existir valores omnímodos y omnicomprensivos de la vida (como ocurría en las sociedades premodernas fundamentadas en la religión) la sociedad se desintegra en particularismos y relativismos de toda índole. 


Llegados a este complejo punto (la crisis de sentido por estar imbricada con la conciencia resulta siempre difícil de tratar), es necesario detenerse porque, sin darnos cuenta, nos estamos adentrando en la segunda dimensión que hemos de analizar: la social o colectiva, cuyo desmoronamiento Kafka previó al describir esas atmósferas de angustia en las que quedan atrapados sus personajes sin posibilidad de escapar de ellas, incapaces de salirse del camino preestablecido (La Metamorfosis) por una sociedad demasiado corrompida, condenada al regreso del Viejo Comandante.


            Una de las banderas que se enarbola frecuentemente por el pensamiento posmoderno es la del relativismo. Las categorías totalizadoras que nacieron de la Ilustración han fracasado, los grands récits han perdido su condición legitimadora y son equiparados a la religión y al mito de las sociedades premodernas (Lyotard, 1989:10); o, como estima Vattimo, el pensamiento se debilita porque es en el caos de la sociedad de los mass media donde se encuentra la verdadera emancipación (VVAA, 1994:13). 


Pequeños relatos frente a metarrelatos, relativismo frente a universalismo, pensamiento débil frente a razón. 


Si trasladamos estas ideas al terreno social, ético y político no sólo estaríamos socavando categorías jurídicas esenciales para la convivencia pacífica sino que estaríamos transigiendo con la barbarie. 


Lo que vale para la cultura no siempre puede ser válido para otros ámbitos. 


El efecto emancipador que algunos autores posmodernos han querido levantar sobre los escombros de la Ilustración nunca será tal si se le da la espalda a los que sufren, sino, más bien, puede verse convertido en un ejercicio de cinismo e irresponsabilidad que en nada puede ayudar a la construcción de un mundo más justo. 


Como ha escrito Niklas Luhmann si se dejara a cada uno su (falsa) verdad porque el hombre es la medida de todas las cosas (Protágoras), entonces la verdad de esa afirmación (y con ello el fundamento de todo el edificio de la verdad) sería dudosa (VVAA, 1990:61).


            Si estamos dispuesto a jugar el juego del todo vale que nos propone el pensamiento posmoderno podríamos toparnos con manifestaciones como la de Rorty cuando afirma que los derechos humanos no son más que un consuelo metafísico al que debemos renunciar (1991:52-3), u otras como la siguiente: no existen tales derechos y creer en ellos es como creer en brujas y unicornios (Macintyre, 1982:95). 


Cuando termina un siglo igual que empezó, es decir, con cruentas guerras en Europa, cuando proliferan las críticas al proyecto de la Ilustración, cuando el hombre se ha convertido en mercancía en una globalización que es cada vez más globalitaria (I. Ramonet),  cuando el efímero Fukuyama pregona el fin de la Historia, cierto sector de la clase intelectual occidental desconstruyen el edificio ilustrado desde la crítica negativa. 


Pero las perversiones y deficiencias de la modernidad habían sido ya puestas de manifiesto desde la modernidad misma: Marx, con su Crítica a la Economía Política, advirtió de la degeneración a la que puede llegar la maquinaria capitalista y, desde la denominada Escuela de Francfort, se elaboró una Teoría Crítica de la Sociedad que ahondaba aún más en los problemas de la modernidad. 


Sin embargo, desde estas latitudes de pensamiento siempre se aportó algún proyecto alternativo al que se criticaba. Estos filósofos (Marx, Horkheimer, Adorno, Marcuse...) orientaron su pensamiento hacia finalidades pragmáticas. 


Como diría Adorno, tras la II Guerra Mundial la Historia había puesto un imperativo al hombre: lograr que Ausschwitz no se repitiera. 


El pensamiento posmoderno, al fragmentar sus propósitos, huye de la razón totalizadora y centra su atención en lo concreto y particular frente a lo general o abstracto. 


Pero ante estas corrientes hay quien estima que el proyecto de Ilustración no ha fenecido, que la emancipación y reconciliación de la que hablaban los teóricos de la Escuela de Francfort son todavía posibles. 


Quienes aún piensan así proponen establecer los pilares que sustenten una ética universal de inspiración kantiana (Kant siempre fue un pensador que se preocupó más de lo universal que de lo particular, así, en su obra La paz perpetua, hizo un importante ejercicio teórico para pacificar las relaciones internacionales mediante la unificación de todos los estados en una federación universal de pueblos libres), basada en los derechos humanos, y exigible a todo hombre en todo lugar, como única garantía de convivencia pacífica. 


Pero para que esta ambiciosa propuesta no sea tildada de etnocentrista es imprescindible argumentar sus pretensiones, delimitar el controvertido concepto de derechos humanos y fundamentar su contenido.


            Con el término derechos humanos sucede lo mismo que, según Horkheimer,  ocurre con el de razón: que el ciudadano medio que sea preguntado por el mismo reaccionará con vacilación y embarazo (Pérez Luño, 1991:21). 


Esto es así porque se tiene la sensación de que nos hallamos ante conceptos que se explican por sí mismos y que ese tipo de pregunta resulta superfluo, lo que nos hace, a menudo, incurrir en definiciones tautológicas. 


Hallamos pues indicios para pensar que por derechos humanos no siempre se entiende la misma cosa y que su significado puede resultar ambivalente. El empleo de un lenguaje riguroso cobra así, en el plano jurídico-político, una importancia básica. 


El profesor Pérez Luño, pasando por alto la premisa definitio periculosa est, nos ofrece la siguiente: derechos humanos son aquel conjunto de facultades e instituciones que, en cada momento histórico, concretan las exigencias de la dignidad, la libertad y la igualdad humanas, las cuales deben ser reconocidas positivamente por los ordenamientos jurídicos a nivel nacional e internacional (1991:48). 


Pero el auténtico problema teórico de los derechos humanos viene a ser, más que una definición de los mismos, su compleja fundamentación. No en vano autores tan prestigiosos y comprometidos con los derechos humanos como Noberto Bobbio han dudado de la fundamentación de estos derechos desde premisas iusnaturalistas. Así, el filósofo italiano ha suscrito que il problema di fondo relativo ai diritti delluomo è oggi non tanto quello di giustificarli, quanto quello di proteggerli (Pérez Luño, 1998:223).

Quienes han intentado extrapolar la cultura de los derechos humanos más allá de los confines euroccidentales han sido tachados, por algunos antropólogos culturales, de etnocentristas e imperialistas (al respecto ver Habermas, 1987:84 y ss). 


Así las cosas y si queremos defender que la sharía, más que una tradición cultural, puede significar el terror para quienes se les aplica, se nos antoja imprescindible fundamentar, aunque sea someramente, los derechos humanos como garantía del respeto a la dignidad humana.
          
  A la hora de concebir los derechos humanos como formalización de una ética universalmente válida, hemos de huir, de un lado, del positivismo defendido por Max Weber, en el que se confunde legalidad con legitimidad; y, de otro, tanto del objetivismo idealista en el que incurrieron Husserl y sus seguidores (porque convierte sus categorías en entes abstractos y trascendentales que tienden a ser dogmatizados) como del subjetivismo relativista defendido por los pensadores posmodernos (que desecha cualquier tipo de categoría universal y confina al hombre, en palabras de Tocqueville, a la soledad de nuestro propio corazón). 


Si concebimos el subjetivismo como nexo de aprehensión de los derechos humanos por parte del individuo, porque éste constituye un fin en sí mismo (Kant), podemos salvar el escollo del individualismo que hace preponderar la libertad sobre la igualdad y que conlleva a la libertad de unos pocos y la no libertad para muchos. 


La fórmula puede encontrarse en la obra de ese utópico ingenuo como llamó Foucault a Jürgen Habermas y en la intersubjetividad que propone el heredero del pensamiento francfurtiano. Habermas pretende, de un lado, revalorizar el papel del sujeto humano en el proceso de identificación y de justificación racional de los valores ético-jurídicos y, de otro, posibilitar una objetividad intersubjetiva de tales valores, basada en la comunicación de los datos antropológicos que los sirven de base (P. Luño, 1991:162-3).


            A Habermas le preocupa que el talante posmoderno represente el abandono de las responsabilidades políticas y la indiferencia por los que sufren (Lyon, 1996:139). En contra de Lyotard, considera que el proyecto de modernidad está incompleto y propone un nuevo tipo de racionalidad, que él denominará comunicativa, para expandir la esfera pública en busca de un universalismo ético. 


Así, contra los juegos del lenguaje del autor de La Condición Postmoderna, autores como Habermas o K. O. Apel buscarán lo común a todos los juegos lingüísticos cuya razón de ser está en que, con el aprendizaje de un lenguaje se aprende algo así como la forma de vida humana, se adquiere la competencia para la comunicación con todos los demás juegos lingüísticos. 


Habermas busca una ética o pragmática lingüística universal, basada en el intersubjetivismo (modo de explicar y fundamentar consensualmente la verdad de los argumentos y la corrección de las normas que regulan la actividad social) que opera en la situación comunicativa ideal (ideale Sprechsituation) o medio en que se garantiza un auténtico consenso, es decir, una comunicación sin distorsiones externas, que asegura un reparto simétrico de las posibilidades de intervenir en el diálogo y de avanzar argumentos en todos los participantes (P. Luño, 1991:164). 


La fundamentación de la norma social se basa en el convencimiento mutuo, por razones, entre los miembros de la sociedad, de que tal norma es lo más adecuado para todos. De ahí emana el principio de universalización: norma social válida será la que todos de común acuerdo quieran reconocer como norma universal avalada por razones (J. M. Mardones en VVAA, 1994:35). De esta forma Habermas intenta salvar las acusaciones de etnocentrismo de, entre otros, Richard Rorty. 


Comunicabilidad no quiere decir sometimiento a la tiranía del metarrelato, sino apertura comunicativa, diálogo, conservación ininterrumpida, interacciones entre los diversos modos  de hablar de la realidad o las diversas familias de las proposiciones (1994:34). 


Si hay respeto por los distintos tipos de racionalidad (ético-morales por un lado y estético-expresivas por otro) también lo habrá para las distintas formas de vida. 


El principio de universalización, en cuanto criterio formal de validez de normas sociales o de legitimación, sólo funda la moral que establece un mínimo común en cuestiones de justicia social, pero ni puede ni quiere determinar una moralidad determinada, de contenido individual: no hay liquidación del pluralismo de formas de vida sino su reconocimiento más genuino (1994:36).


            Pero una vez fijada la Teoría de la Acción Comunicativa de Habermas como marco metodológico, resulta necesario llenar de contenido esos derechos conseguidos a través del consenso. Para ello Pérez Luño acude a la Escuela de Budapest (a los discípulos de G. Lukács) y, más concretamente, a Agnus Heller en su intento de reconstruir el concepto marxista de necesidad. 


De esta forma la Teoría de las Necesidades vendría a complementar, dotándola de contenido, a la Teoría del Consenso de Habermas en la búsqueda de una base material que, ateniéndose a los datos antropológicos, configure y dé respuesta a las necesidades humanas (P. Luño, 1991:181): el fundamento de los valores debe buscarse en las necesidades del hombre (Bobbio). 


Llegados a este punto es necesario dar un cierto contenido social a estos derechos si queremos evitar caer en un liberalismo egoísta en el que la libertad avasalle a la igualdad. 


Y es precisamente lo que propone de nuevo Habermas en su Theorie und Praxis, cuando insiste en la necesidad de superar la ideología iusnaturalista-individualista informadora de los derechos humanos formulados por la Revolución burguesa en el sentido de concebirlos como categorías vinculadas a intereses sociales y, por lo tanto, defender el contenido social de los mismos. En definitiva, el tránsito del Estado liberal de derecho al Estado social de derecho. 


Los derechos humanos no pueden quedarse únicamente en aquellos derechos individuales de corte liberal que emergieron de la Revolución francesa, sino que han de incluir también a todos aquellos derechos sociales y económicos fruto del movimiento obrero  que no fueron positivados hasta la Constitución de Weimar y que actualmente cobran una nueva importancia cuando son exigidos más allá de las fronteras estatales (si las tres cuartas partes de la población mundial vive por debajo del umbral de la pobreza y con el 1% de la economía mundial bastaría para acabar con tal situación: ¿por qué no se hace?). 


A su vez, hoy día se impetran nuevos derechos igualmente merecedores de ser considerados y respetados. Me estoy refiriendo al derecho a la paz, al derecho a la calidad de vida o al medio ambiente adecuado que, la mayoría de las veces, se vulneran más por el poder político  y sus sucedáneos que por el ciudadano de a pie.


Pérez Luño coge el testigo de Habermas y se propone abolir la rígida división entre Sein y Sollar (ser y deber ser) para que los derechos humanos no se conviertan en ideales vacíos (ser) y para que no pierdan su horizonte utópico-emancipatorio (deber ser), tratando de guardar un difícil equilibrio entre experiencia y valor. 


Habermas, por su parte, recoge el testigo de Horkheimer, que concebía la solidaridad como la presencia de lo universal en lo particular; y de Marcuse que al final de su vida confesó: yo creo que sí existe lo que hoy ya no denominamos Ley Natural (...) si apelamos al derecho de la humanidad a la paz, al derecho a abolir la explotación y la opresión, no estamos hablando de los intereses de un grupo especial, autodefinido, sino más bien y, de hecho, a intereses que pueden demostrarse como derechos universales (VVAA, 1988:126). 


Junto a estas palabras a Habermas le gusta recordar las últimas que le dirigió Marcuse en su lecho de muerte: ya sé dónde se originan nuestros juicios de valor más básicos; en la compasión, en nuestro sentimiento de los demás.

CONCLUSIONES.-

1)  Sumergirse en el mundo de Kafka es sumergirse en un laberinto. 
En El Proceso, el autor checo juega a tres bandas: de un lado, concibe una sórdida metáfora para ilustrar su relación con Felice Bauer (Canetti); de otro, convierte el entramado jurisdiccional en el que se desarrolla El Proceso en una crítica burlesca de la burocracia de los estados y de las instituciones típicas de la modernidad; por último, muestra la angustia vital de la constante búsqueda del dios personal que le saque de su situación de anomia.


2)      Kafka previó que el camino por el que discurría el hombre y el mundo conducía a la resurrección del Viejo Comandante: los fascismos y el socialismo real son pruebas históricas fehacientes de su presunción. 
En el proceso de construcción individual y social del mundo, la salvación a nivel interior tiene que tener su reflejo en el exterior. Kafka percibió estos dos planos y reflejó su visión crítica de cada uno de ellos: crisis de sentido a escala individual y desmoronamiento ético en el ámbito colectivo.

3)      Kafka fue víctima de su época pues padeció la crisis de sentido propia de la modernidad intensamente. En el escritor pragués la crisis de sentido se convierte en crisis existencial al sentirse incomprendido por el mundo que le rodea, lo que le hace sumergirse en un estado de anomia total. 
Para Kafka, la incesante búsqueda interior en que se convierte su vida y su obra ha de estar encaminada al descubrimiento del dios personal que permanece, como algo indestructible, en cada uno de nosotros. 
En contra de Bloom, consideramos que el simple hecho de plantearse el sentido de la existencia  es un vestigio, en sí mismo, de esperanza.


4)      El Proceso de Kafka supone una feroz crítica al entramado institucional propio de la modernidad: el aparato jurisdiccional dibujado en El Proceso es irracional y está construido desconstruyendo todos los pilares racionales que sustenta al Estado de Derecho emanado del racionalismo ilustrado (desde un punto de vista estrictamente literario, Kafka se anticipa a novelas catalogadas como posmodernas como podría ser Pálido fuego de Nabokov). 
Al igual que Kafka muestra en La Metamorfosis la opresión a la que, encarnado en Gregorio Samsa, es sometido por su familia y, en general, por la sociedad que ya ha elegido por él el camino a recorrer, en El Proceso  se vislumbra la opresión del individuo en la jaula de hierro que supone el Estado burocrático. 
El Estado de Derecho es una creación, para bien y para mal, de la modernidad y el artículo 24 de nuestra Constitución una manifestación del mismo.


5)      Kafka es visionario al prever la tragedia a la que se dirigía Europa. Ese presentimiento está latente en sus obras. Mientras, Kafka se sitúa en el centro de su época y se convierte en fiscal literario, a la vez que víctima, de la modernidad.


6)      El pensamiento posmoderno aprovecha la crisis de la modernidad para derrocarla y dictar el acta de defunción del proyecto ilustrado. Así las cosas, nos ponemos del lado de J. M. Mardones cuando afirma que: el pensamiento posmoderno, con su defensa de un pluralismo de juegos del lenguaje que imposibilita ir más allá de consensos locales y temporales, no permite disponer de criterio alguno para discernir las injusticias sociales. 
Nos deja a merced del status quo, encerrados en lo existente y sin posibilidades de crítica socio-política racional. Tal pensamiento, aunque se proponga lo contrario, termina no ofreciendo apoyo a la democracia y sienta un apoyo a las injusticias vigentes. Merece ser llamado, por tanto, conservador o, al menos, sospechar que realiza tales funciones (VVAA, 1994:38). 
Lo que vale para el arte puede no valer para otros ámbitos. El pensamiento posmoderno no puede representar un proyecto emancipador porque no niega la mayor fuente de injusticias vigente, el capitalismo radical convenientemente alimentado por la pensée unique, sino todo lo contrario: le hace el trabajo teórico a las directrices neoliberales (Wellmer, 1993:56).


7)      Frente a los gurús de la posmodernidad nos encontramos con Habermas que, compilando toda una tradición filosófica que va desde Kant hasta la Escuela de Francfort pasando por Marx, persiste en el proyecto de la Ilustración dándole un nuevo giro. Aunque criticando sus deficiencias, Habermas se niega a suscribir el acta de defunción de la modernidad, porque piensa que todavía es posible la emancipación del hombre en ella.  


8)      Sólo si los derechos humanos son escrupulosamente respetados en todo el mundo podemos garantizar la convivencia pacífica entre los seres humanos. Estos derechos son universales y están por encima de cualquier tradición cultural. Establecen un mínimo ético universal a partir del cual la moral individual y la tradición cultural pueden ser construidas sin menoscabo alguno al pluralismo. 
Si la crisis de sentido, a nivel individual, resulta difícilmente subsanable desde un plano teórico, la crisis de sentido de una colectividad puede dejar de serlo si fundamentamos la convivencia en el respeto de los derechos humanos.


9)      Para salvar las acusaciones de etnocentrismo, los derechos humanos han de basarse en la teoría del consenso de Habermas, en la intersubjetividad y en el diálogo entre personas y culturas distintas. El contenido de estos derechos se ha de buscar, según Pérez Luño, en las necesidades del ser humano encuadrado en su momento histórico. 
Ello nos conduce a reivindicar una mayor atención para con los derechos sociales y económicos para que la igualdad sea equiparada a la libertad, así como a los derechos de la tercera generación (derecho a la paz, al medio ambiente adecuado...).



                                                             Coradino de la Vega Castilla


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§         WELLMER, A. (1985): Sobre la dialéctica de modernidad y posmodernidad. Madrid. Visor. 1993.


NOTA: la cita de Marguerite Yourcenar corresponde a los Cuadernos de Notas que la autora belga incorporó a las sucesivas ediciones de sus Memorias de Adriano. Los aforismos de Kafka incorporados a lo largo del estudio pueden encontrarse en el volumen Meditaciones (editado por M. E. Editores, en la colección Clásicos de siempre).

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