Trump y la reforma laboral que se viene
El futuro gobierno de Trump estaría preparando un ataque de grandes proporciones contra los trabajadores federales estatales.
El plan en carpeta apuntaría contra la seguridad en el empleo y las pensiones, y los propios puestos de trabajo (sólo quedarían excluidos las Fuerzas Armadas y el sistema de salud).
Este plan está precedido por una escalada que se operó durante el mandato de Obama. En 2012, los republicanos de la Cámara de Representantes propusieron una reducción de la plantilla federal del 10 por ciento como parte de su presupuesto fiscal para ese año.
El Washington Post dice que la administración entrante pondría en marcha “el congelamiento de los contratos y el fin de los aumentos automáticos” (World Socialist Web Site, 25/11). Se pasaría a una suerte de “salario por mérito,” que subordinaría el monto de la remuneración al “rendimiento”.
Esto iría acompañado por un recorte de las pensiones.
Una de las fuentes inspiradoras de esta reforma es el plan implementado por el gobernador republicano de Wisconsin, que en 2011 provocó protestas masivas en la capital del Estado en respuesta a una poda de derechos de los empleados públicos.
La nueva administración también seguirá el ejemplo del vicepresidente electo, Mike Pence, quien como gobernador de Indiana estableció el pago a los trabajadores del Estado según sus índices de rendimiento.
La administración pública federal ha sido un blanco implacable de la derecha política durante décadas. Los trabajadores federales han sido presentados como un sector “privilegiado” y esa propaganda es utilizada para dividir a la clase obrera y desviar la ira por la disminución de los niveles de vida y la creciente desigualdad en contra de un sector de la clase obrera misma.
Trump recoge esta orientación y pretende reproducirla en gran escala. El comienzo del ataque contra los trabajadores federales estuvo dado en el "Contrato con el votante americano", publicado por Donald Trump a finales de octubre. Trump se comprometió a congelar la contratación de los empleados federales para reducir la fuerza laboral federal”.
Contrariamente al mito del exceso de personal, la función pública de Estados Unidos ha sido objeto de numerosos recortes bajo las dos últimos presidencias republicanas y los periodos del demócrata Obama. Como resultado de ello, el número de empleados federales hoy es semejante al de la década de 1960, a pesar de la casi duplicación de la población desde entonces.
Obama sancionó la “ley de veteranos”, que facilita los despidos de trabajadores federales. De un modo general, la gestión del gobierno saliente se acopló a esa política. Ni hablar de los sindicatos, que atados a la gestión demócrata se adaptaron a esa escalada y aceptaron el cercenamiento sucesivo de conquistas.
Perspectivas
Es necesario seguir con atención este proceso, pues las modificaciones en ciernes en el régimen laboral de los trabajadores federales será el “modelo” que Trump intentará generalizar en todo el movimiento obrero.
El proteccionismo y la guerra comercial sobre los que Trump bate el parche, será esgrimido como un pretexto para rebajar los salarios e imponer la flexibilidad y precariedad laboral en nombre de mejorar la competitividad.
En lugar de alertar sobre los alcances de este ataque y preparar a los trabajadores para enfrentarlo, los sindicatos plantean una política de colaboración con el nuevo gobierno.
El presidente de United Auto Workers acaba de señalar que los sindicatos ven "una gran oportunidad" para "encontrar un terreno común" con Trump (ídem, 25/11).
El presidente de la ALF-CIO se manifestó en idéntico sentido. Estas declaraciones siguen el libreto de la izquierda demócrata, que pasó de proclamar la “revolución política” a comprometerse a trabajar con el nuevo gobierno.
Entramos en un período convulsivo, en el marco de un gobierno plagado de contradicciones. La implementación de este paquete laboral puede terminar convirtiéndose en un bumerán. La cuota de expectativas que Trump ha despertado entre la clase obrera -en primer lugar, la blanca- puede transformarse, más rápido de lo que se piensa, en una decepción y ser el disparador de una reacción popular generalizada. Y de la mano de ello, el puntapié de significativos virajes políticos.
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