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domingo, 13 de diciembre de 2020

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"EL CONTROL DE NUESTRAS VIDAS" POR NOAM CHOMSKY

 Editado By Bloghemia -  lunes, febrero 03, 2020 -  Este texto corresponde a la conferencia que Chomsky dictó el 26 de febrero de 2000 en el Kiva Auditórium, Albuquerque, New México. 

Por: Noam Chomsky

No es una exageración decir que a los esfuerzos dedicados a controlar nuestras vidas son una cuestión recurrente en la historia del mundo, con especial énfasis en los últimos siglos, escenario de grandes cambios en las relaciones humanas y en el orden mundial.

 

Esta cuestión es demasiado intensa para discutirla aquí en su totalidad, por lo que, en primer lugar sólo me centrare en las actuales manifestaciones de estos esfuerzos y en sus raíces, con un ojo puesto en lo que podría llegar.

 

Lo haré desde una perspectiva global , sin duda el espacio en que estas cuestiones surgen.

Durante el año pasado, las cuestiones globales fueron vistas en términos vinculados a la noción de soberanía, esto es, al derecho de las entidades políticas a seguir su propio curso, que puede ser inofensivo o nefasto, y hacerlo sin interferencias externas.

 

En el mundo real, las interferencias se producen por parte de poderes extremadamente concentrados, cuya sede está en EE UU. Este poder global concentrado tiene varios nombres, dependiendo de qué aspecto de soberanía y libertad tenga uno en mente.

 

Así, a veces se llama consenso de Washington, o complejo Wall Street-Tesoro Público, u OTAN, o burocracia económica internacional (la Organización Mundial de Comercio, el Banco Mundial, y el FMI), o G-7 (los países ricos, occidentales e industriales) o G-3 o, quizás mejor G-l.

 

Desde una perspectiva más de fondo, podríamos describir estos poderes como un puñado de grandes empresas -a menudo unidas por alianzas estratégicas que administran una economía global que constituye, de hecho, una especie de mercantilismo corporativo que tiende al oligopolio en la mayoría de sectores, abiertamente aliadas con el poder estatal en su tarea de socialización del riesgo y el coste y para la subyugación de los elementos recalcitrantes.

Durante el año pasado las cuestiones de la soberanía han surgido en dos campos.

 

Una tiene que ver con el derecho soberano de estar a salvo de una intervención militar. Aquí las cuestiones surgen en un orden mundial basado en estados soberanos.

 

En segundo lugar aparece la cuestión de los derechos de soberanía desde el punto de vista de la intervención socioeconómica.

Estos temas surgen en un mundo dominado por empresas multinacionales, especialmente instituciones financieras y por un esquema integral que ha sido construido para servir a sus intereses (por ejemplo, algunos de estos asuntos surgieron inopinadamente en Seattle en noviembre pasado).

En lo que se refiere a las intervenciones militares, fue este un tema de primer orden el año pasado. Dos casos tuvieron particular significado y atención: Timor Oriental y Kosovo (en orden inverso, lo cual tiene su interés, ya que invierte el calendario y el significado).

 

Habría mucho que decir sobre este tema si el espacio lo permitiera. Pero aquí voy a tratar sobre la segunda cuestión y me voy a centrar en ella, es decir, en soberanía, libertad y derechos humanos. Estos son los temas que despuntan en terreno socioeconómico.

Para empezar cabe hacer un comentario general: la soberanía no es un valor en sí misma. Es tan sólo un valor en la medida en que relaciona la libertad y los derechos, ya sea potenciándolos o debilitándolos.

 

Me gustaría dar por sentado algo que puede parecer obvio, pero que de hecho es polémico.

Cuando hablamos de libertad y derechos, nos viene a la mente el concepto de seres humanos, esto es, personas de carne y hueso, no abstracciones políticas o construcciones legales como empresas, o estados, o capital.

 

Si dichas entidades tienen algún derecho, lo cual es discutible, debe ser derivado de los derechos de la gente.

 

Este es el núcleo de la doctrina liberal, y a ella se oponen los sectores más ricos y privilegiados, y esto es así tanto en el campo político como en socioeconómico.

En el campo de la política, el eslogan habitual es <<soberanía popular en un gobierno de, por y para el pueblo >>, pero el esquema de funcionamiento difiere bastante del eslogan, pues consiste en considerar al pueblo como un enemigo peligroso. Debe ser controlado, por su propio bien.

 

Estas consideraciones se retrotraen a varios siglos, hasta las primeras revoluciones democráticas modernas, en el siglo XVII en Inglaterra y un siglo más tarde en las colonias norteamericanas

En ambos casos los demócratas fueron vencidos usando todos los medios, aunque no del todo ni para siempre.

 

En el siglo XVII, en Inglaterra, gran parte de la población no quería ser dominada ni por el rey ni por el parlamento.

 

Recordemos que son éstos los dos contendientes en la versión al uso de la guerra civil pero, como en la mayoría de guerras civiles una buena parte de la población no quería a ninguno de los dos. Tal como se leía en sus panfletos, querían ser gobernados «por gente del campo como nosotros, que conocen nuestras  necesidades», no por «caballeros y nobles que nos imponen leyes, son elegidos por miedo, nos oprimen , y no conocen los males de la gente».

Estas mismas ideas animaron a los granjeros rebeldes de las colonias un siglo más tarde, Pero el sistema constitucional fue diseñado de modo bastante diferente. Fue construido Para bloquear tal herejía.

 

El objetivo era “proteger a la minoría opulenta frente a la mayoría”,  y asegurarse de que “el país es gobernado por aquellos que lo poseen”.

 

Estas son las palabras del líder granjero James Madison, y del presidente del Congreso Continental y primer juez del Tribunal Supremo, John Jay.

 

Dicha concepción prevaleció, pero los conflictos continuaron. Han adoptado continuamente nuevas formas, de hecho están abiertos, y a pesar de todo, la doctrina elitista continúa inamovible en lo esencial.

Ya en el siglo XX, la población ha sido contemplada como «ignorante y maleducada, se mete en todo”, su papel es el de «espectadores», no de «participantes», excepto durante esas oportunidades periódicas en que hay que elegir entre los responsables del poder privado.

 

Es lo que se ha dado en llamar elecciones. Durante las elecciones, la opinión pública es considerada esencialmente irrelevante si entra en conflicto con las demandas de la minoría opulenta que poseen el país.

Un ejemplo contundente, y hay muchos, tiene que ver con el orden económico internacional, con los llamados acuerdos comerciales.

 

La población, en general, se opone sin paliativos a la mayor parte de estas cosas, tal como ponen claramente de manifiesto las encuestas, pero estas cuestiones no aparecen durante las elecciones. No aparecen porque los centros de poder, la minoría opulenta, permanece unida ante la defensa de la institucionalización de un particular orden socioeconómico. Así que estas cuestiones no aparecen. Lo que se discute no les preocupa en exceso.

 

Esto es muy normal, y toma sentido a partir de la asunción de que el papel del ciudadano, como ignorante y maleducado que se mete en todo, es simplemente el de espectador.

 

Si la ciudadanía, como sucede a menudo, intenta organizarse y meterse en política para participar, para presionar a favor de sus preocupaciones, entonces hay un problema. Esto no es democracia, es «una crisis de la democracia» y hay que superarla.

Todas estas citas son de liberales, del ala progresista del abanico ideológico moderno, pero los principios son grosso modo los mismos.

 

Los últimos 25 años han sido uno de esos períodos, que llegan de vez en cuando, de importante campaña organizada para intentar superar lo que se percibe como crisis de la democracia y para reducir al ciudadano a su papel apático, pasivo y obediente espectador. La política es así.

En el campo socioeconómico ocurren cosas similares. Se han desarrollado paralelamente conflictos parecidos durante mucho tiempo.

 

Durante los primeros días de la Revolución Industrial en EE UU, en Nueva Inglaterra, hace 150 años, había una prensa obrera muy activa e independiente, gestionada por mujeres jóvenes procedentes de las granjas o de los talleres de artesanía de los pueblos.

 

Condenaban la «degradación y subordinación» del nuevo sistema industrial emergente, que obligaba a la gente a alquilarse para sobrevivir.

 

Vale la pena recordar que el salario fue considerado como no muy diferente de la esclavitud ya en esa época, y no solamente por los trabajadores de las fábricas, sino también por gran parte de la corriente intelectual dominante, como por ejemplo Abraham Lincoln, o el Partido Republicano, o incluso las editoriales del New York Times (lo deben haber olvidado).

La clase trabajadora se opuso al retomo de lo se llamó «los principios monárquicos» en el sistema industrial, y reclamó que aquellos que trabajaban en las fábricas las debían poseer, evocando el espíritu del republicanismo.

 

Denunciaron lo que llamaron el «nuevo espíritu de la época: “enriquecerse y olvidarse de todo menos de uno mismo», una visión rebajada degradante de la vida humana que debe ser inculcada en pensamiento de la gente sin escatimar esfuerzos, lo que de hecho ha ocurrido durante siglos.

Durante el siglo XX, la literatura sobre la industria de la comunicación pública nos proporciona una rica e instructiva retahila de instrucciones sobre cómo implementar el «nuevo espíritu de la época» mediante la creación de necesidades, o bien a través de «regir la opinión pública del mismo modo que un ejército rige los cuerpos de sus soldados», e induciendo a una «filosofía de la futilidad» y a una carencia de objetivos en la vida, concentrando la atención humana en «las cosas más superficiales, las referidas en gran parte al consumo de moda».

 

Si esto es posible, entonces la gente aceptará su insignificante y subordinada vida, apropiada para ellos, y así se dejarán de ideas subversivas, de tomar el control de sus vidas.

Es éste un proyecto de ingeniería social de envergadura. Ha sido así durante siglos, pero se ha intensificado y ha tomado mayor calibre desde el siglo pasado.

 

Hay muchas maneras de implementarlo. Algunas son las que ya he indicado y sería redundante ilustrar.

 

Otras incluyen minar la seguridad, y aquí podemos encontrar varias maneras.

 

Una manera de minar la seguridad es amenazar con la pérdida del empleo, una de las mayores consecuencias, y que racionalmente se debe asumir, de los objetivos de los mal llamados acuerdos comerciales (subrayo «mal llamados» porque no son acuerdos de librecambio, ya que contienen fuertes elementos antimercado, de variada naturaleza, y stríctu sensu no son acuerdos, ya que a la gente le preocupan, y en gran medida se oponen a ellos).

 

Una consecuencia de estos proyectos es facilitar la amenaza (que no tiene porqué ser real, a veces con la amenaza basta) de la pérdida del empleo, lo que constituye una buena manera de disciplinar minando la seguridad.

Otra estratagema es la promoción de lo que se llama «la flexibilidad del mercado de trabajo».

 

Déjenme citar al Banco Mundial, que expone la cuestión sin tapujos.

 

Dice: «el incremento de la flexibilidad en el mercado de trabajo, a pesar de su mala fama, y de que se ha adoptado como un eufemismo de disminución de salarios y de despido de trabajadores» (que es exactamente lo que es) «es esencial en todas las regiones del mundo (…) Las reformas más importantes implican el levantamiento de restricciones a la movilidad laboral y la flexibilidad salarial, así como desvincular los servicios sociales de los contratos laborales».

 

Esto significa rebajar los beneficios y los derechos que se han conquistado por varias generaciones y tras una dura lucha.

Cuando se habla de rebajar las restricciones a la flexibilidad salarial, quieren decir flexibilidad hacia abajo, no hacia arriba.

 

Cuando se habla de movilidad laboral no se hace referencia al derecho de la gente de mudarse allá donde quiera, tal como ha sido siempre reclamado desde la teoría del libre mercado, desde Adam Smith, sino más bien se hace referencia al derecho de despedir trabajadores cuando convenga la actual versión de la globalización basada en los inversores el capital y las empresas deben tener libertad de movimientos, pero no así la gente, ya que sus derechos son secundarios, anecdóticos.

Estas «reformas esenciales», tal como las denomina el Banco Mundial, están impuestas en gran parte del mundo como condiciones para disponer del visto bueno del Banco Mundial y del FMI.

 

En los países industriales se introducen de otro modo, y también se han revelado efectivas.

Alan Greenspan declaró ante el Congreso que la «mayor inseguridad de los trabajadores» ha constituido un factor importante en lo que se ha llamado «el cuento de hadas de la economía».

Mantiene la inflación baja, ya que los trabajadores tienen miedo de reclamar más salario y beneficios. Se encuentran inseguros.

 

Esto se ve a las claras si examinamos las estadísticas. Durante los últimos 25 años, en este período de repliegue de crisis de la democracia, los salarios se han estancado o han bajado para la mayor parte de la fuerza de trabajo, para los trabajadores no cualificados , y las horas de trabajo han aumentado espectacularmente; esto se comenta, por supuesto, en la prensa económica, que lo describe como “un desarrollo deseado de trascendente importancia”, con trabajadores obligados a abandonar sus “lujosos estilos de vida”, mientras los beneficios empresariales son “superlativos” y “estupendos” (Wall Street Journal, Business Week y Fortune)

En las dependencias, las medidas son menos delicadas. Una de ellas es la llamada «crisis de la deuda», son atribuibles a los programas del Banco Mundial y del FMI, y también al hecho de que la parte rica del Tercer Mundo está, en su mayor parte, exenta de obligaciones sociales. Esto es radicalmente cierto en América Latina, y constituye uno de los problemas principales.

 

La «crisis de la deuda» es real, pero vayamos un poco más allá. De ningún modo es un simple hecho económico.

Se trata, en un sentido amplio, de destrucción ideológica. Lo que se ha dado en llamar “deuda” podría ser superado fácilmente de varias y elementales maneras.

 

Una manera de superarla sería revisar el principio capitalista de que el que pide prestado tiene que pagar y el prestamista tiene que tomar el riesgo. Así, por ejemplo, si alguien me presta dinero y lo mando a mi banco en Zurich y me compro un Mercedes, y luego ese alguien viene y me pregunta por el dinero, está claro que no puedo decirle: «Lo siento, no lo tengo. Cójalo de mi Vecino”. Aunque uno quiera asumir el riesgo del préstamo, está claro que no puede decir “mi vecino pagará por mí”.

Sin embargo, en las negociaciones internacionales se funciona así. En esto consiste la «crisis de la deuda». La deuda no la debe pagar la gente que pidió prestado (los dictadores militares y sus compinches, los ricos y privilegiados que hemos apoyado en sociedades altamente autoritarias), estos no tienen que pagar.

 

Por ejemplo, veamos el caso de Indonesia, donde la deuda actual es de un 140% del PIB. El dinero fue concedido a la dictadura militar y sus amigos y probablemente llegó a quizás unas doscientas personas del entorno exterior, pero es pagado por la población mediante durísimas medidas de austeridad.

 

Los prestamistas están protegidos del riesgo en su mayor parte. Utilizan el dinero resultante del traspaso del riesgo a la sociedad mediante diversas estrategias de socialización de costes, transfiriéndolos a los contribuyentes del Norte. Esta es una de las funciones del FMI.

En América Latina pasa lo mismo. La enorme deuda Latinoamericana no puede considerarse algo muy diferente de la fuga de capitales de América Latina, lo que sugiere una manera simple de tratar la deuda (o al menos una gran parte de ésta), siempre y cuando alguien crea en el principio capitalista anterior, el cual resulta «inaceptable», por supuesto, ya que pone el acento en la gente «equivocada», en la minoría opulenta.

Hay otros modos de eliminar la deuda y también dejan entrever que se trata de una construcción ideológica. Otro método, aparte del principio capitalista, es el principio de Derecho Internacional introducido por EE UU cuando, según los libros de historia, «liberó» Cuba, es decir, cuando la conquistó en prevención de que se liberara ella misma de España en 1898.

 

Una vez «liberada», EEUU canceló su deuda con España con el argumento perfectamente razonable de que la deuda fue impuesta sin el consentimiento de la población, que fue impuesta bajo condiciones coercitivas.

 

Ese principio entró en el Derecho Internacional, básicamente a instancias de EE UU. Se llama el »principio de la deuda odiosa». Una «deuda odiosa» es inválida, no hay que pagarla.

 

Esto ha sido reconocido por el director ejecutivo estadounidense del FMI: si ese principio estuviera al alcance de las víctimas, no sólo de los ricos, la deuda del Tercer Mundo se evaporaría en su mayor parte, ya que es inválida. Es deuda odiosa.

Pero esto no ocurrirá. La deuda odiosa es un arma muy poderosa de control que no se puede abandonar. Para aproximadamente la mitad de la población mundial, en estos momentos y gracias a este método, sus políticas económicas nacionales las dirigen burócratas desde Washington.

Además, la mitad de la población del mundo (no la misma de antes, aunque se puede solapar), está sujeta a sanciones unilaterales de EE UU, lo que constituye una forma de coacción económica que, de nuevo, mina severamente la soberanía y ha sido condenada repetidamente, hace muy poco de nuevo, por Naciones Unidas como inaceptable. Pero parece que no importa.

Entre los países ricos hay otras maneras de llegar a resultados similares. Volveré luego sobre ello, pero antes unas palabras sobre algo que jamás deberíamos olvidar: las estrategias utilizadas en las dependencias pueden ser extremadamente brutales.

 

Los jesuitas organizaron una conferencia en San Salvador hace un par de años. Se habló en ella del terrorismo de Estado de los años 80 y de su continuación a través de las políticas socioeconómicas impuestas por los vencedores. La conferencia tomó buena nota de lo que denominó la residual «cultura del terror», que dura tras el declive del terror de facto y tiene como efecto la «domesticación de las expectativas de la mayoría», que abandona cualquier idea de «alternativa a las exigencias de los poderosos».

Han aprendido la lección: No Hay Alternativa (TINA), tal como rezaba la cruel frase de Maggie Thatcher.

 

La idea de que no hay alternativa es el eslogan habitual en la versión empresarial de la globalización.

 

En las dependencias, los grandes logros de las operaciones terroristas han consistido en destruir las esperanzas que habían surgido, en América Latina y en Centroamérica durante los años 70, de la mano de las organizaciones populares a lo largo y ancho de la región, y también de la Iglesia, cuya opción «por los pobres» le costó severos castigos por haberse apartado del buen camino.

A veces las lecciones sobre el pasado se reescriben más cuidadosamente y en un tono más mesurado. Se percibe hoy un torrente de autocomplacencia acerca de «nuestro» éxito a la hora de inspirar la ola de democracia en «nuestras» dependencias latinoamericanas. Este tema está tratado de otro modo, y más cuidadosamente, en una revista académica por un especialista en el tema, Tilomas Carrothers, quien escribe, tal como él mismo dice, desde una «perspectiva interna», ya que trabajó en la administración Reagan en el programa del Departamento de Estado de fortalecimiento de la democracia, tal como lo llamaban ellos.

 

Carrothers cree que Washington tenía buenas intenciones, pero reconoce que, en la práctica, la Administración Reagan buscó mantener «un orden mínimo en… sociedades no demasiado democráticas» y evitar «cambios basados en el populismo», y como sus predecesores, adoptó «políticas prodemocráticas como medio de quitar presión a tentativas de cambio más radicales, pero inevitablemente buscó sólo limitados cambios democráticos de perfil bajo, que no pusieran en riesgo las tradicionales estructuras de poder de las cuales los Estados Unidos han sido durante mucho tiempo aliados».

 

Hubiera sido más apropiado decir que «las estructuras tradicionales de poder con las que las estructuras tradicionales de poder de EE UU han estado durante mucho tiempo aliadas», y sería más exacto.

El mismo Carrothers se muestra insatisfecho con el resultado, pero describe lo que él denomina la «crítica liberal» como débil en sus fundamentos.

 

Dicha crítica deja los viejos debates «sin resolver», dice, a causa de «su perenne debilidad».

 

Esta perenne debilidad consiste en no ofrecer ninguna alternativa a la política de restauración de las estructuras tradicionales de poder, en este caso mediante el terror asesino que dejó unos doscientos mil cadáveres durante los años 80 y millones de refugiados, heridos y huérfanos en sociedades devastadas. De nuevo aparece TINA.

El mismo dilema aparece al otro lado del abanico político. El principal especialista en América Latina del presidente Cárter, Robert Pastor, se encuentra lejos de esta visión pacífica. Explica en un interesante libro porqué la administración Cárter tuvo que apoyar al asesino y corrupto régimen de Somoza hasta su amargo final, cuando hasta las estructuras tradicionales de poder giraron la espalda al dictador.

 

EE UU (la administración Cárter) tuvo que intentar mantener la guardia nacional que había formado y entrenado y que estaba atacando a su población «con una brutalidad que una nación normalmente reserva para sus enemigos», escribe. Todo esto se hizo aplicando el principio TINA. He aquí la razón: «EEUU no quería controlar Nicaragua u otros países de la región, pero tampoco quería desenlaces que escaparan a su control. Quería que Nicaragua actuara independientemente, excepto (el énfasis es suyo) si esto afectaba adversamente a los intereses de EE UU». Así, en otras palabras, los latinoamericanos serian libres, libres para actuar de acuerdo con sus deseos. O sea: queremos que sean libres para elegir, a no ser que se inclinen por opciones que no queremos, en cuyo caso nos veremos obligados a restaurar las estructuras tradicionales de poder mediante la violencia, si es necesario. Esta es la cara más progresista y liberal del abanico político.

Hay voces fuera del abanico, no voy a negarlo. Por ejemplo, hay una idea según la cual la gente debería tener derecho a «participar en las decisiones que continuamente modifican su modo de vida en lo esencial», que no vean sus esperanzas «truncadas cruelmente» dentro de un orden global en el cual «el poder político y financiero se concentra» mientras que los mercados financieros «fluctúan erráticamente» con devastadoras consecuencias para los pobres, «las elecciones pueden manipularse», y «los aspectos negativos y otros son considerados completamente irrelevantes» por los poderosos. Estas citas están tomadas de un cierto extremista radical del Vaticano, de cuyo mensaje anual de año nuevo la prensa nacional apenas se hizo eco, y se trata sin duda de alternativas que no se encuentran en la agenda.

¿Por qué hay tal grado de consenso en que América Latina y por extensión el mundo, no está autorizada a ejercer su soberanía, es decir, a tomar el control de sus vidas?

 

A nivel global, análogamente, es el miedo intrínseco a la democracia.

 

De hecho esta pregunta se ha formulado frecuentemente de modos muy ilustrativos; en primer lugar, en el conjunto de documentos internos de que disponemos (estamos en un país bastante libre, disponemos de un rico registro de documentos desclasificados, algunos de ellos muy instructivos).

 

En el argumento que los recorre se ve ilustrado fehacientemente uno de los casos más importantes, una conferencia hemisférica a la que EE UU llamó en febrero de 1945 de cara a imponer lo que se denominó la Carta Económica para las Américas, que constituía una de las piedras angulares del mundo de posguerra todavía vigente.

 

La Carta hacía un llamamiento para terminar con el «nacionalismo económico (es decir soberanía) en todas sus formas».

 

Los latinoamericanos deberían evitar lo que se denominó un desarrollo industrial «excesivo» que compitiera con los intereses de EE UU, aunque podrían acceder a un «desarrollo complementario».

 

Así que Brasil podía producir el acero de bajo coste que no interesara a las empresas de EE UU. Era crucial «proteger nuestros recursos», tal como escribió George Kennan, aunque ello requiriera de «Estados-policía».

Washington tuvo problemas para imponer la Carta. En el Departamento de Estado internamente se lo habían planteado a las claras: los latinoamericanos se equivocaron de elección. Estos hacían llamamientos para implementar «políticas diseñadas para mejorar la distribución de la renta y para aumentar el nivel de vida de las masas», y se hallaban en el «convencimiento de que los primeros beneficiarios del desarrollo de los recursos de un país debe ser la gente del país», no los inversores de EE UU.

 

Esto era inaceptable, por lo que el ejercicio de la soberanía no podía permitirse. Pueden ser libres, pero libres para hacer las elecciones correctas.

Este mensaje ha sido forzadamente recordado de manera regular, episodio tras episodio, hasta hoy.

 

Mencionaré un par de ejemplos. Guatemala tuvo un breve interludio de democracia, truncado por un golpe de estado de EE UU.

 

Al ciudadano esto se le presentó como una defensa contra los rusos. Algo exótico, pero fue así. Internamente la estocada fue diferente y la amenaza fue vista de modo más real.

 

He aquí el modo en que lo vieron: «Los programas económicos y sociales del gobierno electo se acordaban de las aspiraciones» de los trabajadores y los campesinos, e «inspiraban lealtad y defendían los intereses de la mayor parte de los guatemaltecos más conscientes».

 

Todavía peor, el gobierno de Guatemala se había vuelto «una amenaza creciente para la estabilidad de Honduras y El Salvador. Su reforma agraria era una poderosa arma de propaganda; sus amplios programas sociales de ayuda a los trabajadores y campesinos, en una lucha victoriosa contra las clases altas y las grandes empresas extranjeras, tenían gran predicamento entre la población de los vecinos centroamericanos donde se daban condiciones similares».

Así que la solución militar fue necesaria. Duró 40 años y ha dejado la misma cultura de terror que en sus vecinos centroamericanos.

Lo mismo aconteció en Cuba, otro caso de actualidad. Cuando EE UU tomó secretamente la decisión de deponer el gobierno de Cuba en 1960, el razonamiento fue muy similar. Esto lo explica el historiador Arthur Schiesinger, quien resumió para el presidente Kennedy el estudio de una misión a América Latina en un informe secreto.

 

La amenaza cubana, según la misión, consistía en «la difusión de la idea de Castro de solucionar uno mismo sus propios asuntos».

 

Esto era una enfermedad que podía infectar el resto de América Latina, explicó Schiesinger, donde «los pobres y los excluidos», es decir, casi todo el mundo, «estimulados por el ejemplo de la revolución cubana, están exigiendo oportunidades para una vida decente». Así que había que hacer alguna cosa, y ya se sabe lo que se hizo.

 

¿Qué tal la «conexión soviética»? Se mencionaba así en el informe: «Mientras tanto, la Unión Soviética se deja querer, concediendo grandes préstamos para el desarrollo, y presentándose a sí misma como el modelo a seguir para alcanzar la modernización en una sola generación».

Bueno, pues esa era la amenaza. La amenaza de tomar sus vidas bajo su control, y debe ser destruida mediante terrorismo y estrangulación económica, tal como hoy día continúa. Todo ello es totalmente independiente de la guerra fría. Seguramente hoy se da por obvio, sin ni siquiera documentos secretos.

 

Las mismas preocupaciones de la posguerra fría llevaron al rápido desmantelamiento del breve experimento democrático en Haití por parte de los presidentes Bush y Clinton, como continuación de antiguas intervenciones.

Las mismas preocupaciones subyacen en el fondo de los acuerdos comerciales, como el TLC3 por ejemplo. Vale la pena recordar que en esas fechas la propaganda decía que iba ser una maravillosa bendición para la clase trabajadora de los tres países (Canadá, EE UU, y México). Estas ideas fueron discretamente abandonadas poco después, cuando se vio lo que había.

 

Lo que era obvio desde el principio fue finalmente aceptado. El objetivo consistía en «encerrar a México en las reformas» de los años 80, las cuales redujeron drásticamente los salarios, y enriquecieron a un pequeño sector de inversores extranjeros.

 

Las preocupaciones de fondo se articularon en una conferencia en Washington sobre estrategias de desarrollo en América Latina, en 1990.

 

Se advirtió que «una democracia abierta pondría a prueba la apuesta de entronizar un gobierno más interesado en retar a EE UU en aspectos económicos y nacionalistas».

 

Señalemos que es la misma amenaza de 1945, desde entonces superada encerrando a México en obligaciones derivadas de tratados.

 

Estas mismas razones subyacen detrás de medio siglo de tortura y terror, no sólo en el hemisferio occidental. Se encuentran también en el núcleo de los acuerdos sobre derechos de los inversores que están siendo impuestos bajo esta forma especifica de globalización que está diseñada por el nexo de poder estado-empresas.

Pero volvamos al punto de partida: la contestada cuestión de la libertad y los derechos, y consecuentemente la soberanía que de ello se deriva.

¿Es inherente a las personas de carne y hueso, o sólo a aquellas ricas y privilegiadas?

¿O incluso a construcciones abstractas como las empresas, o el capital, o los estados?

 

En el siglo pasado la idea de que tales entidades tienen derechos especiales sobre las personas fue defendida contundentemente.

 

Los ejemplos más prominentes son el bolchevismo, el fascismo y la idea de empresa privada, que constituye una forma de tiranía privatizada.

 

Dos de estos sistemas se colapsaron. El tercero está vivo y progresando bajo el manto de TINA, «no hay alternativa» al emergente sistema de mercantilismo empresarial de estado disfrazado de eufemismos como globalización o librecambio.

Hace un siglo, durante los primeros estadios de toma del poder de América por parte de las empresas, la discusión sobre estos temas era bastante abierta.

 

Los conservadores denunciaron el proceso, describiéndolo como un «retorno al feudalismo» y «una forma de comunismo», lo que no es para nada una analogía inapropiada.

 

Los orígenes intelectuales eran similares, basados en la idea neohegeliana de derecho de las entidades orgánicas, juntamente con la creencia en 1a necesidad de tener una administración centralizada de 1os sistemas caóticos, como los mercados, que estaban totalmente fuera de control.

 

Vale la pena retener la idea de que en lo que hoy día se denomina «economía de librecambio», una parte muy grande de las transacciones internacionales (denominadas comercio para despistar), probablemente alrededor del 70% de éstas, se hacen de hecho dentro de instituciones gestionadas centralizadamente, entre empresas y entre alianzas empresariales. Por no destacar otras formas de distorsiones radicales del mercado.

La critica conservadora (uso el término «conservador un sentido tradicional, tales conservadores hoy día apenas existen) fue recogida por los liberal-progresistas del extremo del abanico político a principios del siglo XX, siendo quizás el más renombrado John Dewey, importante filósofo social americano cuyo trabajo se centró en temas de democracia.

 

Sostuvo que las formas democráticas tienen escasa entidad cuando «la vida del país» (producción, comercio, medios de comunicación) está dominada por tiranías privadas en un sistema que él denominó «feudalismo industrial», en el, la clase trabajadora está subordinada al control de los directivos, y la política se ha vuelto «la sombra de las grandes empresas sobre la sociedad».

Fijémonos que estaba articulando ideas que eran lugar común entre la clase obrera unos cuantos años antes. Lo mismo ocurrió con su llamamiento a la eliminación, sustitución del feudalismo industrial mediante la democracia industrial autogestionada.

Es interesante señalar que los intelectuales progresistas que se mostraron a favor del proceso de la toma del poder por parte de las empresas, también estuvieron más o menos de acuerdo con esta descripción de la situación.

 

Woodrow Wilson, por ejemplo, escribió que «la mayor parte de los hombres son sirvientes de las grandes empresas», que actualmente constituyen «la mayor parte de los negocios del país» en una América muy diferente de la anterior, que ya no es un lugar de emprendedores individuales, de oportunidades individuales y de logros individuales»; en la nueva América que surge, «pequeños grupos de hombres controlan grandes empresas, ostentan el poder, el control sobre la riqueza, las oportunidades de negocio del país», tornándose «rivales del mismo gobierno», y minando la soberanía popular, ejercida a través de un sistema político democrático.

Aunque observemos que esto fue escrito en apoyo del proceso. Describía el proceso como quizás desafortunado, pero necesario, alineándose en particular con el mundo de los negocios tras los destructivos fallos del mercado de los años precedentes, que convencieron al mundo de los negocios y a los intelectuales progresistas de que los mercados había que administrarlos y que las transacciones financieras había que regularlas.

Cuestiones similares, muy similares, están hoy de moda en la arena internacional. Por ejemplo la reforma de la arquitectura financiera y cosas así.

 

Hace un siglo, las grandes empresas veían, garantizaban los derechos de las personas mediante una actividad judicial radical, una violación extrema de los principios liberales clásicos.

 

Fueron asimismo liberadas de antiguas obligaciones de ceñirse a las actividades empresariales específicas para las que tenían autorización. Y todavía más, en un importante cambio de orientación, los jueces decantaron su poder a favor de los accionistas, identificándose en un partenariado con el control centralizado y con la persona inmortal de la empresa.

 

Aquellos que conozcan la historia del comunismo reconocerán que este proceso es muy similar al proceso que tenía lugar a la vez, muy pronto predicho, por cierto, por críticos de izquierda, marxistas de izquierda y críticos anarquistas del bolchevismo, gente como Rosa Luxemburg, quien había advertido con bastante antelación que la ideología centralizadora desplazaría el poder de la clase obrera hacia el Partido, hacia el Comité Central, y luego hacia el líder máximo, tal como ocurrió poco después de la conquista del poder estatal en 1917, que destruyó a su vez lo poco que quedaba de los principios y formas socialistas. Los propagandistas de ambos lados prefieren una historia diferente que les vaya mejor, pero creo que esta es la correcta.

En años recientes, las grandes empresas han venido escatimando derechos que van mucho más allá de los de las personas.

 

Bajo las reglas de la Organización Internacional del Trabajo, las grandes empresas exigen el respeto al derecho del «tratamiento nacional». Esto quiere decir que la General Motors, si está operando en México, puede exigir ser tratada como una empresa mexicana. Este derecho corresponde solamente a las personas inmortales, no es un derecho de las personas de carne y hueso. Un mexicano no puede ir a Nueva York y exigir el tratamiento nacional y que se le conceda, pero las grandes empresas sí.

Otras reglas exigen que los derechos de los inversores, prestamistas y especuladores deben prevalecer sobre los derechos de la gente de carne y hueso de a pie, minando la soberanía popular y los derechos democráticos.

 

Las grandes empresas, como bien se sabe, se adaptan y actúan de muchos modos contra la soberanía de los estados. Hay casos muy interesantes. Por ejemplo en Guatemala, hace un par de años, se intentó reducir la mortalidad infantil regulando la comercialización de la leche en polvo para niños por parte de las multinacionales. Las medidas que Guatemala propuso se adaptaban a las directrices de la Organización Mundial de la Salud y respetaban los códigos internacionales, pero la Gerber Corporarion denunció tal expropiación y la amenaza de una queja de la Organización Mundial de Comercio fue suficiente para que Guatemala retirara la propuesta por temor a medidas de represalia por parte de EEUU.

La primera queja bajo la nuevas reglas de la OMC se formuló contra EE UU por parte de Venezuela y Brasil, que se quejaban de que las regulaciones EPA referentes al petróleo violaban sus derechos como exportadores. En esa ocasión Washington aceptó, supuestamente por temor a sanciones, pero soy escéptico sobre esta interpretación. No creo que EE UU tenga miedo de sanciones de Venezuela y Brasil, más probablemente la administración Clinton simplemente no vio ninguna razón de peso para defender el medio ambiente y proteger la salud.

Obscenas cuestiones de este calibre aparecen una y otra vez con fuerza. Decenas de millones de personas en todo el mundo mueren de enfermedades evitables por culpa de medidas proteccionistas escritas en las reglas de la OMC, que garantizan a las grandes empresas privadas el derecho de fijar precios monopolistas.

 

Tailandia y Sudáfrica, por ejemplo, que disponen de industria farmacéutica, podrían producir medicamentos que salvaran vidas por una fracción del coste del precio monopolístico, pero no se atreven por miedo a sanciones comerciales.

 

De hecho, en 1998 EE UU llegó a amenazar a la Organización Mundial de la Salud con retirar sus cuotas si a ésta se le ocurría controlar los efectos de las condiciones comerciales sobre la salud. Estas son amenazas reales.

A todo ello se le llama «derechos comerciales», pero no tienen nada que ver con el comercio. Tienen que ver con prácticas monopolísticas de fijación de precios reforzada por medidas proteccionistas que se incluyen en los acuerdos de librecambio.

 

Estas medidas están diseñadas para asegurar los derechos empresariales, que también tienen como efecto la reducción del crecimiento y de las innovaciones, naturalmente.

 

Estas son sólo una parte de la retahila de regulaciones introducidas en estos acuerdos que frenan el desarrollo y el crecimiento.

 

Lo que motivan estas medidas son los derechos de los inversores, no el comercio. El comercio, por supuesto, carece de valor en sí mismo. Sólo tiene valor si incrementa el bienestar humano.

En general, el principio primordial de la OMC, y de sus tratados, consiste en que la soberanía y los derechos democráticos tienen que estar subordinados a los derechos de los inversores. En la práctica esto significa que prevalecen los derechos de esas gigantescas personas inmortales: tiranías privadas a las cuales la gente debe subordinarse.

 

Estas son las razones que condujeron a los notables hechos de Seattle. De todos modos, el conflicto entre la soberanía popular y el poder privado se puso de manifiesto mucho más crudamente unos meses después de Seattle, en Montreal, cuando fue alcanzado un ambiguo acuerdo sobre las bases del llamado «protocolo de bioseguridad». Ahí la cuestión estuvo clara.

Citando el New York Times, «se alcanzó un compromiso tras intensas negociaciones que a menudo incitaban el enfrentamienro de EE UU contra casi todo el mundo» por culpa de lo que se llamó el «principio de precaución».

 

¿De qué se trata? El jefe de la delegación de la Unión Europea lo describió así: «los países deben tener la libertad, el derecho soberano, de tomar medidas precautorias ante las semillas genéticamente modificadas, microbios, animales, y cosechas que se sospechen perjudiciales».

 

EE UU, sin embargo, insistió en aplicar las reglas de la OMC. Dichas reglas dicen que una importación sólo puede ser prohibida si existe evidencia científica.

Fijémonos dónde se encuentra aquí el objetivo. Lo que se discute es si la gente tiene derecho a rechazar ser objeto de un experimento. Para ejemplificarlo, supongamos que el departamento de biología de una universidad entrara aquí y nos dijera: «Amigos, vais a ser objeto de un experimento que tenemos que llevar a cabo.

No sabemos adonde nos va a llevar. No sé, ¿qué tal unos electrodos en el cerebro para ver qué pasa?

 

Podéis negaros, pero sólo si podéis esgrimir una evidencia científica de que esto os va a perjudicar». En condiciones normales no vamos a poder esgrimir tal evidencia.

 

La pregunta es, ¿tenéis derecho a negaros? Según las reglas de la OMC, no. Tenéis que ser objetos del experimento.

 

Es una forma de lo que Edward Hermán llama «soberanía del productor». El productor reina, son los consumidores los que deben defenderse de alguna manera. A nivel interno esto funciona, tal como Hermán apunta. No es responsabilidad, dice, de la industria química ni de los fabricantes de pesticidas demostrar, probar, que lo que están echando al medio ambiente es seguro. Es responsabilidad del ciudadano demostrar científicamente que no lo es, y tiene que hacerlo a través de agencias públicas con bajo presupuesto, susceptibles de dejarse influir ante las presiones de la industria.

Esta fue la cuestión que se discutió en Montreal, y una suerte de acuerdo ambiguo fue alcanzado.

 

Dejemos claro que no se tocó ninguno de los principios, y esto se puede ver simplemente observando quién estaba presente. EE UU estaba a un lado de la mesa, y se le unieron algunos otros países con intereses en biotecnología y agroexportaciones de alta tecnología, y en el otro lado estaban todos los demás, aquellos que no tenían esperanzas de sacar tajada del experimento. Esta era la situación, y esto nos dice a las claras qué principios se discutían.

 

Por razones similares, la Unión Europea favorece aranceles altos sobre los productos agrícolas, tal cómo hacía EE UU hace 40 años (ahora ya no, y no porque los principios hayan cambiado, sino porque el poder ha cambiado).

Hay un principio no escrito que dice que los poderosos y privilegiados deben tener capacidad de hacer lo que quieran (por supuesto esgrimiendo nobles motivos).

 

El corolario es que la soberanía y los derechos democráticos de la gente en este caso deben pasar de ser (y esto es lo dramático) refractarios a ser objeto de experimentos cuando las grandes empresas de EE UU pueden sacar tajada del experimento.

 

La invocación por parte de EE UU de las reglas de la OMC es muy natural, ya que codifican ese principio, y esto es fundamental.

Estos temas, aunque son muy reales y afectan a un gran número de personas en el mundo, son de hecho secundarios ante otras modalidades de reducción de la soberanía a favor del poder privado.

 

Pienso que, con probabilidad, la más importante fue el desmantelamiento del sistema de Bretton Woods a principios de los años 70 por parte de EE UU, el Reino Unido y otros. Dicho sistema fue diseñado por EE UU y el Reino Unido en los años 40, años de abrumador apoyo popular a los programas de bienestar social y a medidas democráticas radicales.

 

En parte por eso el sistema de Bretón Woods de mediados de los años 40 regulaba las tasas de intercambio y permitía controlar los flujos de capital.

 

La idea era atajar la especulación perniciosa a gran escala y restringir la fuga de capitales.

 

Los motivos eran claros y se articularon diáfanamente. Los flujos libres de capital crean lo que se ha llamado en ocasiones un «parlamento virtual» del capital global, el cual puede ejercer su poder de veto sobre las políticas gubernamentales que considere irracionales.

 

Esto implica a los derechos laborales, programas educativos o de salud o políticas públicas de estímulo de la economía o, de hecho, cualquier cosa que ayude a la gente y no a los beneficios (y por lo tanto es irracional en un sentido técnico).

El sistema de Bretton Woods funcionó más o menos durante 25 años. Época que ha sido calificada por muchos economistas como la «edad de oro» del capitalismo moderno (capitalismo moderno de Estado más propiamente). Fue un período, que duró hasta los 70 más o menos, de rápido crecimiento -sin precedentes históricos- de la economía, del comercio, de la productividad, de la inversión de capital, de extensión del estado del bienestar, una edad de oro. Todo se vino abajo a principios de los años 70.

El sistema de Bretón Woods fue desmantelado con la liberalización de los mercados financieros y la implementación de tipos de cambio flotantes.

El período siguiente ha sido descrito como una «edad de plomo». Hubo una enorme explosión de capital especulativo a muy corto plazo, que ahogaba a la economía productiva. Hubo un deterioro remarcable en todas y cada una de las magnitudes económicas: crecimiento económico considerablemente más lento, crecimiento de la productividad más lento, así como de la inversión en capital, tasas de interés mucho más altas (que frenan el crecimiento), mayor volatilidad de los mercados, y crisis financieras.

 

Todo esto tiene efectos muy severos sobre la gente, incluso en los países ricos: estancamiento o declive de los salarios, jornadas de trabajo mucho más largas (hecho particularmente remarcable en EEUU), y recorte de los servicios.

 

A título de ejemplo, en esta gran economía de la que habla todo el mundo, la media del ingreso familiar ha retrocedido a la de 1989, que está bastante por debajo de la de los 70.

 

Ha sido también una época de desmantelamiento de las medidas socialdemócratas que tanto han contribuido a la mejora del bienestar humano.

 

En general, el nuevo orden internacional impuesto ha concedido un poder de veto mayor para el «parlamento virtual» de los inversores de capital privado, llevándonos a un declive significativo de la democracia y de los derechos de soberanía, y a un importante deterioro de la salud pública.

Del mismo modo que estos efectos se dejan notar en sociedades ricas, son catastróficos en las sociedades más pobres.

Son efectos que cruzan transversalmente las sociedades, no es que tal sociedad se haya enriquecido y esta otra se haya empobrecido. Las medidas más significativas comprenden sectores globales de la población.

 

Así, por ejemplo, echando mano de análisis recientes del Banco Mundial, si tomamos el 5% de la población más rica y la comparamos con el 5% más pobre, el ratio era de 78 a 1 en 1988 y 114 a 1 en 1993 (siendo éste el último año del que se disponen datos, ahora es indudablemente más alto).

 

Los mismos datos muestran que el 1% más rico tiene los mismos ingresos que el 57% más pobre (2.500 millones de personas).

Para los países ricos, está claro. Un conocido economista, Barry Eichengreen, en su reconocida historia del sistema monetario internacional señaló, como mucha gente ha señalado, que la actual fase de globalización es bastante similar a la situación anterior a la Primera Guerra Mundial, grosso modo. Sin embargo hay diferencias.

 

Una diferencia esencial, explica, es que, en esa época, la política gubernamental no estaba «politizada» por «el sufragio universal masculino y el surgimiento del sindicalismo y de los partidos parlamentarios obreros».

En consecuencia, los graves costes humanos de la ortodoxia financiera impuesta por el parlamento virtual podía ser transferidos a la población en general. Pero este lujo, en 1945, ya no estuvo al alcance en la era más democrática de Bretton Woods, así que los «límites a la movilidad del capital fueron sustituidos por límites a la democracia como una fuente de aislamiento de las presiones del mercado».

Hay un corolario a todo ello. Es natural que el desmantelamiento del orden económico de posguerra deba ir acompañado de un ataque a la democracia sustantiva (libertad, soberanía popular y derechos humanos), bajo el eslogan TINA, esa suerte de grotesca bufonada de marxismo vulgar. El eslogan, no hace falta decirlo, es un fraude.

 

El particular orden socioeconómico impuesto es el resultado de decisiones humanas en instituciones humanas.

 

Las decisiones pueden modificarse, las instituciones pueden modificarse y, en caso necesario, desmantelarse y sustituirse, tal como gente honesta y valiente ha venido haciendo a lo largo de la historial