EL
KAFKIANO CAMINAR DE LA JUSTICIA
Por
Jorge Rendón Vásquez
Hace unos días, mientras esperaba ante la mesa de partes
de una sala de la Corte Superior de Justicia Lima, mi vista fue atraída por un
papel pegado a un lado de la puerta. Era una convocatoria a los vocales, por
disposición de la Sala Plena de la Corte Suprema, para tratar del presupuesto
del Poder Judicial y de ciertas sentencias del mismo Poder y del Tribunal
Constitucional en relación a sus haberes.
La primera idea que me vino a la mente fue que el Poder
Judicial se había convertido en un sindicato, no oficialmente registrado, por
supuesto, pero no por eso menos activo, y que sus miembros, jueces de todas las
jerarquías, deliberan sobre sus remuneraciones y ejercen el derecho de petición
ante el Congreso de la República, que aprueba la Ley de Presupuesto Público, en
la que se fijan las remuneraciones de los servidores públicos.
Desde que comencé a trabajar como abogado, hace ya más de
cincuenta años, siempre he asumido la defensa de los derechos e intereses de
los trabajadores, y, encima, como profesor de Derecho del Trabajo en la
Universidad de San Marcos, desde hace más de cuarenta, he teorizado sobre los
derechos laborales y procurado trasladarlos a la legislación, con cierto éxito.
Por lo tanto, en principio, la causa de los magistrados
judiciales suscitó mi simpatía. Como los demás trabajadores, a cargo de otras
funciones públicas, tienen derecho a aumentos de remuneraciones, los que
obviamente deben guardar proporción con los recursos estatales pertenecientes a
la colectividad entera, con sus necesidades y, sobre todo, con la calidad y el
rendimiento de su trabajo. Se podría así decir que si quieren un 10% de
aumento, ellos deberían ofrecer un incremento correlativo de su eficiencia, lo que
podría dar como resultado una abreviación equivalente en la duración de los
procesos.
Es bastante improbable, sin embargo, que los jueces hayan
hecho ese ofrecimiento. Y no funcionaría si lo hubieran hecho. Si les triplicara
el sueldo, por ejemplo, la eficiencia de la Justicia no aumentaría ni 0.5 por
ciento.
Recordemos que la Constitución prohíbe a los magistrados
judiciales y fiscales participar en política, sindicarse y declararse en huelga
(art. 153º).
Una huelga del Poder Judicial sería, por lo demás,
extraordinariamente perjudicial para el país y para los peticionantes del
restablecimiento de la legalidad en sus relaciones sociales. La huelga sería
más dañosa aún si fuera “blanca”, modalidad consistente en hacer como si se
trabajara para no perder las remuneraciones. Por eso, en la legislación
comparada se le prohíbe. Una variante de la huelga “blanca” es el llamado
“trabajo a reglamento” que implica realizar las tareas ciñéndose a cuanta
formalidad exista por nimia que sea, de manera de exasperar a los pobres
usuarios de los servicios que, finalmente, son así convertidos en rehenes de
reclamaciones salariales de las que no son arte ni parte.
Los procesos y procedimientos judiciales, desde su
aparición como rogativas a los dioses hace milenios, han llevado el estigma de
la lentitud. En el Salón de los Pasos Perdidos del Palacio de Justicia de París
hay una estatua en mármol que representa a la Justicia. Su pie izquierdo reposa
sobre una tortuga. Pero ironías como ésta no llegan a arañar ni superficialmente
el alma de los jueces, que siguen actuando como sumos sacerdotes de la formalidad
y, por consiguiente, del “trabajo a reglamento”.
Desde mediados del siglo pasado se ha tratado de cambiar
esta óptica, incorporando a los códigos procesales la recomendación de atenuar
la formalidad, propósito que era a continuación desvirtuado al establecer que
“las formalidades previstas son imperativas”, como reza el actual Código
Procesal Civil (art. IX), al que me refiero en el presente comento.
Este Código fue elaborado en 1991 por una comisión de
abogados con el asesoramiento de un profesor de Derecho Procesal argentino
quien dictó, al parecer, la mayor parte de sus artículos. No les interesó para
nada la celeridad y la sencillez en la administración de justicia. Saturaron cada
proceso de pasos innecesarios a los que se han añadido los que la costumbre
judicial ha creado. Desde entonces, han sido modificados o derogados unos 200
artículos de los 840 que tiene, si bien conservando la estructura y el contenido
básicos del Código; y falta cambiar muchos más.
En realidad, ni a los jueces ni a los abogados en general
les preocupa la celeridad.
Al contrario, los jueces, como operadores del derecho,
tratan de ajustarse a la formalidad de los actos procesales, prescindiendo de
su duración, salvo cuando intervienen intereses extrajurídicos. “El juez declara
la inadmisibilidad de un acto procesal cuando carece de un requisito de forma” prescribe
el art. 128º, y punto.
Por su parte, los abogados hacen lo que el Código
Procesal dispone: para empujar el proceso si patrocinan al demandante, o para
trabarlo, si patrocinan al demandado, lo que, dicho sea de paso, se ajusta más
al espíritu de este Código, que ha sido hecho más para obstaculizar y, en el
límite, impedir la restitución de los derechos conculcados, que para posibilitar
su cumplimiento.
El resultado de este accionar es una pesada e inútil carga
procesal.
A pesar de que los integrantes del Consejo Ejecutivo del
Poder Judicial son adversarios de la publicación de estadísticas del servicio
judicial, hay ya algunas efectuadas por entidades particulares. Estos recuentos
y la práctica revelan que entre la presentación de un escrito y su
consideración por un juez o por una sala transcurren unos veinte días, y hasta
la notificación de la resolución pertinente otros veinte. Ningún plazo señalado
en el Código Procesal Civil para la realización de un acto procesal se cumple.
La razón de tales demoras, articuladas sólo verbalmente por los magistrados, es
“la carga procesal”. No la hacen constar en sus resoluciones, porque no sabrían
qué fundamento legal invocar; no hay ninguno. Ni en el Código Procesal Civil, ni
en la Ley Orgánica del Poder Judicial, ni en otras leyes se permite incumplir
los plazos legales por la excesiva carga procesal. Pero de hecho, ésta convierte
el servicio de administración de justicia en un permanente “trabajo a
reglamento”, con el efecto de dilatar la duración de los procesos.
La desbordante carga procesal no es atribuible obviamente
a los magistrados. Es, en gran parte, resultante de la gran cantidad de actos
procesales innecesarios; y, por otra, aunque en menor grado, de la
desproporción entre el crecimiento vegetativo de la población y el incremento de
la actividad económica, y el número de jueces y la magnitud de la
infraestructura judicial. Ambas causas determinan el desequilibrio entre las
demandas ingresadas en un año, por ejemplo, y las sentencias expedidas en el
mismo período que sólo llegan a ser la mitad de aquéllas. La consecuencia es la
prolongación de la duración de los procesos que, tal como van las cosas, toma
normalmente unos diez años.
Resultaría contraproducente tratar de superar este
problema sólo con la habilitación de un mayor número de jueces, dejando intacta
la “carga procesal”, derivada de la irracional y absurda acumulación de actos
procesales, lo que equivaldría a aumentar el tamaño y la voracidad de este gigante
kafkiano.
Se requiere solucionar antes lo principal: eliminar el
exceso de actos procesales parasitarios.
Se debería, para ello, apelar a las técnicas de la
reingeniería de procesos (Business Process Reeingeniering, ideada por Michael
Hammer y James Champy, en la década de los ochenta, y que fue también materia
del trabajo de Alvin Tofler, por ese tiempo, para reformar la administración de
las grandes corporaciones). Para marchar en esta dirección, se requeriría
conformar equipos pluridisciplinarios con representantes de las entidades
interesadas, con la misión de analizar cada proceso, proponer la eliminación de
los actos innecesarios que impliquen una rémora, incluso los promovidos por
algunos autores como sofisticaciones etéreas a contrapelo de la celeridad, y
delinear pasos procesales ágiles, simples y eficaces que lleven con presteza a
la emisión de las sentencias. De lo que se trata es de proveer un servicio
público de administración de justicia adecuado a la cantidad de demandas y
peticiones que ingresan y a la necesidad de resolverlas, considerando el
interés y la urgencia de las personas que se ven obligadas a acudir a él para el
restablecimiento o la declaración de sus derechos.
Otrosí digo: no sería acertado confiar el estudio de la
reingeniería de los procesos judiciales a profesores de Derecho habituados al
comentario repetitivo de las leyes emitidas sin racionalidad y a su reproducción
dogmática en la mente de los estudiantes de derecho. Se requiere juristas de
alto nivel, formación pluridisciplinaria y acendrada actitud crítica.
(25/11/2013)
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