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miércoles, 27 de noviembre de 2013

EL KAFKIANO CAMINAR DE LA JUSTICIA - Autor: Dr Jorge Rendón Vásquez

EL KAFKIANO CAMINAR DE LA JUSTICIA
Por Jorge Rendón Vásquez

Hace unos días, mientras esperaba ante la mesa de partes de una sala de la Corte Superior de Justicia Lima, mi vista fue atraída por un papel pegado a un lado de la puerta. Era una convocatoria a los vocales, por disposición de la Sala Plena de la Corte Suprema, para tratar del presupuesto del Poder Judicial y de ciertas sentencias del mismo Poder y del Tribunal Constitucional en relación a sus haberes.

La primera idea que me vino a la mente fue que el Poder Judicial se había convertido en un sindicato, no oficialmente registrado, por supuesto, pero no por eso menos activo, y que sus miembros, jueces de todas las jerarquías, deliberan sobre sus remuneraciones y ejercen el derecho de petición ante el Congreso de la República, que aprueba la Ley de Presupuesto Público, en la que se fijan las remuneraciones de los servidores públicos.

Desde que comencé a trabajar como abogado, hace ya más de cincuenta años, siempre he asumido la defensa de los derechos e intereses de los trabajadores, y, encima, como profesor de Derecho del Trabajo en la Universidad de San Marcos, desde hace más de cuarenta, he teorizado sobre los derechos laborales y procurado trasladarlos a la legislación, con cierto éxito.

Por lo tanto, en principio, la causa de los magistrados judiciales suscitó mi simpatía. Como los demás trabajadores, a cargo de otras funciones públicas, tienen derecho a aumentos de remuneraciones, los que obviamente deben guardar proporción con los recursos estatales pertenecientes a la colectividad entera, con sus necesidades y, sobre todo, con la calidad y el rendimiento de su trabajo. Se podría así decir que si quieren un 10% de aumento, ellos deberían ofrecer un incremento correlativo de su eficiencia, lo que podría dar como resultado una abreviación equivalente en la duración de los procesos.

Es bastante improbable, sin embargo, que los jueces hayan hecho ese ofrecimiento. Y no funcionaría si lo hubieran hecho. Si les triplicara el sueldo, por ejemplo, la eficiencia de la Justicia no aumentaría ni 0.5 por ciento.

Recordemos que la Constitución prohíbe a los magistrados judiciales y fiscales participar en política, sindicarse y declararse en huelga (art. 153º).

Una huelga del Poder Judicial sería, por lo demás, extraordinariamente perjudicial para el país y para los peticionantes del restablecimiento de la legalidad en sus relaciones sociales. La huelga sería más dañosa aún si fuera “blanca”, modalidad consistente en hacer como si se trabajara para no perder las remuneraciones. Por eso, en la legislación comparada se le prohíbe. Una variante de la huelga “blanca” es el llamado “trabajo a reglamento” que implica realizar las tareas ciñéndose a cuanta formalidad exista por nimia que sea, de manera de exasperar a los pobres usuarios de los servicios que, finalmente, son así convertidos en rehenes de reclamaciones salariales de las que no son arte ni parte.

Los procesos y procedimientos judiciales, desde su aparición como rogativas a los dioses hace milenios, han llevado el estigma de la lentitud. En el Salón de los Pasos Perdidos del Palacio de Justicia de París hay una estatua en mármol que representa a la Justicia. Su pie izquierdo reposa sobre una tortuga. Pero ironías como ésta no llegan a arañar ni superficialmente el alma de los jueces, que siguen actuando como sumos sacerdotes de la formalidad y, por consiguiente, del “trabajo a reglamento”.

Desde mediados del siglo pasado se ha tratado de cambiar esta óptica, incorporando a los códigos procesales la recomendación de atenuar la formalidad, propósito que era a continuación desvirtuado al establecer que “las formalidades previstas son imperativas”, como reza el actual Código Procesal Civil (art. IX), al que me refiero en el presente comento.

Este Código fue elaborado en 1991 por una comisión de abogados con el asesoramiento de un profesor de Derecho Procesal argentino quien dictó, al parecer, la mayor parte de sus artículos. No les interesó para nada la celeridad y la sencillez en la administración de justicia. Saturaron cada proceso de pasos innecesarios a los que se han añadido los que la costumbre judicial ha creado. Desde entonces, han sido modificados o derogados unos 200 artículos de los 840 que tiene, si bien conservando la estructura y el contenido básicos del Código; y falta cambiar muchos más.

En realidad, ni a los jueces ni a los abogados en general les preocupa la celeridad.

Al contrario, los jueces, como operadores del derecho, tratan de ajustarse a la formalidad de los actos procesales, prescindiendo de su duración, salvo cuando intervienen intereses extrajurídicos. “El juez declara la inadmisibilidad de un acto procesal cuando carece de un requisito de forma” prescribe el art. 128º, y punto.

Por su parte, los abogados hacen lo que el Código Procesal dispone: para empujar el proceso si patrocinan al demandante, o para trabarlo, si patrocinan al demandado, lo que, dicho sea de paso, se ajusta más al espíritu de este Código, que ha sido hecho más para obstaculizar y, en el límite, impedir la restitución de los derechos conculcados, que para posibilitar su cumplimiento.

El resultado de este accionar es una pesada e inútil carga procesal.

A pesar de que los integrantes del Consejo Ejecutivo del Poder Judicial son adversarios de la publicación de estadísticas del servicio judicial, hay ya algunas efectuadas por entidades particulares. Estos recuentos y la práctica revelan que entre la presentación de un escrito y su consideración por un juez o por una sala transcurren unos veinte días, y hasta la notificación de la resolución pertinente otros veinte. Ningún plazo señalado en el Código Procesal Civil para la realización de un acto procesal se cumple. La razón de tales demoras, articuladas sólo verbalmente por los magistrados, es “la carga procesal”. No la hacen constar en sus resoluciones, porque no sabrían qué fundamento legal invocar; no hay ninguno. Ni en el Código Procesal Civil, ni en la Ley Orgánica del Poder Judicial, ni en otras leyes se permite incumplir los plazos legales por la excesiva carga procesal. Pero de hecho, ésta convierte el servicio de administración de justicia en un permanente “trabajo a reglamento”, con el efecto de dilatar la duración de los procesos.

La desbordante carga procesal no es atribuible obviamente a los magistrados. Es, en gran parte, resultante de la gran cantidad de actos procesales innecesarios; y, por otra, aunque en menor grado, de la desproporción entre el crecimiento vegetativo de la población y el incremento de la actividad económica, y el número de jueces y la magnitud de la infraestructura judicial. Ambas causas determinan el desequilibrio entre las demandas ingresadas en un año, por ejemplo, y las sentencias expedidas en el mismo período que sólo llegan a ser la mitad de aquéllas. La consecuencia es la prolongación de la duración de los procesos que, tal como van las cosas, toma normalmente unos diez años.

Resultaría contraproducente tratar de superar este problema sólo con la habilitación de un mayor número de jueces, dejando intacta la “carga procesal”, derivada de la irracional y absurda acumulación de actos procesales, lo que equivaldría a aumentar el tamaño y la voracidad de este gigante kafkiano.

Se requiere solucionar antes lo principal: eliminar el exceso de actos procesales parasitarios.

Se debería, para ello, apelar a las técnicas de la reingeniería de procesos (Business Process Reeingeniering, ideada por Michael Hammer y James Champy, en la década de los ochenta, y que fue también materia del trabajo de Alvin Tofler, por ese tiempo, para reformar la administración de las grandes corporaciones). Para marchar en esta dirección, se requeriría conformar equipos pluridisciplinarios con representantes de las entidades interesadas, con la misión de analizar cada proceso, proponer la eliminación de los actos innecesarios que impliquen una rémora, incluso los promovidos por algunos autores como sofisticaciones etéreas a contrapelo de la celeridad, y delinear pasos procesales ágiles, simples y eficaces que lleven con presteza a la emisión de las sentencias. De lo que se trata es de proveer un servicio público de administración de justicia adecuado a la cantidad de demandas y peticiones que ingresan y a la necesidad de resolverlas, considerando el interés y la urgencia de las personas que se ven obligadas a acudir a él para el restablecimiento o la declaración de sus derechos.

Otrosí digo: no sería acertado confiar el estudio de la reingeniería de los procesos judiciales a profesores de Derecho habituados al comentario repetitivo de las leyes emitidas sin racionalidad y a su reproducción dogmática en la mente de los estudiantes de derecho. Se requiere juristas de alto nivel, formación pluridisciplinaria y acendrada actitud crítica.

 (25/11/2013)

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