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jueves, 7 de octubre de 2021

LOS CAPRICHOS DEL SUPERYO POR #LACANEMANCIPA · PUBLICADA 05/10/2021 · ACTUALIZADO 06/10/2021 Slavoj Žižek

 

    LOS CAPRICHOS DEL SUPERYO

Slavoj Žižek

Acuarela Marián Alzola.

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Para entender correctamente Psicología de las Masas y análisis del yo de Freud, hay que localizarlo en el contexto de sus reacciones a la Gran Guerra. Hoy tendemos a olvidar el impacto traumático de esa Guerra que conmovió los fundamentos mismos de la confianza europea en el progreso y dio lugar a fenómenos como el Comunismo y el Fascismo. Incluso Freud, cuya teoría de los procesos inconscientes libidinales parecerían haberle preparado para la explosión de violencia “irracional”, sintió la necesidad de reformular radicalmente sus premisas teóricas básicas. Se enfrentó al problema en tres pasos. Primero, en Más allá del principio del placer (1920) introdujo la noción de pulsión de muerte para dar cuenta de los sueños y actos que no generan placer sino solo dolor. A continuación, en Psicología de las masas (1921), analizó la formación de grupos sociales que llevan a los individuos a abandonar su comportamiento “racional” y rendirse a la violencia autodestructiva. Hans Kelsen, el filósofo del derecho austríaco, reprochó a Freud que su teoría de la formación de las masas no podía dar cuenta de las formaciones sociales que se mantenían unidas por estructuras normativas y en reacción a la crítica de Kelsen, Freud escribió El Yo y el Ello (1923) donde plantea la pregunta de cómo se distingue el espacio social a-sexual del ámbito de las interacciones libidinales catextizadas. Para Freud, el operador de esta a-sexualización es el superyo.

En su excepcional ensayo La invención del superyo, Etienne Balibar (2016) se enfrenta al diálogo entre Freud y Hans Kelsen. La ironía es que el título El yo y el Ello es en cierto sentido engañoso: el nuevo término crucial introducido en el librito es superyo, que forma la tríada con el Yo y el Ello, y el punto crucial del detallado análisis freudiano es cómo el superyo, la instancia de nuestra vida psíquica que actúa como una conciencia auto-crítica internalizando los estándares sociales en su mayor parte aprendidos de padres y profesores, extrae su energía libidinal de las profundidades más oscuras sádicas y masoquistas del Ello. Lacan ha mostrado de manera convincente que hay una confusión en Freud: el título del capítulo tercero de El Yo y el Ello es “El Yo y el Superyo (ideal del yo)” Freud tiende a usar los dos términos como sinónimos (concibiendo el ideal del yo como un precursor del Superyo), y usa ideal del yo e yo ideal como términos intercambiables. La premisa de la clarificación de Lacan es igualar jouissance y superyo: al disfrutar no se trata de seguir las propias tendencias espontaneas; es más bien algo que hacemos como una forma de deber ético raro y retorcido.

Basándose en esta ecuación, Lacan introduce una precisa distinción entre los tres términos: el “yo ideal” representa la autoimagen idealizada del sujeto (la manera que me gustaría ser o que me gustaría que los demás me vieran); el ideal del yo es la agencia cuya mirada trato de impresionar con mi imagen, el gran Otro que me cuida y me impele a dar lo mejor de mí, el ideal que trato de seguir y actualizar; y el superyo es esa misma agencia en su aspecto vengativo, sádico y castigador. El principio estructural que subyace a estos tres términos es claramente la tríada lacaniana Imaginario Simbólico Real: el yo ideal es imaginario, lo que Lacan llama “pequeño otro”, el doble idealizado de mi yo; el ideal del yo es simbólico, el punto de mi identificación simbólica, el punto en el gran Otro desde el que me observo (y juzgo) a mí mismo; y el superyo es real, la cruel e insaciable agencia que me bombardea con demandas imposibles y que se burla de mis intentos fallidos por lograrlas, la agencia a cuyos ojos soy más culpable, cuanto más intento suprimir mis “pecaminosos” esfuerzos y alcanzar sus demandas. El viejo lema cínico estalinista sobre los acusados que profesaban su inocencia en las purgas (“cuanto más inocentes son más merecen morir”) es superyo en estado puro. Entonces para Lacan el superyo “nada tiene que ver con la conciencia moral en lo que concierne a sus exigencias más obligatorias” (Lacan Sem 7, La Ética del Psicoanálisis, p.369) al contrario, el superyo es la agencia anti-ética, la estigmatización de nuestra traición ética[1].

En su crítica de la noción freudiana de masa, Kelsen, como neokantiano, se basa implícitamente en la distinción entre ideal del yo (el gran Otro anónimo, el orden simbólico cuyo estatuto es no psíquico, i.e. no puede reducirse a procesos psíquicos empíricos) y superyó (producto de una dinámica empírica psíquica en una interacción individual con otros)[2] El reproche a Freud es, para simplificarlo, que solo da la génesis psíquica empírica de una masa que se mantiene unida por el Líder –no hay espacio en su teoría para el gran Otro, el orden simbólico ideal que sostiene sujetos individuales para el espacio público de la autoridad estatal institucional que nos hace sujetos en el doble sentido del término (sujeto autónomo e individuo sujeto a la Ley). Más precisamente, lo que Freud describe es la distorsión patológica de la Ley, la regresión a un nivel psicológico mítico de masas: Freud describe la patología de las masas (constituida a través del cortocircuito del Yo y el a minúscula en lacanés) y como no tenía la noción de Simbólico, no cuenta con el gran Otro normal-normativo (x). Es también el motivo por el qué desde el punto de vista de Lacan, no hay espacio en la tríada freudiana Yo-Superyo-Ello para el sujeto “puro”/barrado, sujeto del significante, para el sujeto que no es empíricamente psíquico, sino igual al cogito cartesiano o a la apercepción transcendental kantiana: el sujeto lacaniano no es ego (que para Lacan, se define por identificaciones imaginarias).

En este punto, Balibar vuelve a Freud y le defiende: el superyó como proceso psíquico no simplemente una distorsión patológica accidental, es el proceso que permite al sujeto internalizar la ley, integrarla en su vida psíquica como una agencia de ejerce una autoridad sobre él/ella. Como tal, el superyó es un suplemento “patológico” que necesariamente acompaña a la ley, desde que la ley existe SOLO como internalizada por sujetos. Esto  significa  que un sujeto es el sujeto de la ley solo en tanto él/ella permanece capturado en el tensión edípica no resuelta que es la forma de política interpersonal del poder y la subordinación. Estas tensiones persistentes abren el tema a la autoridad de la Ley – empujan al sujeto a aceptar la autoridad de la Ley como la agencia externa (no psíquica) el punto de referencia estable que puede liberar las tensiones psíquicas internas. Las tensiones descritas por Freud por supuesto no son solo internas al sujeto, son parte de la política interpersonal (familia), luchas de poder- es por lo que Balibar señala que en su descripción de la formación de una masa y la génesis del superyó, Freud no da un “psicoanálisis de la política”  (una explicación de la dinámica política de las masas a través de procesos libidinales que en sí mismos son apolíticos) sino su contrario, la “política del psicoanálisis” (la explicación del ascenso de la estructura tríadica Yo-Ello-Superyó a través de luchas de poder familiares “políticas”)- o, como dice Lacan, el Inconsciente Freudiano es político.

Como Lacan señala reiteradamente, el gran Otro de la Ley simbólica debe estar ya ahí si un sujeto ha de referirse a él como el espacio externo neutral – entonces aquí debemos dar un paso más: ¿Cómo puede emerger la autoridad pública misma, en su estatuto no psíquico? La respuesta de Lacan es: el gran Otro no puede ser reducido a una agencia psíquica, existe solo si es “externalizado” por sujetos –la “internalización” de la Ley es efectivamente su externalización, su (presu)posición como espacio simbólico no psíquico. La ley es no psíquica pero existe solo si hay sujetos que la toman como existente. Hay que ser muy precisos aquí: Lacan no está localizando la génesis del gran Otro en dinámicas psíquicas, su tesis es más bien que el sujeto mismo está constitutivamente dividido, que su intimidad psíquica existe solo si hay un gran Otro, un espacio alienado del sujeto al que este se refiere (solo en la psicosis esta alienación está suspendida). El correlato subjetivo del gran Otro es el sujeto vacío “barrado” ($) que es más “intimo” que toda la intimidad de los procesos psíquicos más profundos. Entonces tenemos que dar la vuelta a la noción usual que el sujeto abstracto “puro” (el cogito cartesiano) es un tipo de ilusión ideológica cuya realidad es el individuo concreto capturado por antagonismos psíquicos: toda la riqueza de la “vida interna” del individuo es un contenido que, en último término, solo llena el vacío del sujeto puro – en este sentido, Lacan dijo que el ego es el “material del yo”.

Autoridad, cinismo y el amo obsceno.

Sin embargo, hoy en día los padres se comportan cada vez más como los yo ideales, enfrascados en una competencia narcisista con los hijos – ya no se atreven a asumir la “autoridad” de un padre- y paradójicamente, este proceso supone un grave obstáculo para el proceso emancipador. Tomemos el caso de Chile: las dificultades de las luchas en curso allí no son el legado de la dictadura opresiva de Pinochet como tal, sino el legado de la gradual (falsa) apertura de su régimen dictatorial. Especialmente a lo largo de los años 90, la sociedad chilena experimentó lo que podemos llamar una rápida posmodernización: una explosión de hedonismo consumista, permisividad sexual superficial, individualismo competitivo, etc. Los gobernantes se dieron cuenta de que ese espacio social atomizado era mucho más eficaz que la opresión estatal directa contra los proyectos de la izquierda radical que se apoyan en la solidaridad social. Las clases siguen existiendo en “sí mismas” pero no “para sí mismas”: veo a los demás de mi clase como competidores que como miembros de un mismo grupo de intereses solidarios. La opresión directa del Estado tiende a unir a la oposición y a promover formas organizadas de resistencia, mientras que en las sociedades “posmodernas” incluso el descontento extremo asume la forma de revueltas caóticas (desde Occupy Wall Street hasta los Chalecos Amarillos) que pronto se quedan sin aliento, incapaces de alcanzar la etapa “leninista” de una fuerza organizada con un programa claro.[3] Volviendo al esquema de Freud de la Psicología de las Masas, de una identificación horizontal basada en una identificación vertical con la figura de un Líder: las protestas masivas de hoy carecen de una identificación vertical con la autoridad simbólica, y por esa razón, se abren al peligro de convertirse en dominadas por la figura de un Maestro obsceno populista.

En un nivel mas general, esto significa que, si la Ley simbólica (Nombre del Padre) pierde su autoridad – es decir, si no hay prohibición-, el deseo mismo (sostenido por la perspectiva de transgredirlo) se desvanece – por eso la permisividad mata el deseo. En esta línea, Pierre Legendre y algunos otros lacanianos afirman que el problema actual es el declive del Nombre-del-Padre, de la autoridad simbólica paterna: en su ausencia, estalla el Narcisismo patológico, evocando el espectro del Padre Real Primordial. En consecuencia, deberíamos intentar restaurar algún tipo de Ley como agente de prohibición.

Aunque hay que rechazar esta idea, señala correctamente cómo el declive del Amo no garantiza de forma automática la emancipación, sino que puede engendrar figuras de dominación mucho más opresivas. Sin embargo, ¿es la vuelta a la Prohibición sostenida por la Ley la única salida? Parece que el ultimísimo Lacan, consciente de este problema, propuso otra solución que Miller, en su lectura de Lacan, llama “cínica”- no podemos volver a la autoridad de la Ley, pero lo que podemos hacer es actuar como si sostuviéramos la Ley, debemos mantener su autoridad como necesaria, aunque sepamos que no es cierto. Adrian Johnston [4]  puso de manifiesto las complejidades y ambigüedades de esta solución:

“El paso por una experiencia final de “destitución subjetiva”, en la que las identificaciones quedan al nivel del yo, así como los puntos de referencia, por ejemplo, los grandes Otros y los sujetos que se supone que saben, vacilan o se desvanecen por completo, es de hecho un momento esencial y puntuante del proceso analítico lacaniano. Sin embargo, Lacan no considera posible ni deseable permanecer permanentemente en ese estado de indigencia que pondría fin al análisis. Considera apropiado e inevitable que los egos, los grandes Otros, los sujetos que se supone que saben y otro similares se reconstituyan para el analizante tras su análisis. Es de esperar que las versiones de estos reconstituidos en la estela de, y en respuesta al análisis sean mejores versiones, más habitables para el analizado”. (Johnston, s.f.)

Lo que tenemos aquí es una especie de Lacan “posmoderno”: solo podemos enfrentarnos a lo Real en raros momentos de lucidez, pero esta experiencia extrema no puede durar, tenemos que volver a nuestra vida ordinaria de habitar en los semblantes, en las ficciones simbólicas… Así que, en lugar de borrar a Dios del panorama, la única manera es aprender a “hacer uso” de Dieu comme le Nom-du-Père”. ¿en qué sentido preciso, entonces les non-dupes errent, es decir, los que pretenden no ser engañados por la ilusión religiosa se equivocan? Johnston indica el camino:

“La paráfrasis de Lacan de Dostoievski, según la cual “si Dios está muerto, entonces nada está permitido”, parece transmitir el sentido de que el ateísmo radical permanente es indeseable según la estricta definición lacaniana del deseo. De Kesel afirma que, para Lacan, la religión goza de la virtud de sostener el deseo. Si es así, ¿la versión del análisis de Lacan pretende realmente acabar con el teísmo, la religiosidad y demás? (…) La economía libidinal del inconsciente, centrada en el deseo con sus fantasmas fundamentales que involucran al objet petit a, se sostiene por la Ley de Dios como padre muerto y/o Nombre del Padre. Si este Dios muere, toda la economía que sostiene se derrumba (es decir, “nada está permitido”). En Televisión, Lacan, hablando de los “asuntos edípicos” observa: “Incluso si los recuerdos de la represión familiar no fueran verdaderos, habría que inventarlos, y eso se hace ciertamente”. Parafraseando este comentario, se podría decir que, según las luces de Lacan, si Dios ha muerto, entonces, al menos por razones libidinales, tendría que ser resucitado- y eso ciertamente se ha hecho”. (Johnston s.f.)

Así es también como se puede leer la idea de Agamben de que si no hay Dios entonces la razón misma desaparece. ¿No significa “si Dios no existe, todo está prohibido” que, para evitar el callejón sin salida de que todo esté prohibido, tiene que a ver una gran Prohibición que admita excepciones, es decir, que abra el espacio para las transgresiones que generan goce? ¿O que, para sostener nuestro deseo, necesitamos algo como Dios (aunque sea sólo en su forma irreligiosa más neutra, como sujeto que se supone que sabe)? ¿Cómo combinar esto con la afirmación de Lacan de que el ateísmo es la cúspide de la experiencia psicoanalítica? ¿Está en la línea de Lacan que el nombre del padre no debe ser abolido, sino hacer uso de él como la única salida? Jacques-Alain Miller ha expuesto sin miedo las implicaciones políticas de esta postura: el psicoanálisis “revela los ideales sociales en su carácter de semblantes, y podemos añadir, de semblantes con respecto a un real que es el real del goce “. Esta es la posición cínica, que reside en decir que el goce es lo único verdadero”. (Miller, 2008, p.109). Lo que esto significa es que un psicoanalista

“actúa para que los semblantes permanezcan en su lugar, asegurándose de que los sujetos a su cargo no los tomen como reales… uno debe, de alguna manera, lograr permanecer tomado por ellos (engañado por ellos). Lacan podrá decir que “los que no se dejan engañar se equivocan” (los no incautos yerran)”: si no se actúa como si los semblantes fueran reales, si no se deja su eficacia sin perturbar, las cosas se pondrán peor. Los que piensan que todos los signos del poder son meros semblantes, y se apoyan en la arbitrariedad del Discurso del Amo son los malos: están aún más alienados”. (Fleury, 2010, p. 96).

El axioma de esta sabiduría cínica es que “hay que proteger las apariencias del poder por la buena razón de que hay que seguir gozando”. No se trata de apegarse a las apariencias del poder existente, sino de considerarlas necesarias. ‘Esto define un cinismo al modo de Voltaire, que deja entender que Dios es nuestra invención necesaria para mantener a la gente en un decoro adecuado’. La sociedad se mantiene unida sólo por las apariencias, ‘lo que significa: no hay sociedad sin represión, sin identificación y, sobre todo, sin rutina’”. (Fleury, 2010, p. 95; cita de Miller, 2008). Pero ¿es esta postura cínica la única salida? Esto plantea una serie de preguntas.

En primer lugar, ¿Qué pasa si Dios, la autoridad divina, solo funciona realmente cuando el creyente es consciente de que “Dios es nuestra invención necesaria para mantener a las personas en un decoro adecuado”? Baudelaire lo vio bien cuando escribió: “Dios es el único ser que, para gobernar, ni siquiera necesita existir”[5]. Si un creyente directamente “cree de verdad”, nos deslizamos hacia el fundamentalismo- toda religión auténtica es consciente de que su autoridad es una falsedad fetichista: Sé que no es realmente cierta, pero creo en ella. Lo contrario del fundamentalismo es la conciencia de que la autoridad a las que nos referimos no tiene ningún fundamento real, sino que se apoya autorreferencialmente en un abismo. Tomemos un ejemplo tal vez sorprendente: el final de Rheingold de Wagner, que termina con el contraste entre las Doncellas lamentando la inocencia perdida y la majestuosa entrada de los dioses en el Valhalla, una poderosa afirmación del imperio de la Ley. Es habitual afirmar que la queja sincera y auténtica de las Doncellas del Rin deja claro cómo la entrada triunfal de los dioses en el Valhalla es una farsa, un espectáculo hueco; sin embargo, ¿y si es precisamente el trasfondo entristecedor del canto de las Rinemaidens lo que da a la entrada en el Valhalla su autentica grandeza? Los dioses saben que están condenados, pero a pesar de ello realizan heroicamente su acto ceremonial. Por eso, no se trata aquí de la habitual desautorización fetichista, sino de un acto valiente de asumir un riesgo y de ignorar mis limitaciones, en la línea del Du kannst, denn du sollst de Kant. Sé que soy demasiado débil para hacerlo, pero de todos modos lo haré, un gesto que es todo lo contrario al cinismo.

Fundamentemos esta conclusión desde otro punto de partida. La autoridad tiene el efecto de una castración simbólica sobre su portador: si, digamos, soy un rey, tengo que aceptar que el ritual de investidura me convierte en rey, que mi autoridad se encarna en las insignias que llevo, de modo que mi autoridad es en cierto sentido externa a mi como persona en mi miserable realidad. Como decía Lacan, solo un psicótico es un rey que se cree rey (o un padre que es padre) por su naturaleza, tal como es, sin los procesos de investidura simbólica. Por eso, ser padre es por definición un fracaso: ningún padre “empírico” puede estar a la altura de su función simbólica, de su título. ¿Cómo puedo, si estoy investido de tal autoridad, vivir con esa brecha sin ofuscarla a través de la identificación directa psicótica de mi estatus simbólico con mi realidad?  La solución de Miller es la distancia cínica: Soy consciente de que los títulos simbólicos son sólo semblantes, ilusiones, pero actúo “Como si” fueran verdaderos para no perturbar no sólo el orden social sino también mi propia capacidad de desear. Aaron Shuster (2020) añade tres modos para hacer frente a la imposibilidad de actuar con autoridad (es por esta imposibilidad que Freud contó el ejercicio del poder como una de las tres grandes profesiones imposibles) “hacer como si no hubiera Otro; hacerse portavoz del Otro; identificar al Otro con su persona carismática (p. 191). El ejemplo de la primera opción es el de un jefe simpático posmoderno que actúa como si fuera uno de nosotros, parte del equipo, dispuesto a compartir chistes verdes con nosotros, a acompañarnos a tomar una copa, etc.- pero al mismo tiempo conserva toda su autoridad simbólica y puede tratarnos de forma aún más despiadada. La segunda opción se personifica en la figura de un experto, un medio a través del cual habla la autoridad de la ciencia impersonal (o de la ley); dicha figura evita la posición de autoridad fingiendo que no da órdenes, sólo dice lo que la ciencia le dice que hay que hacer (como un economista que afirma que no hay que perturbar los mecanismos del mercado). La tercera opción está ejemplificada por un líder carismático obsceno como Donald Trump, que se toma a si mismo, con todas sus peculiaridades personales, como una encarnación directa del gran Otro: su autoridad no se basa en sus conocimientos sino en su voluntad: “Es así porque yo lo digo”. En este punto, Shuster hace una observación crucial: “El líder de la competencia y el cálculo, que desaparece detrás y habla en nombre del gran Otro, encuentra su contrapartida insólita en el líder sobrepresente cuya autoridad se basa en su propia voluntad y que desprecia abiertamente el conocimiento – Es este teatro rebelde y anti sistémico el que sirve de punto de identificación para el pueblo”. (p.234). el líder carismático obsceno es, pues, el ‘retorno de lo reprimido’ del saber experto que pretende actuar sin apoyo en una figura de maestro: el Maestro reprimido (autoridad que personifica la Ley) vuelve en su forma (casi, no del todo) psicótica, como un Maestro obsceno sin ley: el Amo está aquí “sobrepresentado”: no se reduce a su dignidad simbólica, representa la autoridad con toda su idiosincrasia. Este Amo obsceno no es lo que Freud (en su Tótem y Tabú) llama el padre primordial, viene después del Amo simbólico y es el resultado de su desintegración. El Jefe de una multitud es el primer paso en este camino hacia la obscenidad: sigue siendo una autoridad simbólica, pero ya está contaminada por el superyó obsceno.

Entonces, ¿hay alguna forma de salir de este atolladero? La obvia habría sido que el portador de la autoridad admitiera abiertamente ante los sometidos que no está capacitado para ejercerla y se retirara sin más, dejando que sus súbditos se enfrentaran a la realidad como pudieran – Shuster cita a Hannah Arendt, que esboza este gesto a propósito de la patria potestad:

“El hombre moderno no podría encontrar una expresión más clara de su insatisfacción con el mundo, de su disgusto con las cosas tal y como son, que, con su negativa a asumir, con respecto a sus hijos, la responsabilidad de todo esto. Es como si los padres dijeran a diario: ‘En este mundo ni siquiera nosotros estamos muy seguros en casa; cómo movernos en él, qué saber, qué habilidades dominar, son misterios también para nosotros. Hay que intentar arreglárselas como se pueda; en cualquier caso, no tienen derecho a pedirnos cuentas. Somos inocentes, nos lavamos las manos”. (Arendt, 1961 p.191).

Aunque esta respuesta imaginaria de los padres es, en términos factuales, más o menos cierta, no deja de ser existencialmente falsa: un padre no puede lavarse las manos de esta manera. (Lo mismo puede decirse: “No tengo libre albedrío, mis decisiones son el producto de mis señales cerebrales, así que me lavo las manos, ¡no tengo ninguna responsabilidad por los delitos que he cometido! Aun que esto sea factualmente cierto, es falso como postura subjetiva mía). Esto significa que “la lección ética es que los padres deben fingir (saber qué hacer y cómo funciona el mundo), pues no hay otra salida al problema de la autoridad que asumirla, en su misma ficcionalidad, con todas las dificultades y descontentos que ello conlleva”. (Shuster, 2020, p. 219).

Pero, de nuevo, ¿en qué se diferencia esto de la solución cínica de Miller?  Paradójicamente, en que el sujeto, aunque es plenamente consciente de su incompetencia para ejercer la autoridad, la asume no con una distancia cínica sino con plena sinceridad, dispuesto incluso a sacrificar su vida por ella si fuera necesario.  Para captar esta diferencia, también hay que tener en cuenta la economía libidinal, los diferentes modos de goce. La política no se desarrolla principalmente en el nivel de los semblantes e identificaciones (imaginarias y simbólicas), sino que siempre implica también lo real del goce. Las semblanzas e identificaciones politicas están profundamente impregnadas de diferentes modos de goce – ¿se puede imaginar un racismo o un antifeminismo que no movilice el goce (el goce atribuido a la otra raza o a las mujeres, el goce que encuentro en atacarlas y humillarlas…)? Por eso, en su detallado análisis del discurso petainista en la Francia de Vichy, Gerard Miller (2004) habla de los “empujones para disfrutar (incluso empujones para venir)” de Petain- y, de manera homologa, ¿se puede siquiera esperar entender a Trump sin tener en cuenta sus “empujones para gozar”?

Lo mismo ocurre con las sociedades con objetivos emancipadores. Tomemos la propia sociedad psicoanalítica de Lacan (que disolvió, admitiendo que era un fracaso): ¿fue también una sociedad “mantenida junta sólo por los semblantes”? ¿El único paso fuera del dominio de los semblantes es el momento individual de “atravesar el fantasma” en el proceso analítico? Ciertamente no se trataba de esto: el intento de Lacan de organizar una sociedad no era un intento “leninista” de construir una sociedad que NO se mantuviera unida “sólo por los semblantes” sino por lo Real de una Causa. (Por eso, después de disolver su escuela, Lacan formó la École de la Cause freudienne – una escuela de la Causa misma- que, es cierto, volvió a fracasar).

Opresión, represión y depresión

¿Ayuda a introducir un poco de orden en esta confusión si le damos la vuelta a la fórmula anti-dostoievskiana de Lacan: si Dios EXISTE entonces NADA está prohibido? Está claro que esto sólo se sostiene para los llamados «fundamentalistas», quienes pueden hacer lo que les plazca ya que actúan como instrumentos directos de Dios, de su voluntad. Podemos ver cómo el rigorismo de lo Políticamente Correcto y el fundamentalismo religioso son dos caras de la misma moneda: en ambos casos, no se hace excepción alguna — o bien nada está prohibido, o bien todo está prohibido… Para arrojar algo de luz sobre este tema, quizás debiéramos poner en juego las fórmulas de la sexuación lacanianas. Las dos parejas de universalidad ligadas en la excepción y la no-universalidad («no-todo») que implica que no existe excepción.

Así que, ¿Cuál es el estatus de la permisividad postmoderna en la que todo resulta estar prohibido por una infinidad de reglas políticamente correctas? ¿Son masculinas (todo está permitido excepto…) o femeninas (no hay nada que no esté prohibido)? Parece que la segunda versión es la correcta: en una sociedad permisiva, la violación de las normas (que supuestamente garantiza la permisividad sexual) está realmente prohibida y no tolerada en secreto. Esto quiere decir que debemos transponer la afirmación lacaniana a su forma femenina: si Dios no existe entonces no hay nada que no esté prohibido, lo que significa que no-todo está prohibido, y este no-todo existe en bajo la forma de una permisividad universal: en principio, todo está permitido (todas las diferentes formas de sexualidad), pero cada caso particular está prohibido. Recuerden la figura proverbial del marido permisivo que, en principio, permite a su mujer tener amantes, pero se opone a cada elección particular («¿Por qué has tenido que elegir precisamente a ESTE tipo espantoso? Cualquiera MENOS él… «), o, a un nivel político, el Capítulo 15 de la constitución de los Jemeres Rojos de Kampuchea: » Todo ciudadano de Kamouchea tiene el derecho a rendir culto a cualquier religión y el derecho a no rendir culto a ninguna religión. Están absolutamente prohibidas las religiones reaccionarias que son perjudiciales para Kampuchea Democrática y la población de Kampuchea.» (Centro de Documentación de Camboya, n.d.). Así que, otra vez, cualquier religión está permitida pero toda religión particular existente (budismo, cristianismo…) está «absolutamente prohibida» por ser reaccionaria.

¿Cómo, entonces, se mantienen las cosas con las regulaciones pandémicas de hoy en día? ¿También solicitan transgresiones (raves y fiestas privadas, incluso arrebatos violentos)? Pero no son la Ley, son regulaciones fundadas científicamente, pertenecen al discurso universitario. Los científicos y los administradores de la salud explican alegremente por qué son requeridas, no funcionan como la ley abisal, como normas que no deben ser cuestionadas. ¿Es entonces el hedonismo del goce el otro lado del reino del discurso universitario? ¿Pero qué ocurre si los que se resisten a las prohibiciones y normas pandémicas están confundiendo las normas fundadas científicamente con prohibiciones arbitrarias no fundadas (que piden ser transgredidas)? Por supuesto, alguien debe añadir: ¿Pero qué pasaría si la confusión estuviera ya presente en la cosa en sí? ¿No es un amo la «verdad» del discurso universitario, o, como decimos actualmente, no es la (no tan) secreta agenda de aquellos que imponen prohibiciones anti-pandémicas conseguir control y dominación social?

Para complicar aún más las cosas, debemos introducir aquí otros dos ejes. Primero: permitido contra impuesto (ordenado). El argumento lacaniano era que el disfrute, una vez permitido, tarde o temprano se torna inevitablemente en mandato — tú TIENES que disfrutar, el hedonismo es el superyo en su máxima crueldad. Esta es la verdad de la actual permisividad: nos sentimos culpables no cuando violamos las prohibiciones, sino cuando no logramos gozar. Por eso el psicoanálisis intenta que el paciente pueda disfrutar plenamente sino limitar también el poder del superyo, convertir el disfrute en algo permitido en lugar de algo impuesto (puedes disfrutar pero no estás obligado a hacerlo).

El otro eje es el de la posibilidad y la imposibilidad. La prohibición, como Lacan afirmó repetidamente, está aquí precisamente para crear la ilusión de que el goce no es en sí mismo imposible, que podemos alcanzarlo a través de la violación de la prohibición. La meta del psicoanálisis es precisamente dar el paso de lo prohibido a la imposibilidad inmanente. Así que una prohibición en primera instancia prohíbe algo que es en sí mismo imposible… ¿Pero no está yendo esto demasiado lejos? Cuando a un hombre pobre hambriento se le prohíbe coger algo de comida que no le pertenece, ¿No prohíbe esta prohibición algo que es en sí mismo bastante posible? En otras palabras, ¿Es una operación elemental de ideología también el no presentar algo como imposible en sí mismo debido a intereses económicos de clases y el interés de la dominación? (No hay un cuidado de la salud universal porque es imposible, arruinaría la economía…)

Aquí aparecen más paradojas. Hay prohibiciones que uno no sólo tiene permiso de violar, sino la obligación de hacerlo, de manera que la verdadera transgresión es aceptar estrictamente a la regla de la prohibición. (Esto es lo que llamo transgresión inherente: si no participas en los rituales transgresores de una comunidad cerrada, serás excluido más rápidamente que si violases sus normas explícitas). Y luego hay prohibiciones que están prohibidas ellas mismas (uno puede obedecerlas, pero no pueden anunciarse públicamente). El gran Otro de las apariencias entra aquí: usted obedece una prohibición, pero públicamente actúa como si no significa de nada, como si hubiese alguna posibilidad de que no lo hiciese, como si, si quisiera, usted pudiera hacerlo con facilidad; más el anverso, puede violar una prohibición, solo que no en público, de manera abierta. (Trump y los populistas de la Nueva Derecha actuales rompen esta norma: violan las prohibiciones de manera abierta, en público).

Una complicación más: ¿Qué pasaría si disfrutáramos la opresión en sí misma, no sólo su violación? ¿No es esta la forma elemental del plus de goce? Por ejemplo, con vistas a la pandemia, Darían Leader señaló cómo obedecer las normas impuestas por las autoridades por la pandemia puede traer su propia satisfacción compulsiva. De manera similar, el disfrute de lo Políticamente Correcto surge a través del proceso de descubrir cómo inconscientemente hemos violado las normas PC («ahora me doy cuenta de que la frase que he usado tiene una connotación racista… «).

La peor solución aquí es oponerse a la represión necesaria (renunciando a la satisfacción de algunos de nuestros deseos como la condición de nuestra supervivencia) y la represión excesiva hecha en pos de la explotación y la dominación, como hizo Herbert Marcuse (1974) — por razones conceptuales, esta distinción no puede ser trazada. Primero, dominación y explotación son como una norma operativas en la forma en la que las renuncias necesarias para nuestra supervivencia son catectizadas libidinalmente. En segundo lugar (y en aparente contradicción con el primer punto), está el plus-de-opresión (la prohibición para la cual no hay razón aparente) que genera plus de goce— como dice Lacan, el goce es lo que no sirve para nada… En tercer lugar, uno debe trazar otra distinción aquí: entre la opresión y la represión. La opresión (ejercicio brutal del poder) no es represión: la opresión es directamente percibida como tal, pero no somos conscientes de la represión (en un sentido freudiano). Cuando estoy oprimido, lo que normalmente es reprimido es la forma que tengo de disfrutar está opresión (con todo lo que involucra: mis quejas, etc.).

Así que lo que tenemos aquí son no sólo dos ejes de un cuadrado semiótico (imposible-posible, prohibido-permitido) sino una compleja textura que incluye el eje de lo permitido-impuesto e incluso el triángulo de opresión-depresión-represión. Miller aquí simplifica la imagen: afirma que la opresión es necesaria, pero lo que quiere decir es que no hay goce sin opresión (obstáculos, prohibiciones a nuestros deseos). El opuesto de opresión no es libertad de hacer lo que uno quiera, sino depresiónla pérdida del deseo mismo. ¿Pero es la opresión la única manera de salvar nuestro deseo, la única forma de evitar la depresión? La pregunta que debemos plantear en este punto es: ¿Dónde entra aquí la represión? Lacan se opone firmemente a la tradicional tesis Freudo-Marxista que dice que la represión es la internalización en la psique de la víctima de una opresión externa (percibo equivocadamente la opresión social como una fuerza psíquica que sabotea mis deseos) — primero viene la represión (en la guisa de lo que Freud llamó «represión primaria»), que designa una imposibilidad inmanente que es constitutiva de la subjetividad humana. Esta «represión primordial» es la otra cara de lo que llamamos «libertad»: abre el vacío, una grieta en la cadena de las causas naturales, que nos hace libres. La figura de una Ley externa simbólica como el agente de la Prohibición ofusca esta imposibilidad inmanente del deseo.

Esa es la razón por la que el psicoanálisis no pretende liberar nuestros deseos para que podamos desear lo que queramos libremente (lo que queremos no es lo que deseamos: nuestro deseo más profundo como una norma se nos aparece como lo que no queremos, lo que nos aterra) — más precisamente, libera nuestros deseos sólo en el sentido de que asumamos completamente la imposibilidad en la que está basada nuestra capacidad de desear. Los esfuerzos del psicoanálisis para remarcar de una nueva manera esta imposibilidad — su premisa es que no podemos librarnos de una imposibilidad constitutiva, pero podemos re-inscribirla de otra forma. Un ejemplo elemental: el número imaginario (raíz cuadrada de -1). Es un número imposible, pero mientras era descartado tradicionalmente como un simple sinsentido (incluso Marx lo hizo en uno de sus manuscritos), los matemáticos modernos lo usan en sus cálculos y funciona – la estática de los edificios reales se construyen a partir de cálculos que incluyen el número imaginario. A un nivel distinto, la democracia moderna hizo algo similar. Lo que era para un orden político premoderno un momento de amenaza de ser pasado por encima tan rápido como fuese posible (cuando, tras la muerte del monarca, el trono está vacío), se convierte en algo positivo en la democracia moderna (como demostró Claude Lefort): nadie puede reclamar legítimamente el poder, el lugar del poder está de entrada vacío, solo puede ser ocupado temporalmente por personas elegidas democráticamente.

¿Y no es esta también la lección del psicoanálisis: no hay «verdadero» objeto del deseo, todo objeto es un lugarteniente de la Nada? Es por esto que uno debe rechazar la idea de que la meta del tratamiento psicoanalítico es permitir que el paciente pase de conflictos psíquicos internos (entre su yo consciente y sus deseos y prohibiciones inconscientes) a obstáculos externos para su felicidad que él/ella pueda ahora salvar sin conflictos internos autosaboteantes. Esta idea no le era extraña a Freud: ya en sus primeros Estudios sobre la Histeria (1895, co-escrito junto a Breuer), Freud escribió, dirigiéndose a un paciente/lector imaginario, que «es grande la ganancia si conseguimos mudar su miseria histérica en infortunio ordinario. Con una vida anímica restablecida usted podrá defenderse mejor de este último.» (Freud & Breuer, 1999, p. 305). Más tarde, de todas formas, los nuevos temas de la pulsión de muerte y la llamada «reacción terapéutica negativa» — claramente apuntan hacia un conflicto inmanente constitutivo de nuestra vida psíquica.

Finitud y Pulsión de muerte

Entonces, el movimiento llevado a cabo por el psicoanálisis es hegeliano: de la oposición externa a la imposibilidad inmanente, y esto se sostiene también para la visión de una sociedad Comunista; no hay libertad sin imposibilidad, y esta imposibilidad no es solo el límite que se nos impone por la realidad externa (la cantidad limitada de objetos que satisface nuestras necesidades) sino también la “auto-contradicción” inmanente de nuestro deseo. De todas formas otra trampa acecha aquí: confundir esta imposibilidad con nuestra finitud, de manera que la imposibilidad que fundamenta nuestra libertad es el hecho de nuestra vida mortal llena de riesgos y oscuridad –no hay libertad en la inmortalidad.

Aquí es ejemplar Martin Hägglund (2019) quien, a través de las lecturas de Hegel, Marx, Heidegger y Martin Luther King, despliega una visión global coherente que une el materialismo, la finitud existencial y el anti-capitalismo. Su punto de partida es el rechazo de la idea religiosa de eternidad: la única vida que tenemos es ESTA vida, nuestra existencia social y corporal que está marcada de manera irreductible por la mortalidad y la incertidumbre. Toda fe en otro mundo o un ser superior que garantice nuestro destino es una ilusión, luego la fe tiene que ser replanteada en términos seculares: expresa nuestro compromiso práctico que, debido a nuestra finitud, nos expone a la contingencia y siempre implica un riesgo de fracaso. De todas formas, somos libres precisamente porque somos seres finitos que tienen que decidir sin ninguna garantía superior: la libertad y la mortalidad son dos caras de la misma moneda.

En la segunda parte de su libro, Hägglund se vuelca en las implicaciones socio-económicas y políticas de su foco en “este mundo” de nuestra existencia temporal finita. Ya que, como seres mortales y finitos no tenemos tiempo un infinito a nuestra disposición (y desde el momento en que nuestra eventual inmortalidad también haría nuestra vida sin sentido: elegir un proyecto de vida que determina nuestro compromiso solo puede ocurrir en una vida finita), nuestra preocupación central es disponer de nuestro propio tiempo, dedicar tanto como sea posible disponible para el libre desarrollo de nuestras capacidades creativas en toda su diversidad. Esto por definición no puede suceder en el capitalismo en el que, para sobrevivir, tenemos que gastar la mayor parte del tiempo trabajando por un sueldo, “perdiendo tiempo” con cosas que intrínsecamente no nos importan. Si queremos superar esta alienación, deberíamos promulgar una nueva reevaluación de nuestros valores reemplazando la forma dinero del valor con el valor del tiempo libre a nuestra disposición. La única manera de hacer esto es reemplazar la forma capitalista de vida con una democracia socialista post-capitalista en la que desaparezcan la propiedad privada de los medios de producción y los aparatos del estado alienados que regulan nuestra vidas, de esta manera, dejaríamos de competir los unos con los otros por la posesión de dinero-valor y trabajaríamos espontáneamente por el Bien común –desaparecería el antagonismo entre Bien común y mis intereses personales.

Hägglund no entra en detalles sobre cómo realizar este cambio social radical, y muchos críticos de su trabajo ven en estas vaguedades el mayor fallo de su libro. Uno también puede especular que es precisamente esta vaguedad la que hizo This life susceptible de ser alabada no solo en círculos académicos sino también por los grandes medios. El tema de la desalienación de gente ejerciendo directamente su poder es un tema que a pesar de sus diferencias radicales une a Hägglund y a Trump.

Pero lo que encuentro mucho más problemático es que, para decirlo de manera brutalmente simple, simplemente no hay lugar para Freud en el universo de Hägglund. ¿Cómo puede decir que en una sociedad post-capitalista, la gente espontáneamente trabajaría para el Bien común? ¿Por qué? ¿Dónde está la envidia constitutiva del deseo humano? ¿Dónde están todas las “perversiones” básicas del deseo descritas por Freud y concentradas en su noción de pulsión de muerte? Es su confianza humanista en que todos los horrores de los que los humanos son capaces – todo el auto-sabotaje, las complejas formas de búsqueda de infelicidad, de placer en el dolor y la humillación, etc.- pueden ser reducidos al efecto de una forma específica de alienación social lo que hace el libro de Hägglund tan atractivo para el público amplio. Lo que trato de desarrollar es una visión del comunismo compatible con todos estos horrores, con la “alienación” implicada en cada acto de lenguaje, con todos los giros reflexivos del deseo humano (como la represión del deseo necesariamente se convierte en deseo de represión, etc.) (Kevin Bacon dijo: “Me han dicho que soy más conocido por ser conocido que por nada en lo que haya actuado” (White, 2020) – esta es la reflexividad del lenguaje o en hegeliano, la manera en que el lenguaje un género puede ser una de sus especies: ser-conocido-por-algo tiene muchas especies, y una de ellas es ser conocido por ser conocido. Lo mismo se puede decir de Kim Kardashian pero también de un modo más específico, del amor: puedes (siempre puedes) amar a alguien por el amor mismo, no solo por razones para amar a ese alguien). Esta reflexividad es el nombre hegeliano del infinito actual (como opuesto al infinito espurio de una serie sin fin) y como esta reflexividad es constitutiva de la pulsión de muerte freudiana, encontramos aquí –desde mi punto de vista freudo-lacaniano al menos- una fatídica limitación de la insistencia de Hägglund en la radical finitud de la condición humana.

El axioma de la filosofía de la finitud es que nadie puede escapar de la finitud/mortalidad como horizonte insuperable de nuestra existencia; el axioma de Lacan es que no importa cuanto lo intentes, nadie puede escapar a la inmortalidad. Pero ¿y si esta elección es falsa –y si la finitud y la inmortalidad como la falta y el exceso, forman una pareja paradójica, y si son la misma forma desde un punto de vista diferente? ¿Y si la inmortalidad es un objeto que constituye un resto/exceso con respeto a la finitud, si la finitud es un intento de escapar del exceso de la inmortalidad? ¿Y si Kierkegaard tiene razón en esto pero por la razón equivocada, cuando también entendió que la afirmación de que nosotros, humanos, solo somos seres mortales que desaparecen tras su muerte biológica es una forma fácil de escapar a la responsabilidad ética que viene con el alma inmortal? Acertaba por razones equivocadas en tanto que igualaba inmoralidad con la parte divina y ética del ser humano –pero hay otra inmortalidad. Lo que Cantor hizo por el infinito, deberíamos hacerlo con la inmortalidad, y afirmar la multiplicidad de inmortalidades: el noble Badouiano inmortalidad/infinitud del desarrollo de un Evento (como opuesto a la finitud del animal humano) viene tras una forma más básica de inmortalidad que reside en lo que Lacan llama fantasía fundamental sadeana: la fantasía de otro cuerpo etéreo de la víctima, que pude ser torturado infinitamente y sin embargo mágicamente conserva su belleza (recuerda la figura sadeana de la joven soportando humillaciones y mutilaciones sin fin de su depravado torturador y sobreviviendo de alguna forma misteriosamente intacta, de la misma forma que Tom y Jerry y otros héroes de cómic sobreviven a todas sus ridículas ordalías intactos) De esta manera, lo cómico y lo asquerosamente aterrador (recuerda diferentes versiones de lo “no muerto” – zombies, vampiros, etc. –en la cultura popular) están inextricablemente conectadas. La misma inmortalidad subyace a la intuición de algo indestructible en el verdadero Mal radical. Esta insistencia ciega indestructible de la libido es lo que Freud llamó pulsión de muerte y deberíamos conservar en mente que la pulsión de muerte, paradójicamente, es el nombre freudiano para su opuesto, la forma en que la inmortalidad aparece en el psicoanálisis: un misterioso exceso de vida, una inmortal urgencia que persiste más allá de ciclo (biológico) de la vida y la muerte, de generación y corrupción. Freud equipara la pulsión de muerte con la llamada “compulsión a la repetición” una misteriosa urgencia por repetir dolorosas experiencias pasadas que parece crecer más allá de las limitaciones del organismo afectado por ella e insistir más allá de la muerte del organismo. Podemos ver claramente el vínculo interno de la línea de pensamiento freudiana: aunque la pulsión de muerte no se menciona en Psicología de las masas, el tema de la formación de la masa solo puede ser entendido sobre el fondo de la dimensión más allá del principio de placer.

Matthew Flisfeder señaló dos figuras que distinguen claramente el “anti-humanismo teórico” de los años 60 del post-humanismo actual. “Mientras que los anti-humanistas de los 60 proclamaban la muerte del sujeto, hoy encontramos una muerte del humano mucho más desconcertante. Mientras los anti-humanistas buscaban deconstruir el sujeto del discurso, los Posthumanistas de hoy son mucho más ambiciosos, al realizar una vuelta a la materia y la objetividad que, según ellos, ha sido desplazada por la verticalidad de la humanidad” (Flisfeder, n.d) En los 60s, con Foucault y Althusser, la noción de sujeto (nuestra autopercepción como sujetos) fue “deconstruida” como una formación discursiva históricamente específica (aunque, para Althusser, era más bien une méconnaissance ideológica universal); y el último horizonte de esta deconstrucción era discurso, eso es. el discurso era colocado como un tipo de a priori trascendental, como eso que está siempre-ya-ahí en nuestros tratos con la realidad. El posthumanismo actual, al contrario, no trata con la “muerte del sujeto”, sino con la “muerte” de los seres humanos, afirma la falsedad de nuestra autopercepción de los humanos como seres libres y responsables demostrando que esta autopercepción está basada no en mecanismos discursivos ignorados sino en ignorar lo que somos realmente – los procesos neuronales “ciegos” que tiene lugar en nuestro cerebro. En contraste con el anti-humanismo de los 60s, el posthumanismo actual se basa en un reduccionismo materialista directo: nuestro sentido de la libertad y de la dignidad personal es una ilusión del “usuario”, realmente solo somos una compleja red de procesos corporales en su interacción con el medio.

Una consecuencia irónica de este cambio del anti-humanismo al posthumanismo es que los anti-humanistas que quedan o sus seguidores (como Miller) cuando se enfrentan al reto posthumanista de la completa naturalización de los seres humanos, de repente empiezan a hablar (casi) como humanistas, enfatizando la singularidad de la autopercepción humana (aunque sea “descentrada”), y la imposibilidad de reducirla completamente a procesos neuronales “objetivos”. Otra diferencia es que mientras la deconstrucción discursiva no afecta directamente a nuestra vida diaria (en la que seguimos experimentándonos como agentes libres y responsables), el posthumanismo promete (en cierto grado ya logra) intervenciones en nuestra realidad que cambian radicalmente nuestra autopercepción: cuando estamos sometidos a control digital total y nuestro cerebro este directamente conectado, cuando nuestro ADN pueda ser modificado, cuando las pastillas puedan cambiar nuestra conducta y afectos, afectará básicamente la manera en que nos experimentamos y actuamos.

Lo único que me diferencia de Flisfeder es que, basándose en estas ideas, él argumenta a favor de un nuevo humanismo universal que podría fundamentar la lucha emancipadora global necesaria hoy. Su argumentación es en último término una nueva versión de la reflexión trascendental: cuando como neurocientífico argumento que solo soy un conjunto de procesos neuronales y biológicos, siempre lo hago bajo la forma de una argumentación racional, intentado convencer a los demás como parte de la comunidad científica – el espacio de esta comunidad en la que me dirijo a otros (y actuó como un ser libre racional convencido por razones) está siempre-ya ahí, operativa en mi actividad, no como un cogito cartesiano abstracto sino como colectivo humano… Entonces, para simplificar la imagen un poco, mientras Flisfeder está dispuesto a sacrificar al sujeto pero no a la humanidad, no la dimensión básica de nuestro ser-humanos, yo estoy tentado de hacer exactamente lo contrario: Estoy dispuesto a sacrificar (lo que hemos percibido hasta ahora como) las figuras básicas de nuestro ser-humano pero no al sujeto. “Humanidad” es una noción al mismo nivel que la personalidad, la “riqueza interior” de nuestra alma, etc.- es en último término una forma fenoménica, una máscara, que llena el vacío que “es” sujeto. Lo que representa el sujeto es el núcleo inhumano del ser-humano, lo que Hegel llamaba la negatividad auto-relacionante, lo que Freud llamó pulsión de muerte. En el mismo sentido que Kant distinguía el sujeto de la apercepción trascendental del alma de una persona y su bienestar, en el mismo sentido Freud y Lacan distinguen al sujeto del inconsciente de la personalidad junguiana llena de profundas pasiones, deberíamos atenernos al corazón inhumano de la subjetividad contra tas tentaciones de ser humanos. Sujeto es lo que es más que humano en un humano, la inmortalidad de la pulsión de muerte que lo convierte en un muerto viviente, algo que insiste más allá del ciclo de la vida y la muerte.

Traducción para #lacanemancipa: Estela Canuto, Jorge Ramón Gomez, Julia Gutiérrez, .

Texto establecido: Timothy Appleton

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[1] Desarrollé esta distinción en Cómo leer a Lacan en 2006.

[2] Hay una diferencia fundamental entre Kant y Hegel: para Kant (y para Kelsen como neo-kantiano) las perversiones empíricas son secundarias, mientras que para Hegel se desprenden de las tensiones inmanentes de la noción misma – la libertad absoluta necesariamente acaba en terror, el honor de servir al Amo que personifica una Causa en adulación hipócrita (como en el paso de Lenin a Stalin).

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