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Sergio del Molino - @sergiodelmolino
DICIEMBRE - 2023
CONTRA LA CATEQUESIS DEL MUNDO DE HOY
«Me atraen la contradicción y la paradoja, y nada me aburre más
que un tipo consecuente de moral pétrea», escribe Sergio del Molino.
El escritor se pregunta cómo puede uno encajar en una sociedad
que rezuma «paternalismo y sermones por cada esquina».
Tengo la desgracia de que mi temperamento es incompatible
con los tiempos de hoy.
La educación y mi carácter me han hecho resistente a la miseria,
al frío, a los desprecios de mis vecinos, a las cafeterías de los aeropuertos,
a la crítica literaria, al mal gusto de los guiris, a los patinetes y a la
megafonía de Renfe, entre otras muchas tragedias cotidianas.
Puedo sobreponerme a casi cualquier adversidad, pero no soporto
la catequesis y la moralización. Ahí
me pierdo.
Prefiero cualquier cosa al sermón de un justo, y la casualidad
me ha hecho ciudadano de una época saturada de catequistas.
No hay apenas un espacio público (y puede que pocos privados) sin
su sermón.
Toda mi vida he rechazado los consejos y las broncas. De
adolescente, esta actitud parecía una fase de la edad del pavo, pero con los
años solo he conseguido reprimir sus manifestaciones más groseras, sin que la
indignación que me subleva cada vez que me catequizan haya menguado ni un poco.
Ya no doy portazos ni mando a la mierda al buen samaritano que
me quiere llevar por el buen camino. He aprendido a sonreír y a ser
hipócrita, pero las culebras se me revuelven por dentro con el mismo furor que
a los quince años.
Por fuera, me he calmado tanto que incluso doy las gracias a las
buenísimas personas que trabajan por nuestro bien, pero no les concedo mi
amistad.
He apartado de mi lado a todos los intervencionistas de las
vidas ajenas.
No entiendo los afectos que no están fundados en el respeto
radical hacia la autonomía y el criterio del otro.
Los amigos se aceptan entre sí sin peros, deudas o reproches. Si
tu idea de la amistad es distinta, no vamos a llegar a ningún sitio.
Por supuesto, lo que peor llevo de ser padre es que te obliga,
por la propia naturaleza de su condición, a ser paternalista. Nada detesto más
que el paternalismo. Ojalá mi hijo me lo perdone algún día.
Prefiero cualquier cosa al sermón de un justo, y la casualidad
me ha hecho ciudadano de una época saturada de catequistas
--- ¿Cómo encajar en una sociedad que rezuma condescendencia,
paternalismo y sermones por cada esquina?
--- ¿Cómo salir al paso de las masas que ansían ofrecer la mejor
versión de sí mismas y que se fustigan por sus pecados y los de sus antepasados
–y fustigan a cualquier hereje que no enseñe su cédula de cristiano viejo– para
hacerse dignos de unos estándares morales propios de una orden misionera y
mendicante?
Lo que más me gusta de las personas son sus defectos. Lo mismo puedo decir de los libros y de la música: me
relaciono con mis autores favoritos mediante sus defectos.
Celebro sus tics porque se delatan en ellos, del mismo modo que
reconocemos al amigo en sus frases hechas y en sus gestos inconscientes.
John Eliot Gardiner, que pasa por ser uno de los directores más
perfeccionistas e intransigentes con el error, invirtió una cantidad
inverosímil de tiempo y de talento en desmentir uno de los lugares comunes más
imperturbables de la historia de la cultura: la música de Bach no es perfecta
ni pitagórica ni remite a la perfección divina.
Lo hizo en un ensayo monumental de lectura absorbente, La
música en el castillo del cielo.
Allí sostiene que la música de Bach es tan humana e imperfecta
como lo fue Bach mismo, y está contagiada de sus flaquezas, sus mezquindades,
sus limitaciones, sus deseos y sus frustraciones.
Sus cantatas y pasiones remiten al mundo imperfecto y humanísimo
de su tiempo, a sus semejantes, a los campesinos, a los burguesotes, a los
clérigos y a los hijos pequeños que hacen ruido y no dejan concentrarse en la
partitura.
Bach nos gusta, dice Gardiner, porque expresó con genialidad las
sutilezas llenas de astillas, limaduras, grietas, humedades y carcoma de la
existencia humana.
No se trata de desacralizar a Bach ni de hacer una escucha
descontextualizada, presentista y humanista de su música religiosa, sino de
reconocer en ella los rastros de la humanidad que la creó.
Me emociona el esfuerzo de Gardiner no solo porque atenta contra el
estereotipo de Bach como un compositor sobrehumano en su perfección, sino
porque dinamita el ideal contemporáneo de perfectibilidad.
Me atraen la contradicción y la paradoja, y nada me
aburre más que un tipo consecuente de moral pétrea.
No veo nada admirable en lo monacal, y huyo a la carrera de
todos los clérigos que abundan en esta era neo-religiosa.
Me da igual que se peguen con Loctite a un Velázquez para
denunciar la economía del petróleo o que conviertan el Vaticano en un comedor
social o que escriban cursiladas llenas de ripios del tipo de que podrán
arrancar todas las flores, pero no podrán detener la primavera.
Me gusta la gente que acomoda sus contradicciones en una
identidad disfrutona
Mi familia y mi panda son impuras y no tienen problema en celebrar
su impureza.
Tengo amigos ecologistas que tienen abono de San Isidro y van a
los toros, aunque los toros atenten contra su sensibilidad, pero les atraen por
una razón incontestable: iban de niños a la plaza con su padre.
Por poner solo un ejemplo.
Me gusta la gente que acomoda sus contradicciones en una
identidad disfrutona, y me preocupa que cada vez seamos menos y se nos
entienda peor.
Somos demasiado jóvenes para sentirnos fósiles y no tenemos
vocación de clandestinidad. Sería muy fastidioso tener que escondernos para no
ofender a los jóvenes sedientos de justicia y coherencia.
Nos falta disciplina y voluntad de sacrificio: llevamos toda la
vida paseando a plena luz.
Yo pertenezco a una generación que aplaudió el despelote de sus
madres, pioneras en tomar el sol en tetas en la playa.
No se nos ha educado en el arte del disimulo ni en fingir ser
algo distinto a lo que somos.
Estamos echados a perder para los catequistas, por eso sería muy
elegante por su parte que nos diesen por perdidos y condenados.
No hace falta que nos absuelvan, basta con que nos ignoren. Ya sabemos que nuestra forma de vivir es decadente y
derrochona, pero tampoco vamos a durar tantos años como para que no se nos
pueda aguantar.
Déjennos a nuestra bola, declinando con alegría hacia nuestra
propia extinción. Y si los nuevos clérigos no tienen la paciencia de esperar a
que desaparezcamos, ruego que nos exterminen a lo Robespierre, con una
guillotina eléctrica, pues es preferible que el fuego purificador se propague
rápido, como en la Ginebra de Calvino o el Teherán de los ayatolás, antes que
aguantar la gota malaya de la matraca catequista.
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