La vida y la conciencia pertenecen al universo, más concretamente a nuestra galaxia, la Vía Láctea, al sistema solar y al planeta Tierra.
Para que surgieran fue preciso un ajuste refinadísimo de todos los elementos, especialmente de las llamadas constantes de la naturaleza (velocidad de la luz, las cuatro energías fundamentales, la carga de los electrones, las radiaciones atómicas, la curvatura del espacio-tiempo, entre otras).
Si no hubiera sido así, no estaríamos aquí escribiendo sobre esto. Voy a mencionar solamente un dato del último libro del astrofísico Stephen Hawing, Una nueva historia del tiempo (2005): «Si la carga eléctrica del electrón hubiera sido ligeramente diferente habría roto el equilibrio de la fuerza electromagnética y gravitacional de las estrellas, y éstas, o no habrían sido capaces de quemar el hidrógeno y el helio, o no habrían explotado. De una manera u otra la vida no hubiera podido existir» (p. 120). La vida pertenece, pues, al conjunto.
Para dar una comprensión a esta refinada combinación de factores se creó la expresión «principio antrópico» (que tiene que ver con el ser humano).
Por él se procura responder a esta pregunta que hacemos naturalmente: ¿por qué las cosas son como son?
La respuesta sólo puede ser: si hubiesen sido de otra manera, nosotros no estaríamos aquí.
Pero respondiendo así, ¿no caeremos en el famoso antropocentrismo que afirma que las cosas sólo tienen sentido cuando se ordenan al ser humano, el centro de todo, el rey del universo?
Ese riesgo existe, y por eso los cosmólogos distinguen el principio antrópico fuerte y el principio antrópico débil.
El fuerte dice que las condiciones iniciales y las constantes cosmológicas se organizaron de tal forma que, en un momento dado de la evolución, la vida y la inteligencia deberían surgir, necesariamente. Esta comprensión favorecería la centralidad del ser humano.
El principio antrópico débil es más cauteloso y afirma que las precondiciones iniciales y cosmológicas se articularon de forma tal que la vida y la inteligencia podrían surgir.
Esta formulación deja abierto el camino de la evolución que, por lo demás, está regida por el principio de la indeterminación de Heisenberg y por la autopoiesis de Maturana-Varela.
Mirando miles de millones de años atrás, constatamos que, de hecho, así ocurrió: hace 3 800 millones de años surgió la vida, y hace unos cuatro millones de años la inteligencia.
Esto no implica la defensa del «diseño inteligente», o de la mano de la Providencia divina. Simplemente, el universo no es absurdo. Está cargado de finalidad. Hay una flecha del tiempo apuntando hacia delante.
También cabe considerar que el cosmos está en génesis, autoconstruyéndose. Cada ser muestra una propensión innata a irrumpir, crecer e irradiar.
El ser humano también. Apareció en escena cuando el 99,96% del todo ya estaba listo.
Él es expresión del impulso cósmico hacia formas más complejas y altas de existencia.
Hay quienes lanzan esta idea: ¿no será todo puro azar? El azar, como mostró Jacques Monod, existe, pero no explica todo.
Los bioquímicos han comprobado que para que los aminoácidos y las dos mil enzimas subyacentes a la vida pudieran aproximarse, organizarse en una cadena ordenada y formar una célula viva habrían sido necesarios billones y billones de años, más tiempo del que tienen el universo y la Tierra.
Tal vez el recurso al azar muestre solamente nuestra incapacidad de entender órdenes superiores y extremadamente complejos, como la conciencia, la inteligencia, el afecto y el amor. ¿No sería mejor callarnos, con respeto y con reverencia?
Leonardo Boff
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