EL PROCESO DE
KAFKA COMO CRÍTICA DE LA MODERNIDAD - CRISIS DE SENTIDO Y DERECHOS HUMANOS.
Por: CORADINO DE LA VEGA CASTILLA
Programa interdisciplinar de doctorado en estudios culturales LITERATURA
& COMUNICACIÓN-V Seminario sobre Tendencias y Métodos
del Comparatismo Literario y Cultural. PROF. MANUEL ÁNGEL VÁZQUEZ MEDEL.
NOTA PRELIMINAR.-
En Sevilla, a 17 de abril de 2000.
El hombre no puede vivir sin una confianza duradera de algo indestructible en sí,
si bien pueden quedarle permanentemente ocultos
tanto lo indestructible como la confianza.
Otra de las posibilidades de manifestación de este permanecer oculto es la fe en un
dios personal.
F. KAFKA
INTRODUCCIÓN
No resulta fácil encontrar, en la Historia Universal de la
Literatura, un escritor que muestre una interioridad como la que reflejó Kafka
en su obra. Es cierto que muchos escritores han utilizado la creación literaria
como vehículo terapéutico para atenuar obsesiones internas y demás angustias,
pero pocos, muy pocos, han logrado plasmar en negro sobre blanco la eterna
preocupación existencial de una forma tan sublime como la del escritor checo.
En la obra de Kafka se presiente la tormenta y la angustia. Pocos como él
han expresado la incongruencia de la vida diaria.
Atraído por la metafísica y lo onírico, a la vez que, por los
elementos más realistas, Kafka escribió sobre
el desaliento del hombre ante el absurdo del mundo. Ese mismo
desaliento que él sufrió.
Pero de la creación de Kafka no sólo se infieren atisbos existencialistas, de
la riqueza de sus obras se podrían extraer numerosos guiños, solapados por la
ironía y el humor macabro, a temas, todos ellos, apasionantes de
analizar (la religión, los sentimientos edipales hacia el progenitor, las
relaciones de poder, la humillación, una peculiar manera de afrontar
la sexualidad...).
Al leer El Proceso por primera vez (ahora puedo constatar que
mi análisis fue demasiado superfluo. Aunque ya lo dijo Camus: Todo el arte de
Kafka consiste en obligar al lector a releer), recuerdo que me llamó
poderosamente la atención el aparato judicial que, en aquella novela
inconclusa, dibujaba Kafka.
Rápidamente (por aquellos entonces cursaba la carrera de Derecho), me vino a la
mente su contraposición con las estructuras a las que hoy día estamos
acostumbrados.
El entramado jurisdiccional que oprimió hasta la muerte a Joseph K. es todo lo
contrario, por poner un ejemplo cercano, al que la Constitución de 1978
establece para España.
Pero las inquietudes que suscitaba una lectura detallada de esta excelente
novela no podían quedar ahí.
¿Es que no podría suceder, como efectivamente sucede, que, aun estando
protegido por las garantías judiciales típicas de un Estado de Derecho, un
ciudadano cualquiera pueda contemplar impotente cómo la espada de Damocles, en
la que a veces se convierte la Justicia, cae sobre su inocencia?
¿Cuántos errores judiciales se han demostrado a posteriori?
¿Cuántas desviaciones de poder han puesto de manifiesto las
grietas y fallas del entramado jurisdiccional?.
Cada vez que releía la novela las cuestiones que me visitaban se
iban multiplicando.
¿Hasta dónde llega el error humano, en la interpretación de la
norma, y hasta dónde cabe la posibilidad de que sea la Ley la errónea?
¿No guarda la Ley Humana ciertos paralelismos irrefutables con
la Ley Divina?.
¿Es posible conocer la verdadera Ley o la Luz que la alumbra es
demasiado fuerte y ciega nuestros ojos?.
¿Es el conocimiento de esa Verdad la salvación del hombre?
¿Hay caminos que conduzcan a la meta o esta meta es inalcanzable
por ser los caminos interminables?.
A continuación, y antes de entrar de lleno en el análisis que propongo, trataré
de esbozar las sombras de llevar a cabo un estudio comparativo entre
disciplinas tan alejadas como son la literaria y la jurídica, las luces que
supondría conseguirlo y, en definitiva, dilucidar en qué se queda esta empresa.
¿VISITANDO LOS CONFINES DEL COMPARATISMO LITERARIO?.-
Cuando dos textos, dos afirmaciones, dos ideas se oponen,
esforzarse en conciliarlas más que en anular la una por medio de la otra;
ver en ellas dos facetas diferentes, dos estados sucesivos del
mismo hecho,
una realidad convincente porque es compleja, humana porque es
múltiple.
MARGUERITE YOURCENAR
Si cada vez que son observadas dos o más cosas, si cada vez que
se contempla algo nuevo, nos asaltan las similitudes y diferencias respecto de
otro algo que se le parece o del que difiere,
si cum-parare es parar (parar para observar
distintas realidades), podría afirmarse que la comparación puede llevarse a
cabo en cualquier faceta de la vida.
Sería una actividad intelectiva no sujeta a límites ni confines. Cualquier
realidad es susceptible de ser comparada con otra. Estaríamos situados pues
ante un campo en el que todo es posible.
El comparatismo, como fundamentación metodológica, pertenece a todas las
ciencias. El problema (aunque más que un problema bien podríamos hallarnos ante
un reto apasionante) surge cuando se intentan comparar objetos comunes a
disciplinas que difieren notablemente en el enfoque que, de los mismos, cada
una de ellas hace.
En tales supuestos, el aventurero dispuesto al abordaje de tal empresa se ve en
la obligación de casar conocimientos con pocas similitudes entre sí.
La formación del comparatista puede que resulte insuficiente para acometer la
tarea, pero para eso están los libros. Y los amigos, dice Claudio Guillén.
Preguntando podemos acercarnos a las puertas de la sabiduría.
Las últimas tendencias del comparatismo literario pretenden ir más allá de las
relaciones transtextuales strictu sensu buscando analizar un
mismo mensaje plasmado en distintos campos de lo artístico.
Pero la pintura, la escultura, la música o, incluso, la arquitectura tienen
algo en común con la literatura. En todas estas formas de manifestación que el
ser humano ha inventado subyace la pertenencia a una categoría común, a una
familia que las arrulla a todas: el arte.
El arte es, además de una forma de conocimiento que permite el acceso a
diferentes esferas del universo y del hombre (VVAA, 1993:1), un lenguaje, un
medio de comunicación mediante el cual el artista, a través de un determinado
código (la pintura, la escultura, la escritura...), puede expresar la realidad,
física y metafísica, tal cual la percibe.
Otro de esos códigos es el lenguaje articulado sin el cual no sería posible el
progreso (Id.).
Al igual que el hombre necesita, para ponerse de acuerdo con sus semejantes, de
un lenguaje determinado, la sociedad demanda un conjunto de normas que
garanticen su propia supervivencia.
Como ha puesto de manifiesto Edgar Morin, la cultura (que es lo propio de la
sociedad humana) está organizada
por el vehículo cognitivo que es el lenguaje, a partir del
capital cognitivo de los conocimientos adquiridos, de las habilidades
aprendidas, de la memoria histórica, de las creencias míticas...
Así se manifiestan, según Morin, las representaciones colectivas, la conciencia
colectiva, la imaginación colectiva (VV AA, 1990).
Pues bien, a partir de ese capital cognitivo, la cultura instituye las
reglas/normas que organizan la sociedad y gobiernan los comportamientos
humanos.
Estas normas pueden ser de distinta índole (éticas, sociales, de
comportamiento...) pero, sin duda alguna, las más importantes son las
denominadas jurídicas, porque son éstas las que se ocupan de regular las
fricciones más importantes que puedan originarse en el seno de una
sociedad.
Al igual que las normas de circulación se basan en un conjunto de signos para
resultar inteligibles, condición sine qua non para que puedan
ser cumplidas por sus destinatarios, las normas jurídicas también requieren ser
conocidas para garantizar su eficacia.
Los signos y sistemas de signos son, como apunta Peter M. Hejl, objetivaciones
de la realidad (VV AA, 1990). Al margen de otros condicionantes técnicos más
complejos en el proceso de emisión y recepción de las normas, y cuyo análisis
rebasaría los límites de este modesto estudio, para que las normas jurídicas
sean conocidas y correlativamente cumplidas ha de darse, previamente, una
transmisión a través de un determinado código.
Los boletines oficiales, las separatas, los códigos normativos (código civil,
código penal o código de comercio, v,gr.), las leyes, los decretos...vienen a
formar una amalgama de sistemas de signos que constituyen un vehículo para
transmitir la voluntad del legislador al pueblo que lo elige.
Este instrumento inscrito (porque necesita de él) en el espacio del lenguaje
articulado, subespacio del espacio comunicativo según Sebastiá Serrano (1988),
puesto que la ley se conoce por el lenguaje que la expresa, constituye un
instrumento consustancial a todo colectivo políticamente organizado y muestra
indudables connotaciones semiológicas y discursivas.
El componente comunicacional del Derecho es insoslayable: la ley (entendida en
el sentido más amplio) disuade, motiva o reprime al destinatario de la misma y,
para su total eficacia, es necesario que sea recibida como tal.
Recuérdese, llegados a este punto, la vía que Habermas ha considerado idónea,
en su Teoría de la Acción Comunicativa, para consensuar una ética
universal que rija una vida mejor emancipada del predominio de la racionalidad
técnica y burocrática:
una situación comunicativa ideal que, mediante el diálogo y el
lenguaje puro o ideal,
conlleve al total entendimiento del que emane la verdad
consensuada.
La Semiótica, por este camino, podría albergar todo tipo de realidades en su
seno (manifestaciones verbales y no verbales; estéticas y no-estéticas):
el Derecho es claramente una manifestación no-estética, pero
también, en la terminología de Bajtin, constituye un lenguaje social que, como
tal, puede manifestarse mediante cualquier tipo de género discursivo.
La literatura es una manifestación verbal y estética, pero la grandeza que la
caracteriza es que puede tratar de todo, hasta de lo más abyecto. Del
Derecho, por lo tanto, también.
Kafka se doctoró en Derecho en 1906, y cumplió un año de prácticas judiciales
en los tribunales antes de ejercer indolentemente la profesión de
administrativo.
En algunas de sus obras utilizó situaciones relacionadas con lo jurídico para
plantear, casi subrepticiamente, dudas existenciales, éticas o
religiosas.
El Proceso es una de ellas. En
esta novela Kafka construye un laberinto procesal para encerrar a un hombre, él
mismo, en la constante búsqueda del dios personal que le salve de un mundo
demasiado hostil.
Una vez que la complejidad endémica a un estudio con
pretensiones de aunar el Derecho (en todas sus dimensiones: desde la más
estrictamente positivista hasta la más tributaria del pensamiento filosófico
iusnaturalista) con la literatura ha sido puesta de manifiesto; una vez
apuntado, aunque muy tímidamente, que la dimensión comunicacional del Derecho
es importante, y que quizá pueda ser la Semiótica un instrumento válido para
abordar su estudio, es el momento de iniciar el trabajo propuesto. Un estudio que,
como se verá, es más semicomparativo que de comparación literaria, que va
de lo concreto (El Proceso, el artículo 24 de nuestra Constitución)
a lo abstracto (crisis de sentido, crítica a la modernidad) y de lo ontológico
a lo deontológico.
Así las cosas, presentaremos la obra que servirá de marco para el análisis
propuesto. Seguidamente centraremos nuestro estudio en el aparato
judicial que aparece en la novela para, desde el mismo, trazar los lazos que le
unen pero, sobre todo, separan de la realidad de nuestros días.
Por último, intentaremos ahondar en los verdaderos motivos, en
las auténticas preocupaciones, que condujeron al brillante escritor checo a
crear una de sus obras más excelsas, para cerrar este trabajo abordando una
crítica de la época que convierte a Kafka en referente literario,
utilizando El Proceso como voz de denuncia, pero aportando
también salidas para este tiempo de encrucijada.
EL PROCESO DE KAFKA
Franz Kafka comenzó a escribir El Proceso en
agosto de 1914, en los prolegómenos de la Gran Guerra.
Otro autor bastante preocupado por el absurdo sintetizó, años después, esta
obra absurda por antonomasia:
“”” En El Proceso es acusado José K. Pero no
sabe de qué. Quiere, sin duda, defenderse, pero ignora por qué. Los abogados
encuentran difícil su causa. Entre tanto, no deja de amar, de alimentarse o de
leer su diario. Luego le juzgan, pero la sala del tribunal está muy oscura y no
comprende gran cosa.
“”” Supone únicamente que lo condenan, pero apenas se pregunta a
qué. A veces duda de ello y también sigue viviendo. Mucho tiempo después, dos
señores bien vestidos y corteses van a buscarle y le invitan a que
les siga. Con la mayor cortesía le llevan a un arrabal desesperado, le ponen la
cabeza sobre una piedra y lo degüellan. Antes de morir, el condenado dice
solamente: <>. (Camus, 1942).
José K. es detenido en las vísperas de cumplir treinta años y es asesinado
justo antes de cumplir los treinta y uno. En ese mismo intervalo de tiempo
Kafka contrajo, para luego romperlo, compromiso matrimonial con Felice
Bauer.
Los paralelismos existentes entre este noviazgo y el proceso de José K. han
sido puestos de manifiesto por distintos autores.
En la encrucijada literatura-vida, Kafka, forzado a elegir entre
una u otra, se decide siempre por la literatura pero, como apunta Isabel
Hernández, sin querer decidirse contra la vida, con lo que una y otra vez
volvía a la misma situación (1997).
Kafka anhela, a la vez que teme, la soledad, estado en el que mejor puede
dedicarse a la creación literaria, único lugar donde puede
esconderse de la angustia que le persigue, su elixir de vida (escribir
constituye mi única posibilidad de existencia interior, confesó a su
diario).
Pero, por otra parte, Kafka necesitaba de alguna manera la
fuerza de Felice que era para él como un alimento continuo para poder escribir
(Canetti, 1983:37). Esta situación provocó que Kafka llegara a creerse perdido
para las relaciones personales. Y prueba de ello es la sórdida metáfora de una
relación amorosa demasiado atávica que viene a ser El Proceso. Así
lo puso de manifiesto el propio Kafka en sus diarios:
“”” Estaba cogido como un delincuente. Si me hubieran
sentado en un rincón con cadenas de verdad y hubieran puesto guardianes ante mí
y hubieran dejado que me viera únicamente de esa forma, no habría sido peor. Y
así era mi compromiso...
En 1914 Kafka no pudo separar el infierno exterior del interior.
En el mundo estallaba el Juicio Universal y la ruptura con la prometida fue
siempre interpretada por el escritor checo como la comparecencia ante un
tribunal. Estos procesos cristalizaron en la mente de Kafka en El
Proceso que todos conocemos. La novela se cierra con la ejecución del
procesado, situación que Elías Canetti identifica con la ruptura ante la
familia de Felice. Este desenlace fue el deseado, en todo momento, por
Kafka.
Ahora bien, lo que realmente avergonzó al autor de La Metamorfosis fue
el carácter público del procedimiento (la familia de Felice se convirtió en un
verdadero tribunal para el escritor). Kafka se sintió humillado y así lo plasmó
al final de El Proceso: -¡Como un perro!- se dijo, cual si la
vergüenza hubiera de sobrevivirle.
El Premio Nobel de Literatura de 1981 dedicó El otro proceso de Kafka a
analizar, mediante el estudio de las Cartas a Felice, los motivos
que, a su juicio, llevaron a escribir a Kafka la novela que nos ocupa. La
interpretación ofrecida por Canetti soslaya cualquier otro punto de vista
acerca de la obra. Incluso viene a afirmar que las interpretaciones en clave
religiosa que se han hecho de El Proceso son completamente
falsas (1983:28).
Para Isabel Hernández, sin embargo, las conexiones entre El Proceso y
la relación de Kafka con Felice son generales más que específicas.
Otro ilustre Premio Nobel, Albert Camus, mostró su convencimiento de que esta
obra puede ofrecer numerosas visiones acerca de diversas cuestiones. Al
releer El Proceso, la tarea hermenéutica siempre se encuentra con
nuevos senderos, muchas veces ignotos, otras inextricables.
En la adaptación al cine que, de la obra de Kafka, hizo Orson Welles, una voz
en off nos avisa, al comienzo de la película, que esta
historia significa lo que parece significar, que la lógica que la acompaña sólo
puede ser la del sueño o pesadilla. En una historia absurda, con
ambientes más kafkianos que nunca, las puertas de la interpretación se nos
abren y cierran contradictoriamente sin que nos demos cuenta. Sería un
error querer interpretar todo detalladamente en Kafka, escribió el autor
de La Peste.
Bajo este prisma, y respetando la docta opinión de Canetti (que ha quedado como
interpretación oficial de los motivos que inspiraron a Kafka para
escribir El Proceso), probaremos adentrarnos por otros caminos sin
pretender llegar a dar nunca una sentencia definitiva.
Avanzaremos de un análisis comparativo concreto (la novela con
el precepto legal que nos servirá de referencia) hacia la crítica a la
modernidad que subyace en El Proceso y la crisis de sentido
típica de esta época y que se refleja perfectamente en el autor checo.
EL PROCESO COMO ANTÍTESIS DEL ARTÍCULO 24 DE LA CONSTITUCIÓN
ESPAÑOLA.-
El estudio que, sobre El Proceso, lleva a cabo
Isabel Hernández para la edición de Cátedra finaliza así:
El Proceso nos representa un mundo que es absurdo, pero
terriblemente real.
Este mundo se asemeja muy poco a la existencia ordinaria, pero
está hecho de elementos de la vida cotidiana.
En efecto, Kafka muestra en El Proceso una
estructura jurisdiccional con insoslayables semejanzas a cualquier estructura
judicial que se preste (un acusado, un abogado, un tribunal). Pero, lo que
viene a caracterizar este entramado judicial no es precisamente la analogía
mencionada sino, más bien,
las profundas disimilitudes que podrían establecerse entre el
aparato judicial kafkiano y las instituciones propias de un Estado de Derecho.
Así las cosas, no deja de ser interesante la comparación del proceso al que es
sometido Joseph K. (lleno de arbitrariedades palmarias) respecto del trato para
el detenido que prevé la Constitución española de 1978. Esta reflexión
comparativa partiría de la ficción para llegar a la realidad, aunque bien
podría ser también, como se observará en el siguiente epígrafe, un viaje desde
lo ontológico hacia una deontología de la Justicia que, por perfecta, resulta
siempre imposible de alcanzar.
La novela que estudiamos comienza así: Posiblemente, algún desconocido había
calumniado a Joseph K., pues sin que éste hubiese hecho nada punible, fue
detenido una mañana. Desde el principio sabemos que K. es inocente. Pero
también se detienen a inocentes en un Estado de Derecho.
El problema no radica, por tanto, en la detención en sí sino en
probar que el detenido es culpable, y, mientras tanto, es menester dotar a éste
de todas las garantías que la Carta Magna de un Estado ha de establecer (y las
leyes procesales desarrollar).
El artículo 24 de nuestra Constitución reza así:
1.Todas las personas tienen derecho a obtener la tutela efectiva
de los jueces
y tribunales
en el ejercicio de sus derechos e intereses legítimos, sin que, en ningún caso,
pueda producirse indefensión.
2.Asimismo, todos tienen derecho al Juez ordinario
predeterminado por la ley, a la defensa y a la asistencia de letrado, a ser
informados de la acusación formulada contra ellos, a un proceso público sin
dilaciones indebidas y con todas las garantías, a utilizar los medios de prueba
pertinentes para su defensa, a no declarar contra sí mismos, a no confesarse
culpables y a la presunción de inocencia.
Este artículo configura como derecho subjetivo el derecho a la
tutela judicial efectiva y prevé una serie de garantías conexas al mismo.
Además, el constituyente, al incluirlo dentro de la zona caliente de
la Constitución (aquellos derechos que, en virtud del artículo 53.2, pueden ser
invocados en recurso de amparo ante el Tribunal Constitucional si son
vulnerados), equipara a los derechos fundamentales con el máximo plus
de fundamentalidad (Pérez
Royo, 1999:268) unos derechos procesales tradicionalmente considerados como
derechos instrumentales (aquellos que tienen una función de garantía o
protección de los demás derechos).
A continuación, veremos cómo cada una de estas garantías son
vulneradas en el proceso de K.
Desde la bochornosa detención de Joseph K., el autor deja claro el carácter
arbitrario de la situación: un arresto así era igual a un atraco en plena calle
a una persona que no está debidamente protegida (pag. 47) o ¿qué sentido
debemos otorgar a esta poderosa organización? Estriba en detener a inocentes e
incoar procesos carentes de sentido... (pag. 49). Pero la detención no sólo es
arbitraria sino que también resulta burdamente jocosa.
Las garantías a las que aludíamos comienzan a brillar por su
ausencia, el derecho del detenido a ser informado de la acusación formulada
contra él queda conculcado desde las primeras páginas del libro.
Desde el primer capítulo de la novela se puede
apreciar que las infracciones no las comete el presunto delincuente
sino, más bien, aquéllos que le detienen (la corrupción se deja ver desde las
instancias más bajas de la peculiar organización).
La organización a la que queda de súbito sometido K. es un sistema paralelo al
que rige judicialmente el estado en el cual K. se encuentra: K. era miembro de
un Estado constitucional en el cual reinaba la paz y el orden y las leyes eran
cumplidas (pag. 8).
Ello no es óbice para que K. sea tratado mucho peor que un
auténtico procesado. Al respecto, es curioso el paralelismo que establece Kafka
entre la sujeción a la organización y el ambiente que se puede respirar en sus
dependencias. Kafka fue un hipocondríaco compulsivo, obsesionado con la pureza
del aire, y esta preocupación va a reflejarse en su obra cuando describe esos
aires nocivos que ahogan al personaje como símbolo de la angustia que
padece.
Cuando K. accede a las oficinas de la institución (también cuando se halla en
casa del pintor Titorelli) empieza a sentir una súbita sensación de ahogo y
desasosiego que le hace buscar obstinadamente la salida a la calle. Ante tal
situación un personaje apunta: este caballero únicamente se siente enfermo
aquí. Fuera no le ocurre nada. (pag.72). Es decir, Joseph K. sólo se
encuentra procesado para con esta organización tan sui generis, al
ordenamiento jurídico ordinario ninguna causa le ata.
En el proceso incoado al señor K. se observa, desde su inicio, una nítida
inversión de lo que en lenguaje jurídico se denomina carga de la prueba.
En el proceso penal la culpabilidad es la que tiene que ser demostrada, no la
inocencia, que se presume iuris tantum (artículo 24.2 in
fine).
Del procedimiento al que se encuentra sometido K. es imposible salir indemne:
sufrir un proceso es casi haberlo perdido (pag. 97). La culpabilidad está
preestablecida para K., la protección al acusado es inexistente y la
contradicción con el artículo 24 total.
Todo hombre, nos recuerda Ángel Latorre, es inocente mientras no
se pruebe su culpabilidad y sea condenado por un tribunal legal, después de un
juicio imparcial, justo y en el que se observen todas las garantías
preestablecidas.
Una pena no puede imponerse más que a consecuencia de un proceso debidamente
celebrado: nulla poena sine iudicio (1985:175). Este principio
queda prefijado en el artículo 24 de nuestra Constitución y las normas
procesales que lo desarrollan (fundamentalmente la Ley de Enjuiciamiento
Criminal) y es, precisamente, la carencia de la que adolece el proceso de K.:
...la justicia no acepta ningún argumento (...) frente al tribunal ninguna
prueba es válida (pag. 151).
La indefensión del acusado es total y le coloca
en una situación de impotencia absurda imposible de superar.
Pero ahí no quedan las cosas, el desconocimiento del acusado ante lo que se le
viene encima coadyuva a alimentar la sensación de impotencia. Joseph K.
desconoce de qué se le acusa, cuál es la instancia a la que ha de dirigirse,
qué tipo de tribunal le va a juzgar, qué pasos debe dar en aras de su eventual
defensa: Cuando el proceso llega a un determinado punto, según una antigua
tradición, se hace sonar una campanilla. Para el juez, ése es el momento exacto
en que da comienzo el proceso. No es el momento oportuno de explicarle las
razones que rebaten esta opinión. Además no alcanzarías a entenderlas, le dice
un personaje a K. Parece como si todos supiesen más sobre el proceso que el
propio acusado.
Esa ignorancia produce impotencia y ésta es tal que provoca una
sensación de angustia que acarrea, a su vez, un sentimiento de culpa que acaba
convenciendo a K. (aun siendo consciente racionalmente de su inocencia) de su
culpabilidad: K. comienza a comportarse como si fuera verdaderamente culpable.
A esta situación de indefensión hay que añadirle el dato, antes apuntado
tímidamente, de que el tribunal no reconoce ninguna forma de defensa y que tal
extremo viene a convertirse en otra violación flagrante del precepto que nos
sirve de referencia.
La persona culpable, apunta Isabel Hernández, atrae al tribunal,
que deja solo al acusado a menos que establezca un estrecho contacto con el
mismo. La única esperanza se traduce, así, en el amiguismo y el tráfico de
influencias encarnados en el abogado Huld y en el pintor Titorelli.
Además de con todas las rémoras mencionadas, el proceso avanza de una manera
casi subrepticia. La publicidad parece que se ofrece a todos menos al
interesado (que permanece impertérrito ante una sucesión de acontecimientos
que, cada vez más, se le van volviendo en contra).
El carácter público del proceso es una garantía básica (al igual que el derecho
a tener un proceso sin dilaciones indebidas, también vulnerado en el
procedimiento kafkiano) para ofrecer un mínimo de seguridad
jurídica al procesado: K. debía tener en cuenta que el proceso no era
público (...). Por consiguiente, todos los expedientes _ y lo más importante,
el escrito de acusación del fiscal_ no estaban al alcance del acusado y de su
abogado defensor; por ello era imposible saber exactamente, y ni siquiera de
una manera aproximada, adónde debía dirigirse la primera demanda (pag.115).
Por último, y dejando para otro momento algunas minuciosidades procesales que
se quedan en el tintero, llama la atención el tipo de decisión que
eventualmente puede adoptar el tribunal que oprime al desdichado K.
Como ya hemos apuntado, la resolución más lógica para con el acusado es la
sentencia condenatoria pero, ahora bien, puede conseguirse (y el instrumento no
es otro que la influencia sobre los miembros del tribunal, explica Titorelli a
K.) otro tipo de decisiones más favorables para el acusado: Había olvidado
hacerle una pregunta importante: ¿qué clase de absolución es la que usted
prefiere?.
Existen tres clases: la absolución real, la absolución sólo
aparente y la prórroga indefinida (pag.153).
La primera de ellas es sin duda la más convincente (prosigue
Titorelli), pero es imposible, ya que no hay nadie que esté en condiciones de
hacer valer la menor influencia para llegar a una absolución así.
En este pasaje, el pintor Titorelli elucubra farragosamente
sobre los tipos de fallos y las posibilidades que tiene el inculpado de
alcanzar cada uno de ellos.
Es de resaltar, desde el plano jurídico, lo que viene a
significar la denominada absolución aparente (según el pintor las autoridades
judiciales carecen de la potestad para absolver definitivamente al acusado) que
rompe de lleno con el elemental principio procesal de la cosa juzgada.
Cuando una causa es enjuiciada, la sentencia adquiere (recursos al margen)
valor de cosa juzgada, uno de cuyos efectos primordiales es la imposibilidad de
volver a juzgar esos mismos hechos respecto de la misma persona a la que se
haya acusado.
En la novela, el tribunal se reserva la potestad de incoar de
nuevo el proceso en el momento que estime oportuno.
Pero Kafka no nos muestra un aparato judicial opresivo y
terrorífico, más bien viene a caricaturizar un sistema judicial determinado. El
autor checo hace una crítica demoledora a las estructuras judiciales, en
particular, pero también a cualquier institución funcionarial (es notorio que
en las tres grandes novelas de Kafka aparezcan, desde un idéntico punto de
vista funcional, un aparato, una organización o una máquina
administrativa).
Para llevar a cabo su empeño Kafka utilizará magistralmente la ironía solapada
y el humor macabro, que siempre caracterizó a su obra, ridiculizando así al
Estado, demasiado burocrático, en el que vivió: ejemplo significativo de ello
es que los interrogatorios se produzcan en domingo para que el acusado, que no
trabaja ese día, pueda asistir; o que las oficinas se hallen en buhardillas o,
más aún, la escena de la primera vista oral, que se convierte en una fiesta
cómica de lo absurdo.
Todo esto conlleva a pensar que, aunque la razón por la cual
Kafka escribe este libro fuese una crisis existencial estrechamente relacionada
con Felice Bauer, el autor de América quiso añadir a su
discurso una carga de crítica social a la burocracia imperante en el decrépito
Imperio Austro-húngaro.
Como refleja Isabel Hernández, la jerarquía de infinitas ordenanzas y
oficiales, los sistemas de procedimiento inaccesibles a personas ajenas e
incluso a los propios miembros de la organización; las delaciones frustrantes y
la impotencia del hombre ante la burocracia reflejan aspectos de
estas grandes organizaciones y de los ministerios estatales en casi todas las
sociedades, a la vez que, rasgos más notables del imperio de los Habsburgo
(1997:36).
El ocaso del individuo se funda en la progresiva burocratización. La creciente
complejidad en las formas de organización del Estado y en la economía conlleva,
para Horkheimer, al atrofiamiento de la individualidad y, para Adorno, al mundo
administrado (Habermas, 1987:447).
Kafka, al reflejar estos escenarios, percibió
la pérdida de libertad que se da cuando la burocracia se
convierte en el férreo estuche de Weber y cosifica al ser humano según Lukács
(Id, 1987:453).
Pero la crítica salpica también al funcionamiento de la justicia
y la labor de los abogados: los abogados son los menos interesados en pretender
mejorar en nada el sistema judicial (pag.120).
Sin embargo, ante esta desoladora situación, Kafka no se rebela al modo de
Camus. Kafka, en ese estado de apocamiento ante el poder que le caracterizó,
permanece en una extraña, pero constante, lucha pasiva por encontrar la luz que
le saque del laberinto que conforma obra y vida. Este estado tienta a que se le
compare con la indolencia.
KAFKA VISIONARIO.-
Desde posturas marxistas no ha faltado quien pretendiera dar
ciudadanía en el socialismo a Franz Kafka. Pero si somos capaces de soslayar el
interés oculto en estos estudios, es posible encontrar acertados análisis sobre
la obra del escritor nacido en Praga.
Así, Lucio Lombardo Radice habla de algo hoy plenamente constatado: el carácter
visionario que, como Quevedo o Swedenbörg, acompañó a la obra de Kafka
(1977:13-4).
El autor de El Castillo escribió en el
desmoronamiento del Imperio Austro-húngaro y sobrevivió a la Primera Guerra
Mundial. Desde sus páginas se profetiza la sombra negra que iba a cubrir,
varios años después de su muerte, el cielo de Europa.
Nunca podremos saber si Kafka lo presintió realmente o no, pero
en su literatura hay indicios para prever la ignominia que acabó con las
hermanas del escritor en medio del exterminio nazi.
Milena, el otro gran amor de Kafka, escribió en 1924:
su conciencia de hombre y artista era tan lúcida, que le
permitió presentir los peligros incluso cuando los demás no hacían caso y se
sentían seguros.
Tomando esta declaración como referencia Lombardo ve en Kafka el
sentimiento de un proceso de desintegración en camino, presentimiento de una
inmensa tragedia, en un marco histórico preciso (1977:14). Estamos pues ante
una profecía visionaria de la deportación de los hebreos bajo Hitler. Kafka era
judío, y de habla germana, lo que le convertía automáticamente en miembro del
ghetto pragués. Quizás esa potencial situación creó en él una cierta angustia
profética.
La exacerbada burocracia austro-húngara acabaría con el Imperio
y la caída de éste sería el comienzo del fin, de la vuelta del Viejo
Comandante de la Colonia Penitenciaria, de la disgregación del mundo.
El aparato judicial que Kafka describe en El Proceso (ya hemos
aludido a su identidad funcional respecto de otros aparatos creados por Kafka:
recuérdese, v.gr., el entramado de funcionarios de El Castillo) se
caracteriza, a juicio de Lombardo Radice, por tres rasgos fundamentales:
--- en primer lugar, el gran poder que poseen los solitarios e
ínfimos funcionarios (la sujeción al poder siempre tuvo en Kafka reminiscencias
freudianas, pues éste siempre las concibió de manera análoga a su relación con
el padre);
--- en segundo lugar, la autoridad gobernante es anónima,
impersonal, rígida y a veces necia, la ley, si existe, nunca podrá ser conocida
por K., y los administradores de la misma sólo conocen su reglamento, su
procedimiento;
--- por último, estos aparatos de poder suelen ser perfectos e
ineficientes.
Todo ello conforma, para Lombardo, un amasijo de rigor de
enjuiciamiento y arbitrio, de minuciosa planificación y de ineficiencia, de ley
y de caos.
Para Harold Bloom el centro de la época caótica será Kafka, más
que Joyce, más que Borges.
Que Lombardo, y otros críticos marxistas, utilizaran estos razonamientos para
tratar de hallar, en la obra de Kafka, una incipiente crítica al capitalismo
burgués y poder así casar el pensamiento de Kafka con la filosofía marxiana, no
quiere decir, ni mucho menos, que el prius lógico no fuese
plenamente acertado.
Solía decir Octavio Paz que,
aunque el socialismo real hubiera fracasado estrepitosamente, no
podía negarse que los motivos que lo suscitaron seguían (y siguen hoy)
plenamente vigentes.
Si las respuestas fueron erróneas (en su vertiente práctica) no
por ello las preguntas han dejado de existir.
Si falló la segunda parte del razonamiento, no por ello podemos
desechar la primera.
En los Estados democráticos de corte occidental se han asumido
como propias la mayoría de las garantías jurisdiccionales que, para con el reo,
han ido estableciendo paulatinamente los distintos instrumentos internacionales
(tratados, convenios y protocolos) que, en materia de derechos humanos, han ido
desarrollando progresivamente la Declaración Universal de los Derechos Humanos
de 1948.
Aunque con lamentables excepciones (el caso de Estados Unidos es el más
significativo en supuestos como el de la pena de muerte), en aquellos Estados
de Derecho ya inveterados se han encontrado fórmulas que, aun sin
llegar a ser la panacea que cure los males desatados por la caja de Pandora,
han sabido dar una respuesta satisfactoria a muchos problemas en otros tiempos
lejos de ser resueltos.
Pero tampoco podemos pecar de eurocentrismo. Que en nuestro campo cultural se
acabe asumiendo que la democracia es el peor sistema si excluimos todos los
demás no debe llevarnos a que nos ceguemos y regocijemos en nosotros
mismos.
No resulta fácil extrapolar valores arraigados en Occidente a
contextos sustancialmente distintos, pero tal dificultad
no ha de impedir que se exija el respeto de un mínimo universal
en materia de derechos humanos (inviolable en cualquier parte del
planeta).
Hace más o menos dos siglos un filósofo, que apenas salió de su
ciudad natal, se convirtió, junto con Voltaire y Montesquieu (Villaverde,
1999:28), en uno de los fundadores del cosmopolitismo.
Kant, al elaborar su teoría del imperativo categórico,
estaba pensando en valores universales (patrimonio de cada
individuo independientemente del Estado al que se pertenezca) que,
como los derechos humanos, no pueden ser sacrificados en aras de
un relativismo cultural cada vez más invocado para transigir con la barbarie.
El pueblo es
una abstracción a la que sólo se puede enfrentar el individuo
como ente individual portador de derechos fundamentales.
Este radical individualismo que reivindica Noberto Bobbio (2000)
entronca
con el tipo de hombre europeo husserliano:
el que decide orientar tanto su vida como el contorno político y
social en el que la Humanidad se va realizando en plena libertad por la pura
razón.
Husserl busca encontrar en la filosofía (la que nace en Grecia y
se desarrolla en Europa) una Ciencia Universal que
ayude al hombre en la tarea de ir haciendo su verdad
(liberándose de la imagen hecha por las tradiciones particulares de los pueblos
o por los mitos).
Para Husserl la figura espiritual de Europa abre una nueva época
en la Historia de la Humanidad (Ureña, 1978:77) pues sólo ésta,
por medio de una crítica universal a toda postura tradicional
particularísima, conlleva a la razón universal y objetiva que pueda orientar al
hombre.
En esta tesitura, universalismo versus relativismo
cultural, irrumpe también Habermas, al elaborar una Teoría Crítica de la
Sociedad basada en la razón comunicativa, pero intentando evitar el
objetivismo axiológico en el que incurre la Fenomenología Trascendental
husserliana.
Habermas huye del objetivismo idealista, en el que también cayó
Hegel, por la vía de la comunicación intersubjetiva.
En el pensamiento habermasiano también podemos encontrar la pretensión de una
ética universal que sustituya, en la sociedad super-industrializada, a la
religión como factor de integración social (Ureña, 1978:119-20).
Pero esta ética universal, además de tener una justificación
racional, va a surgir, como situación de vida ideal, cuando se dé el
estado comunicativo ideal del que Habermas habla en su Teoría de la
Acción Comunicativa.
Sólo en esa situación ideal se podrán consensuar los estándares
normativos, que estarán fundamentados en los valores de verdad, libertad y
justicia.
Así las cosas, en su eterna búsqueda de una sociedad mejor, en
la que el hombre se emancipe
de la Técnica, y del predominio de la Economía sobre la
Política, mediante la autorreflexión, Habermas enlaza de lleno (aunque él no lo
denomine así)
con la idea del escrupuloso respeto de los derechos
humanos, garantes de una ética universal emancipadora y
solidaria.
Pero sería necesario aparcar, por el momento, a Habermas si no
queremos desviarnos demasiado del análisis de El Proceso. No
obstante, antes de dar por cerrado este epígrafe, resulta oportuno compartir
una serie de reflexiones a las que puede conducir la lectura de la novela que
nos ocupa y que sólo se han dejado ver, hasta ahora, muy tímidamente.
Que en nuestro campo cultural los Estados de Derecho se hayan ido configurando
como
las estructuras que mejor garantizan el respeto de los derechos
humanos, no quiere decir que estos entramados estatales no carezcan de fallas,
lagunas e imprecisiones que siguen provocando charcos de injusticia
difícilmente subsanables.
Si la maquinaria judicial de cualquiera de estos Estados se pone
en marcha,
hasta el más responsable ciudadano puede verse atrapado en sus
redes: por un desliz (la vida puede cambiar en cuestión de segundos), por un
error humano, por una puerilidad evitable.
Entonces los efectos que emanen del aparato-judicial-perfectamente-democrático
pueden
resultar igual de perniciosos que si emanasen de un aparato-judicial-autoritario
La ley es creada por los hombres, que son también quienes la
interpretan. Por lo tanto,
tanto la ley como su interpretación puede ser
imperfecta por ser el hombre imperfecto.
Algo así pensaría Kafka a principios de siglo cuando escribió
que
la ley no era susceptible de ser conocida por sus destinatarios
y que, incluso para la clase social que ostentaba la potestad de administrarla,
resultaba imposible de conocer.
El error humano es muy fácil que se produzca: 23 reos ejecutados
en los Estados Unidos han resultado ser inocentes después del castigo que no
admite redención.
El abuso o la desviación de poder
también resulta ser algo tentador para quien tenga la
oportunidad de disfrutarlo.
Pero el error también puede hallarse
en la ley misma, pues ésta, por ser creación humana, también
queda expuesta a eventuales equivocaciones.
La ley no es más que
la cristalización de una determinada costumbre, más o menos coyuntural,
de un valor ético más o menos arraigado en una determinada sociedad.
Primero es el comportamiento y después la regulación. La ley
siempre tarda.
Quien crea en un dios puede encontrar en estas reflexiones
algunos motivos para justificar su religión. Kafka era judío, pero bastante
heterodoxo. Sólo en el periplo final de su vida se interesó verdaderamente por
la religión y la cultura yiddish, y, como era un hombre
constantemente preocupado por el sentido de su existencia, topó con la Ley
Divina como posible camino hacia la salvación.
La parábola que el capellán de la prisión relata a K. en la catedral (penúltimo
capítulo de El Proceso) se convierte así en la columna vertebral
del sustrato filosófico que subyace en toda esta historia.
Así lo entendió Orson Welles, que la utilizó, en un claro
proceso de inmutatio, como preludio de su película, y es también
notorio el interés del propio escritor por este pequeño mito (dicha leyenda se
incluye en el relato Ante la ley que Kafka había escrito a
mediados de diciembre de 1914 y que, más tarde adscribió a los relatos del
volumen que lleva por título Un médico rural).
Paulatinamente vamos abandonando un terreno a la vez que nos adentramos en
otro, en el pensamiento que Kafka ocultó entre las líneas de El Proceso.
Detrás de la contraposición entre el artículo 24 de la
Constitución española (como ejemplo de precepto que aglutina las garantías
típicas que un Estado de Derecho prevé para el detenido) con la detención de K.
ofrecida en la obra estudiada, se halla el verdadero sentido que tales
elementos a comparar esconden: el artículo 24 no es más que la cristalización
positiva de toda una filosofía jurídico-política liberal que nace en
el revolucionario siglo XVIII y que se concreta, en materia de derechos
humanos, tras la II Guerra Mundial, con la elaboración de la Declaración
Universal y los tratados internacionales que la desarrollan
(y correlativa interiorización en los Estados
democráticos mediante sus respectivas constituciones). Es decir, epítome
de la modernidad en sus dimensiones ética, jurídica y política.
Por su parte, el laberinto procesal que Kafka levanta en torno a K. esconde la
preocupación metafísica del autor por buscar la salvación del hombre y deja al
descubierto la crisis de sentido que invade a la sociedad moderna cuando la
religión es secularizada por la razón ilustrada.
Si los derechos humanos pueden salvar al mundo del horror, sólo la búsqueda de
lo indestructible que hay en cada uno de nosotros conlleva, para Kafka, a la
salvación del hombre.
Si hasta ahora sólo hemos visto la punta del iceberg, vayamos conociendo el
resto.
LA LEY DE KAFKA
En la primera parte de este estudio quedó suficientemente
constatado que el verdadero leitmotiv que marca el rumbo de El Proceso fue
la relación de su autor, y correlativa ruptura, con Felice Bauer. Los
paralelismos existentes, entre la novela y el noviazgo, son irrefutables tal y
como lo ha puesto de manifiesto Elías Canetti. Hay hasta una cierta identidad
de los nombres de los personajes con la realidad: la señorita Bauer sería
la señorita Burstner y la amiga de ésta, la señorita Montag, encarna, a su
vez, la figura de Grete Bloch (amiga de Felice y madre del único hijo que tuvo
Kafka); por su parte, el nombre de Joseph tiene tantas letras como el de Franz,
y K. es obviamente la inicial del apellido Kafka. Pero si éste
fue el marco, en él Kafka desarrolló una historia repleta de senderos.
El análisis llevado a cabo hasta ahora se ha centrado (aunque sin renunciar
nunca a otras posibilidades hermenéuticas factibles) en el aparato judicial
que, a modo de red laberíntica que atrapa al hombre, dibujó Kafka para plasmar
su angustia vital.
Pero por centrarse demasiado en la periferia de la obra, no
quedaría completo un estudio que ni siquiera entrase a conocer, aunque sólo
fuese someramente, el pensamiento solapado en El Proceso, que, por
otro lado, forma parte del continuum filosófico que subyace en toda
la obra de Kafka.
El autor checo nunca fue muy amigo de la filosofía abstracta (prefería leer las
biografías de Goethe o Dostoyevsky buscando encontrar experiencias similares a
la suya que le ayudasen a comprender su tormento) y, únicamente, se sintió
seducido por las teorías de Bentrano y por una idea básica en el pensamiento de
Schopenhauer y Nietzsche: el sufrimiento es una parte esencial de la existencia
y el único medio para llegar a la verdadera sabiduría.
Vemos así como Kafka, atraído siempre por la visión romántica del artista como
marginado enfermo, resulta ser un claro precursor, en el
sentido borgiano de la palabra (Borges, 1992:304), del existencialismo.
El pensamiento que reposa entre las líneas de la literatura de Kafka es tan
rico que ha inducido a su estudio a pensadores del prestigio de Walter
Benjamin, Adorno o Camus.
Para H. Bloom, Kafka fue más un gran aforista que un narrador puro,
incomparable en todo momento al nivel estético de un Joyce o un Proust.
Kafka, como Kierkegaard o Unamuno, fue existencialista avant la lettre pues
su vida fue una constante pregunta acerca del sentido de la misma. Pero Kafka
no halló soluciones al modo de Sartre (en el compromiso) o Camus (en la
rebelión) sino que, sintiéndose, como Wittgenstein, incapaz de plasmar la
verdad mediante la palabra, se quedó en la paradoja y el aforismo.
Precisamente de sus aforismos (incluidos en el volumen Meditaciones bajo
el título Consideraciones sobre el pecado, el sufrimiento, la esperanza
y el camino verdadero), podemos extraer las líneas fundamentales del
pensamiento de Kafka:
--- la verdad, tal y como nos la muestra el mundo, no es
susceptible de ser conocida;
--- la salvación sólo pasa por creer en un dios personal (algo
que permanezca siempre indestructible) tomando como instrumento para alcanzarlo
la paciencia:
No existe otra cosa más que un mundo espiritual;
lo que nosotros llamamos mundo sensitivo, es el mal en el
espiritual,
y lo que nosotros llamamos malo es sólo la necesidad de una
pausa en nuestro desarrollo espiritual.
Teóricamente hay una completa posibilidad de felicidad:
creer en lo imperecedero, en uno mismo y no buscarlo.
La verdad es indivisible, así pues,
no se puede reconocer a sí misma; quien quiera reconocerla,
tiene que ser mentira.
Creer significa
liberar el elemento indestructible que hay en uno mismo,
o más exactamente, ser indestructible,
o más exactamente ser.
Algunos críticos como Bloom han querido relacionar este esquema
de pensamiento con la idiosincrasia hebrea. Evidentemente el paralelismo
existente entre lo indestructible y el modus vivendi judío
siempre resultará tentador. Pero Kafka era un judío demasiado heterodoxo al que
le costaba tener fe.
Como ha escrito Harold Bloom, Kafka no era un escritor religioso
sino un escritor que hizo de la literatura una religión.
Un ejemplo conciso que aglutinaría los elementos que hemos analizado vendría a
ser la parábola Ante la ley que, en el capítulo llamado Visita
a la catedral, relata el sacerdote a Joseph K.
Siguiendo el estudio de I. Hernández y comparándolo con el
diálogo que tras la leyenda mantienen acerca de la misma el capellán y K.,
podemos afirmar que el sacerdote compara a K. con el hombre del campo que llega
ante la ley.
Este hombre, al llegar a las puertas de la ley, se topa con un portero que le prohíbe
la entrada en ese momento, pero que no excluye la posibilidad de que un día
pueda hacerlo.
El error principal del hombre es creer al portero y considerar lo que dice como
verdadero. Tras esperar toda una vida, el hombre sabe que esa puerta estaba ahí
para él y que podría haber entrado en el momento que hubiera querido.
Aunque la postura del hombre (como la de Kafka ante la vida)
pueda ser tachada de indolente por su pasividad, en realidad no lo es: tanto el
hombre de la parábola como Kafka mismo hacen todo lo que pueden para entrar en
la Ley. Una Ley que es visualizada como una fuerte luz que
emana detrás de las puertas.
Gilbert Durand ha observado que un notable isomorfismo une
universalmente la ascensión a la luz, cosa que hace escribir a Bachelard
que es la misma operación del espíritu humano la que nos lleva hacia la
luz y hacia la altura (1981:137).
Además, en mesopotámico, la palabra dingir, que significa
claro y brillante, es también el nombre de la divinidad celeste, lo mismo que
en sánscrito la raíz div, que significa brillar y día, da Dyaus, dios y deivos o divus latino
(Durand, 1981:138).
Desde un punto de vista topológico nos encontramos con la Ley como un recinto
cerrado en oposición con lo que está fuera.
La leyenda relata que el hombre viene desde lejos para
entrar dentro. Es la historia de una búsqueda, la búsqueda de quien
ha recorrido un camino demasiado largo para llegar a una puerta, punto de
encuentro entre lo de dentro (la Ley, la Luz, Dios) y lo de fuera (el mundo, la
realidad tal cual es percibida por los sentidos), entre lo abierto y lo
cerrado.
Toda búsqueda es imposible para Borges: está condenada al
fracaso.
Aunque las interpretaciones, tal y como afirma Kafka por boca del sacerdote,
son múltiples, podríamos decir que estamos ante la eterna búsqueda de la
felicidad (tanto del personaje como la del creador).
La búsqueda de ese país lejano donde ser feliz consiste /
solamente en ser feliz (Pessoa, 1997:111).
Pero para lograrlo es necesario el conocimiento de la Verdad y
para que el hombre pueda vivir en la verdad y no ante la verdad, es necesario
no creer al hombre (pues éste la desconoce).
Los paralelismos entre la Ley Divina y la Ley Humana resultan
palmarios:
tanto los sacerdotes como los jueces se equivocan al aplicar la
Ley porque desconocen la Verdad que ella encarna
(la hipótesis de que detrás del aparato de poder no haya ninguna
ley es puesta de manifiesto en el fragmento Sobre la cuestión de las
leyes según apunta Lombardo en la página 18 de su libro);
el hombre al creerlos se condena a su propia perdición porque
cree en la mentira
(como dice Anthony Perkins en la película: pretenden hacernos
creer que todo el mundo es demente).
La Verdad, como la luz que emana tras las puertas, ciega al hombre porque, al
igual que los hombres que están en la caverna de Platón, no están acostumbrados
a ella.
La única salvación para Kafka es
buscarla dentro de uno mismo, encontrar lo indestructible y
crearse un dios personal.
El vehículo para conseguirlo es la paciencia (que puede ser
confundida con la indolencia que muestra K. en El Proceso).
Así las cosas, podríamos afirmar que la Ley que regula tanto la
vida como la obra de Kafka no es otra que la confianza en lo indestructible que
hay en nosotros y que por largo que resulte el camino hay que
recorrerlo (se ha sabido gracias a Max Brod, albacea y amigo personal de Kafka,
que El Proceso es una novela inacabada quizá porque el proceso
de K. en sí es inacabable. ¿El camino también?).
No puedo estar de acuerdo con Harold Bloom cuando afirma que Kafka no tiene
esperanza, ni para él mismo ni para nosotros (1997:461). Prefiero pensar, al
igual que Camus, que todo el que se plantea el sentido de su existencia
tiene esperanza en encontrarlo, aunque nunca se llegue a una solución (Camus
ve en El Castillo la resolución de los problemas planteados
en El Proceso); aunque quede uno sumido en el más absoluto
pesimismo (tanto racional como volitivo), el mero hecho de plantear tal
cuestión es ya un vestigio de esperanza: hay que extenuar a Sísifo.
El problema es que el camino se convierta en un proceso
autodestructivo como le sucedió a Kafka, que, a tenor de sus diarios, sólo se
sentía bien cuando escribía...
LA CRÍTICA DE KAFKA A LA MODERNIDAD: CRISIS DE SENTIDO Y
DESMORONAMIENTO ÉTICO.-
A lo largo del análisis de El Proceso se han
dejado entrever dos dimensiones esenciales tanto en la interpretación de la
obra de Kafka como en las reflexiones que, de la misma, pueden surgir.
Estamos hablando, de un lado, de una dimensión individual
focalizada en los problemas de sentido y significación de la vida humana y, de
otro, de una dimensión social o colectiva en la que el individuo se inserta y
realiza como persona.
Ambos planos se complementan y se necesitan para entender lo que Berger y
Luckmann han denominado sentido de la existencia vinculado (1997:31), es decir,
para comprender la presencia del hombre (entendido en sentido genérico) en su
época y el derredor que lo abarca.
Kafka es, para Bloom, el escritor más representativo de lo que él denomina era
del caos.
Sin entrar aquí en una farragosa discusión terminológica que
dilucide el nombre de la época en la que nos hallamos inmersos (posmodernidad
para Lyotard, alta modernidad para Giddens o modernidad para Habermas), sí
podemos afirmar, sin soslayar el mundo posible (U. Eco) en el que se
desenvolvió Kafka, que en el autor checo es posible descubrir una incipiente
crítica a ciertos aspectos de la vida moderna: crisis de sentido y
desmoronamiento ético; y que más que ante un posmoderno avant la lettre bien
nos podríamos hallar ante el fiscal literario de la modernidad.
La crisis de sentido propia de la modernidad viene ocasionada
por el repliegue de la religión (Berger y Luckmann, 1997:71) que provocó la
teoría de la secularización emergente de las Luces.
Lo que en las sociedades premodernas estaba fundamentado y justificado por la
fe en la trascendencia divina quedó desamparado tras la irrupción de la
Ilustración: ni la razón, ni el empirismo científico podían explicar, por
ejemplo, el sentido de la muerte.
La respuesta religiosa parece haber sido, a lo largo de la historia humana, la
forma más frecuente de intentar satisfacer esa necesidad de superar y encontrar
significado a las expresiones que amenazan con el caos y el sin sentido: el
error, la injusticia, el sufrimiento y la muerte.
El hombre es el único animal religioso porque es el único que experimenta una
apertura originaria, a través de la cual busca salvar su indigencia y abandono
radicales. Y, hoy por hoy, no parece haber encontrado otra respuesta a su
propio enigma.
Las actitudes posmodernas encierran, muchas veces, una huida de las cuestiones
últimas, que son insoslayables para la condición humana. El hombre tiene
necesariamente que enfrentarse a ellas si quiere vivir humanamente.
El hombre actual está necesitado de reconquistar una estructura
última cognitiva y normativa que otorgue orientación y sentido de la vida (M.
Fernández del Riesgo en VVAA, 1994:93).
Kafka es víctima de esta encrucijada, y un claro ejemplo de los
perversos efectos que provocara la barrera del precepto que aislaba al judío
del resto del mundo.
En Kafka la crisis de sentido se convierte en crisis existencial
cuando se siente incomprendido por el mundo (Berger y Luckmann, 1997:48) y eso
le hace caer en la más absoluta anomia (dificultad que experimenta la gente en
su intento por encontrar su camino en el mundo).
Pero el desmoronamiento del mundo kafkiano no es solamente individual sino
también colectivo:
--- la desesperación de no encontrar el eje que vertebre la
existencia del individuo, la jaula de hierro weberiana en que se convierte la
burocracia de los estados (para Weber el funcionario burócrata es el epítome de
la modernidad, atado por las reglas del procedimiento racional y temía que la
burocracia precipitara en inhumanidad. Lyon, 1996:62)
--- y la paulatina desvirtuación de los valores que habían
inspirado a la modernidad tendrán su irrefutable correlato en la caída de
Europa en manos del nazismo, auténtica degradación patológica de la modernidad
y no creación suya (el fascismo es una regresión a los fundamentos irracionales
que legitimaban el Ancien Régime).
Berger y Luckmann ven en el pluralismo moderno la causa de la crisis de sentido
que padece la sociedad actual.
Al no existir valores omnímodos y omnicomprensivos de la vida
(como ocurría en las sociedades premodernas fundamentadas en la religión) la
sociedad se desintegra en particularismos y relativismos de toda índole.
Llegados a este complejo punto (la crisis de sentido por estar
imbricada con la conciencia resulta siempre difícil de tratar), es necesario
detenerse porque, sin darnos cuenta, nos estamos adentrando en la segunda
dimensión que hemos de analizar: la social o colectiva, cuyo desmoronamiento
Kafka previó al describir esas atmósferas de angustia en las que quedan
atrapados sus personajes sin posibilidad de escapar de ellas, incapaces de
salirse del camino preestablecido (La Metamorfosis) por una sociedad
demasiado corrompida, condenada al regreso del Viejo Comandante.
Una de las banderas que se enarbola frecuentemente por el pensamiento
posmoderno es la del relativismo. Las categorías totalizadoras que nacieron de
la Ilustración han fracasado, los grands récits han perdido su
condición legitimadora y son equiparados a la religión y al mito de las
sociedades premodernas (Lyotard, 1989:10); o, como estima Vattimo, el
pensamiento se debilita porque es en el caos de la sociedad de los mass
media donde se encuentra la verdadera emancipación (VVAA,
1994:13).
Pequeños relatos frente a meta relatos, relativismo frente a
universalismo, pensamiento débil frente a razón.
Si trasladamos estas ideas al terreno social, ético y político no sólo
estaríamos socavando categorías jurídicas esenciales para la convivencia pacífica,
sino que estaríamos transigiendo con la barbarie.
LO QUE VALE PARA LA CULTURA NO SIEMPRE PUEDE SER VÁLIDO PARA
OTROS ÁMBITOS.
El efecto emancipador que algunos autores posmodernos han
querido levantar sobre los escombros de la Ilustración nunca será tal
si se le da la espalda a los que sufren, sino, más bien, puede
verse convertido en un ejercicio de cinismo e irresponsabilidad que en nada
puede ayudar a la construcción de un mundo más justo.
Como ha escrito Niklas Luhmann si se dejara a cada uno su
(falsa) verdad
porque el hombre es la medida de todas las cosas (Protágoras), entonces
la verdad de esa afirmación (y con ello el fundamento de todo el edificio de la
verdad) sería dudosa (VVAA, 1990:61).
Si estamos dispuesto a jugar el juego del todo vale que nos propone el
pensamiento posmoderno podríamos toparnos con manifestaciones como la de Rorty
cuando afirma
que los derechos humanos no son más que un consuelo metafísico
al que debemos renunciar (1991:52-3),
u otras como la siguiente:
no existen tales derechos y creer en ellos es como creer en
brujas y unicornios (Macintyre, 1982:95).
Cuando termina un siglo igual que empezó, es decir, con cruentas
guerras en Europa, cuando proliferan las críticas al proyecto de la
Ilustración,
cuando el hombre se ha convertido en mercancía en una
globalización que es cada vez más globalitaria (I. Ramonet),
cuando el efímero Fukuyama pregona el fin de la Historia, cierto
sector de la clase intelectual occidental desconstruyen el edificio ilustrado
desde la crítica negativa.
Pero las perversiones y deficiencias de la modernidad habían
sido ya puestas de manifiesto desde la modernidad misma: Marx, con su Crítica a
la Economía Política, advirtió de la degeneración a la que puede llegar la
maquinaria capitalista y, desde la denominada Escuela de Francfort, se elaboró
una Teoría Crítica de la Sociedad que ahondaba aún más en los problemas de la
modernidad.
Sin embargo, desde estas latitudes de pensamiento siempre se
aportó algún proyecto alternativo al que se criticaba. Estos filósofos (Marx,
Horkheimer, Adorno, Marcuse...) orientaron su pensamiento hacia finalidades
pragmáticas.
Como diría Adorno, tras la II Guerra Mundial
la Historia había puesto un imperativo al hombre: lograr que Auschwitz
no se repitiera.
El pensamiento posmoderno,
al fragmentar sus propósitos, huye de la razón totalizadora y
centra su atención en lo concreto y particular frente a lo general o
abstracto.
Pero ante estas corrientes hay quien estima que el proyecto de
Ilustración no ha fenecido, que la emancipación y reconciliación de la que
hablaban los teóricos de la Escuela de Francfort son todavía posibles.
Quienes aún piensan así proponen establecer los pilares que
sustenten una ética universal de inspiración kantiana (Kant siempre fue un
pensador que se preocupó más de lo universal que de lo particular, así, en su
obra La paz perpetua, hizo un importante ejercicio teórico
para pacificar las relaciones internacionales mediante la
unificación de todos los estados en una federación universal de pueblos
libres), basada en los derechos humanos, y exigible a todo hombre en todo
lugar, como única garantía de convivencia pacífica.
Pero para que esta ambiciosa propuesta no sea tildada de
etnocentrista es imprescindible argumentar sus pretensiones, delimitar el
controvertido concepto de derechos humanos y fundamentar su contenido.
Con el término derechos humanos sucede lo mismo que, según
Horkheimer, ocurre con el de razón: que el ciudadano medio que sea
preguntado por el mismo reaccionará con vacilación y embarazo (Pérez Luño,
1991:21).
Esto es así porque se tiene la sensación de que nos hallamos ante conceptos que
se explican por sí mismos y que ese tipo de pregunta resulta superfluo, lo que
nos hace, a menudo, incurrir en definiciones tautológicas.
Hallamos pues indicios para pensar que por derechos humanos no siempre se entiende
la misma cosa y que su significado puede resultar ambivalente. El empleo
de un lenguaje riguroso cobra así, en el plano jurídico-político, una
importancia básica.
El profesor Pérez Luño, pasando por alto la premisa definitio
periculosa est, nos ofrece la siguiente:
derechos humanos son aquel conjunto de facultades e
instituciones que,
en cada momento histórico, concretan las exigencias de la
dignidad, la libertad y la igualdad humanas,
las cuales deben ser reconocidas positivamente por los
ordenamientos jurídicos a nivel nacional e internacional (1991:48).
Pero el auténtico problema teórico de los derechos humanos viene
a ser, más que una definición de los mismos, su compleja fundamentación. No en
vano autores tan prestigiosos y comprometidos con los derechos humanos como
Noberto Bobbio han dudado de la fundamentación de estos derechos desde premisas
iusnaturalistas. Así, el filósofo italiano ha suscrito que il problema di fondo
relativo ai diritti delluomo è oggi non tanto quello di giustificarli, quanto
quello di proteggerli (Pérez Luño, 1998:223).
Quienes han intentado extrapolar la cultura de los derechos
humanos más allá de los confines euroccidentales han sido tachados, por algunos
antropólogos culturales, de etnocentristas e imperialistas (al respecto ver
Habermas, 1987:84 y ss).
Así las cosas y si queremos defender que la sharía,
más que una tradición cultural, puede significar el terror para quienes se les
aplica, se nos antoja imprescindible fundamentar, aunque sea someramente, los
derechos humanos como garantía del respeto a la dignidad humana.
A la hora de concebir los derechos humanos como formalización de una ética
universalmente válida, hemos de huir, de un lado, del positivismo defendido por
Max Weber, en el que se confunde legalidad con legitimidad; y, de otro, tanto
del objetivismo idealista en el que incurrieron Husserl y sus seguidores
(porque convierte sus categorías en entes abstractos y trascendentales que
tienden a ser dogmatizados) como del subjetivismo relativista defendido por los
pensadores posmodernos (que desecha cualquier tipo de categoría universal y
confina al hombre, en palabras de Tocqueville, a la soledad de nuestro propio
corazón).
Si concebimos el subjetivismo como nexo de aprehensión de los derechos humanos
por parte del individuo, porque éste constituye un fin en sí mismo (Kant),
podemos salvar el escollo del individualismo que hace
preponderar la libertad sobre la igualdad y que conlleva a la libertad de unos
pocos y la no libertad para muchos.
La fórmula puede encontrarse en la obra de ese utópico ingenuo
como llamó Foucault a Jürgen Habermas y en la intersubjetividad que
propone el heredero del pensamiento francfurtiano.
Habermas pretende, de un lado, revalorizar el papel del sujeto
humano en el proceso de identificación y de justificación racional de los
valores ético-jurídicos y, de otro, posibilitar una objetividad intersubjetiva
de tales valores, basada en la comunicación de los datos antropológicos que los
sirven de base (P. Luño, 1991:162-3).
A Habermas le preocupa que el talante posmoderno represente el
abandono de las responsabilidades políticas y la indiferencia por los que
sufren (Lyon, 1996:139). En contra de Lyotard, considera que el proyecto de
modernidad está incompleto y propone un nuevo tipo de racionalidad, que él
denominará comunicativa, para expandir la esfera pública en busca de un
universalismo ético.
Así, contra los juegos del lenguaje del autor de La
Condición Postmoderna, autores como Habermas o K. O. Apel buscarán lo común a
todos los juegos lingüísticos cuya razón de ser está en que, con el aprendizaje
de un lenguaje se aprende algo así como la forma de vida
humana, se adquiere la competencia para la comunicación con todos los demás
juegos lingüísticos.
Habermas busca una ética o pragmática lingüística universal,
basada en el inter-subjetivismo (modo de explicar y fundamentar consensualmente
la verdad de los argumentos y la corrección de las normas que regulan la
actividad social) que opera en la situación comunicativa ideal (ideale
Sprechsituation) o medio en que se garantiza un auténtico consenso, es
decir, una comunicación sin distorsiones externas, que asegura un reparto
simétrico de las posibilidades de intervenir en el diálogo y de avanzar
argumentos en todos los participantes (P. Luño, 1991:164).
La fundamentación de la norma social se basa en el convencimiento mutuo, por
razones, entre los miembros de la sociedad, de que tal norma es lo más adecuado
para todos. De ahí emana el principio de universalización: norma social válida
será la que todos de común acuerdo quieran reconocer
como norma universal avalada por razones (J.
M. Mardones en VVAA, 1994:35). De esta forma Habermas intenta salvar las
acusaciones de etnocentrismo de, entre otros, Richard Rorty.
Comunicabilidad no quiere decir sometimiento a la tiranía del
metarrelato, sino apertura comunicativa, diálogo, conservación ininterrumpida,
interacciones entre los diversos modos de hablar de la realidad o
las diversas familias de las proposiciones (1994:34).
Si hay respeto por los distintos tipos de racionalidad
(ético-morales por un lado y estético-expresivas por otro) también lo habrá
para las distintas formas de vida.
El principio de universalización, en cuanto criterio formal de validez de
normas sociales o de legitimación, sólo funda la moral que establece un mínimo
común en cuestiones de justicia social, pero ni puede ni quiere
determinar una moralidad determinada, de contenido individual: no hay
liquidación del pluralismo de formas de vida sino su reconocimiento más genuino
(1994:36).
Pero una vez fijada la Teoría de la Acción Comunicativa de Habermas como marco
metodológico, resulta necesario llenar de contenido esos derechos conseguidos a
través del consenso. Para ello Pérez Luño acude a la Escuela de Budapest (a los
discípulos de G. Lukács) y, más concretamente, a Agnus Heller en su intento de
reconstruir el concepto marxista de necesidad.
De esta forma la Teoría de las Necesidades vendría a
complementar, dotándola de contenido, a la Teoría del Consenso de Habermas en
la búsqueda de una base material que, ateniéndose a los datos antropológicos,
configure y dé respuesta a las necesidades humanas (P. Luño, 1991:181):
el fundamento de los valores debe buscarse en las necesidades
del hombre (Bobbio).
Llegados a este punto es necesario dar un cierto contenido
social a estos derechos si queremos evitar caer en un liberalismo egoísta en el
que la libertad avasalle a la igualdad.
Y es precisamente lo que propone de nuevo Habermas en su Theorie und
Praxis, cuando insiste en la necesidad de superar la ideología
iusnaturalista-individualista informadora de los derechos humanos formulados
por la Revolución burguesa en el sentido de concebirlos como categorías
vinculadas a intereses sociales y, por lo tanto, defender el contenido social
de los mismos. En definitiva, el tránsito del Estado liberal de derecho al
Estado social de derecho.
Los derechos humanos no pueden quedarse únicamente en aquellos derechos
individuales de corte liberal que emergieron de la Revolución francesa,
sino que han de incluir también a todos aquellos derechos
sociales y económicos fruto del movimiento obrero que no fueron
positivados hasta la Constitución de Weimar y que
actualmente cobran una nueva importancia cuando son exigidos más
allá de las fronteras estatales
(si las tres cuartas partes de la población mundial vive por
debajo del umbral de la pobreza y con el 1% de la economía mundial bastaría
para acabar con tal situación: ¿por qué no se hace?).
A su vez, hoy día se impetran nuevos derechos igualmente
merecedores de ser considerados y respetados. Me estoy refiriendo
al derecho a la paz, al derecho a la calidad de vida o al medio
ambiente adecuado que,
la mayoría de las veces, se vulneran más por el poder político y
sus sucedáneos que por el ciudadano de a pie.
Pérez Luño coge el testigo de Habermas y se propone abolir la rígida división
entre Sein y Sollar (ser y deber
ser) para que
los derechos humanos no se conviertan en ideales vacíos (ser) y
para que no pierdan su horizonte utópico-emancipatorio (deber ser), tratando de
guardar un difícil equilibrio entre experiencia y valor.
Habermas, por su parte, recoge el testigo de Horkheimer, que
concebía la solidaridad como la presencia de lo universal en lo
particular;
y de Marcuse que al final de su vida confesó:
yo creo que sí existe lo que hoy ya no denominamos Ley Natural
(...) si apelamos
al derecho de la humanidad a la paz, al derecho a abolir la
explotación y la opresión,
no estamos hablando de los intereses de un grupo especial,
autodefinido, sino más bien y, de hecho, a intereses que pueden demostrarse
como derechos universales (VVAA, 1988:126).
Junto a estas palabras a Habermas le gusta recordar las últimas
que le dirigió Marcuse en su lecho de muerte:
ya sé dónde se originan nuestros juicios de valor más básicos;
en la compasión, en nuestro sentimiento de los demás.
CONCLUSIONES.-
Sumergirse en el mundo de Kafka es sumergirse en un
laberinto.
En El Proceso, el autor checo juega a tres bandas:
--- de un lado, concibe una sórdida metáfora para ilustrar su relación
con Felice Bauer (Canetti);
--- de otro, convierte el entramado jurisdiccional en el que se
desarrolla El Proceso en una crítica burlesca de la burocracia
de los estados y de las instituciones típicas de la modernidad;
--- por último, muestra la angustia vital de la constante
búsqueda del dios personal que le saque de su situación de anomia.
2) Kafka previó que el camino por el que discurría el hombre y el
mundo conducía a la resurrección del Viejo Comandante: los fascismos y el
socialismo real son pruebas históricas fehacientes de su presunción.
En el proceso de construcción individual y social del mundo, la
salvación a nivel interior tiene que tener su reflejo en el
exterior. Kafka percibió estos dos planos y reflejó su visión crítica de
cada uno de ellos: crisis de sentido a escala individual y desmoronamiento
ético en el ámbito colectivo.
3) Kafka fue víctima de su
época pues padeció la crisis de sentido propia de la modernidad intensamente.
En el escritor pragués la crisis de sentido se convierte en crisis existencial
al sentirse incomprendido por el mundo que le rodea, lo que le hace sumergirse
en un estado de anomia total.
Para Kafka, la incesante búsqueda interior en que se convierte
su vida y su obra ha de estar encaminada al descubrimiento del dios personal
que permanece, como algo indestructible, en cada uno de nosotros.
En contra de Bloom, consideramos que el simple hecho de
plantearse el sentido de la existencia es un vestigio, en sí mismo, de
esperanza.
4) El Proceso de Kafka supone
una feroz crítica al entramado institucional propio de la modernidad: el
aparato jurisdiccional dibujado en El Proceso es irracional y
está construido deconstruyendo todos los pilares racionales que sustenta al
Estado de Derecho emanado del racionalismo ilustrado (desde un punto de vista
estrictamente literario, Kafka se anticipa a novelas catalogadas como
posmodernas como podría ser Pálido fuego de Nabokov).
Al igual que Kafka muestra en La Metamorfosis la
opresión a la que, encarnado en Gregorio Samsa, es sometido por su familia y,
en general, por la sociedad que ya ha elegido por él el camino a recorrer,
en El Proceso se vislumbra la opresión del individuo en la
jaula de hierro que supone el Estado burocrático.
El Estado de Derecho es una creación, para bien y para mal, de
la modernidad y el artículo 24 de nuestra Constitución una manifestación del
mismo.
5) Kafka es visionario al prever la tragedia
a la que se dirigía Europa. Ese presentimiento está latente en sus obras.
Mientras, Kafka se sitúa en el centro de su época y se convierte en fiscal
literario, a la vez que víctima, de la modernidad.
6) El pensamiento posmoderno aprovecha la
crisis de la modernidad para derrocarla y dictar el acta de defunción del
proyecto ilustrado.
Así las cosas, nos ponemos del lado de J. M. Mardones cuando
afirma que:
el pensamiento posmoderno, con su defensa de un pluralismo de
juegos del lenguaje que imposibilita ir más allá de consensos locales y
temporales,
no permite disponer de criterio alguno para discernir las
injusticias sociales.
Nos deja a merced del statu quo, encerrados en lo existente
y sin posibilidades de crítica socio-política racional.
Tal pensamiento, aunque se proponga lo contrario, termina
no ofreciendo apoyo a la democracia y sienta un apoyo a las injusticias
vigentes.
Merece ser llamado, por tanto, conservador o, al menos,
sospechar que realiza tales funciones (VVAA, 1994:38). Lo que vale para el
arte puede no valer para otros ámbitos.
El pensamiento posmoderno no puede representar un proyecto
emancipador porque
no niega la mayor fuente de injusticias vigente,
el capitalismo radical convenientemente alimentado por la pensée
unique, sino todo lo contrario:
le hace el trabajo teórico a las directrices neoliberales
(Wellmer, 1993:56).
7) Frente a los gurús de la posmodernidad
nos encontramos con Habermas que, compilando toda una tradición filosófica que
va desde Kant hasta la Escuela de Francfort pasando por Marx, persiste en el
proyecto de la Ilustración dándole un nuevo giro. Aunque criticando sus
deficiencias,
Habermas se niega a suscribir el acta de defunción de la
modernidad, porque piensa que todavía es posible la emancipación del hombre en
ella.
8) Sólo si los derechos humanos son escrupulosamente
respetados en todo el mundo
podemos garantizar la convivencia pacífica entre los seres
humanos.
Estos derechos son universales y están por encima de cualquier
tradición cultural.
Establecen un mínimo ético universal a partir del cual
la moral individual y la tradición cultural pueden ser construidas sin
menoscabo alguno al pluralismo.
Si la crisis de sentido, a nivel individual, resulta
difícilmente subsanable desde un plano teórico, la crisis de sentido de una
colectividad puede dejar de serlo si fundamentamos la convivencia en el respeto
de los derechos humanos.
9) Para salvar las acusaciones de
etnocentrismo, los derechos humanos han de basarse en la teoría del consenso de
Habermas,
en la intersubjetividad y en el diálogo entre personas y
culturas distintas.
El contenido de estos derechos se ha de buscar, según Pérez
Luño, en
las necesidades del ser humano encuadrado en su momento
histórico.
Ello nos conduce a reivindicar una mayor atención para con los
derechos sociales y económicos
para que la igualdad sea equiparada a la libertad, así como a
los derechos de la tercera generación (derecho a la paz, al medio ambiente
adecuado...).
CORADINO DE LA VEGA CASTILLA
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Madrid. Visor. 1993.
NOTA: la cita de Marguerite Yourcenar corresponde a los
Cuadernos de Notas que la autora belga incorporó a las sucesivas ediciones de
sus Memorias de Adriano. Los aforismos de Kafka incorporados a lo
largo del estudio pueden encontrarse en el volumen Meditaciones (editado
por M. E. Editores, en la colección Clásicos de siempre).
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