Publicado por ARGENPRESS CULTURAL
autor: JESÚS MARÍA DAPENA BOTERO
JESÚS MARÍA DAPENA BOTERO (Desde Vigo, España. Especial para ARGENPRESS
CULTURAL)
Bien sabemos lo caro que resultó para el concepto de humanismo,
hasta el punto de constituirse en el representante máximo de un humanismo ateo,
que continúa abordando de una manera sistemática en la Crítica de la razón
dialéctica, al relevar la función social del sujeto en la Historia, pese a que
la inteligentsia comunista considerara que la reivindicación humanista estaba
alienada en la explotación.
Para Michel Foucault, el humanismo resultaba ser una
provocación, como elemento que prostituye el pensamiento, la moral y la
política; para nada, le resulta un ejemplo de virtud, como bien lo señala
Caruso en sus Conversaciones con Lévy-Strauss, Foucault y Lacan, publicadas en
Anagrama, en 1964 (p. 85).
Para Louis Althusser el marxismo se caracterizaba por ser un
anti-humanismo teórico.
Orwell mismo, entre 1936 y 1945, enjuiciaba el humanismo por ser
un concepto estrictamente teórico.
Pero para José Luis Rodríguez, todo humanismo reivindica la realización
efectiva de las posibilidades perdidas del sujeto.
Stricto sensu, no podríamos considerar a George Orwell un
filósofo, sino más bien podríamos pensarlo como un crítico de las condiciones
de degradación del ser humano, en su contexto sociohistórico, ante lo cual
reivindicaría algo más allá de su presente, que es al humanismo al que José
Luis Rodríguez se refiere.
La denuncia orwelliana es realista y se agudiza aún más a partir
de 1945.
Ya en ¡Venciste, Rosemary!, novela escrita en 1936, anotaba:
Bastarán unas pocas toneladas de trinitroglicerina para mandar
nuestra civilización al infierno que le pertenece.
Y esa agresiva crítica se mantiene a lo largo de una década para
mostrar cómo los seres humanos
se desesperan agobiados por la violencia exterior, inmersos en
un universo de miseria y degradación, que de alguna manera habrá que intentar
transformar de alguna manera;
por ello, con cierta ingenuidad esperanzada en El camino de
Wigan Pier le surge la necesidad tan elemental y tan lógica de un socialismo,
ante lo cual, le resultara tan extraño que no se hubiera establecido en su
momento.
Ahí, Orwell pensaba en un socialismo positivo,
aunque el existente se constituiría en el caldo de cultivo de un mundo como el
de 1984, en el que lo social aniquila el poder humano de los sujetos
individuales y colectivos, hasta el punto que en su Rebelión en la granja se
confundían las miradas de los cerdos y de los seres humanos.
Habría, entonces, que preguntarse por la naturaleza real del
humanismo orwelliano, cuando aborda las características definitorias de lo
social, productor así mismo de una profunda desolación, como cuando describe a
sus conciudadanos como gentes que se pasean a decenas de millares,
arrastrándose como viejos seres, como cucarachas sucias que van hacia la
sepultura, fenómeno al que apunta con mayor agudeza en El camino de Wigan Pier,
novela en la cual la relación entre la ciudad y la opresión salta más a la vista,
cuando el espacio urbano se constituye en un infierno para sus habitantes, lo
que lo lleva a condenar el industrialismo, el cual afecta
el orden de la naturaleza y la belleza del mundo, en tanto y en
cuanto, la producción industrial genera profundos males al ser humano, al
promover una relación degradante, hasta hacerlo vivir en un estercolero, donde
las gentes no recuerdan ni siquiera sus apellidos, porque el mal llamado
progreso,
lo que inventa es otra ciudad, bajo la cual subyace una urbe
antigua, oprimida y sepultada por la nueva.
Entonces la verdadera tarea del humanismo sería
hacer emerger la auténtica naturaleza moral, asaltada por las
ilusorias promesas del imperio de lo maquinal,
un grito de denuncia en el que Orwell aúna su voz con las de
socialista utópicos como Saint-Simon y Fourier, con las de Carlyle y Tolstoi,
sin el tono compasivo de un Charles Dickens.
La denuncia de Orwell no se queda en el lamento de Víctor Hugo
frente a los pobres más miserables, sino que delata
la pauperización de la clase media, lo que constituye una nueva
y original mirada de la decadencia de Occidente,
que ahora en estos tiempos neoliberales hemos visto que sucede
tanto en América Latina como en la Europa de la periferia; por ello,
la propuesta orwelliana es la promoción de una integración entre
ambas clases, sin que importen sus orígenes históricos, que parecieran
contraponerlas.
El humanismo orwelliano apunta a una reivindicación de la
singularidad de los sujetos en oposición tanto a la uniformación en fascismos y
comunismos, al igual que de la democracias capitalista, responsable de la
evolución industrial, al comprender con Geoffrey Gorer, el antropólogo inglés
que tanto lo admirara por la obra del novelista británico, “Los días de
Birmania”,
que el fascismo es un desarrollo del capitalismo, en tanto y en
cuanto, la más bondadosa de las democracias puede convertirse en fascismo.
Así las cosas, el sueño orwelliano de un humanismo recuperado no
podría estar en otro lugar que en la sociedad preindustrial, en un espacio en
el que imperasen las formas precapitalistas, en medio de un contacto directo
con la naturaleza, sin los artificios del maquinismo ni sus consecuencias sobre
la ética ciudadana; ahí, estaría la ciudad sumergida, que quizás no se haya
perdido del todo, pero de lo que Orwell está seguro es de ese universo que era
un mundo agradable para vivir en él, una tierra, quizás, sólo posible para la
niñez, mundo habitado recuerdos infantiles, semejante a la naturaleza
originaria, que permanece subsumida por el mundo industrial; lo cual implica
una conciencia conservadora de la tradición y de la cultura del pasado, de tal
forma que se regresase a una ciudad, sin las mediaciones de la máquina, como el
campo, al que Winston Smith regresaría con frecuencia a lo largo de 1984.
Es por ello, que Orwell sugiere la urgencia de dar un salto
atrás en el tiempo, hacia una geografía social que respete la singularidad,
antes que los aprendizajes de la artificialidad y las convenciones morales,
impuestas por la sociedad industrial, de tal forma que se reivindicase la
diferencia, tras las huellas de la sociedad rural de Jean-Jacques Rousseau, de
la Grecia de Hölderlin o el cristianismo comunista de Pier Paolo Pasolini,
lugares de ensoñación, donde renazca el sujeto diferente, como forma de recuperar
cierto paraíso perdido, un pasado extraviado, una naturaleza enmascarada por la
mentalidad industrial y así acceder a una plena historicidad dialéctica.
Lo que Orwell denuncia es
una deshumanización, como proceso mediante el cual un sujeto
individual o colectivo pierden sus características de seres humanos,
por la nefasta influencia de sistemas de dominación y de Poder,
mediante sistemas autoritarios,
como ocurriera en los campos de concentración nazis, en los
gulags soviéticos, en las dictaduras suramericanas de Augusto Pinochet y de
Jorge Rafael Videla, y
más recientemente en prisiones como la de Guantánamo, mantenidas
por el gobierno norteamericano, en su lucha contra el terrorismo islámico, como
venganza justiciera, tras los desastres del 11 de septiembre,
lo cual necesariamente nos remite al concepto de humanismo, para
evitar caer en mundos como los de 1984.
Pero, también, Orwel había alcanzado a vislumbrar la
deshumanización de la ciencia,
a pesar de que pensaba que un científico no puede considerarse
tal si no posee una formación humanística y un espíritu crítico
frente a los desarrollos de la ciencia misma, como lo planteara
en Tribune, en 1945.
En aquel entonces un tal Mr. J. Stewart Cook había escrito una
carta a la editorial de esta revista, en la que sugería que para evitar los
oprobios de una alta jerarquía científica, todo ciudadano fuera educado, para
convertirlo en un conocedor de la ciencia, tanto como impartir este
conocimiento fuera posible, así los hombres de ciencia se ocuparían de brindar
una buena divulgación y podrían participar de otras actividades del mundo, en
general, pero Orwell no dejo de ver en la sugerencia de Stewart Cook, una
ambigüedad en la definición del término ciencia, que no dejaba de resultarle
peligrosa, al no discriminar entre
la ciencia que se dedica a lo exacto o aquella que seguía un
método para pensar, de tal manera, que,
gracias a resultados verificables,
llevara a una racionalidad lógica,
a partir de los hechos observados, a juicios a posteriori, en el
más puro sentido kantiano, que aportasen nuevos entendimientos.
Orwell no idealiza a los científicos puros, encerrados en
laboratorios, porque a la hora de la verdad, al enfrentar problemas cotidianos
o de verse confrontados con otros campos del saber, son semejantes a cualquier
otra persona, por ignorante que ella sea y, como ejemplo de ello,
señala la capacidad de resistir al nacional-socialismo, puesto
que si bien se decía que la ciencia era universal, los científicos de distintos
países, que cerraban filas junto a sus gobiernos, muchas veces de manera
inescrupulosa.
La comunidad científica alemana no sólo no se opuso a un
monstruo como Hitler sino que además resultó colaboracionista y, sin ellos, la
máquina de guerra alemana no hubiera podido articularse.
En cambio, en el campo de la literatura, muchos escritores
germanos se exiliaron voluntariamente o fueron perseguidos de la forma más
siniestra, muchos de ellos sin ser ni siquiera judíos.
Orwell criticaba, en ese momento, que muchos de los mejores
científicos aceptaran, sin cuestionamiento alguno,
la sociedad capitalista, aunque muchos otros fueran comunistas,
sin criticar en lo más mínimo el estalinismo,
lo que permitía sacar la conclusión de que las mejores dotes
naturales para el aprendizaje de las ciencias exactas, no garantiza un punto de
vista crítico y humanitario,
de ahí que muchos científicos fueran en una carrera loca en
busca de las bombas atómicas que acabaran, en su día, con Hiroshima y Nagasaki.
Entonces, ¿dónde estaría el beneficio de una educación
científica como la que proponía J. Stewart Cook?
Orwell pensaba todo lo contrario e imaginaba que la educación
científica de las masas traería efectos más deletéreos, si se reducía a la
física, la química y la biología y se dejaban de lado el conocimiento de la
literatura y de la historia.
Para Orwell una verdadera educación científica significaba la
implantación
de esquemas mentales experimentales, racionales y críticos,
mediante la adquisición de métodos, para enfrentar cualquier tipo de problemas,
como una manera de enfrentarse al mundo y no, meramente,
como un corpus teórico, que llevase al desdén de otros campos
humanos como la poesía,
ya que muchos científicos precisan de una mejor educación, una
que amplíe su visión del mundo,
para que haya científicos capaces de rehusar investigaciones tan
destructivas, como las tendientes a la invención de las bombas atómicas,
hombres sensatos que no se metan en los sueños de la razón,
capaces de producir monstruos, como lo pretendían científicos lunáticos como
Víctor Frankenstein.
Para lograrlo se precisa, seres humanos formados
con una cultura general fundamental, capaces de reconocer los
hitos históricos de una manera crítica, tanto como de valorar los grandes
aportes de las artes y la literatura, más allá del ideal de convertirse en
científicos puros.
1984 trae de una manera más o menos explícita como el desastre
social está promovido desde el Poder Central, impidiendo el desarrollo del
pensamiento,
--- mediante la censura y la manipulación informativa que
controla la historiografía,
--- mediante la permanente reescritura de los acontecimientos,
la conversión en lo contrario de los palabras, gracias al desarrollo de una
neolengua, que desorienta a la sociedad, aniquila su capacidad crítica y acalla
cualquier voz que pudiera sonar a disidente,
--- para ocasionar una negación de la Utopía de Santo Tomás Moro
y generar más bien una distopía, una anti-utopía,
--- para poner una zancadilla al optimismo de la Ilustración y
una bofetada al positivismo del siglo XX,
--- para caer en esa trampa mortal del Gran Hermano, un abusador
de la tecnología y de los medios de comunicación de masa, que convierte a la
colectividad en prisioneros de un panóptico benthamiano.
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