El capitalismo ‒genéricamente‒ es un modelo socioeconómico en el cual los medios de producción y distribución de bienes y servicios pertenecen al orden privado; en este modelo, el capital ‒entendido ampliamente como un factor de producción constituido por inmuebles, maquinaria, dinero o instalaciones de cualquier género, que, en colaboración con otros factores, principalmente el trabajo y bienes intermedios, se destina a la producción y distribución de bienes y servicios susceptibles de consumo‒ es el principal activo en las relaciones de producción, así como el principal generador de riqueza y, por consiguiente, de poder.

   Bajo esta tesitura, no resulta secreto ni extraño entender las razones por las cuales la acumulación de capital se ha erigido como uno de los cánones más importantes que le dan significación a los quehaceres del tejido social, a tal grado de ‒prácticamente‒ vivir para acumular.

   Es en este conducto, y dentro de la noción de acumulación antes expuesta, la pregunta que nos tenemos que hacer es la felicidad como ideal humano ¿dónde reside? 
Según el prestigiado sociólogo Zygmunt Bauman «en el mundo actual todas las ideas de felicidad acaban en una tienda». 
Siguiendo esta misma premisa, y en concordancia con los ideales del sistema capitalista ‒consumismo irracional y exacerbado‒ podemos ultimar que la felicidad la encontramos al seno de cualquier tipo de tienda, comercio o lugar que permita la transacción y adquisición de bienes y/o servicios.

   Entonces, si el modelo capitalista está diseñado para adoctrinar al conglomerado social con el efecto de grabar en su raciocinio que el consumismo y el tener es sinónimo de felicidad, ¿qué sucede cuándo dicho modelo está tejido y articulado para que el grueso de la sociedad no tenga? O, por lo menos, tenga lo mínimo.

  Es aquí donde podemos señalar que el ideal de felicidad es una mera ilusión, o mínimamente, algo análogo a la idea de utopía que tenía Tomas Moro; es decir, un fin inalcanzable e inasequible, que a medida en que nos acercamos a él se aleja progresivamente. 
Lo anterior no es una percepción meramente personal, basta con que echemos un vistazo reflexivo y crítico a nuestro entorno y contexto social, cuya principal característica radica en la irracionalidad para consumir bienes y servicios que no necesitan, que tienen, pero, a su vez, desean renovar o actualizar, con la única justificación de ser aceptados en un grupo social consumista.

   Vale la pena esbozar como la teoría de la obsolescencia programada de los productos que consumimos también encuentra un valioso espacio en la racionalidad del tejido social, ello en función de los ideales que tenemos como personas adoctrinadas por el capitalismo, los cuales son tendientes a otorgar una vida útil a los productos que utilizamos, sin que estos realmente ya no estén en condiciones de seguir satisfaciendo la necesidad para la que se adquirieron. 
Nunca se está satisfecho con lo que tenemos, siempre queremos lo más actual o más novedoso, se adquiere un teléfono de cierta cantidad de dinero y en menos de tres meses, se quiere otro más costoso, así es como se configura la lógica humana‒capitalista.

   Por otro lado, y en esta misma inteligencia, es pertinente señalar cómo la ilusión está presente en nuestro ideal diario de felicidad; el capitalismo nos enseña que para ser felices debemos tener una casa con piscina, así como con espacios amplios y lujosos, cuyo valor monetario supera por mucho el poder adquisitivo que tiene el grueso de la sociedad. 
Sin embargo, pasamos todo el curso de la vida persiguiendo una ilusión que no es asequible para las posibilidades monetarias y/o económicas que tenemos. 
De ahí que pasemos todo ese curso entre el nacimiento y la muerte dormidos, como en un letargo zombi, donde no se piensa, no se analiza, no se reflexiona ni crítica, sólo se emulan y reproducen esquemas, patrones y conductas ilusorias, previamente diseñadas por los cuadros dominantes y que, cabe destacar, tienden a mantener al conjunto social bajo un yugo ideológico a través del consumismo, ya que éste se erige como el nuevo tótem de nuestra sociedad «Civilizada».

   Finalmente, es obligatorio no olvidar que el capitalismo está planteado de tal manera que el sujeto que no logra alcanzar la percepción y noción de éxito‒felicidad que defiende dicho sistema es el culpable de su fracaso, por ser poco competitivo y no estar a la altura de la demanda capitalista, empero, a juicio propio, lo que ha fracasado es el sistema, al ser excluyente, al no incluir en sus planes de desarrollo a la totalidad, o por lo menos, a la mayoría de personas a las cuales alberga nuestro planeta.

   No dejemos que la ilusión de felicidad que nos otorga el capitalismo nos absorba, no seamos un producto más de este sistema; en la medida de lo posible se tiene que buscar pensar por sí mismo. Una reestructuración ideológica es indispensable en estos tiempos.

   La filosofía juega un papel trascendental para contar con una sociedad pensante, la cual no este adoctrinada ni mecanizada en procesos sociales y humanos. 
Estemos a favor de la temprana enseñanza de la filosofía, dejemos a un lado el conocimiento dogmático; lo anterior es una disposición imperante y necesaria si lo que queremos es una sociedad cabalmente humana, donde nuestra coexistencia sea armónica, pacífica y que atienda al verdadero desarrollo humano.