"EL CONTROL DE NUESTRAS VIDAS" POR NOAM CHOMSKY
Editado By Bloghemia - lunes, febrero 03, 2020 -
Por: Noam Chomsky
No es una exageración decir que a los esfuerzos dedicados a
controlar nuestras vidas son una cuestión recurrente en la historia del mundo,
con especial énfasis en los últimos siglos, escenario de grandes cambios en las
relaciones humanas y en el orden mundial.
Esta cuestión es demasiado intensa para discutirla aquí en su
totalidad, por lo que, en primer lugar sólo me centrare en las actuales
manifestaciones de estos esfuerzos y en sus raíces, con un ojo puesto en lo que
podría llegar.
Lo haré desde una perspectiva global , sin duda el espacio en
que estas cuestiones surgen.
Durante el año pasado, las cuestiones globales fueron vistas en
términos vinculados a la noción de soberanía, esto es, al derecho de las
entidades políticas a seguir su propio curso, que puede ser inofensivo o
nefasto, y hacerlo sin interferencias externas.
En el mundo real, las interferencias se producen por parte de
poderes extremadamente concentrados, cuya sede está en EE UU. Este poder global
concentrado tiene varios nombres, dependiendo de qué aspecto de soberanía y
libertad tenga uno en mente.
Así, a veces se llama consenso de Washington, o complejo Wall
Street-Tesoro Público, u OTAN, o burocracia económica internacional (la
Organización Mundial de Comercio, el Banco Mundial, y el FMI), o G-7 (los
países ricos, occidentales e industriales) o G-3 o, quizás mejor G-l.
Desde una perspectiva más de fondo, podríamos describir estos
poderes como un puñado de grandes empresas -a menudo unidas por alianzas
estratégicas que administran una economía global que constituye, de hecho, una
especie de mercantilismo corporativo que tiende al oligopolio en la mayoría de
sectores, abiertamente aliadas con el poder estatal en su tarea de socialización
del riesgo y el coste y para la subyugación de los elementos recalcitrantes.
Durante el año pasado las cuestiones de la soberanía han surgido
en dos campos.
Una tiene que ver con el derecho soberano de estar a salvo de
una intervención militar. Aquí las cuestiones surgen en un orden mundial basado
en estados soberanos.
En segundo lugar aparece la cuestión de los derechos de
soberanía desde el punto de vista de la intervención socioeconómica.
Estos temas surgen en un mundo dominado por empresas
multinacionales, especialmente instituciones financieras y por un esquema
integral que ha sido construido para servir a sus intereses (por ejemplo,
algunos de estos asuntos surgieron inopinadamente en Seattle en noviembre
pasado).
En lo que se refiere a las intervenciones militares, fue este un
tema de primer orden el año pasado. Dos casos tuvieron particular significado y
atención: Timor Oriental y Kosovo (en orden inverso, lo cual tiene su interés,
ya que invierte el calendario y el significado).
Habría mucho que decir sobre este tema si el espacio lo
permitiera. Pero aquí voy a tratar sobre la segunda cuestión y me voy a centrar
en ella, es decir, en soberanía, libertad y derechos humanos. Estos son los
temas que despuntan en terreno socioeconómico.
Para empezar cabe hacer un comentario general: la soberanía no
es un valor en sí misma. Es tan sólo un valor en la medida en que relaciona la
libertad y los derechos, ya sea potenciándolos o debilitándolos.
Me gustaría dar por sentado algo que puede parecer obvio, pero
que de hecho es polémico.
Cuando hablamos de libertad y derechos, nos viene a la mente el
concepto de seres humanos, esto es, personas de carne y hueso, no abstracciones
políticas o construcciones legales como empresas, o estados, o capital.
Si dichas entidades tienen algún derecho, lo cual es discutible,
debe ser derivado de los derechos de la gente.
Este es el núcleo de la doctrina liberal, y a ella se oponen los
sectores más ricos y privilegiados, y esto es así tanto en el campo político
como en socioeconómico.
En el campo de la política, el eslogan habitual es
<<soberanía popular en un gobierno de, por y para el pueblo >>,
pero el esquema de funcionamiento difiere bastante del eslogan, pues consiste
en considerar al pueblo como un enemigo peligroso. Debe ser controlado, por su
propio bien.
Estas consideraciones se retrotraen a varios siglos, hasta las
primeras revoluciones democráticas modernas, en el siglo XVII en Inglaterra y
un siglo más tarde en las colonias norteamericanas
En ambos casos los demócratas fueron vencidos usando todos los
medios, aunque no del todo ni para siempre.
En el siglo XVII, en Inglaterra, gran parte de la población no
quería ser dominada ni por el rey ni por el parlamento.
Recordemos que son éstos los dos contendientes en la versión al
uso de la guerra civil pero, como en la mayoría de guerras civiles una buena
parte de la población no quería a ninguno de los dos. Tal como se leía en sus
panfletos, querían ser gobernados «por gente del campo como nosotros, que
conocen nuestras necesidades», no por «caballeros y nobles que nos
imponen leyes, son elegidos por miedo, nos oprimen , y no conocen los males de
la gente».
Estas mismas ideas animaron a los granjeros rebeldes de las colonias
un siglo más tarde, Pero el sistema constitucional fue diseñado de modo
bastante diferente. Fue construido Para bloquear tal herejía.
El objetivo era “proteger a la minoría opulenta frente a la
mayoría”, y asegurarse de que “el país es gobernado por aquellos que lo
poseen”.
Estas son las palabras del líder granjero James Madison, y del
presidente del Congreso Continental y primer juez del Tribunal Supremo, John
Jay.
Dicha concepción prevaleció, pero los conflictos continuaron.
Han adoptado continuamente nuevas formas, de hecho están abiertos, y a pesar de
todo, la doctrina elitista continúa inamovible en lo esencial.
Ya en el siglo XX, la población ha sido contemplada como
«ignorante y maleducada, se mete en todo”, su papel es el de «espectadores», no
de «participantes», excepto durante esas oportunidades periódicas en que hay
que elegir entre los responsables del poder privado.
Es lo que se ha dado en llamar elecciones. Durante las
elecciones, la opinión pública es considerada esencialmente irrelevante si
entra en conflicto con las demandas de la minoría opulenta que poseen el país.
Un ejemplo contundente, y hay muchos, tiene que ver con el orden
económico internacional, con los llamados acuerdos comerciales.
La población, en general, se opone sin paliativos a la mayor
parte de estas cosas, tal como ponen claramente de manifiesto las encuestas,
pero estas cuestiones no aparecen durante las elecciones. No aparecen porque
los centros de poder, la minoría opulenta, permanece unida ante la defensa de
la institucionalización de un particular orden socioeconómico. Así que estas
cuestiones no aparecen. Lo que se discute no les preocupa en exceso.
Esto es muy normal, y toma sentido a partir de la asunción de
que el papel del ciudadano, como ignorante y maleducado que se mete en todo, es
simplemente el de espectador.
Si la ciudadanía, como sucede a menudo, intenta organizarse y
meterse en política para participar, para presionar a favor de sus
preocupaciones, entonces hay un problema. Esto no es democracia, es «una crisis
de la democracia» y hay que superarla.
Todas estas citas son de liberales, del ala progresista del
abanico ideológico moderno, pero los principios son grosso modo los mismos.
Los últimos 25 años han sido uno de esos períodos, que llegan de
vez en cuando, de importante campaña organizada para intentar superar lo que se
percibe como crisis de la democracia y para reducir al ciudadano a su papel
apático, pasivo y obediente espectador. La política es así.
En el campo socioeconómico ocurren cosas similares. Se han
desarrollado paralelamente conflictos parecidos durante mucho tiempo.
Durante los primeros días de la Revolución Industrial en EE UU,
en Nueva Inglaterra, hace 150 años, había una prensa obrera muy activa e
independiente, gestionada por mujeres jóvenes procedentes de las granjas o de
los talleres de artesanía de los pueblos.
Condenaban la «degradación y subordinación» del nuevo sistema
industrial emergente, que obligaba a la gente a alquilarse para sobrevivir.
Vale la pena recordar que el salario fue considerado como no muy
diferente de la esclavitud ya en esa época, y no solamente por los trabajadores
de las fábricas, sino también por gran parte de la corriente intelectual
dominante, como por ejemplo Abraham Lincoln, o el Partido Republicano, o
incluso las editoriales del New York Times (lo deben haber olvidado).
La clase trabajadora se opuso al retomo de lo se llamó «los
principios monárquicos» en el sistema industrial, y reclamó que aquellos que
trabajaban en las fábricas las debían poseer, evocando el espíritu del
republicanismo.
Denunciaron lo que llamaron el «nuevo espíritu de la época:
“enriquecerse y olvidarse de todo menos de uno mismo», una visión rebajada
degradante de la vida humana que debe ser inculcada en pensamiento de la gente
sin escatimar esfuerzos, lo que de hecho ha ocurrido durante siglos.
Durante el siglo XX, la literatura sobre la industria de la
comunicación pública nos proporciona una rica e instructiva retahila de instrucciones
sobre cómo implementar el «nuevo espíritu de la época» mediante la creación de
necesidades, o bien a través de «regir la opinión pública del mismo modo que un
ejército rige los cuerpos de sus soldados», e induciendo a una «filosofía de la
futilidad» y a una carencia de objetivos en la vida, concentrando la atención
humana en «las cosas más superficiales, las referidas en gran parte al consumo
de moda».
Si esto es posible, entonces la gente aceptará su insignificante
y subordinada vida, apropiada para ellos, y así se dejarán de ideas
subversivas, de tomar el control de sus vidas.
Es éste un proyecto de ingeniería social de envergadura. Ha sido
así durante siglos, pero se ha intensificado y ha tomado mayor calibre desde el
siglo pasado.
Hay muchas maneras de implementarlo. Algunas son las que ya he
indicado y sería redundante ilustrar.
Otras incluyen minar la seguridad, y aquí podemos encontrar
varias maneras.
Una manera de minar la seguridad es amenazar con la pérdida del
empleo, una de las mayores consecuencias, y que racionalmente se debe asumir,
de los objetivos de los mal llamados acuerdos comerciales (subrayo «mal
llamados» porque no son acuerdos de librecambio, ya que contienen fuertes
elementos antimercado, de variada naturaleza, y stríctu sensu no son acuerdos,
ya que a la gente le preocupan, y en gran medida se oponen a ellos).
Una consecuencia de estos proyectos es facilitar la amenaza (que
no tiene porqué ser real, a veces con la amenaza basta) de la pérdida del
empleo, lo que constituye una buena manera de disciplinar minando la seguridad.
Otra estratagema es la promoción de lo que se llama «la
flexibilidad del mercado de trabajo».
Déjenme citar al Banco Mundial, que expone la cuestión sin
tapujos.
Dice: «el incremento de la flexibilidad en el mercado de
trabajo, a pesar de su mala fama, y de que se ha adoptado como un eufemismo de
disminución de salarios y de despido de trabajadores» (que es exactamente lo
que es) «es esencial en todas las regiones del mundo (…) Las reformas más
importantes implican el levantamiento de restricciones a la movilidad laboral y
la flexibilidad salarial, así como desvincular los servicios sociales de los
contratos laborales».
Esto significa rebajar los beneficios y los derechos que se han
conquistado por varias generaciones y tras una dura lucha.
Cuando se habla de rebajar las restricciones a la flexibilidad
salarial, quieren decir flexibilidad hacia abajo, no hacia arriba.
Cuando se habla de movilidad laboral no se hace referencia al
derecho de la gente de mudarse allá donde quiera, tal como ha sido siempre
reclamado desde la teoría del libre mercado, desde Adam Smith, sino más bien se
hace referencia al derecho de despedir trabajadores cuando convenga la actual
versión de la globalización basada en los inversores el capital y las empresas
deben tener libertad de movimientos, pero no así la gente, ya que sus derechos
son secundarios, anecdóticos.
Estas «reformas esenciales», tal como las denomina el Banco
Mundial, están impuestas en gran parte del mundo como condiciones para disponer
del visto bueno del Banco Mundial y del FMI.
En los países industriales se introducen de otro modo, y también
se han revelado efectivas.
Alan Greenspan declaró ante el Congreso que la «mayor inseguridad
de los trabajadores» ha constituido un factor importante en lo que se ha
llamado «el cuento de hadas de la economía».
Mantiene la inflación baja, ya que los trabajadores tienen miedo
de reclamar más salario y beneficios. Se encuentran inseguros.
Esto se ve a las claras si examinamos las estadísticas. Durante
los últimos 25 años, en este período de repliegue de crisis de la democracia,
los salarios se han estancado o han bajado para la mayor parte de la fuerza de
trabajo, para los trabajadores no cualificados , y las horas de trabajo han
aumentado espectacularmente; esto se comenta, por supuesto, en la prensa
económica, que lo describe como “un desarrollo deseado de trascendente
importancia”, con trabajadores obligados a abandonar sus “lujosos estilos de
vida”, mientras los beneficios empresariales son “superlativos” y “estupendos”
(Wall Street Journal, Business Week y Fortune)
En las dependencias, las medidas son menos delicadas. Una de
ellas es la llamada «crisis de la deuda», son atribuibles a los programas del
Banco Mundial y del FMI, y también al hecho de que la parte rica del Tercer
Mundo está, en su mayor parte, exenta de obligaciones sociales. Esto es
radicalmente cierto en América Latina, y constituye uno de los problemas
principales.
La «crisis de la deuda» es real, pero vayamos un poco más allá.
De ningún modo es un simple hecho económico.
Se trata, en un sentido amplio, de destrucción ideológica. Lo
que se ha dado en llamar “deuda” podría ser superado fácilmente de varias y
elementales maneras.
Una manera de superarla sería revisar el principio capitalista
de que el que pide prestado tiene que pagar y el prestamista tiene que tomar el
riesgo. Así, por ejemplo, si alguien me presta dinero y lo mando a mi banco en
Zurich y me compro un Mercedes, y luego ese alguien viene y me pregunta por el
dinero, está claro que no puedo decirle: «Lo siento, no lo tengo. Cójalo de mi
Vecino”. Aunque uno quiera asumir el riesgo del préstamo, está claro que no
puede decir “mi vecino pagará por mí”.
Sin embargo, en las negociaciones internacionales se funciona
así. En esto consiste la «crisis de la deuda». La deuda no la debe pagar la
gente que pidió prestado (los dictadores militares y sus compinches, los ricos
y privilegiados que hemos apoyado en sociedades altamente autoritarias), estos
no tienen que pagar.
Por ejemplo, veamos el caso de Indonesia, donde la deuda actual
es de un 140% del PIB. El dinero fue concedido a la dictadura militar y sus
amigos y probablemente llegó a quizás unas doscientas personas del entorno
exterior, pero es pagado por la población mediante durísimas medidas de
austeridad.
Los prestamistas están protegidos del riesgo en su mayor parte.
Utilizan el dinero resultante del traspaso del riesgo a la sociedad mediante
diversas estrategias de socialización de costes, transfiriéndolos a los
contribuyentes del Norte. Esta es una de las funciones del FMI.
En América Latina pasa lo mismo. La enorme deuda Latinoamericana
no puede considerarse algo muy diferente de la fuga de capitales de América
Latina, lo que sugiere una manera simple de tratar la deuda (o al menos una
gran parte de ésta), siempre y cuando alguien crea en el principio capitalista
anterior, el cual resulta «inaceptable», por supuesto, ya que pone el acento en
la gente «equivocada», en la minoría opulenta.
Hay otros modos de eliminar la deuda y también dejan entrever que se trata de
una construcción ideológica. Otro método, aparte del principio capitalista, es
el principio de Derecho Internacional introducido por EE UU cuando, según los
libros de historia, «liberó» Cuba, es decir, cuando la conquistó en prevención
de que se liberara ella misma de España en 1898.
Una vez «liberada», EEUU canceló su deuda con España con el
argumento perfectamente razonable de que la deuda fue impuesta sin el
consentimiento de la población, que fue impuesta bajo condiciones coercitivas.
Ese principio entró en el Derecho Internacional, básicamente a
instancias de EE UU. Se llama el »principio de la deuda odiosa». Una «deuda
odiosa» es inválida, no hay que pagarla.
Esto ha sido reconocido por el director ejecutivo estadounidense
del FMI: si ese principio estuviera al alcance de las víctimas, no sólo de los
ricos, la deuda del Tercer Mundo se evaporaría en su mayor parte, ya que es
inválida. Es deuda odiosa.
Pero esto no ocurrirá. La deuda odiosa es un arma muy poderosa de control que
no se puede abandonar. Para aproximadamente la mitad de la población mundial,
en estos momentos y gracias a este método, sus políticas económicas nacionales
las dirigen burócratas desde Washington.
Además, la mitad de la población del mundo (no la misma de antes, aunque se
puede solapar), está sujeta a sanciones unilaterales de EE UU, lo que
constituye una forma de coacción económica que, de nuevo, mina severamente la
soberanía y ha sido condenada repetidamente, hace muy poco de nuevo, por
Naciones Unidas como inaceptable. Pero parece que no importa.
Entre los países ricos hay otras maneras de llegar a resultados
similares. Volveré luego sobre ello, pero antes unas palabras sobre algo que
jamás deberíamos olvidar: las estrategias utilizadas en las dependencias pueden
ser extremadamente brutales.
Los jesuitas organizaron una conferencia en San Salvador hace un
par de años. Se habló en ella del terrorismo de Estado de los años 80 y de su
continuación a través de las políticas socioeconómicas impuestas por los
vencedores. La conferencia tomó buena nota de lo que denominó la residual
«cultura del terror», que dura tras el declive del terror de facto y tiene como
efecto la «domesticación de las expectativas de la mayoría», que abandona
cualquier idea de «alternativa a las exigencias de los poderosos».
Han aprendido la lección: No Hay Alternativa (TINA), tal como
rezaba la cruel frase de Maggie Thatcher.
La idea de que no hay alternativa es el eslogan habitual en la
versión empresarial de la globalización.
En las dependencias, los grandes logros de las operaciones
terroristas han consistido en destruir las esperanzas que habían surgido, en
América Latina y en Centroamérica durante los años 70, de la mano de las
organizaciones populares a lo largo y ancho de la región, y también de la
Iglesia, cuya opción «por los pobres» le costó severos castigos por haberse
apartado del buen camino.
A veces las lecciones sobre el pasado se reescriben más
cuidadosamente y en un tono más mesurado. Se percibe hoy un torrente de
autocomplacencia acerca de «nuestro» éxito a la hora de inspirar la ola de
democracia en «nuestras» dependencias latinoamericanas. Este tema está tratado
de otro modo, y más cuidadosamente, en una revista académica por un
especialista en el tema, Tilomas Carrothers, quien escribe, tal como él mismo
dice, desde una «perspectiva interna», ya que trabajó en la administración Reagan
en el programa del Departamento de Estado de fortalecimiento de la democracia,
tal como lo llamaban ellos.
Carrothers cree que Washington tenía buenas intenciones, pero
reconoce que, en la práctica, la Administración Reagan buscó mantener «un orden
mínimo en… sociedades no demasiado democráticas» y evitar «cambios basados en
el populismo», y como sus predecesores, adoptó «políticas prodemocráticas como
medio de quitar presión a tentativas de cambio más radicales, pero
inevitablemente buscó sólo limitados cambios democráticos de perfil bajo, que
no pusieran en riesgo las tradicionales estructuras de poder de las cuales los
Estados Unidos han sido durante mucho tiempo aliados».
Hubiera sido más apropiado decir que «las estructuras
tradicionales de poder con las que las estructuras tradicionales de poder de EE
UU han estado durante mucho tiempo aliadas», y sería más exacto.
El mismo Carrothers se muestra insatisfecho con el resultado,
pero describe lo que él denomina la «crítica liberal» como débil en sus
fundamentos.
Dicha crítica deja los viejos debates «sin resolver», dice, a
causa de «su perenne debilidad».
Esta perenne debilidad consiste en no ofrecer ninguna
alternativa a la política de restauración de las estructuras tradicionales de
poder, en este caso mediante el terror asesino que dejó unos doscientos mil
cadáveres durante los años 80 y millones de refugiados, heridos y huérfanos en
sociedades devastadas. De nuevo aparece TINA.
El mismo dilema aparece al otro lado del abanico político. El
principal especialista en América Latina del presidente Cárter, Robert Pastor,
se encuentra lejos de esta visión pacífica. Explica en un interesante libro
porqué la administración Cárter tuvo que apoyar al asesino y corrupto régimen
de Somoza hasta su amargo final, cuando hasta las estructuras tradicionales de
poder giraron la espalda al dictador.
EE UU (la administración Cárter) tuvo que intentar mantener la
guardia nacional que había formado y entrenado y que estaba atacando a su
población «con una brutalidad que una nación normalmente reserva para sus
enemigos», escribe. Todo esto se hizo aplicando el principio TINA. He aquí la
razón: «EEUU no quería controlar Nicaragua u otros países de la región, pero tampoco
quería desenlaces que escaparan a su control. Quería que Nicaragua actuara
independientemente, excepto (el énfasis es suyo) si esto afectaba adversamente
a los intereses de EE UU». Así, en otras palabras, los latinoamericanos serian
libres, libres para actuar de acuerdo con sus deseos. O sea: queremos que sean
libres para elegir, a no ser que se inclinen por opciones que no queremos, en
cuyo caso nos veremos obligados a restaurar las estructuras tradicionales de
poder mediante la violencia, si es necesario. Esta es la cara más progresista y
liberal del abanico político.
Hay voces fuera del abanico, no voy a negarlo. Por ejemplo, hay
una idea según la cual la gente debería tener derecho a «participar en las
decisiones que continuamente modifican su modo de vida en lo esencial», que no
vean sus esperanzas «truncadas cruelmente» dentro de un orden global en el cual
«el poder político y financiero se concentra» mientras que los mercados
financieros «fluctúan erráticamente» con devastadoras consecuencias para los
pobres, «las elecciones pueden manipularse», y «los aspectos negativos y otros
son considerados completamente irrelevantes» por los poderosos. Estas citas
están tomadas de un cierto extremista radical del Vaticano, de cuyo mensaje
anual de año nuevo la prensa nacional apenas se hizo eco, y se trata sin duda
de alternativas que no se encuentran en la agenda.
¿Por qué hay tal grado de consenso en que América Latina y por
extensión el mundo, no está autorizada a ejercer su soberanía, es decir, a
tomar el control de sus vidas?
A nivel global, análogamente, es el miedo intrínseco a la
democracia.
De hecho esta pregunta se ha formulado frecuentemente de modos
muy ilustrativos; en primer lugar, en el conjunto de documentos internos de que
disponemos (estamos en un país bastante libre, disponemos de un rico registro
de documentos desclasificados, algunos de ellos muy instructivos).
En el argumento que los recorre se ve ilustrado fehacientemente
uno de los casos más importantes, una conferencia hemisférica a la que EE UU
llamó en febrero de 1945 de cara a imponer lo que se denominó la Carta
Económica para las Américas, que constituía una de las piedras angulares del
mundo de posguerra todavía vigente.
La Carta hacía un llamamiento para terminar con el «nacionalismo
económico (es decir soberanía) en todas sus formas».
Los latinoamericanos deberían evitar lo que se denominó un
desarrollo industrial «excesivo» que compitiera con los intereses de EE UU,
aunque podrían acceder a un «desarrollo complementario».
Así que Brasil podía producir el acero de bajo coste que no
interesara a las empresas de EE UU. Era crucial «proteger nuestros recursos»,
tal como escribió George Kennan, aunque ello requiriera de «Estados-policía».
Washington tuvo problemas para imponer la Carta. En el
Departamento de Estado internamente se lo habían planteado a las claras: los
latinoamericanos se equivocaron de elección. Estos hacían llamamientos para
implementar «políticas diseñadas para mejorar la distribución de la renta y para
aumentar el nivel de vida de las masas», y se hallaban en el «convencimiento de
que los primeros beneficiarios del desarrollo de los recursos de un país debe
ser la gente del país», no los inversores de EE UU.
Esto era inaceptable, por lo que el ejercicio de la soberanía no
podía permitirse. Pueden ser libres, pero libres para hacer las elecciones
correctas.
Este mensaje ha sido forzadamente recordado de manera regular,
episodio tras episodio, hasta hoy.
Mencionaré un par de ejemplos. Guatemala tuvo un breve
interludio de democracia, truncado por un golpe de estado de EE UU.
Al ciudadano esto se le presentó como una defensa contra los
rusos. Algo exótico, pero fue así. Internamente la estocada fue diferente y la
amenaza fue vista de modo más real.
He aquí el modo en que lo vieron: «Los programas económicos y
sociales del gobierno electo se acordaban de las aspiraciones» de los
trabajadores y los campesinos, e «inspiraban lealtad y defendían los intereses
de la mayor parte de los guatemaltecos más conscientes».
Todavía peor, el gobierno de Guatemala se había vuelto «una
amenaza creciente para la estabilidad de Honduras y El Salvador. Su reforma
agraria era una poderosa arma de propaganda; sus amplios programas sociales de
ayuda a los trabajadores y campesinos, en una lucha victoriosa contra las
clases altas y las grandes empresas extranjeras, tenían gran predicamento entre
la población de los vecinos centroamericanos donde se daban condiciones
similares».
Así que la solución militar fue necesaria. Duró 40 años y ha
dejado la misma cultura de terror que en sus vecinos centroamericanos.
Lo mismo aconteció en Cuba, otro caso de actualidad. Cuando EE
UU tomó secretamente la decisión de deponer el gobierno de Cuba en 1960, el
razonamiento fue muy similar. Esto lo explica el historiador Arthur
Schiesinger, quien resumió para el presidente Kennedy el estudio de una misión
a América Latina en un informe secreto.
La amenaza cubana, según la misión, consistía en «la difusión de
la idea de Castro de solucionar uno mismo sus propios asuntos».
Esto era una enfermedad que podía infectar el resto de América
Latina, explicó Schiesinger, donde «los pobres y los excluidos», es decir, casi
todo el mundo, «estimulados por el ejemplo de la revolución cubana, están
exigiendo oportunidades para una vida decente». Así que había que hacer alguna
cosa, y ya se sabe lo que se hizo.
¿Qué tal la «conexión soviética»? Se mencionaba así en el
informe: «Mientras tanto, la Unión Soviética se deja querer, concediendo
grandes préstamos para el desarrollo, y presentándose a sí misma como el modelo
a seguir para alcanzar la modernización en una sola generación».
Bueno, pues esa era la amenaza. La amenaza de tomar sus vidas
bajo su control, y debe ser destruida mediante terrorismo y estrangulación
económica, tal como hoy día continúa. Todo ello es totalmente independiente de
la guerra fría. Seguramente hoy se da por obvio, sin ni siquiera documentos
secretos.
Las mismas preocupaciones de la posguerra fría llevaron al
rápido desmantelamiento del breve experimento democrático en Haití por parte de
los presidentes Bush y Clinton, como continuación de antiguas intervenciones.
Las mismas preocupaciones subyacen en el fondo de los acuerdos
comerciales, como el TLC3 por ejemplo. Vale la pena recordar que en esas fechas
la propaganda decía que iba ser una maravillosa bendición para la clase
trabajadora de los tres países (Canadá, EE UU, y México). Estas ideas fueron
discretamente abandonadas poco después, cuando se vio lo que había.
Lo que era obvio desde el principio fue finalmente aceptado. El
objetivo consistía en «encerrar a México en las reformas» de los años 80, las
cuales redujeron drásticamente los salarios, y enriquecieron a un pequeño
sector de inversores extranjeros.
Las preocupaciones de fondo se articularon en una conferencia en
Washington sobre estrategias de desarrollo en América Latina, en 1990.
Se advirtió que «una democracia abierta pondría a prueba la
apuesta de entronizar un gobierno más interesado en retar a EE UU en aspectos
económicos y nacionalistas».
Señalemos que es la misma amenaza de 1945, desde entonces
superada encerrando a México en obligaciones derivadas de tratados.
Estas mismas razones subyacen detrás de medio siglo de tortura y
terror, no sólo en el hemisferio occidental. Se encuentran también en el núcleo
de los acuerdos sobre derechos de los inversores que están siendo impuestos
bajo esta forma especifica de globalización que está diseñada por el nexo de
poder estado-empresas.
Pero volvamos al punto de partida: la contestada cuestión de la
libertad y los derechos, y consecuentemente la soberanía que de ello se deriva.
¿Es inherente a las personas de carne y hueso, o sólo a aquellas
ricas y privilegiadas?
¿O incluso a construcciones abstractas como las empresas, o el
capital, o los estados?
En el siglo pasado la idea de que tales entidades tienen
derechos especiales sobre las personas fue defendida contundentemente.
Los ejemplos más prominentes son el bolchevismo, el fascismo y
la idea de empresa privada, que constituye una forma de tiranía privatizada.
Dos de estos sistemas se colapsaron. El tercero está vivo y
progresando bajo el manto de TINA, «no hay alternativa» al emergente sistema de
mercantilismo empresarial de estado disfrazado de eufemismos como globalización
o librecambio.
Hace un siglo, durante los primeros estadios de toma del poder
de América por parte de las empresas, la discusión sobre estos temas era
bastante abierta.
Los conservadores denunciaron el proceso, describiéndolo como un
«retorno al feudalismo» y «una forma de comunismo», lo que no es para nada una
analogía inapropiada.
Los orígenes intelectuales eran similares, basados en la idea
neohegeliana de derecho de las entidades orgánicas, juntamente con la creencia
en 1a necesidad de tener una administración centralizada de 1os sistemas
caóticos, como los mercados, que estaban totalmente fuera de control.
Vale la pena retener la idea de que en lo que hoy día se
denomina «economía de librecambio», una parte muy grande de las transacciones
internacionales (denominadas comercio para despistar), probablemente alrededor
del 70% de éstas, se hacen de hecho dentro de instituciones gestionadas
centralizadamente, entre empresas y entre alianzas empresariales. Por no
destacar otras formas de distorsiones radicales del mercado.
La critica conservadora (uso el término «conservador un sentido
tradicional, tales conservadores hoy día apenas existen) fue recogida por los
liberal-progresistas del extremo del abanico político a principios del siglo
XX, siendo quizás el más renombrado John Dewey, importante filósofo social
americano cuyo trabajo se centró en temas de democracia.
Sostuvo que las formas democráticas tienen escasa entidad cuando
«la vida del país» (producción, comercio, medios de comunicación) está dominada
por tiranías privadas en un sistema que él denominó «feudalismo industrial», en
el, la clase trabajadora está subordinada al control de los directivos, y la
política se ha vuelto «la sombra de las grandes empresas sobre la sociedad».
Fijémonos que estaba articulando ideas que eran lugar común
entre la clase obrera unos cuantos años antes. Lo mismo ocurrió con su
llamamiento a la eliminación, sustitución del feudalismo industrial mediante la
democracia industrial autogestionada.
Es interesante señalar que los intelectuales progresistas que se
mostraron a favor del proceso de la toma del poder por parte de las empresas,
también estuvieron más o menos de acuerdo con esta descripción de la situación.
Woodrow Wilson, por ejemplo, escribió que «la mayor parte de los
hombres son sirvientes de las grandes empresas», que actualmente constituyen
«la mayor parte de los negocios del país» en una América muy diferente de la
anterior, que ya no es un lugar de emprendedores individuales, de oportunidades
individuales y de logros individuales»; en la nueva América que surge,
«pequeños grupos de hombres controlan grandes empresas, ostentan el poder, el
control sobre la riqueza, las oportunidades de negocio del país», tornándose
«rivales del mismo gobierno», y minando la soberanía popular, ejercida a través
de un sistema político democrático.
Aunque observemos que esto fue escrito en apoyo del proceso.
Describía el proceso como quizás desafortunado, pero necesario, alineándose en
particular con el mundo de los negocios tras los destructivos fallos del
mercado de los años precedentes, que convencieron al mundo de los negocios y a
los intelectuales progresistas de que los mercados había que administrarlos y
que las transacciones financieras había que regularlas.
Cuestiones similares, muy similares, están hoy de moda en la
arena internacional. Por ejemplo la reforma de la arquitectura financiera y
cosas así.
Hace un siglo, las grandes empresas veían, garantizaban los
derechos de las personas mediante una actividad judicial radical, una violación
extrema de los principios liberales clásicos.
Fueron asimismo liberadas de antiguas obligaciones de ceñirse a
las actividades empresariales específicas para las que tenían autorización. Y
todavía más, en un importante cambio de orientación, los jueces decantaron su
poder a favor de los accionistas, identificándose en un partenariado con el
control centralizado y con la persona inmortal de la empresa.
Aquellos que conozcan la historia del comunismo reconocerán que
este proceso es muy similar al proceso que tenía lugar a la vez, muy pronto
predicho, por cierto, por críticos de izquierda, marxistas de izquierda y
críticos anarquistas del bolchevismo, gente como Rosa Luxemburg, quien había
advertido con bastante antelación que la ideología centralizadora desplazaría
el poder de la clase obrera hacia el Partido, hacia el Comité Central, y luego
hacia el líder máximo, tal como ocurrió poco después de la conquista del poder
estatal en 1917, que destruyó a su vez lo poco que quedaba de los principios y
formas socialistas. Los propagandistas de ambos lados prefieren una historia
diferente que les vaya mejor, pero creo que esta es la correcta.
En años recientes, las grandes empresas han venido escatimando
derechos que van mucho más allá de los de las personas.
Bajo las reglas de la Organización Internacional del Trabajo,
las grandes empresas exigen el respeto al derecho del «tratamiento nacional».
Esto quiere decir que la General Motors, si está operando en México, puede
exigir ser tratada como una empresa mexicana. Este derecho corresponde
solamente a las personas inmortales, no es un derecho de las personas de carne
y hueso. Un mexicano no puede ir a Nueva York y exigir el tratamiento nacional
y que se le conceda, pero las grandes empresas sí.
Otras reglas exigen que los derechos de los inversores,
prestamistas y especuladores deben prevalecer sobre los derechos de la gente de
carne y hueso de a pie, minando la soberanía popular y los derechos
democráticos.
Las grandes empresas, como bien se sabe, se adaptan y actúan de
muchos modos contra la soberanía de los estados. Hay casos muy interesantes.
Por ejemplo en Guatemala, hace un par de años, se intentó reducir la mortalidad
infantil regulando la comercialización de la leche en polvo para niños por
parte de las multinacionales. Las medidas que Guatemala propuso se adaptaban a
las directrices de la Organización Mundial de la Salud y respetaban los códigos
internacionales, pero la Gerber Corporarion denunció tal expropiación y la
amenaza de una queja de la Organización Mundial de Comercio fue suficiente para
que Guatemala retirara la propuesta por temor a medidas de represalia por parte
de EEUU.
La primera queja bajo la nuevas reglas de la OMC se formuló
contra EE UU por parte de Venezuela y Brasil, que se quejaban de que las
regulaciones EPA referentes al petróleo violaban sus derechos como
exportadores. En esa ocasión Washington aceptó, supuestamente por temor a
sanciones, pero soy escéptico sobre esta interpretación. No creo que EE UU
tenga miedo de sanciones de Venezuela y Brasil, más probablemente la
administración Clinton simplemente no vio ninguna razón de peso para defender
el medio ambiente y proteger la salud.
Obscenas cuestiones de este calibre aparecen una y otra vez con
fuerza. Decenas de millones de personas en todo el mundo mueren de enfermedades
evitables por culpa de medidas proteccionistas escritas en las reglas de la
OMC, que garantizan a las grandes empresas privadas el derecho de fijar precios
monopolistas.
Tailandia y Sudáfrica, por ejemplo, que disponen de industria
farmacéutica, podrían producir medicamentos que salvaran vidas por una fracción
del coste del precio monopolístico, pero no se atreven por miedo a sanciones
comerciales.
De hecho, en 1998 EE UU llegó a amenazar a la Organización
Mundial de la Salud con retirar sus cuotas si a ésta se le ocurría controlar
los efectos de las condiciones comerciales sobre la salud. Estas son amenazas
reales.
A todo ello se le llama «derechos comerciales», pero no tienen
nada que ver con el comercio. Tienen que ver con prácticas monopolísticas de
fijación de precios reforzada por medidas proteccionistas que se incluyen en
los acuerdos de librecambio.
Estas medidas están diseñadas para asegurar los derechos
empresariales, que también tienen como efecto la reducción del crecimiento y de
las innovaciones, naturalmente.
Estas son sólo una parte de la retahila de regulaciones introducidas
en estos acuerdos que frenan el desarrollo y el crecimiento.
Lo que motivan estas medidas son los derechos de los inversores,
no el comercio. El comercio, por supuesto, carece de valor en sí mismo. Sólo
tiene valor si incrementa el bienestar humano.
En general, el principio primordial de la OMC, y de sus
tratados, consiste en que la soberanía y los derechos democráticos tienen que
estar subordinados a los derechos de los inversores. En la práctica esto
significa que prevalecen los derechos de esas gigantescas personas inmortales:
tiranías privadas a las cuales la gente debe subordinarse.
Estas son las razones que condujeron a los notables hechos de
Seattle. De todos modos, el conflicto entre la soberanía popular y el poder
privado se puso de manifiesto mucho más crudamente unos meses después de
Seattle, en Montreal, cuando fue alcanzado un ambiguo acuerdo sobre las bases
del llamado «protocolo de bioseguridad». Ahí la cuestión estuvo clara.
Citando el New York Times, «se alcanzó un compromiso tras
intensas negociaciones que a menudo incitaban el enfrentamienro de EE UU contra
casi todo el mundo» por culpa de lo que se llamó el «principio de precaución».
¿De qué se trata? El jefe de la delegación de la Unión Europea
lo describió así: «los países deben tener la libertad, el derecho soberano, de
tomar medidas precautorias ante las semillas genéticamente modificadas,
microbios, animales, y cosechas que se sospechen perjudiciales».
EE UU, sin embargo, insistió en aplicar las reglas de la OMC. Dichas
reglas dicen que una importación sólo puede ser prohibida si existe evidencia
científica.
Fijémonos dónde se encuentra aquí el objetivo. Lo que se discute
es si la gente tiene derecho a rechazar ser objeto de un experimento. Para
ejemplificarlo, supongamos que el departamento de biología de una universidad
entrara aquí y nos dijera: «Amigos, vais a ser objeto de un experimento que
tenemos que llevar a cabo.
No sabemos adonde nos va a llevar. No sé, ¿qué tal unos
electrodos en el cerebro para ver qué pasa?
Podéis negaros, pero sólo si podéis esgrimir una evidencia
científica de que esto os va a perjudicar». En condiciones normales no vamos a
poder esgrimir tal evidencia.
La pregunta es, ¿tenéis derecho a negaros? Según las reglas de
la OMC, no. Tenéis que ser objetos del experimento.
Es una forma de lo que Edward Hermán llama «soberanía del
productor». El productor reina, son los consumidores los que deben defenderse
de alguna manera. A nivel interno esto funciona, tal como Hermán apunta. No es
responsabilidad, dice, de la industria química ni de los fabricantes de
pesticidas demostrar, probar, que lo que están echando al medio ambiente es
seguro. Es responsabilidad del ciudadano demostrar científicamente que no lo es,
y tiene que hacerlo a través de agencias públicas con bajo presupuesto,
susceptibles de dejarse influir ante las presiones de la industria.
Esta fue la cuestión que se discutió en Montreal, y una suerte
de acuerdo ambiguo fue alcanzado.
Dejemos claro que no se tocó ninguno de los principios, y esto
se puede ver simplemente observando quién estaba presente. EE UU estaba a un
lado de la mesa, y se le unieron algunos otros países con intereses en
biotecnología y agroexportaciones de alta tecnología, y en el otro lado estaban
todos los demás, aquellos que no tenían esperanzas de sacar tajada del
experimento. Esta era la situación, y esto nos dice a las claras qué principios
se discutían.
Por razones similares, la Unión Europea favorece aranceles altos
sobre los productos agrícolas, tal cómo hacía EE UU hace 40 años (ahora ya no,
y no porque los principios hayan cambiado, sino porque el poder ha cambiado).
Hay un principio no escrito que dice que los poderosos y
privilegiados deben tener capacidad de hacer lo que quieran (por supuesto
esgrimiendo nobles motivos).
El corolario es que la soberanía y los derechos democráticos de
la gente en este caso deben pasar de ser (y esto es lo dramático) refractarios
a ser objeto de experimentos cuando las grandes empresas de EE UU pueden sacar
tajada del experimento.
La invocación por parte de EE UU de las reglas de la OMC es muy
natural, ya que codifican ese principio, y esto es fundamental.
Estos temas, aunque son muy reales y afectan a un gran número de
personas en el mundo, son de hecho secundarios ante otras modalidades de
reducción de la soberanía a favor del poder privado.
Pienso que, con probabilidad, la más importante fue el
desmantelamiento del sistema de Bretton Woods a principios de los años 70 por
parte de EE UU, el Reino Unido y otros. Dicho sistema fue diseñado por EE UU y
el Reino Unido en los años 40, años de abrumador apoyo popular a los programas
de bienestar social y a medidas democráticas radicales.
En parte por eso el sistema de Bretón Woods de mediados de los
años 40 regulaba las tasas de intercambio y permitía controlar los flujos de
capital.
La idea era atajar la especulación perniciosa a gran escala y
restringir la fuga de capitales.
Los motivos eran claros y se articularon diáfanamente. Los
flujos libres de capital crean lo que se ha llamado en ocasiones un «parlamento
virtual» del capital global, el cual puede ejercer su poder de veto sobre las
políticas gubernamentales que considere irracionales.
Esto implica a los derechos laborales, programas educativos o de
salud o políticas públicas de estímulo de la economía o, de hecho, cualquier
cosa que ayude a la gente y no a los beneficios (y por lo tanto es irracional
en un sentido técnico).
El sistema de Bretton Woods funcionó más o menos durante 25
años. Época que ha sido calificada por muchos economistas como la «edad de oro»
del capitalismo moderno (capitalismo moderno de Estado más propiamente). Fue un
período, que duró hasta los 70 más o menos, de rápido crecimiento -sin
precedentes históricos- de la economía, del comercio, de la productividad, de
la inversión de capital, de extensión del estado del bienestar, una edad de oro.
Todo se vino abajo a principios de los años 70.
El sistema de Bretón Woods fue desmantelado con la
liberalización de los mercados financieros y la implementación de tipos de
cambio flotantes.
El período siguiente ha sido descrito como una «edad de plomo».
Hubo una enorme explosión de capital especulativo a muy corto plazo, que
ahogaba a la economía productiva. Hubo un deterioro remarcable en todas y cada
una de las magnitudes económicas: crecimiento económico considerablemente más
lento, crecimiento de la productividad más lento, así como de la inversión en
capital, tasas de interés mucho más altas (que frenan el crecimiento), mayor
volatilidad de los mercados, y crisis financieras.
Todo esto tiene efectos muy severos sobre la gente, incluso en
los países ricos: estancamiento o declive de los salarios, jornadas de trabajo
mucho más largas (hecho particularmente remarcable en EEUU), y recorte de los
servicios.
A título de ejemplo, en esta gran economía de la que habla todo
el mundo, la media del ingreso familiar ha retrocedido a la de 1989, que está
bastante por debajo de la de los 70.
Ha sido también una época de desmantelamiento de las medidas
socialdemócratas que tanto han contribuido a la mejora del bienestar humano.
En general, el nuevo orden internacional impuesto ha concedido
un poder de veto mayor para el «parlamento virtual» de los inversores de
capital privado, llevándonos a un declive significativo de la democracia y de
los derechos de soberanía, y a un importante deterioro de la salud pública.
Del mismo modo que estos efectos se dejan notar en sociedades
ricas, son catastróficos en las sociedades más pobres.
Son efectos que cruzan transversalmente las sociedades, no es
que tal sociedad se haya enriquecido y esta otra se haya empobrecido. Las
medidas más significativas comprenden sectores globales de la población.
Así, por ejemplo, echando mano de análisis recientes del Banco
Mundial, si tomamos el 5% de la población más rica y la comparamos con el 5%
más pobre, el ratio era de 78 a 1 en 1988 y 114 a 1 en 1993 (siendo éste el
último año del que se disponen datos, ahora es indudablemente más alto).
Los mismos datos muestran que el 1% más rico tiene los mismos
ingresos que el 57% más pobre (2.500 millones de personas).
Para los países ricos, está claro. Un conocido economista, Barry
Eichengreen, en su reconocida historia del sistema monetario internacional
señaló, como mucha gente ha señalado, que la actual fase de globalización es
bastante similar a la situación anterior a la Primera Guerra Mundial, grosso
modo. Sin embargo hay diferencias.
Una diferencia esencial, explica, es que, en esa época, la
política gubernamental no estaba «politizada» por «el sufragio universal
masculino y el surgimiento del sindicalismo y de los partidos parlamentarios
obreros».
En consecuencia, los graves costes humanos de la ortodoxia
financiera impuesta por el parlamento virtual podía ser transferidos a la
población en general. Pero este lujo, en 1945, ya no estuvo al alcance en la
era más democrática de Bretton Woods, así que los «límites a la movilidad del
capital fueron sustituidos por límites a la democracia como una fuente de
aislamiento de las presiones del mercado».
Hay un corolario a todo ello. Es natural que el desmantelamiento
del orden económico de posguerra deba ir acompañado de un ataque a la
democracia sustantiva (libertad, soberanía popular y derechos humanos), bajo el
eslogan TINA, esa suerte de grotesca bufonada de marxismo vulgar. El eslogan,
no hace falta decirlo, es un fraude.
El particular orden socioeconómico impuesto es el resultado de
decisiones humanas en instituciones humanas.
Las decisiones pueden modificarse, las instituciones pueden
modificarse y, en caso necesario, desmantelarse y sustituirse, tal como gente
honesta y valiente ha venido haciendo a lo largo de la historial
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