Una constitución no es un texto sagrado. Es una construcción colectiva, que pretende organizar una nación. 

El preámbulo, con sencillez, resume los ideales de nuestra carta magna, cuando declara los objetivos de los constituyentes: paz, bienestar y libertad para todos los que quieran habitar el suelo argentino.

El ejercicio del poder, entonces, se encarama en este andamio, para intentar materializar aquello que las palabras declaran. 

Teóricamente, los principios que expone la Constitución son aceptables para todos. Nadie podría cuestionar la libertad, la igualdad, el debido proceso, la propiedad, que las cárceles sean sanas y limpias, el derecho a trabajar, asociarse y ejercer industria lícita, a peticionar, la libertad de prensa y libre circulación de ideas sin censura previa, la libertad de conciencia y culto, las condiciones dignas y equitativas de trabajo, la igualdad ante la ley, la idoneidad, el principio de reserva de las acciones privadas, el sufragio universal, la protección del ambiente y los consumidores. 

Resulta difícil no acordar que los derechos que la Constitución declara en su Primera Parte, son necesarios e indispensables para vivir en comunidad.
Por supuesto que cuando se debate la manera en que el Estado debe hacer realidad estas declaraciones, es que comienzan las divisiones, desacuerdos y –por qué no- los antagonismos. Porque en definitiva, una constitución no deja de ser un documento que trasciende a quienes lo escribieron y tiene vocación de permanecer en el tiempo. 

Esta característica lo hace, si se nos admite la metáfora, un texto vivo, que permite lecturas que pueden variar y modificar su contenido.
Quizá dos ejemplos de la vida constitucional de los Estados Unidos puedan mostrar lo que queremos decir. 

En el terrible caso de la esclavitud, la victoria de Lincoln declaró a los esclavos como hombres libres, pero no significó que automáticamente los afroamericanos tuvieran acceso –en condiciones de igualdad– a aquello que la Constitución les prometía. 

Las escuelas para personas de color, en los estados del sur, eran deplorables frente a las de los blancos, lo mismo con el transporte, el acceso a la cultura, a la educación universitaria y el trabajo. 

Más de 80 años tuvieron que transcurrir hasta que en un famoso fallo dictado en 1954, la Corte Suprema dispuso que tales discriminaciones eran inconstitucionales. 

En un mismo texto, convivieron dos visiones opuestas.
Otro ejemplo fue el new deal de Franklin D. Roosevelt, cuyas leyes originalmente fueron declaradas inconstitucionales por la Corte Suprema, para luego ser validadas con posterioridad.
La Constitución permite, entonces, miradas muy variadas y hasta a veces contradictorias. Las lecturas y relecturas, la interpretación, el debate sobre sus cláusulas, es lo que le proporciona vida y consolidación. En definitiva, le da trascendencia.
La sociedad argentina no se ha caracterizado por considerar a la Constitución como un texto vivo. Por el contrario, ha sido sepultado en infinidad de oportunidades. La dinámica de los golpes de estado iniciada en 1930 fue la más violenta y perversa agresión hacia su vigencia. 

Ante la muerte de la alternativa política, surgía la militar, siempre –tristemente– alegando que era en defensa de la Constitución. Paradójicamente, violarla para protegerla.
Como hemos dicho en infinidad de oportunidades, 1983 alumbró una nueva etapa en que la paradoja militar ha sido eliminada. No obstante, la necesidad de cambiar la carta magna estuvo presente en casi todos los gobiernos que se sucedieron a partir de ese año. 

La idea de Alfonsín fracasó fruto de la coyuntura, pero Menem la alteró en 1994 y estuvo signada por su afán reeleccionista. El pacto de Olivos, que habilitó la modificación, pretendió –sin éxito– limitar el poder del presidente.
Justo es reconocer que la reforma de 1994 gozó de un amplio consenso, y fue jurada por todo el arco político participante de la Convención reformadora. No obstante, como exponemos en este número, aún están pendientes de instrumentar varias y muy importantes disposiciones allí contenidas.
Hay, pues, cierta fiebre de refundacionismo, síntoma del que el oficialismo tampoco escapa. La Constitución, al final de cuentas, pareciera ser irrelevante: no importan sus limitaciones republicanas si impiden llevar adelante un proyecto. 

Según esta lectura, la confianza de la sociedad estaría puesta en una persona o un movimiento, y no en una estructura que los supere.
La república democrática, con la separación de poderes, los derechos individuales y su vocación de progreso, cede frente al proyecto personalista que no se somete a límite alguno. 

Quien ostente el poder se considera poseedor de su propio origen, sin reconocer que la Constitución es la fuente de su autoridad –siempre transitoria– y a la vez su límite. 

El concepto de república, en esta coyuntura, pierde densidad frente a los de “emancipación” o “continuidad del modelo”.
Por otra parte, como ya dijimos, una constitución es un instrumento llamado a perdurar y consolidarse mediante su aplicación sistemática y constructiva. La modificación como regla, indispone esta dinámica. Porque no es que sus disposiciones no puedan reformarse. Muy por el contrario, de lo que se trata es que la eventual modificación no pretenda consolidar hegemonías. 

La mejor, y quizá muy ingenua, manera de que no se sostenga que una reforma pretende beneficiar un factor de poder, sea que quien la propende, se auto-excluya de sus resultados. Difícil escenario.
El texto vivo de la Constitución desafía a la sociedad a buscar nuevas soluciones y nuevos debates, a darle relevancia y a tomarla como un verdadero pacto de convivencia, al que seamos capaces de someternos para cumplirlo, sin tanta pulsión por reformarlo.