EL DEBATE SOBRE LA REFORMA DEL CÓDIGO DE TRABAJO FRANCÉS
CUANDO EL DERECHO LABORAL ES UN “OBSTÁCULO” - POR ALAIN SUPIOT*
(publicado en LE MONDE DIPLOMATIQUE)
La Revolución Industrial en curso, la de la informática, ejerce su poder no
tanto sobre el cuerpo como sobre el cerebro del trabajador.
Pero toda revolución es, antes que nada, política. Con sus
ganadores evidentes –el neoliberalismo y el poder financiero– y sus resignados
perdedores –el asalariado desprotegido y el Derecho del Trabajo–.
Habría que ser necio para disentir sobre la necesidad de una
profunda reforma del Derecho del Trabajo.
En la historia de la humanidad, los cambios técnicos siempre han
conducido a una nueva reestructuración de las instituciones.
Fue el caso de las anteriores revoluciones industriales que,
tras haber alterado el antiguo orden del mundo al abrir las compuertas de la
proletarización, colonización e industrialización de la guerra y las masacres,
provocaron la reforma de las instituciones internacionales y la invención del
Estado Social.
El período de paz interna y prosperidad que conocieron los
países europeos después de la guerra se atribuye a esta nueva figura del Estado
y los tres pilares sobre los cuales descansó: servicios públicos íntegros y
eficaces, una seguridad social extendida a toda la población y una legislación
laboral que vincula al empleo un estatus que garantiza a los asalariados una
mínima protección.
BAJO EL MERCADO DE DERECHO
Nacidas de la segunda revolución industrial, hoy esas instituciones están
desestabilizadas y cuestionadas.
Lo hacen las políticas neoliberales, que mantienen una carrera
internacional tanto social, fiscal y ecológica a la baja; pero también por la
revolución informática, que hace que el mundo del trabajo pase de la edad de la
mano de obra a la del “cerebro de obra” (1), es decir de trabajador “conectado”: ya no se espera que
obedezca mecánicamente las órdenes, sino que se le exige que cumpla los
objetivos asignados reaccionando en tiempo real a las señales que le llegan.
Estos factores políticos y técnicos se conjugan en la práctica.
Sin embargo, no hay que confundirlos, dado que el neoliberalismo es una
elección política reversible, mientras que la revolución informática es un
hecho irreversible, susceptible de servir a diferentes fines políticos.
Esta mutación técnica, que alimenta los actuales debates sobre la robotización,
el fin del trabajo o la uberización, puede también agravar la deshumanización
del trabajo bajo el taylorismo que permite establecer un “régimen del trabajo
realmente humano”, como lo estipula la Constitución de la Organización
Internacional del Trabajo (OIT), es decir un trabajo que procure a quien lo
ejerza “la satisfacción de utilizar en la mejor forma posible sus habilidades y
conocimientos y de contribuir al máximo al bienestar común” (2).
Tal horizonte sería superar el modelo de empleo asalariado, más
que el retorno al “trabajo mercancía”.
Así como se consolidó hasta los años 70, el empleo hace referencia a un
intercambio: la obediencia por seguridad (3).
El asalariado renuncia a cualquier tipo de autonomía en su
trabajo limitando su duración, la negociación colectiva de su precio y la
protección contra los riesgos de su pérdida. Implementado bajo diversas formas
jurídicas en todos los países industriales, ese modelo ha reducido el alcance
de la justicia social en términos cuantitativos del intercambio salarial, la
seguridad física en el trabajo y las libertades sindicales.
Por otra parte, el trabajo como tal –su contenido y conducta–
fue excluido porque, tanto en terreno capitalista como comunista, se lo
consideraba como una “organización científica” –lo que se llamó taylorismo–.
Entonces, la autonomía no tenía ningún lugar; seguía siendo
prerrogativa de los cuadros dirigentes y de los independientes.
La revolución de las tecnologías de la información ofrece a todos los
trabajadores la posibilidad de concederles una cierta autonomía, al mismo
tiempo que el riesgo de someterlos a todos –incluso a los independientes,
ejecutivos o profesiones intelectuales– a formas agravadas de deshumanización
laboral.
En efecto, esta revolución no se limita a generalizar el uso de
nuevas técnicas, sino que desplaza el centro de gravedad del poder económico.
Este se sitúa menos en la propiedad material de los medios de
producción que en la propiedad intelectual de los sistemas de información. Y se
ejerce menos por órdenes a ejecutar que por objetivos a alcanzar.
A diferencia de las anteriores revoluciones industriales, no son las fuerzas
físicas las que las nuevas máquinas ahorran y sobrepasan, sino las fuerzas mentales,
o con mayor exactitud las capacidades de memoria y cálculo que pueden ser
movilizadas para realizar las tareas programables.
Increíblemente poderosas, rápidas y obedientes, son también
–como le gusta repetir al sabio informático Gérard Berry– totalmente estúpidas
(4). Por lo que ofrecen la oportunidad de
permitir a los hombres concentrarse en la parte “poética” del trabajo, es
decir, la que requiere imaginación, sensibilidad o creatividad –o sea la que no
es programable–.
Pero la revolución informática también demuestra ser fuente de nuevos peligros
si, más que poner a las computadoras a la disposición de los hombres, se
intenta organizar el trabajo humano siguiendo el modelo de las computadoras. En
lugar de que la subordinación dé paso a más autonomía, toma la forma de una
gobernanza por los números (5), que extiende a los cerebros el dominio que el
taylorismo sólo ejercía sobre los cuerpos.
Esta quimérica búsqueda de programar a los seres humanos los aleja de la
experiencia de la realidad; explica el incremento de los riesgos para la salud
mental (6) y el aumento de los fraudes, idénticos a
los que provocó la planificación soviética cuando, para asegurar la calidad de
las botas requeridas por el Gosplan sin disponer del cuero necesario, sólo se
fabricaban botas de tamaño infantil.
Obligado a alcanzar objetivos inalcanzables, un trabajador no
tiene más remedio que caer en la depresión o engañar para satisfacer
indicadores de rendimiento desconectados de la realidad.
El imaginario cibernético de donde procede la gobernanza por los números está en
perfecta armonía con la promesa neoliberal de la globalización, es decir una
autorregulación de la “Gran Sociedad Abierta” por las fuerzas de un mercado que
ahora es total.
Por esta razón, este tipo de gobierno se generaliza, en
detrimento de lo que la Declaración Universal de los Derechos Humanos nombra,
para traducir el concepto inglés de rule of law, un “régimen de derecho”.
Por lo tanto, no es en las viejas recetas del neoliberalismo donde puede
esperarse encontrar las herramientas legales capaces de domesticar la
herramienta informática, civilizar su uso, para que libere el espíritu de los
hombres en vez de enajenarlo.
Esas recetas, administradas en dosis masivas en todos los países
desde hace cuarenta años, han contribuido a configurar el mundo en el que
vivimos:
* el de la sobreexplotación de los recursos naturales,
* la depredación de la economía por las finanzas,
* el vertiginoso aumento de desigualdades de todo tipo,
* las masivas migraciones de poblaciones que huyen de la guerra
o la miseria,
* el retorno del fanatismo religioso y los repliegues
identitarios,
* la decadencia de la democracia y el ascenso al poder de
hombres fuertes con ideas débiles.
La más elemental sensatez sugeriría que, en lugar de perseverar
en el error, aplicando mecánicamente las “reformas estructurales” prescritas
por los responsables de ese desastroso balance en Francia, se comience por
aprender la lección, sobre todo en el plano jurídico.
Lo propio del neoliberalismo –lo que lo distingue del liberalismo a la antigua–
es tratar el derecho en general y el derecho del trabajo en particular como un
producto legislativo que compite en el mercado internacional de las normas,
donde la única ley que vale es la carrera social, fiscal y ecológica hacia la
baja.
Así pues, el Estado de Derecho (rule of law) se sustituye por el
“mercado del derecho” (law shopping), de manera que el derecho se encuentra
bajo la égida de un cálculo de utilidad, en vez de que el cálculo económico se
coloque bajo el paraguas del derecho.
Esta metamorfosis tiene graves consecuencias y arroja luz sobre
la inestabilidad de nuestros códigos, en primera línea el Código Fiscal y el
Código del Trabajo.
En principio, el derecho es a la vida civil lo que nuestras casas son a nuestra
vida material: un marco firme y estable, con sus paredes, techos, puertas y
ventanas, habitaciones con funciones diferenciadas.
Pero indexarlo en tiempo real en base a cálculos de utilidad
eliminaría toda la estabilidad, como una casa maldita con muros blandos,
alfombras que se adhieren a los pies, techos que se desploman, ventanas y
puertas que cambian de lugar todos los días.
Cualquiera atrapado en semejante edificio naturalmente
intentaría derrumbarlo, para gran satisfacción del genio malvado que lo hubiera
condenado a tal destino.
Y de hecho, los grandes simplificadores que hoy se indignan contra el código de
trabajo son los mismos que, año tras año, se empeñan en hacerlo más pesado y
complicado.
Ni siquiera esperan que se seque la tinta de la última ley para
empezar a redactar la siguiente.
Como el gobierno se ha privado de todas las principales palancas
macroeconómicas que podrían tener un impacto sobre el empleo (control de la
moneda, control de las fronteras comerciales, tasa de cambio, gasto público),
se aferra con frenesí a lo que sigue entre sus manos: el derecho del trabajo,
presentado como un obstáculo al empleo. Ningún estudio serio confirma este
argumento.
Después de que en 1986 se suprimiera la anterior autorización de despido (hoy
todavía vigente en los Países Bajos, donde el índice de desempleo es del 5,1%),
nunca se cumplieron las maravillosas promesas de creación de empleos que
acompañan cada nueva flexibilización del mercado laboral.
En Europa, la tasa de desempleo no es en ningún lugar más alta
que en los países del Sur (7), que han sido los campeones de esta flexibilización.
En cambio, evitan volver sobre las reformas del derecho de
sociedades (por ejemplo, la autorización del rescate de acciones, que permite a
los accionistas enriquecer su capital sin compensación, destruyendo el capital
y debilitando la inversión), el derecho contable (por ejemplo, el abandono del
principio de prudencia en favor del justo valor (8)) o el derecho financiero (por ejemplo, la existencia de
bancos privados “demasiado grandes para caer” [too big to fail], es decir que
gozan de intangibilidad, actualmente negada a los Estados endeudados).
Otros tantos cambios comprobables con efectos negativos sobre la
inversión y el empleo.
Es verdad que, en el lenguaje actual, limitar la indemnización
por despidos injustificados se califica de “valiente reforma”, mientras que
limitar la ganancia de las stock-options que un ejecutivo puede percibir de
dichos despidos se consideraría “demagógica”.
CONSEJOS PARA UNA REFORMA
Así, el derecho del trabajo no ha sido objeto de ninguna reforma significativa
desde 1982, fecha de las Leyes Auroux (9).
En efecto, no hay que confundir el reformismo con el
transformismo.
En el sentido que le dio Antonio Gramsci, el transformismo
designa una política que, pretendiendo superar la división mayoría-oposición,
tiene como única brújula la adaptación a las limitaciones exteriores para
acceder o mantenerse en el poder.
En cambio, el reformismo es una acción política impulsada por el
proyecto de un mundo más justo que se espera llegue pacíficamente.
En la actualidad, una reforma seria del derecho del trabajo
ambicionaría establecer una cierta democracia económica, sin la cual la
democracia política sólo seguiría decayendo.
El límite ideal hacia el cual debería tender sería conferir a
cada persona más autonomía y responsabilidad en la conducción de su vida
laboral, mediante nuevas seguridades –seguridades activas que hagan posible la
iniciativa y completen las seguridades pasivas heredadas del modelo fordista (10)–.
Pero no podría abordarse sin considerar las profundas
transformaciones en la organización del trabajo y de las empresas que se han
producido desde 1981.
La primera condición para semejante reforma sería ampliar, como su nombre lo
indica, el derecho del trabajo “más allá del empleo” para incluir todas las
formas de trabajo económicamente dependiente.
La revolución digital y el modelo de la start-up rejuvenecen la
esperanza de una emancipación basada en el trabajo independiente y las pequeñas
cooperativas.
Pero la realidad es más bien la de desdibujar la distinción
entre trabajo independiente y subordinado, porque el trabajador se encuentra
atrapado en vínculos de lealtad que implican la reducción más o menos fuerte de
su autonomía.
Los hechos desmienten la idea de que la intermediación entre trabajadores y
usuarios de sus servicios a través de una plataforma informática sería el
terreno para una renovación del trabajo independiente, como lo demuestran la
organización y las acciones colectivas que llevan a cabo con algún éxito los
choferes de Uber para obtener su reconocimiento como asalariados.
Además, en Estados Unidos y el Reino Unido, varias
jurisdicciones han reclasificado como contratos de trabajo asalariado los
contratos de los choferes Uber (11).
Ante estas evoluciones, la dependencia económica debería ser el criterio del
contrato de trabajo, así como lo recomienda la estimulante “Propuesta de Código
de Trabajo” que acaba de publicar un grupo de juristas liderado por Emmanuel
Dockès (12).
La adopción de dicho criterio simplificaría la legislación
laboral, al mismo tiempo que permitiría indexar el grado de protección del
trabajador a su dependencia.
La gestión por objetivos hace resurgir, en efecto, la antigua
figura jurídica de la “tenencia servil”, por la cual un empleado se colocaba
como “vasallo” de un patrón que le concedía la explotación de fondos de capital.
La herramienta informática permite al que posee un sistema de
información hacer renacer los vínculos de vasallaje y controlar el trabajo de
otros sin tener que dar órdenes.
Esos vínculos entretejen la trama jurídica de la economía en red
y se los encuentra según diferentes modalidades en todos los niveles de la
organización laboral: desde los empresarios sometidos a las exigencias de sus
accionistas o dadores de orden, hasta los trabajadores asalariados, a quienes
se exige flexibilidad, es decir reactividad y disponibilidad en todo momento.
Los debates sobre la uberización ilustran la necesidad de un
marco jurídico capaz de cumplir las promesas (de autonomía) y conjurar los
riesgos (de sobreexplotación) inherentes a dichas situaciones.
En ese contexto, se percibe cuán fuera de tiempo y de propósito está una
reforma que pretende que la negociación de empresa sea el centro de gravedad
del derecho laboral.
Es una opción que hubiera sido apropiada en Estados Unidos en
1935, cuando fue el fundamento para la adopción de la National Labor Relations
Act en el contexto del New Deal; pero no responde a los problemas que plantea
la organización reticular y transnacional del trabajo en 2017.
De tener en cuenta las realidades de esta organización, el
programa de reformas sería completamente diferente, y de las cuales apenas
podemos citar aquí algunos ejemplos.
La primera cuestión es acerca de los procedimientos que permitan a los
trabajadores encontrar un cierto control sobre el sentido y contenido de su
trabajo.
La libertad de expresión colectiva de los asalariados que
reconocen las Leyes Auroux han abierto esa posibilidad, que sería conveniente
retomar, convirtiendo el diseño y la organización del trabajo en objeto de
negociación colectiva y alerta individual.
Hoy, esta cuestión sólo se aborda negativamente, cuando esa
organización lleva al suicidio o a trastornos psicosociales. Debería ser
positiva y preventiva.
La negociación colectiva también debe realizarse en los niveles pertinentes, y
no sólo a los del sector o empresa.
Dos de esos niveles merecerían en especial ser definidos y
organizados: el de las cadenas y redes de suministro y producción, y el de los
territorios.
Tales negociaciones permitirían tener en cuenta los intereses
específicos de los empresarios dependientes, que pueden unirse a los de sus
asalariados en relación con las empresas de las que dependen.
O incluso implicar a todas las partes que se interesen en el
dinamismo de una región.
También aquí, el cara a cara de empleador-asalariado en el seno
de una empresa o sector ya no es adecuado y exigiría la presencia de otros
actores en torno de la mesa de negociaciones.
Una tercera cuestión de reformas se refiere a la distribución de
responsabilidades en las redes empresariales.
Estas permiten a quienes las controlan ejercer el poder
económico, delegando sus responsabilidades sobre subalternos.
Por lo tanto, la cuestión es indexar la responsabilidad de cada
miembro de esas redes en función del grado real de autonomía que tiene (13).
Tal reforma sacaría de las penumbras la actual Responsabilidad
Social y Medioambiental (RSE) (14), que es al neoliberalismo lo que el paternalismo
fue al liberalismo.
Permitiría que, llegado el caso, las empresas dominantes sean
solidariamente responsables de los daños causados por la organización del
trabajo que ellas han diseñado y controlado.
A nivel internacional, habría que tener en cuenta todas las consecuencias del
Preámbulo de la Constitución de la OIT, que afirma que “si cualquier nación no
adoptare un régimen de trabajo realmente humano, esta omisión constituiría un
obstáculo a los esfuerzos de otras naciones que deseen mejorar la suerte de los
trabajadores en sus propios países”.
Y también considerar que la división internacional del trabajo y
la huella ecológica en el planeta son indisociables.
Así pues, las normas sociales y medioambientales tienen que
poseer una fuerza jurídica equivalente a las normas del comercio mundial, lo
que supone el establecimiento de una instancia internacional de reglamento de
los litigios, con la facultad de autorizar a los países que las cumplan a que
cierren sus mercados a los productos fabricados en condiciones que no las
respeten.
El recurso a nuevas formas de acción colectiva, incluido el
boicot a esos productos, entonces se reconocería como una libertad inherente a
la libertad sindical y de asociación.
Si se colocara a la vanguardia de tal reforma, la Unión Europea
podría recuperar su legitimidad política y retomaría así el objetivo de
“igualación en el progreso” que todavía figura en sus Tratados, en lugar de
intentar alimentar la reforma social y fiscal entre los Estados miembros hacia
la baja, como está haciendo su Tribunal de Justicia.
Por último, una ambiciosa reforma del derecho laboral debería tener en cuenta
el trabajo no remunerado, en especial la crianza de los niños o el cuidado de
los padres ancianos, tan vital para la sociedad como ignorado por los
indicadores económicos.
Desde que la iluminación artificial permite hacer trabajar a
nuestro prójimo día y noche, las veinticuatro horas, es el derecho del trabajo
el que creó un marco espacio-temporal compatible con nuestros ritmos biológicos
y respetuoso del derecho (humano) a una vida privada y familiar.
Ese marco se ve hoy amenazado por el neoliberalismo y la
informática, que se unen para extender el dominio del trabajo comercial en todo
lugar y en todo momento (15).
Es exorbitante el precio a pagar, sobre todo desde el punto de
vista educativo, pero los obsesionados con el trabajo dominical y el trabajo
nocturno, que devasta la supervivencia del tiempo social y extiende la
mercantilización de la vida humana, nunca lo toman en cuenta.
NOTAS
1. Michel Volle, “Anatomie de l’entreprise. Pathologies et diagnostic”, Pierre
Musso (dirección), L’Entreprise contre l’État, Manucius, París, 2017.
2. Declaración de Filadelfia (1944).
3. Véase Danièle Linhart, “Imaginer un salariat sans subordination”, Le Monde
diplomatique, julio de 2017.
4. Gérard Berry, “Pourquoi et comment le monde devient numérique”, Annuaire du Collège de
France, París, 2007-2008.
5. Véase “Le rêve de l’harmonie par le calcul”, Le Monde diplomatique, febrero
de 2015.
6. Los riesgos para la salud mental en el trabajo no dejan de aumentar, a pesar
de la afirmación del “principio de adaptación del trabajo al hombre” por la
directiva europea del 12 de junio de 1989. Pueden conducir al suicidio, a la
muerte súbita por agotamiento (karoshi) o a burn-out. Léase el informe del Buró
Internacional del Trabajo, Stress au travail. Un défi collectif , Ginebra, 2016
(accesible en línea), y Loïc Lerouge, La Reconnaissance d’un droit à la
protection de la santé mentale au travail, Librairie Générale de Droit et de
Jurisprudence (LGDJ), París, 2005.
7. El índice de desempleo alcanza oficialmente el 11,1% en Italia, el 17,8% en
España y el 21,8% en Grecia.
8. Reemplazando el antiguo principio de prudencia contable, esta norma indexa
el valor de los activos de la empresa sobre su precio de mercado supuesto y así
permite hacer aparecer riquezas puramente hipotéticas. Véase Jacques Richard,
“Une comptabilité sur mesure pour les actionnaires”, Le Monde diplomatique,
noviembre de 2005.
9. Del nombre del ministro de Trabajo Jean Auroux, estas leyes instauraron en
especial los Comités de Higiene, Seguridad y Condiciones deTrabajo (CHSCT), la
obligación anual de negociar los salarios y la duración del trabajo, una
dotación de 0,2% de la masa salarial para los comités de empresa.
10. Sobre la manera de concebir esas nuevas seguridades, véase Au-delà de
l’emploi. Transformations du travail et devenir du droit du travail en Europe,
Flammarion (2 ed.), París, 2016.
11. La continuación de esta lucha jurídica está actualizada en el sitio
http://uberlawsuit.com
12. Emmanuel Dockès (dirección), Proposition de code du travail, Dalloz, París,
2017.
13. Véase Alain Supiot y Mireille Delmas-Marty (dirección), Prendre la
responsabilité au sérieux, Presses universitaires de France (PUF), París, 2015.
14. Según la definición que adoptó la Unión Europea, la RSE designa “la
integración voluntaria de las preocupaciones sociales y ecológicas de las
empresas a sus actividades comerciales y sus relaciones con sus partes
interesadas”.
15. Véase Laurent Lesnard, La Famille désarticulée. Les nouvelles contraintes
de l’emploi du temps, PUF, 2009.
* Profesor en el Collège de France, miembro de la Comisión
Mundial sobre el Futuro del Trabajo de la Organización Internacional del
Trabajo (OIT). Autor en especial de La Gouvernance par les nombres, Fayard,
París, 2015.
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