Los derechos de los trabajadores: ¿un tema para arqueólogos?
Por Eduardo Galeano
Este mosaico ha sido armado con unos pocos textos míos,
publicados en libros y revistas en los últimos años. Sin querer queriendo, yendo
y viniendo entre el pasado y el presente y entre temas diversos, todos los
textos se refieren, de alguna manera, directa o indirectamente, a los derechos
de los trabajadores, derechos despedazados por el huracán de la crisis: esta
crisis feroz, que castiga el trabajo y recompensa la especulación y está
arrojando al tacho de la basura más de dos siglos de conquistas
obreras.
La tarántula universal
Ocurrió en
Chicago, en 1886.
El 1º de mayo,
cuando la huelga obrera paralizó Chicago y otras ciudades, el diario
Philadelphia Tribune diagnosticó: El elemento laboral ha sido picado por una
especie de tarántula universal, y se ha vuelto loco de
remate.
Locos de remate
estaban los obreros que luchaban por la jornada de trabajo de ocho horas y por
el derecho a la organización sindical.
Al año
siguiente, cuatro dirigentes obreros, acusados de asesinato, fueron sentenciados
sin pruebas en un juicio mamarracho. Georg Engel, Adolf Fischer, Albert Parsons
y Auguste Spies marcharon a la horca. El quinto condenado, Louis Linng, se había
volado la cabeza en su celda.
Cada 1º de mayo,
el mundo entero los recuerda.
Con el paso del
tiempo, las convenciones internacionales, las constituciones y las leyes les han
dado la razón.
Sin embargo, las
empresas más exitosas siguen sin enterarse.
Prohíben los
sindicatos obreros y miden la jornada de trabajo con aquellos relojes derretidos
que pintó Salvador Dalí.
Una enfermedad llamada trabajo
En 1714 murió
Bernardino Ramazzini.
El era un médico
raro, que empezaba preguntando:
–¿En qué trabaja
usted?
A nadie se le
había ocurrido que eso podía tener alguna importancia.
Su experiencia
le permitió escribir el primer tratado de medicina del trabajo, donde describió,
una por una, las enfermedades frecuentes en más de cincuenta oficios. Y comprobó
que había pocas esperanzas de curación para los obreros que comían hambre, sin
sol y sin descanso, en talleres cerrados, irrespirables y
mugrientos.
Mientras
Ramazzini moría en Padua, en Londres nacía Percivall
Pott.
Siguiendo las
huellas del maestro italiano, este médico inglés investigó la vida y la muerte
de los obreros pobres. Entre otros hallazgos, Pott descubrió por qué era tan
breve la vida de los niños deshollinadores. Los niños se deslizaban, desnudos,
por las chimeneas, de casa en casa, y en su difícil tarea de limpieza respiraban
mucho hollín. El hollín era su verdugo.
Desechables
Más de noventa
millones de clientes acuden, cada semana, a las tiendas Wal-Mart. Sus más de
novecientos mil empleados tienen prohibida la afiliación a cualquier sindicato.
Cuando a alguno se le ocurre la idea, pasa a ser un desempleado más.
La exitosa
empresa niega sin disimulo uno de los derechos humanos proclamados por las
Naciones Unidas: la libertad de asociación. El fundador de Wal-Mart, Sam Walton,
recibió en 1992, la Medalla de la Libertad, una de las más altas condecoraciones
de los Estados Unidos.
Uno de cada
cuatro adultos norteamericanos, y nueve de cada diez niños, engullen en
McDonald’s la comida plástica que los engorda. Los trabajadores de McDonald’s
son tan desechables como la comida que sirven: los pica la misma máquina.
Tampoco ellos tienen el derecho de sindicalizarse.
En Malasia,
donde los sindicatos obreros todavía existen y actúan, las empresas Intel,
Motorola, Texas Instruments y Hewlett Packard lograron evitar esa molestia.
El gobierno de Malasia
declaró union free, libre de sindicatos, el sector
electrónico.
Tampoco tenían ninguna posibilidad de agremiarse las ciento noventa obreras que murieron quemadas en Tailandia, en 1993, en el galpón trancado por fuera donde fabricaban los muñecos de Sesame Street, Bart Simpson y Los Muppets.
En sus campañas electorales del año
2000, los candidatos Bush y Gore coincidieron en la necesidad de seguir
imponiendo en el mundo el modelo norteamericano de relaciones laborales.
“Nuestro estilo de trabajo”, como ambos lo llamaron, es el que está marcando el
paso de la globalización que avanza con botas de siete leguas y entra hasta en
los más remotos rincones del planeta.
La tecnología, que ha abolido las
distancias, permite ahora que un obrero de Nike en Indonesia tenga que trabajar
cien mil años para ganar lo que gana en un año un ejecutivo de Nike en los
Estados Unidos.
Es la continuación de la época
colonial, en una escala jamás conocida. Los pobres del mundo siguen cumpliendo
su función tradicional: proporcionan brazos baratos y productos baratos, aunque
ahora produzcan muñecos, zapatos deportivos, computadoras o instrumentos de alta
tecnología además de producir, como antes, caucho, arroz, café, azúcar y otras
cosas malditas por el mercado mundial.
Desde 1919, se han firmado 183
convenios internacionales que regulan las relaciones de trabajo en el mundo.
Según la Organización Internacional del Trabajo, de esos 183 acuerdos, Francia
ratificó 115, Noruega 106, Alemania 76 y los Estados Unidos... catorce.
El país que encabeza el proceso de
globalización sólo obedece sus propias órdenes. Así garantiza suficiente
impunidad a sus grandes corporaciones, lanzadas a la cacería de mano de obra
barata y a la conquista de territorios que las industrias sucias pueden
contaminar a su antojo.
Paradójicamente, este país que no
reconoce más ley que la ley del trabajo fuera de la ley es el que ahora dice que
no habrá más remedio que incluir “cláusulas sociales” y de “protección
ambiental” en los acuerdos de libre comercio.
¿Qué sería de la realidad sin la
publicidad que la enmascara?
Esas cláusulas son meros impuestos que
el vicio paga a la virtud con cargo al rubro relaciones públicas, pero la sola
mención de los derechos obreros pone los pelos de punta a los más fervorosos
abogados del salario de hambre, el horario de goma y el despido libre.
Desde que Ernesto Zedillo dejó la
presidencia de México, pasó a integrar los directorios de la Union Pacific
Corporation y del consorcio Procter & Gamble, que opera en 140 países.
Además, encabeza una comisión de las Naciones Unidas y difunde sus pensamientos
en la revista Forbes: en idioma tecnocratés, se indigna contra “la imposición de
estándares laborales homogéneos en los nuevos acuerdos comerciales”. Traducido,
eso significa: olvidemos de una buena vez toda la legislación internacional que
todavía protege a los trabajadores. El presidente jubilado cobra por predicar la
esclavitud.
Pero el principal director ejecutivo
de General Electric lo dice más claro: “Para competir, hay que exprimir los
limones”. Y no es necesario aclarar que él no trabaja de limón en el reality
show del mundo de nuestro tiempo.
Ante las denuncias y las protestas,
las empresas se lavan las manos: yo no fui. En la industria posmoderna, el
trabajo ya no está concentrado. Así es en todas partes, y no sólo en la
actividad privada. Los contratistas fabrican las tres cuartas partes de los
autos de Toyota. De cada cinco obreros de Volkswagen en Brasil, sólo uno es
empleado de la empresa. De los 81 obreros de Petrobras muertos en accidentes de
trabajo a fines del siglo XX, 66 estaban al servicio de contratistas que no
cumplen las normas de seguridad.
A través de trescientas empresas
contratistas, China produce la mitad de todas las muñecas Barbie para las niñas
del mundo.
En China sí hay sindicatos, pero
obedecen a un estado que en nombre del socialismo se ocupa de la disciplina de
la mano de obra: “Nosotros combatimos la agitación obrera y la inestabilidad
social, para asegurar un clima favorable a los inversores”, explicó Bo Xilai,
alto dirigente del Partido Comunista chino.
El poder económico está más
monopolizado que nunca, pero los países y las personas compiten en lo que
pueden: a ver quién ofrece más a cambio de menos, a ver quién trabaja el doble a
cambio de la mitad. A la vera del camino están quedando los restos de las
conquistas arrancadas por tantos años de dolor y de lucha.
Las plantas maquiladoras de México,
Centroamérica y el Caribe, que por algo se llaman “sweat shops”, talleres del
sudor, crecen a un ritmo mucho más acelerado que la industria en su
conjunto.
Ocho de cada diez nuevos empleos en la
Argentina están “en negro”, sin ninguna protección legal. Nueve de cada diez
nuevos empleos en toda América latina corresponden al “sector informal”, un
eufemismo para decir que los trabajadores están librados a la buena de
Dios.
La estabilidad laboral y los demás
derechos de los trabajadores, ¿serán de aquí a poco un tema para arqueólogos?
¿No más que recuerdos de una especie extinguida?
En el mundo al revés, la libertad
oprime: la libertad del dinero exige trabajadores presos de la cárcel del miedo,
que es la más cárcel de todas las cárceles.
El dios del mercado amenaza y castiga;
y bien lo sabe cualquier trabajador, en cualquier lugar. El miedo al desempleo,
que sirve a los empleadores para reducir sus costos de mano de obra y
multiplicar la productividad, es, hoy por hoy, la fuente de angustia más
universal. ¿Quién está a salvo del pánico de ser arrojado a las largas colas de
los que buscan trabajo? ¿Quién no teme convertirse en un “obstáculo interno”,
para decirlo con las palabras del presidente de la Coca-Cola, que explicó el
despido de miles de trabajadores diciendo que “hemos eliminado los obstáculos
internos”?
Y en tren de preguntas, la última:
ante la globalización del dinero, que divide al mundo en domadores y domados,
¿se podrá internacionalizar la lucha por la dignidad del trabajo? Menudo
desafío.
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