"...la minoría de los dominantes tiene sobre todo la
escuela, la prensa y casi siempre también las organizaciones religiosas bajo su
control...
¿Cómo es posible que las masas se dejen enardecer hasta llegar
al delirio y la autodestrucción?"
Albert Einstein
a Sigmund Freud.
Desde Caputh
(Potsdam), Albert Einstein escribió a Freud el 30 de julio de 1932, un año
antes de que el nazismo tomase el poder en Alemania.
La elección del
corresponsal fue decisión suya, al igual que el motivo central de la
correspondencia: arrojar luz sobre la manera de liberar a los seres humanos de
la fatalidad de la guerra[1].
Freud contestó desde
Viena apenas un mes más tarde, septiembre de 1932, señalando que cuando se
enteró de que Einstein se proponía invitarle a un intercambio de ideas sobre un
tema que le interesaba y que le parecía digno del interés de los demás, lo
aceptó de muy buen grado, sin vacilación.
Estimado
señor Freud:
Tengo la satisfacción, a instancias de la Sociedad de Naciones y de su
Instituto Internacional para la Cooperación Intelectual, con sede en París, de
poder analizar un problema libremente escogido por mí con una persona de mi
elección, en el marco de un intercambio libre de opiniones, lo que me da una
oportunidad única de dialogar con usted sobre la pregunta que, tal y como están
las cosas en la actualidad, resulta la más importante de las que se le plantean
a la civilización:
¿Hay
una manera de liberar a los seres humanos de la fatalidad de la guerra?
Es
sabido que, debido a los progresos de la técnica, de esta pregunta depende la
existencia de la humanidad civilizada; y, sin embargo, los apasionados
esfuerzos por resolverla han fracasado de forma alarmante hasta la fecha.
Yo
creo que también entre los seres humanos que se ocupan práctica y
profesionalmente de este problema existe el deseo, resultado de una cierta
sensación de impotencia, de interrogar a personas que, debido a su actividad
científica habitual, mantienen la distancia necesaria respecto de todos los
aspectos de la vida.
En
cuanto a mí, la habitual orientación de mi pensamiento no me permite formarme
una idea acerca de las profundidades del querer y del sentir humanos.
Por
lo tanto, en el presente intercambio de opiniones no puedo hacer gran cosa más
que intentar formular la pregunta acertadamente y, por medio de la anticipación
de las respuestas más obvias, darle a usted la oportunidad de dilucidar la
cuestión echando mano de su profundo conocimiento de la vida de los instintos
humanos.
Confío
en que usted podrá indicarnos unos métodos educativos que hasta cierto punto se
alejan de la política para eliminar los obstáculos psicológicos.
La
persona inexperta en temas psicológicos intuye la existencia de estos
obstáculos, pero no sabe cómo valorar sus correlaciones y su variabilidad.
Puesto
que me considero una persona libre de sentimientos nacionalistas, el aspecto
exterior o, mejor dicho, organizativo del problema me resulta sencillo: que los
Estados creen una autoridad legislativa y judicial para la solución de todos
los conflictos que surjan entre ellos.
Que
cada Estado se comprometa a someterse a las leyes sancionadas por la autoridad
legislativa, a acudir al tribunal en todos los casos de conflicto, a acatar sin
reservas sus decisiones y a ejecutar todas las medidas que dicho tribunal
considere necesarias para la realización de sus decisiones.
En
este punto se encuentra la primera dificultad: un tribunal es una institución
humana cuya tendencia a permitir que influencias extrajudiciales afecten a sus
decisiones es tanto mayor cuanta menos fuerza tiene a su disposición para
imponer sus decisiones.
Es
un hecho con el que debemos contar: el derecho y la fuerza están unidos de
forma inseparable, y las decisiones de un organismo judicial se aproximan más
al ideal de justicia de una comunidad, en cuyo nombre e interés se emiten los
fallos, cuantos más medios coercitivos pueda procurarse esta comunidad para que
su ideal de justicia sea respetado.
En
la actualidad [1932], sin embargo, estamos lejos de poseer una organización
supraestatal que se halle en condiciones de dictar sentencias de indiscutible
autoridad y de obtener por medio de la fuerza la obediencia absoluta para su
ejecución.
Se
abre paso aquí, pues, la primera constatación: el camino a la seguridad
internacional pasa por la renuncia sin condiciones de los Estados a una parte
de su libertad de acción o, mejor dicho, de su soberanía, y parece indudable
que no existe otro camino para alcanzar esta seguridad.
Una
ojeada al fracaso de los sin duda serios esfuerzos de los últimos decenios para
conseguir este objetivo, hace que todos percibamos con claridad que existen
enormes fuerzas psicológicas que paralizan estos esfuerzos.
Algunas
de estas fuerzas son evidentes.
La
necesidad de poder del sector dominante se resiste en todos los Estados a una
limitación de sus derechos de soberanía.
Dicha
necesidad de poder se alimenta con frecuencia de un afán de poder material y
económico de otro sector.
Me
refiero sobre todo al pequeño pero decidido grupo de aquellos que, activos en
todos los Estados e indiferentes a las consideraciones y limitaciones sociales,
ven en la guerra, la fabricación y el comercio de armas una oportunidad de
obtener ventajas personales, o sea, de ampliar su esfera de poder personal.
Esta
sencilla constatación supone, sin embargo, sólo un primer paso hacia la
comprensión del estado de las cosas.
Inmediatamente
se plantea la pregunta: ¿Cómo es posible que la citada minoría pueda poner a
las masas al servicio de sus deseos, si estas, en el caso de una guerra, sólo
obtendrán sufrimiento y pérdidas?
(Cuando
me refiero a las masas, no excluyo a aquellos que, en calidad de soldados de
cualquier graduación, han hecho de la guerra su oficio, con la convicción de
que sirven a la defensa de los bienes más preciados de su pueblo y de que, a
veces, la mejor defensa es el ataque).
Aquí
la respuesta más indicada es: la minoría de los dominantes tiene sobre todo la
escuela, la prensa y casi siempre también las organizaciones religiosas bajo su
control.
Con
estos medios, domina y dirige los sentimientos de las masas, al tiempo que los
convierte en sus instrumentos.
Pero
tampoco esta respuesta ofrece una solución completa, ya que puede plantearse la
siguiente pregunta:
“””¿Cómo es posible que las masas se dejen enardecer hasta
llegar al delirio y la autodestrucción por medio de los recursos mencionados?”””
La
respuesta sólo puede ser: en los seres humanos anida la necesidad de odiar y de
destruir.
Esta
predisposición permanece latente en las épocas en las que impera la normalidad
y se manifiesta sólo en circunstancias excepcionales; puede, sin embargo, ser
fácilmente despertada e intensificada hasta alcanzar la psicosis colectiva.
Aquí
parece residir el problema más profundo de todo el aciago conjunto de factores
que estamos analizando.
Este
es el punto que sólo el gran conocedor de los instintos humanos puede
dilucidar.
Todo
esto nos lleva a una última pregunta: ¿es posible dirigir el desarrollo
psíquico de los seres humanos de tal manera que éstos se vuelvan más
resistentes a las psicosis del odio y de la destrucción?
De
ninguna manera pienso aquí sólo en las llamadas masas incultas.
De
acuerdo con mi experiencia, son sobre todo los denominados intelectuales los
que sucumben con mayor facilidad a las funestas sugestiones colectivas, puesto
que no acostumbran tener un contacto directo con la realidad, sino que la
experimentan por medio de su forma más cómoda y cabal, la del papel impreso.
Para
acabar, una última cosa: hasta ahora sólo me he referido a la guerra entre
Estados; es decir, a los llamados conflictos internacionales.
Soy
consciente de que la agresividad humana obra también bajo otras formas y en
otras condiciones (pienso, por ejemplo, en las guerras civiles, originadas
antaño por motivos religiosos, hoy en día por causas sociales; o, también, en
la persecución de minorías nacionales).
No
obstante, he destacado conscientemente la más representativa y desastrosa, en
tanto que desenfrenada, forma de conflicto entre comunidades humanas, porque
considero que ésta nos permite conocer, sin demasiados rodeos, los medios para
evitar los conflictos bélicos.
Sé
que usted, en sus escritos, ha contestado tanto directa como indirectamente a
todas las preguntas relacionadas con el problema que nos interesa y nos
preocupa.
Con
todo, sería de gran utilidad que usted expusiera por separado el problema de la
pacificación del mundo a la luz de sus nuevos conocimientos, puesto que de una
exposición de este tipo podrían resultar empeños fértiles.
Le
saludo amistosamente. Suyo, A. Einstein
LA RESPUESTA DE SIGMUND FREUD:
Los conflictos de intereses entre el hombre y el hombre se resuelven, muchas
veces, mediante el recurso de la violencia.
Es
lo mismo en el reino animal, del cual el hombre no puede reclamar exclusión;
sin embargo, los hombres también son propensos a conflictos de opinión,
tocando, en ocasiones, los picos más elevados del pensamiento abstracto.
Sin
embargo, este refinamiento es un desarrollo tardío … Ahora, por primera vez,
con la llegada de las armas, los cerebros superiores comenzaron a expulsar la
fuerza bruta, pero el objeto del conflicto seguía siendo el mismo: una de las
partes debía verse limitada por el daño hecho o deterioro de su fuerza, para
retractarse de un reclamo o una negativa.
Este
final se obtiene con mayor eficacia cuando el oponente definitivamente queda
fuera de acción, en otras palabras, es asesinado.
Este
procedimiento tiene dos ventajas: el enemigo no puede renovar las hostilidades
y, en segundo lugar, su destino disuade a otros de seguir su ejemplo. Además,
la matanza de un enemigo satisface un deseo instintivo …
EN CUANTO AL APOYO DE EINSTEIN A LA LIGA DE LAS NACIONES COMO
LA SOLUCIÓN A LA GUERRA, FREUD RESPONDIÓ:
Por lo tanto, en condiciones primitivas, es la fuerza superior, la violencia
bruta o la violencia respaldada por las armas, lo que domina en todas partes.
Sabemos
que en el curso de la evolución se modificó este estado de cosas, se trazó un
camino que condujo de la violencia a la ley.
¿Pero
cuál era este camino? Seguramente surgió de una sola verdad: que la
superioridad de un hombre fuerte puede ser superada por una alianza de muchos
débiles y que la unión constituye la fuerza.
La
fuerza bruta es vencida por la unión; por lo tanto, podemos definir “derecho”
(es decir, ley) como el poder de una comunidad.
Pero
cuando aparece un hombre confiando en su poder superior, buscará restablecer la
regla de la violencia, contra la regla de la ley y el ciclo se repetirá sin cesar.
NOTA:
[1]
He usado la siguiente traducción: Albert Einstein y Sigmund Freud, ¿Por qué la
guerra?, Barcelona, Minúscula, 2001, págs. 63-65. Agradezco al profesor
Francisco Fernández Buey su llamada de atención sobre el interés de este
intercambio epistolar.
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