La guerra, el abismo
El siglo XX ha invadido el siglo XXI con su cara más miserable.
Ahí están para demostrarlo las guerras, las víctimas de los bombardeos y esa mentira inagotable de las identidades fuertes.
Entiendo por identidades fuertes aquellas que transforman un Estado en una materia opaca, rígida, sin aire, con las dudas muertas a los pies de la jerarquía.
Entiendo por identidades fuertes aquellas que aspiran a convertir un Estado en un ejército.
Los historiadores estudian la Primera Guerra Mundial en su centenario.
Las editoriales publican numerosos títulos para recordar un conflicto que marcó la historia del siglo XX.
Pero el centenario exacto, el homenaje más fiel, es el que celebra la realidad política y militar de este año.
Estamos a la altura, seguimos siendo igual de criminales, igual de cínicos, igual de canallas.
Seguimos robando con las armas en la mano.
Nuestros tributos se llaman Israel, Hamás, Siria, Irak, Ucrania... y, desde luego, la diplomacia internacional, una indecente, hipócrita y despiadada diplomacia internacional.
Entre la literatura que nació de la Gran Guerra, me acompañan desde hace años algunas piezas memorables.
Los sentimientos tienen también su artillería particular.
En Adios a todo eso, Robert Graves contó la experiencia de joven oficial que le llevó a despedirse de todas las convenciones.
La ironía apunta a los muros de un mundo hipócrita con las sonrisas y las corbatas manchadas de sangre.
Recuerdo también la Canción de Craonne, surgida para justificar el motín de los soldados franceses que se cansaron de ir al matadero para defender las fortunas de los avaros.
El himno subversivo apunta a la esperanza de una respuesta colectiva contra la injusticia.
Con la pena de muerte, el general Pétain restableció la disciplina y el orden.
Pero la denuncia de la guerra más seca que he leído se titula Senderos de gloria (Capitán Swing, 2014), la novela de Humphrey Cobb.
Sin ironía, sin esperanza de subversión, sin hueco para el patriotismo, el heroísmo o cualquier otro sentimiento capaz de embellecer una matanza, descubre el esqueleto de una realidad cruel.
Existen guerras porque allí donde hay ejército es inevitable el olor a muerte.
Lo dice uno de los personajes de Senderos de gloria:
“La disciplina es el primer requisito de un ejército. Se debe mantener y una de las forma de hacerlo es fusilar a un hombre de vez en cuando”.
Quien dice fusilar, dice también provocar una matanza de civiles, de niños en la escuela, de enfermos en el hospital, de gentes en sus casas.
Cobb se alistó en el ejército canadiense a los 17 años para combatir en Europa. Su experiencia le sirvió para contar una lógica destinada a arrebatarnos la posesión de nuestra vida, no sólo porque podamos morir, sino porque dejamos de ser dueños de nuestra existencia.
El mando del 181º Regimiento del Ejército Francés no debe asumir errores. Para ocultar una noticia falsa, ordena una operación suicida, una maniobra que acaba en catástrofe.
Cuando ocurre el desastre, se justifica, acusa de cobardía y fusila a algunos de sus propios soldados. Las víctimas se escogen por sorteo, o por viejas rencillas, o por otros motivos que nada tienen que ver con la responsabilidad. Un personaje se salva por ser judío. Existen esas paradojas en la hipocresía del mundo.
Después de la injusticia racista cometida contra el capitán Alfred Dreyffus, el teniente obligado a elegir prefiere que nadie lo califique de antisemita y se hace cómplice de la nueva injusticia.
La injusticia forma parte de la realidad tanto como el clima, dicen los cínicos mientras se lavan las manos. Prefieren no pensar que existen ejércitos porque existen Estados que se conciben a sí mismos como fundadores y vigilantes de una identidad única.
Responden así a una perpetua economía de guerra. De vez en cuando, cada dos años, se decreta una matanza en Palestina. Se trata de una violencia disciplinada.
Los fundamentalistas de Hamás aspiran a su identidad única, dialogan con el terror para imponer su credo como forma de vida.
Pero lo grave, lo que en realidad define al mundo en el que vivimos, no es que una banda terrorista cometa actos de violencia, sino que un Estado democrático se transforme en una máquina de terror para asesinar de forma despiadada a la gente.
En 1947, cuando Naciones Unidas partió Palestina en dos para propiciar la creación del Estado de Israel, no sólo puso en marcha la idea de un refugio-nación para el maltratado pueblo judío.
Respondió también a la nostalgia de la vieja Europa ante el Estado burgués de identidad fuerte y única, el Estado que responde a una sola identidad, la patria que nos pone un velo en la conciencia y en el corazón.
Ese tipo de Estado es opaco, fundamentalista, fomenta el racismo y no permite ni la libertad ni la integración de nadie.
Los derechos humanos se acaban enfrentando a su carta de ciudadanía.
Con la nueva matanza de Gaza, celebramos como se merece el centenario de la Primera Guerra Mundial.
Las guerras no solucionan nada, dice un personaje de Cobb. El final impuesto por la primera significa el primer paso para la siguiente.
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