"FRANZ KAFKA" POR WALTER BENJAMÍN
By Bloghemia - viernes, enero 24, 2020
Texto del filósofo y crítico literario Walter Benjamín,
sobre Frank KafkA
FRANZ KAFKA
Esta historia es como un heraldo que irrumpe con doscientos años de antelación
en la obra de Kafka.
El acertijo que alberga es el de Kafka. El mundo de las
cancillerías y registros, de las gastadas y enmohecidas cámaras, ése es el
mundo de Kafka.
El servicial Shuwalkin que se toma todo a la ligera para
quedarse luego con las manos vacías, es el K. de Kafka.
Pero Potemkin, que vegeta en su habitación apartada y de acceso
prohibido, adormilado y desamparado, es un antepasado de esos depositarios de
poder que en Kafka habitan, en buhardillas si son jueces, o en castillos si son
secretarios.
Y aunque sus posiciones sean las más altas, están hundidos o
hundiéndose, aunque todavía pueden, así, de pronto, emerger espontáneamente en
todo su poderío precisamente en los más bajos y degenerados personajes, en los
porteros y ancianos y endebles funcionarios.
¿Por qué están aletargados?
¿Serán acaso descendientes de los Atlantes que cargaban con la
esfera del mundo sobre los hombros?
Quizá sea esa la razón por la que tienen «la cabeza tan hundida
sobre el pecho que apenas si se les ve los ojos», como el castellano en su
retrato o Klamm cuando está ensimismado, a solas.
Pero no es la esfera del mundo lo que cargan; ya lo cotidiano
tiene su peso: «su desfallecimiento es el del gladiador después del combate, su
trabajo, el blanqueo de una esquina de pieza de funcionario».
Georg Lukács dijo en una ocasión que para construir hoy en día
una mesa como es debido, hace falta el genio arquitectónico de un Miguel Angel.
Lukács piensa en edades de tiempo y Kafka en edades de mundo. El
hombre que blanquea debe desplazar edades de mundo, y con los gestos menos vistosos.
Los personajes de Kafka baten palma contra palma a menudo por
razones singulares. En una ocasión se dice, casualmente, que esas manos son «en
realidad martillos de vapor».
A paso continuo y lento aprendemos a conocer a estos depositarios de poder en
proceso de hundimiento o de ascenso. Pero nunca serán más terribles que cuando
surgen de la más profunda degeneración, la de los padres.
El hijo calma al padre embotado y decrépito al que acaba de
llevar dulcemente a la cama:
--- «"No te inquietes, estás bien cubierto."
--- "¡No!" exclama el padre, de tal manera que la
respuesta se estrella contra la pregunta, al tiempo que echa de sí la manta con
tanta fuerza que por un segundo se despliega enteramente en su vuelo, mientras
él se incorpora erguido en la cama, una mano apuntando ligeramente al cielo
raso.
--- "Querías cubrirme, ya lo sé joyita mía, pero cubierto
aún no estoy. Y aunque sea con mi última fuerza, sería suficiente, ¡incluso
demasiado para ti ... ! Afortunadamente nadie tiene que enseñarle al padre a
adivinar las intenciones del hijo. ..."—
Y ahí estaba, completamente libre, sacudiendo las piernas.
Resplandecía de entendimiento. —
--- ..."¡Ahora sabrás que hay más fuera de ti, antes sabías
sólo de ti! ¡Propiamente no eras más que un niño inocente aunque más
propiamente eras un hombre diabólico!"»
El padre que echa de sí el peso de la manta, al hacerlo arroja
el peso del mundo de sí.
Debe poner en movimiento a toda una edad del mundo para mantener
viva y rica en consecuencias a la arcaica relación padre-hijo. ¡Pero rica en
qué consecuencias!
Sentencia al hijo a una muerte por ahogamiento, y el padre mismo
es el sancionador. La culpa lo atrae tanto como a un funcionario de juzgado.
Según muchos indicios, para Kafka el mundo de los funcionarios y
el de los padres son idénticos.
Y la semejanza no los honra ya que están hechos de embotamiento,
degeneración y suciedad.
Manchas abundan en el uniforme del padre y su ropa interior no
está limpia.
La mugre es el elemento vital del funcionario. Hasta tal
punto es la suciedad atributo de los funcionarios, que casi podría
considerárselos inmensos parásitos.
Por supuesto que esto no se refiere al contexto económico sino a
las fuerzas de la razón y de la humanidad de las cuales esta estirpe extrae su
sustento.
Así, a expensas del hijo, se gana también la vida el padre de la
tan especial familia de Kafka, y se sustenta sobre aquél cual enorme parásito.
No sólo le roe las fuerzas sino también sus derechos.
El padre sancionador es asimismo el acusador, y el pecado del
que acusa al hijo vendría a ser una especie de pecado hereditario.
Porque a nadie atañe la precisión que de ese pecado hiciera
Kafka tanto como al hijo:
«El pecado hereditario, la antigua injusticia que el hombre
cometiera, radica en el reproche que el hombre hace y al que no renuncia, y
según el cual es víctima de una injusticia por haberse cometido el pecado
hereditario en su persona.»
¿Pero a quién se le adscribe este pecado hereditario —el pecado
de haber creado un heredero— si no al padre a través del hijo? Por lo que el
pecador sería en realidad el hijo.
No obstante, sería erróneo concluir a partir de la cita de Kafka
que la acusación es pecaminosa. De ningún lugar del texto se desprende que se
haya cometido por ello una injusticia.
El proceso pendiente aquí es perpetuo, y nada parecerá más
reprobable que aquello por lo cual el padre reclama la solidaridad de los
mencionados funcionarios y cancillerías de tribunal.
Pero lo peor de éstos no es su corruptibilidad ilimitada. Es
más, la venalidad que les caracteriza es la única esperanza que los hombres
pueden alimentar a su respecto.
Los tribunales disponen de códigos, pero no deben ser vistos.
«... es propio de esta manera de ser de los tribunales el que se juzgue a
inocentes en plena ignorancia», sospecha K.
Las leyes y normas circunscritas quedan en la antesala del mundo
de las leyes no escritas. El hombre puede transgredirlas inadvertidamente y
caer por ello en la expiación.
Pero la aplicación de estas leyes, por más desgraciado que sea
su efecto sobre los inadvertidos, no indica, desde el punto de vista del
derecho, un azar, sino el destino que se manifiesta en su ambigüedad.
Hermann Cohen ya lo había llamado, en una acotación al margen
sobre la antigua noción de destino, «una noción que se hace inevitable», y
cuyos «propios ordenamientos son los que parecen provocar y dar lugar a esa
extralimitación, a esa caída.»
Lo mismo puede decirse del enjuiciamiento cuyos procedimientos
se dirigen contra K.
Nos devuelve a un tiempo muy anterior a la entrega de las doce
Tablas de la Ley; a un mundo primitivo sobre el cual una de las primeras
victorias fue el derecho escrito.
Aunque aquí el derecho escrito aparece en libros de código, son
secretos, por lo que, basándose en ellos, el mundo primitivo practica su
dominio de forma aún más incontrolada.
Las circunstancias de cargo y familia coinciden en Kafka de múltiples maneras.
En el pueblo adyacente al monte del castillo se conoce un giro
del lenguaje que ilustra bien este punto.
«"Aquí solemos decir, quizá lo sepas, que las decisiones
oficiales son tímidas como jóvenes muchachas."
"Esa es una buena observación", dijo K., ..."una
buena observación, y puede que las decisiones tengan aún otras características
comunes con las muchachas".»
Y la más notable de estas es, sin duda, de prestarse a todo,
como las tímidas mozuelas que K. encuentra en «El Castillo» y en «El Proceso»,
y que se abandonan a la lascivia en el seno familiar como si éste fuera una
cama.
Las encuentra en su camino a cada paso, y las conquista sin
inconvenientes como a la camarera de la taberna.
"Se abrazaron y el pequeño cuerpo ardía entre las manos de
K. Rodaron sumidos en una insensibilidad de la que K. intentaba sustraerse
continua e inútilmente. Desplazándose unos pasos, chocaron sordamente contra la
puerta de Klamm y acabaron rendidos sobre el pequeño charco de cerveza y otras
inmundicias que cubrían el suelo.
Así transcurrieron horas, ...durante las cuales le era imposible
desembarazarse de la sensación de extravío, como si estuviera muy lejos en
tierras ajenas y jamás holladas por el hombre; una lejanía tal que ni siquiera
el aire, asfixiante de enajenación, parecía tener la composición del aire
nativo, y que, por su insensata seducción, no deja más alternativa que
internarse aún más lejos en el extravío.»
Ya volveremos a oír hablar de esta lejanía, de esta extrañeza.
Pero es curioso que estas mujeres impúdicas no parezcan jamás bonitas.
En el mundo de Kafka, la belleza sólo surge de los rincones más
recónditos, por ejemplo, en el acusado.
«"Este es un fenómeno notable, y en cierta medida, de
carácter científico natural
... No puede ser la culpa lo que los embellece
... ni tampoco el justo castigo
... puede, por lo tanto, radicar exclusivamente en los procedimientos
contra ellos esgrimidos y a ellos inherente."»
De «El Proceso» puede inferirse que los procedimientos legales no le permiten
al acusado abrigar esperanza alguna, aun en esos casos en que existe la
esperanza de absolución.
Puede que sea precisamente esa desesperanza la que concede
belleza únicamente a esas criaturas kafkianas.
Eso por lo menos coincide perfectamente con ese fragmento de
conversación que nos transmitiera Max Brod.
«Recuerdo una conversación con Kafka a propósito de la Europa
contemporánea y de la decadencia de la humanidad», escribió.
«"Somos", dijo, "pensamientos nihilísticos,
pensamientos suicidas que surgen en la cabeza de Dios."
Ante todo, eso me recordó la imagen del mundo de la Gnosis: Dios
como demiurgo malvado con el mundo como su pecado original.
"Oh no", replicó, "Nuestro mundo no es más que un
mal humor de Dios, uno de esos malos días."
¿Existe entonces esperanza fuera de esta manifestación del mundo
que conocemos?"
El sonrió. "Oh, bastante esperanza, infinita esperanza,
sólo que no para nosotros."»
Estas palabras conectan con esas excepcionales figuras kafkianas
que se evaden del seno familiar y para las cuales haya tal vez esperanza.
No para los animales, ni siquiera esos híbridos o seres
encapullados como el cordero felino o el Odradek. Todos ellos viven más bien en
el anatema de la familia. No en balde Gregor Samsa se despierta convertido en
bicho precisamente en la habitación familiar; no en balde el extraño animal,
medio gatito y medio cordero, es un legado de la propiedad paternal; no en
balde es Odradek la preocupación del jefe de familia. En cambio, los
«asistentes» caen de hecho fuera de este círculo.
Los asistentes pertenecen a un círculo de personajes que atraviesa toda la obra
de Kafka.
De la misma estirpe son tanto el timador salido de la
«Descripción de una lucha», el estudiante que de noche aparece en el balcón
como vecino de Karl Rossmann, así como también los bufones o tontos que moran
en esa ciudad del sur y que no se cansan.
La ambigüedad sobre su forma de ser recuerda la iluminación
intermitente con que hacen su aparición las figuras de la pequeña pieza de
Robert Walser, autor de la novela El Asistente. Las sagas hindúes incluyen
Gandarwas, criaturas incompletas, en estado nebulosos.
De este tipo son los asistentes kafkianos; no son ajenos a los
demás círculos de personajes aunque no pertenecen a ninguno; de un círculo a
otro ajetrean en calidad, de enviados u ordenanzas.
El mismo Kafka dice que se parecen a Bernabé, y éste es un
mensajero.
No han sido aún excluidos completamente del seno de la
naturaleza y por ello «se establecieron en un rincón del suelo, sobre dos
viejos vestidos de mujer.
Su orgullo era... ocupar el menor espacio posible. Y para
lograrlo, entre cuchicheos y risitas contenidas, hacían variados intentos de
entrecruzar brazos y piernas, de acurrucarse apretujadamente unos contra otros.
En la penumbra crepuscular sólo podía verse un ovillo en su rincón.»
Para ellos y sus semejantes, los incompletos e incapaces, existe
la esperanza.
Lo que más finamente y sin compromiso se reconoce en el actuar de estos
mensajeros, es en última instancia la perdurable y tétrica ley que rige todo
este mundo de criaturas.
Ninguna ocupa una posición fija, o tiene un perfil que no sea
intercambiable.
Todas ellas son percibidas elevándose o cayendo; todas se
intercambian con sus enemigos o vecinos; todas completan su tiempo y son, no
obstante, inmaduras; todas están agotadas y a la vez apenas en el inicio de un
largo trayecto.
No se puede hablar aquí de ordenamientos o jerarquías.
El mundo del mito que los supone es incomparablemente más
reciente que el mundo kafkiano, al que promete ya la redención. Pero lo que
sabemos es que Kafka no responde a su llamada.
Como un segundo Odiseo, lo dejó escurrirse «de su mirada
dirigida hacia la lejanía.... la forma de las sirenas se fue desvaneciendo, y
justo cuando estuvo más cerca no supo ya nada de ellas.»
Entre los ascendientes de la antigüedad, judíos y chinos que
Kafka tiene y que encontraremos más adelante, no hay que olvidar a los griegos.
Ulises está en ese umbral que separa al mito de la leyenda. La
razón y la astucia introdujeron artimañas en el mito, por lo que sus
imposiciones dejan de ser ineludibles.
Es más, la leyenda es la memoria tradicional de las victorias
sobre el mito.
Cuando se proponía crear sus historias, Kafka las describía como
leyendas para dialécticos.
Introducía en ellas pequeños trucos, para luego poder leer de
ellas la demostración de que «también medios deficientes e incluso infantiles
pueden ser tablas de salvación».
Con estas palabras inicia su cuento sobre «El callar de las
sirenas».
Allí las sirenas callan; disponen de «un arma más terrible que
su canto.... su silencio». Y éste es el que emplean contra Odiseo.
Pero, según Kafka, él «era tan astuto, tan zorro, que ni la
diosa del destino podía penetrar su íntima interioridad.
Aunque sea ya inconcebible para el entendimiento humano, tal vez
notó realmente que las sirenas callaban y les opuso, sólo en cierta medida, a
ellas y a los dioses el procedimiento simulador» que nos fuera transmitido,
«como escudo».
Con Kafka callan las sirenas. Quizá también porque allí la música y el canto
son expresiones, o por lo menos fianzas, de evasión.
Una garantía de esperanza que rescatamos de ese entremundo
inconcluso y cotidiano, tanto consolador como absurdo, en el que los asistentes
se mueven como por su casa.
Kafka es como ese muchacho que salió a aprender el miedo. Llegó
al palacio de Potemkin hasta toparse en los agujeros de la bodega con Josefina,
una ratoncita cantarina, así descrita: «Un algo de la pobre y corta infancia
perdura en ella, algo de la felicidad perdida, pero también algo de la vida
activa actual y de su pequeña e inconcebible alegría imperecedera.»
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