LUIGI FERRAJOLI, SOBRE PODER, DERECHO Y DEMOCRACIA HOY:
A LAS COSAS POR SU NOMBRE
Perfecto Andrés Ibáñez
Luigi Ferrajoli, en su monumental obra Principia iuris. Teoría del derecho y de la democracia, escribe con toda razón que, es obvio, «el derecho positivo no implica la democracia» pero, en cambio, esta «implica necesariamente el derecho».
Este derecho —en efecto, implicación profunda, «dimensión sustancial» de la democracia— es el integrado por los derechos fundamentales de todas las personas de carne y hueso, con su correspondiente régimen de garantías.
De ahí que la precisa consagración normativa de los primeros y la real efectividad de las segundas representen el auténtico momento de la verdad de la democracia. Pues, si no... ¿para qué? De no ser así... ¿para quién?
Este planteamiento, de noble ascendencia teórica, ha sido muy rigurosamente organizado por el autor en un ambicioso modelo conceptual; tan consistente, que cuesta entender que pueda no ser aceptado como una evidencia.
Pues de evidencia hay que hablar a propósito de la afirmación de que democracia política y derechos fundamentales efectivamente garantizados son categorías indisociables; que tienen que darse juntas y se necesitan en su recíproca complementariedad.
Es por lo que el discurso de Ferrajoli sale, con tanta coherencia como eficacia, al encuentro de la demanda más sentida, desatendida y genuina de las que recorren la historia.
Una demanda de humanización de las relaciones sociales mediante la dignificación y la refundación de la política, que registra en su atormentado devenir ensayos de respuesta tan caracterizados como los debidos al pensamiento ilustrado y al mejor constitucionalismo liberal.
Pero, según ahora nos consta, de una respuesta demediada. Precisamente, como resultado de la ausencia de integración de aquellos dos planos, de demostrada imprescindible concurrencia simultánea.
No falta quien, alabando la calidad y la honestidad intelectual del esfuerzo, reprocha a Ferrajoli un punto de ingenuidad; de sobre-dimensionamiento de la perspectiva ideal, incluso de evasión en el método.
Lo propio —parece decir ese alguien— del que, habitante de un renovado «cielo de conceptos», ignorase las reglas no escritas pero bien acreditadas de la realpolitik; lo imprescindible de pactar con el estado de cosas, como precio de pago inexcusable para no acabar estrellado sobre él.
Esta opción es, desde luego, y con toda probabilidad seguirá siendo la más experimentada a derecha e izquierda, con aceptación implícita de la brutal injusticia que nos rodea como una suerte de dato natural o de fatum. Pero me parece que, ahora, también al precio de una indigencia teórica mucho más patente, que contribuirá a hacer tal injusticia menos soportable.
Pues, de las muchas virtudes del modelo de Ferrajoli, una es que permite si es que no obliga, como creo, a ver más y mejor, más en profundidad y más lejos.
Otra, que si de algo no peca es de ingenuo. Ya que no se engaña y, menos aún, engaña, sino que ilumina con claridad solar y quirúrgica penetración esta realidad (tan bien armada y mejor velada) en sus determinaciones políticas relevantes; llamando luego, convencido y convincente, al esfuerzo inaplazable para sustituirla por la proyectada en los mejores textos constitucionales.
Proyectada y asumida —conviene recordar— con pretensiones normativas; y no, por cierto, en un ejercicio de narcisismo autorreferencial de juristas ensimismados, sino bajo presión de mayorías abrumadoras en momentos de crecimiento democrático.
Merced al tesón y el esfuerzo de pueblos enteros puestos en pie, que, en todas las ocasiones, sabían demasiado bien de dónde venían como para no tener claro a dónde no deseaban volver y lo que querían.
Puede que esta evocación suene a épica en exceso; cabe que, dados los tiempos que corren, incluso a lírica.
Pero lo evocado es algo real como la vida misma. Tan real como que los contados momentos de vigencia, aun siempre insuficiente, del modelo considerado, son los que han deparado la mayor calidad de convivencia entre personas que se conoce.
Tan real como que su progresiva pérdida de vigor actual está sumiendo en una infelicidad bien concreta a masas de nuestros conciudadanos en esta privilegiada zona central del primer mundo. Sobre la que, además, se proyecta, ahora con particular intensidad, un drama universal, que no es sino el efecto decantado de la negación de aquel a gran formato ya escala planetaria.
Luigi Ferrajoli —según lo anticipado en Derecho y razón— habla expresivamente desde el título de «poderes salvajes», trasladando este adjetivo, que el Diccionario reserva para los «animales no domesticados, generalmente feroces», a un terreno inusual, el del discurso sobre la política, tan propenso desde siempre al eufemismo nada inocente.
Y lo hace, conectando, también en esto, con precedentes bien autorizados. En particular el de Aristóteles, quien (en su Política) atribuyó al poder, cuando no está sujeto a la ley, un neto componente de animalidad, pensando, seguramente, en una forma de existencia y ejercicio del mismo en el régimen de absoluta exención de límites que sería el característico de la tópica tiranía.
Pero ahora contamos con la certeza de que, también en marcos de legalidad y aun con la previsión de controles de esta misma índole y otros formales de carácter político, el poder puede muy bien experimentar caídas tremendas en semejante brutal condición.
Así, el rótulo que abraza las reflexiones del autor es mucho más que una licencia literaria, mucho más que un fácil eslogan efectista, pues conecta íntimamente con la propia naturaleza del objeto, de un modo que le dota de la máxima pertinencia y de la adecuada calidad denotativa.
Contando con una experiencia del poder adquirida en escenarios más numerosos y también más ricos, por su diversidad, de los que pudo tener a la vista el gran clásico; que comprende asimismo lo mucho que hoy se sabe (no diré aprendido) acerca de lo de que aquel es capaz en ausencia de límites; Ferrajoli abre sus consideraciones con una presentación sintética del modelo normativo de democracia constitucional, exhaustivamente desarrollado en Principia iuris.
Lo hace afirmando la patente insuficiencia de la noción formal de democracia, la hoy prevalente en la cultura política al uso, que la reduce al ejercicio del voto para la formación de la «voluntad popular».
Es claro que en esta noción se expresa una condición necesaria pero que en rigor no basta para hacer a un sistema político democrático en el sentido pleno y profundo del término; que no se satisface con la sola previsión de las conocidas cautelas en el plano de los procedimientos.
Estos aseguran derechos políticos ciertamente esenciales, pero al fin dejan a la voluntad de quien ejerce el poder la satisfacción de todos los demás, e incluso, como se ha demostrado, hasta la misma pervivencia de las reglas del juego.
De aquí la obligada conclusión de que el nexo entre democracia política y rígida proclamación normativa con garantía eficaz de los derechos fundamentales no es meramente eventual o accidental, sino de orden conceptual; por lo que la democracia, para no mentirse a sí misma, tendrá que ser constitucional, es decir, vinculada —tanto en los modos de proceder y de decidir como en los contenidos de las decisiones— por ese «derecho sobre el derecho» que son los derechos fundamentales, que debe acotar también el territorio y el horizonte dela política.
No hace tanto, el problema de la forma constitucional de Estado parecía radicar fundamentalmente en su falta de pleno desarrollo, por la ausencia de la imprescindible voluntad política al respecto; una vez extinguido el impulso social que la llevó a las constituciones.
Sin embargo, con Italia como primer campo de observación, lo que ahora constata el autor es un preocupante cambio de ciclo, pues lo que podría hallarse en curso es una crisis esencial del modelo, a cuyo examen dedica las partes segunda y tercera del libro.
El «caso italiano» es emblemático, al tratarse de un país que, como es notorio, en las décadas de los sesenta y setenta del pasado siglo desarrolló un alto grado de participación popular, una cultura civil y política de calidad en amplios sectores de población, un estimable nivel de garantía de los derechos sociales.
Sin embargo, ahora es el paradigma de la crisis del papel constitucional del partido político y de la degradación personalista de la representación, que equivale a la negación de esta como momento de la política democrática.
Se ha transformado en ámbito privilegiado de la más burda deriva populista; en el espacio de un alucinante conflicto de intereses, antes difícilmente concebible en nuestro medio, de no ser en un nuevo «Macondo» de ficción, caprichosamente desplazado por su creador al viejo continente...
No solo: Italia está conociendo también ataques sin precedentes a los derechos de los trabajadores; importantísimos recortes en materia de gastos sociales; un creciente desarrollo de las pulsiones racistas estimulado desde los centros de poder, con gravísimo reflejo legislativo; y una pérdida del sentido cívico en amplios sectores de la ciudadanía de un alcance imprevisible. Todo asociado a la emergencia y consolidación de una nueva, incontrolada, forma de poder, efecto de la masiva concentración en manos privadas de un enorme aparato de comunicación social.
Sobre este abigarrado conjunto de elementos ondea un nombre propio, cuyo portador, no cabe duda, ha impreso su peculiar carácter, incluido un sesgo gansteril, al complejo fenómeno que lleva su marca.
Pero —como hace Ferrajoli— conviene tener cuidado para estar a lo fundamental y no perderse en datos que, sin resultar nunca banales y aun contando con un alto valor sintomático, no son los centrales.
Me refiero a los, relativamente anecdóticos en el contexto de regresiones estructurales, que conforman la peripecia infracultural y cutre de Il Cavaliere, también Il Caimano, y, ahora, con buen fundamento, Il Sultano. Esa singladura que nutre el relato estupefaciente de una suma inusitada de prerrogativas presidenciales (del «legítimo impedimento» al bunga-bunga), pero que, no obstante, no capta lo determinante de la situación, que no radica en tales estridencias.
Como no podía ser de otro modo, el aludido es un peligro radicalmente extraño al sólido esfuerzo intelectual de Ferrajoli, que trasciende la anécdota-Berlusconi y lo que de esa índole pudiera haber en el berlusconismo como síndrome, para centrarse en la indagación de los presupuestos causales y en el estudio de sus elementos portantes. Y dar razón del complejo porqué de lo que podría llegar a ser auténtica voladura, mediante el uso desviado de los instrumentos de la democracia política, de —con todas sus deficiencias— un estado constitucional.
A ello se debe que el interés del análisis de Ferrajoli, en esta obrita que, evidentemente, se centra en Italia, desborde por razón del método y de su alcance los límites de país, y pueda decir mucho en y sobre cualquiera de los del mismo entorno de cultura y política.
Porque ni el desentendimiento de esta, debido a la progresiva despolitización inducida y la consiguiente instrumentalización de las masas; ni la profunda crisis de representatividad y la deriva oligárquica de los partidos, con su contaminación de este mismo virus a las instituciones que ocupan; ni los altos índices de corrupción; ni la creciente acumulación de la información como poder en centros económicos de decisión democráticamente incontrolables... son males exclusivos de la situación italiana ni, sobre todo, simplistamente interpretables en una clave personal, por más singular que resulte el personaje que la invade con su obscena omnipresencia.
Así, ciertamente, el trabajo de Ferrajoli será muy útil al lector español. No solo porque en nuestro contexto es perfectamente registrable la activa presencia de aquellas constantes, sino también porque no parece que aquí exista una conciencia suficientemente informada y sensible en relación con las mismas y sobre la clase y la intensidad del peligro que representan para la democracia constitucionalmente entendida. E incluso, descendiendo a la anécdota, que me parece que no lo es, porque nuestro país tuvo el dudoso privilegio de albergar la aventura político-empresarial e ilegal, de una ilegalidad criminal, de Gil y Gil y del GIL, su partido; que no está tan lejos y que, incluso, en algún aspecto del diseño (cierto que a menor escala), habría ido aún más allá que la del mismo Berlusconi, en el esfuerzo logrado de depredación de lo público.
La obra se cierra con un capítulo de propuestas, dotadas de un sólido soporte empírico y del mejor fundamento teórico.
Con ellas se trataría de poner coto al bien diagnosticado de auténtico proceso «deconstituyente», como cifrado en el vaciamiento de la democracia política y reflexivamente orientado a la simultánea desactivación de las estructuras constitucionales básicas.
Todo sobrevolado por una política cultural, mediáticamente muy bien instrumentada, dirigida de forma sistemática y —¡ay!— con éxito al envilecimiento y la insensibilización de la opinión.
La apuesta es compleja y discurre en dos claves: de resistencia constitucional y contención de las auténticas dinámicas antisistema inscritas en el interior de las instituciones mismas, y reconstructiva.
En su contexto tienen particular importancia las indicaciones dirigidas a articular nuevos mecanismos de garantía. Estos responden a la necesidad, harto evidente, de seguir al poder real hasta los lugares a los que le ha llevado la, de otro modo, difícilmente contenible deriva oligárquica.
Son, a título de ejemplo, los lugares del partido como agencia de gestión de intereses grupales, en régimen de notable opacidad y problemática compatibilidad con la función democrático-representativa; los del continuum tendencialmente neoabsolutista integrado por la mayoría parlamentaria, el ejecutivo y la formación política correspondiente; los del conglomerado mediático-propietario, que en Italia ha alcanzado cotas de concentración ciertamente inéditas...
No quiero cerrar estas líneas sin dejar de señalar que, a mi juicio, la anécdota-Berlusconi tiene un punto en el que el pathos personal desborda los propios límites, para trascender al terreno de la categoría. Es el de su increíble confrontación con la instancia jurisdiccional, que ciertamente carece de precedentes. Desde luego, no los tiene en la grosería del estilo, en la intensidad y en las modalidades de la ofensiva.
Me atrevería, incluso, a decir que en la aventura político-empresarial de otro berlusconismo posible, de alguna finezza en la táctica, aun siendo inevitable el choque con la jurisdicción, podría no resultar necesario llevarlo a semejantes extremos de zafiedad. Pues bien, creo que aunque expresarlo de este modo quizá resulte paradójico, precisamente en el exceso, en la falta de maneras, en la abrumadora sobredimensión, radica una suerte de involuntaria lección de democracia constitucional —obviamente en negativo— que no debiera pasar desapercibida, y menos aún desaprovecharse.
En efecto, pues nadie como Berlusconi ha puesto de relieve con tanta claridad lo relevante, lo imprescindible de una eficaz separación de poderes, de un poder judicial y un ministerio público independientes, del papel de las instituciones de garantía y de los límites de derecho(s), como contrapunto a los nada teóricos posibles extravíos de la razón política. En este caso producidos —forma parte de la lección— en un marco de democracia constitucional.
Lo último del increíble culebrón me sugiere, como ejercicio dialéctico, el traslado de sus vicisitudes a un escenario de ficción: el del diálogo hipotético entre un mayoritarista a lo Waldron y un constitucionalista normativo y garantista a lo Ferrajoli.
Un diálogo en el que el segundo, para poner de relieve al primero los riesgos de su planteamiento, argumentase con el ejemplo de un sujeto político que, en contexto democrático, accediese al poder del modo y con los intereses que lo hizo Berlusconi, para actuar y mantenerse en él de la misma manera.
No hay duda: el caso resultaría estigmatizado como «de escuela» por irreal, el argumento sería tachado de artificioso y su ideación de demagógica y sofista.
Pues bien: ahora se sabe que ninguna de las tres cosas.
Por eso, ante la cruda evidencia, creo que la de Luigi Ferrajoli con Poderes salvajes es una guía muy valiosa para leer con perspectiva en nuestras realidades políticas en curso que no debiera desperdiciarse.
1.2. LOS LÍMITES Y VÍNCULOS CONSTITUCIONALES A LA VALIDEZ SUSTANCIAL DE LAS LEYES. EL DERECHO ILEGÍTIMO
La primera transformación se refiere a las condiciones de validez de las leyes. En el paradigma paleo-positivista del estado liberal, la ley, cualquiera que fuese su contenido, era la fuente suprema e ilimitada del derecho.
En efecto, en el imaginario de los juristas, y menos aún en el sentido común, no existía la idea de una ley supraordenada a la ley en condiciones de vincular los contenidos de la actividad legislativa.
Esta omnipotencia de la ley desaparece con la afirmación de la constitución como norma suprema a la que todas las demás están rígidamente subordinadas.
Gracias a esta innovación, la legalidad cambia de naturaleza: ya no es solo condicionante y disciplinante, sino también ella misma condicionada y disciplinada por vínculos jurídicos no solo formales sino también sustanciales; ya no simplemente un producto del legislador sino también planeamiento jurídico de la calidad de la propia producción legislativa y, por consiguiente, un límite y un vínculo al legislador.
De este modo, el derecho resulta positivizado no solo en el ser, o sea, en su «existencia», sino también en su deber ser, esto es, en sus condiciones de «validez»; no solo en el quién y el cómo de las decisiones, sino también en el qué no debe ser decidido, o sea, la lesión de los derechos de libertad, o, al contrario, debe ser decidido, es decir, la satisfacción de los derechos sociales.
Este derecho sobre el derecho, este sistema de normas metalegales en que consisten las actuales constituciones rígidas no se limita pues a regular las formas de producción del derecho mediante normas procedimentales sobre la formación de las leyes, sino que además vincula sus contenidos mediante normas sustanciales sobre la producción como son, en particular, las que enuncian derechos fundamentales.
Los vincula al respeto y la actuación de tales derechos, cuya violación genera antinomias, consistentes en la indebida presencia de normas sustancialmente inválidas por contradictorias con aquellos, o bien en lagunas, que consisten en la ausencia, igualmente indebida, de las normas que establezcan las necesarias garantías de los mismos.
De aquí se sigue que la validez de las leyes depende de la observancia no solo de las normas procedimentales sobre su formación, sino también de las normas sustanciales sobre su contenido.
De este modo, gracias a las constituciones rígidas, hace su aparición, en las democracias constitucionales, el derecho ilegítimo, extrañamente negado como «contradicción en los términos» por Hans Kelsen, que también teorizó la estructura en grados del ordenamiento jurídico y el control de constitucionalidad de las leyes.
Hoy, para que una ley sea válida es necesario que no solo sus formas, es decir, los procedimientos de formación de los actos legislativos, sean conformes, sino también que su sustancia, esto es, sus significados o contenidos, sean coherentes con las normas constitucionales que disciplinan su producción. [*] *] H. Kelsen, Teoría general del derecho y del Estado [1945], traducción de E. García Máynez, Universidad Nacional Autónoma de México, México, 1949, Primera parte, cap. XI, H), b), p. 185.
En efecto, «por ‘validez’ —escribe Kelsen— entendemos la existencia específica de las normas», [*] *] ibid. cap. I, C), a), p. 35; D), c), p. 56; cap. X, C), c), p. 137; Íd., Teoría puradel derecho [1960], traducción de R. J. Vernengo, Universidad Nacional Au-tónoma de México, México, 1979, cap. I, § 4, c), p. 23.
La tesis de la equivalencia entre validez y existencia lleva a Kelsen a contradecirse repetidamente, pues le induce a calificar a la «ley inconstitucional» unas veces de «válida», otras de «inexistente».
La tesis de la validez se sostiene, por ejemplo, en Teoría pura del derecho, [*] *] cit., cap. IV, 4, § 29, f), p. 154: «La ley ‘inconstitucional’ es hasta su derogación —sea una derogación particular, limitada a un caso concreto, o una derogación general— una ley válida. No es nula, sino solo anulable», y en Teoría general del derecho y del Estado, [*] *] cit., cap. X, C], c], p. 138).
La tesis de la inexistencia, en cambio, se sostiene en Teoría pura del derecho, [*] *] cit., cap. V, § 35, j), b), p. 277: «De una ley inválida no podría sostenerse que es inconstitucional, puesto que ley inválida no es ley alguna, siendo jurídicamente inexistente, sin que sobre ella sea posible formular ningún enunciado jurídico» (la misma tesis también en Teoría general del derecho y del Estado, cit., cap. XI, H], b], p. 185).
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