TRAS EL ASALTO AL PODER EN BRASILIA
LA NUEVA
ULTRADERECHA Y LA REBELIÓN DE LAS MASAS CONSPIRANOICAS
por IGNACIO RAMONET, Martes 10 de enero de
2023
Decía Luiz Inácio Lula da
Silva el pasado domingo 8 de enero, cuando aún las turbas extremistas de los
revoltosos bolsonaristas seguían ocupando y destrozando las tres sedes del
poder en Brasilia, que “nunca la izquierda tomó por asalto las sedes del
Congreso, del Tribunal Supremo y de la Presidencia”, ni siquiera cuando él
mismo perdió, en circunstancias discutibles, varias elecciones presidenciales
(1989, 1994, 1998), o cuando lo encarcelaron con falsos pretextos para impedir
que se presentase a las elecciones de 2018…
Con esa declaración, el nuevo
presidente de Brasil y líder máximo del Partido de los Trabajadores subrayaba
el carácter disciplinado y democrático de las
masas izquierdistas y, sobre todo, el sentido de responsabilidad de
los líderes de la izquierda que, en sistemas democráticos, nunca llamaron a la
legión de sus partidarios a tomar por asalto el poder.
En la historia de la
izquierda mundial eso no siempre fue así. Basta recordar dos asaltos
fundadores llevados a cabo por las masas populares sublevadas durante
las dos principales revoluciones de la historia: la toma de la Bastilla (1789)
en la revolución francesa, y el asalto al Palacio de invierno (1917)
en la revolución rusa.
Claro, en ambos casos se
trataba de insurrecciones populares contra poderes autocráticos: el
del rey Luis XVI en Francia, y el del zar Nicolás II en
Rusia. No contra regímenes democráticos. Por consiguiente, Lula tiene razón.
Pero otra observación que se
podría hacer es que tampoco, nunca, masas de sediciosos de
ultraderecha se habían lanzado al asalto insurreccional del poder.
Hasta ahora la extrema derecha tomaba el poder mediante golpes de Estado
directamente realizados por las Fuerzas Armadas o por un partido extremista de
tipo paramilitar (como los fascistas de Benito Mussolini en Italia en 1922 o
los nacional-socialistas de Adolfo Hitler en Alemania en 1933) apoyados por las
fuerzas armadas.
Lo nuevo –como ocurrió en
particular el 6 de enero de 2021 en Washington con el asalto al Capitolio, y el
8 de enero de 2023 en Brasilia con el asalto a las sedes de los Tres Poderes–,
es que ahora la nueva ultraderecha es capaz de organizar insurrecciones
populares como herramienta golpista para la conquista del poder. O
sea, es como si, de pronto, la rebeldía se hubiera vuelto de derechas (1)...
¿Qué ha ocurrido para que
algo semejante sea posible? Es lo que he tratado de explicar en mi reciente
libro La era del conspiracionismo (2).
Una era en la que las redes
sociales ejercen una influencia mental y psicológica como nunca antes la
tuvieron la prensa, la radio, el cine o la televisión.
En el nuevo universo de los
memes y de la pos-verdad es cada vez más difícil distinguir lo cierto de lo
falso, la realidad de la ficción, lo auténtico de lo manipulado, lo seguro de
lo probable, lo cómico de lo serio, lo objetivo de lo subjetivo, lo bueno de lo
malo, lo verdadero de lo dudoso...
Este flagelo de las
falsedades en línea favorece la difusión de teorías conspiracionistas
delirantes. Lo cual está erosionando a pasos agigantados los cimientos de la democracia.
Lo que está ocurriendo es
semejante, en cierta medida, a lo que Sigmund Freud llamó, en 1930, el
malestar en la cultura (3).
En el fondo, el asalto de los
trumpistas al Capitolio de Washington y el ataque de los bolsonaristas contra
las sedes de los Tres Poderes en Brasilia constituyen los ejemplos más
elocuentes y significativos del malestar actual de nuestra civilización basada,
en principio, en los valores democráticos pero también en las tecnociencias, la
razón y el progreso...que también están en crisis.
El desconcierto actual del
capitalismo neoliberal sumado a la turbación que provoca la aceleración
desbocada de las tecnologías de la comunicación están abriendo un período sin
precedentes de inestabilidad social, de extrema polarización y de gran
confusión política.
La desconfianza en el sistema
dominante no cesa de extenderse. En Estados Unidos, diversas investigaciones sociológicas
recientes revelan que más del 25% de los ciudadanos están dispuestos a
renunciar a la democracia en favor de un líder dominador que “haga lo que hay
que hacer”...
Se estima que por lo menos el
50% de los votantes republicanos aceptaría un régimen autoritario, no
democrático... Y en Brasil, apenas el 20% de los ciudadanos cree que la
democracia puede resolver los problemas del país…
Mucha gente, incluso desde la
derecha (4) (que
es lo nuevo), está buscando alternativas antisistema. Y todos estos procesos se
han visto intensificados estos dos últimos años por la pandemia mundial de
Covid.
El ataque al Capitolio de
Washington y el asalto a los Tres Poderes de Brasilia se inscriben en este
clima de época marcado también por la polarización extrema, la intolerancia
social, los discursos de odio, las obsesiones complotistas y la violencia
discursiva.
Como escribe el politólogo
argentino José Natanson: “Muchas cosas tienen que pasar para que una cosa
semejante ocurra” (5).
Aunque la relación entre un
clima social y un episodio criminal nunca es automática ni lineal. Porque no
existe determinismo sociológico absoluto, y porque el contexto socio-económico
nunca determina completamente. Pero no hay duda de que crea la atmósfera y el
ambiente que permiten explicar y dar sentido a las acciones de los agentes
sociales.
En este caso, los delirios paranoicos
verbales de Trump y de Bolsonaro, sus mentiras constantes, sus chifladuras
conspiranoicas aceleraron un fenómeno político muy contemporáneo: la
polarización social extrema, el aumento de la intolerancia, el auge de la
confrontación violenta y la invocación del odio como discurso dominante.
Por eso muchedumbres
populares son ahora seducidas por el discurso de la ultraderecha
racista que destruye su conciencia de clase.
La contraposición entre la
identidad étnica y la clase social es interesada y absurda. Pero, en medio de
tanta confusión, produce efectos y esos efectos producen a su vez algo
nuevo: masas protestatarias de ultraderecha. Que le arrebatan la
calle y la épica de la insurrección a la propia izquierda.
Por eso consideramos que el
asalto al Capitolio aquel 6 de enero de 2021 en Washington constituye un parte-aguas,
un hito, una línea divisoria en la historia de la democracia. Hay ahora
un antes y un después de esa fecha en el
estudio de las patologías contemporáneas del sistema
democrático (6). Aunque también es cierto que ese asalto no
fue el primero de los recientes ataques contra edificios-símbolos en
las grandes democracias occidentales. Siendo el de Brasilia el más reciente.
La serie de asaltos empezó quizás
en París (Francia) el 1 de diciembre de 2018, durante la tercera jornada de una
ola de protestas sociales contra la subida del precio de los carburantes. En
esa ocasión, en el corazón de la capital francesa, se enfrentaron a pedradas,
contra las fuerzas del orden, varios centenares de “chalecos amarillos”, un
grupo social muy heterogéneo en el que se mezclaban trabajadores indignados,
sindicalistas furiosos, elementos de ultraderecha, complotistas profesionales y
provocadores infiltrados. Ese día, los protestatarios antisistema intentaron en
un primer momento atacar el palacio del Elíseo, sede de la presidencia de la
República. Pero fueron repelidos con cañones de agua y gases lacrimógenos por
los agentes antidisturbios de las Compañías republicanas de seguridad (CRS).
Entretanto, otros “chalecos amarillos” más radicales –algunos encapuchados– se
lanzaban al asalto de otro de los edificios-símbolos más sagrados del Estado
francés: el Arco del Triunfo, construido por Napoleón y situado en lo alto de
los Campos Elíseos, bajo cuya bóveda que se halla la tumba del Soldado
Desconocido. Mientras se abrían paso entre escaramuzas hacia ese monumento, los
manifestantes destrozaron numerosas vitrinas y le prendieron fuego a decenas de
vehículos. En una atmósfera humeante de caos, gritos y desorden, los “chalecos”
incendiaron incluso algunos de los palacetes que bordean la plaza de
l’Etoile... Derribaron las barreras de protección.... Enfrentaron a las fuerzas
del orden. En medio de una feroz batalla campal, éstas retrocedieron en tanto
los insurrectos conseguían invadir la plaza, asaltar y ocupar el Arco de
Triunfo... Saquearon en parte el monumento... Destrozaron una venerada estatua
de Marianne, una de las alegorías de la República Francesa... Agitando banderas
de victoria, los antisistema alcanzaron la azotea desde donde se domina todo
París. Finalmente, recubrieron el monumento sagrado con decenas de vindicativos
grafitis: “¡Macron, renuncia!”, “¡Los chalecos amarillos triunfarán!”.
Esas imágenes dieron la vuelta
al planeta. Ante la estupefacción universal. Durante unos instantes, una de las
grandes democracias del mundo dio la impresión de tambalearse... De estar a la
merced de un grupo numeroso y decidido de insurrectos violentos…
Dos años más tarde, un nuevo ataque
tuvo lugar contra otro edificio también muy simbólico. Ocurrió el sábado 29 de
agosto de 2020, en Berlín (Alemania), en plena epidemia de la covid-19. Ese
día, unos cuarenta mil protestatarios, representantes de una variopinta
amalgama de colectivos anti-vacuna, entre los que había libertarios,
extremistas de derecha y multitud de conspiranoicos, colapsaron el centro
histórico de la capital alemana gritando consignas contra las restricciones
impuestas, a causa del coronavirus, por el Gobierno federal.
Después de que la policía
dispersara la manifestación, varios centenares de miembros de diversas
organizaciones de extrema derecha se lanzaron al asalto de uno de los edificios
más emblemáticos y más cargados de historia de Berlín, el Reichstag (7), sede del Bundestag, Parlamento federal
alemán.
Con saña y furia, los
pendencieros extremistas rompieron las barreras de seguridad levantadas
alrededor del Parlamento, e invadieron las escalinatas que conducen al célebre
edificio. Se agolparon con violencia ante las puertas, aunque no consiguieron
penetrar en él. Entre los asaltantes extremistas, había neonazis y miembros de
organizaciones nacionalistas, de movimientos identitarios y de los Reichsbürger (“Ciudadanos
del Reich” los cuales no reconocen las fronteras alemanas, ni el orden
constitucional federal vigente (8)), portadores de banderas color negro,
blanco y rojo del viejo imperio alemán (1871-1918) disuelto en 1919 tras la
Primera Guerra Mundial.
La intención de asaltar la
sede parlamentaria había sido anunciada en las redes sociales días antes de la
manifestación. Por su enorme carga simbólica, las imágenes de este ataque
ocuparon los titulares internacionales e impactaron a la opinión democrática
mundial. Eso sucedió apenas cinco meses antes del asalto al
Capitolio de Washington. Sin duda sirvió de modelo a los partidarios de Donald
Trump y a los grupos supremacistas blancos y neonazis estadounidenses.
A su vez, después del
6 de enero de 2021, los acontecimientos del Capitolio inspiraron nuevos ataques
–realizados por el mismo tipo de asaltantes extremistas antisistema movidos por
teorías del complot, en circunstancias muy semejantes– a otros edificios
simbólicos en diferentes países.
Podemos citar, por lo menos,
dos otros casos además del reciente de Brasilia también directamente inspirado,
incluso en la fecha, por el asalto al Capitolio.
Primero, el que se produjo el
9 de octubre de 2021 –o sea, nueve meses después del ataque de Washington–,
cuando militantes de la ultraderecha neofascista aprovecharon una
multitudinaria manifestación en Roma (Italia), convocada para protestar contra
el certificado obligatorio de vacunación anti-covid, para intentar asaltar
primero el Palacio Chigi (sede del Gobierno italiano y residencia del
Presidente del Consejo de Ministros), y atentar violentamente después contra la
histórica sede nacional de la Confederación General Italiana del Trabajo
(CGIL por sus siglas en italiano), principal sindicato del país.
Hubo gases lacrimógenos y
cargas de los antidisturbios. Los manifestantes respondieron con agresiones a
la policía y a las fuerzas de seguridad lanzándoles piedras, botellas,
antorchas... Centenares de activistas, especialmente los grupúsculos
neofascistas más violentos, instigados por militantes del partido Forza Nuova,
consiguieron penetrar en el edificio sindical y saquearon y destruyeron –como
se hizo después en Brasilia–, los archivos y las oficinas.
En una combinación de
reivindicaciones delirantes, tesis conspiranoicas y llamados al caos, los
neofascistas italianos recurrieron a las redes sociales para intentar –apoyándose
en fake news y distorsiones de la realidad– manipular la ira y
la insatisfacción de la población. Vía la mensajería Telegram, habían llamado a
la movilización y al ataque refiriéndose directamente a los acontecimientos
protagonizados, en Estados Unidos, por los fanáticos de Donald Trump. Por su
parte, los organizadores de esta agresión admitieron que sus estrategias se
inspiraban directamente en el asalto al Capitolio.
El segundo ataque se produjo
unos meses más tarde, el 29 de enero de 2022, en Ottawa (Canadá), cuando unos
quinientos camioneros (9) –enojados por una nueva regla que
exigía que los conductores debían vacunarse contra la Covid para cruzar la
frontera entre Estados Unidos y Canadá–, ocuparon el núcleo central de esa
ciudad y bloquearon el edificio de Parliament Hill, la sede del
Parlamento canadiense. Pronto, a ese “Convoy de la Libertad” (Freedom Convoy)
se le sumaron miles de otros manifestantes, en su mayoría gente blanca de
extrema derecha con banderas nazis y confederadas, pancartas en favor de Donald
Trump (!) y multitud de logos de QAnon, que se declaraban en
favor del nacionalismo blanco con un discurso decididamente antigubernamental,
conspiracionista, supremacista, machista, xenófobo, racista y antisocialista...
Y también se referían directamente al asalto del Capitolio.
Según las autoridades, muchos
de los manifestantes cometieron delitos de odio, de racismo y daños a la
propiedad. Durante el primer fin de semana, varios alborotadores profanaron
incluso –igual que en Francia– la Tumba del Soldado Desconocido...
Dirigentes políticos
estadounidenses como el propio Donald Trump, el senador republicano Ted Cruz y
la representante republicana por el Estado de Georgia, Marjorie Taylor Greene,
entre otros, les apoyaron públicamente (10).
Diferentes grupos antisistema también respaldaron el bloqueo de Parliament
Hill, en particular la organización complotista Action4Canada,
la cual sostenía que la pandemia “fue obra, al menos en parte, de Bill Gates y
el ‘Nuevo Orden (Económico) Mundial’ para facilitar la inyección de microchips,
habilitados para la 5G, en la población” (11).
Aunque muy diferentes entre
sí, estos ataques contra edificios-símbolos responden, como hemos visto, a
un modus operandi semejante que se confirmó el pasado 8 de
enero en Brasilia con el ataque de las masas bolsonaristas a las sedes de los
Tres Poderes (aunque, en este caso, la intención probable de los bolsonaristas
era provocar la intervención de las Fuerzas Armadas y convertir su protesta
insurreccional en un golpe de Estado tradicional).
Hoy –no sólo en Estados
Unidos o en Brasil– el odio circula subterráneamente por nuestras sociedades.
Fluye por todas partes. Riega el paisaje político. No es exclusivo de un
partido o de un dirigente. El problema se agrava, como lo observa muy bien José
Natanson, cuando un líder, un partido o un comunicador –es decir, alguien con
poder en la discusión pública– moviliza ese odio en contra de un grupo social,
una ideología o una persona concreta. Esa es la dimensión neofascista del
momento actual. Porque la ultraderecha ha hecho, una vez más, del odio su
principal herramienta de construcción política.
El estudio de esos ataques
contra el corazón de la democracia en Estados Unidos, Francia, Alemania,
Italia, Canadá y Brasil –y de las circunstancias que los originaron– nos
permite explorar, con prudencia, el triángulo principal de la desazón
contemporánea: la crisis de la verdad, la crisis de la información, la crisis
de la democracia.
Estas tres crisis
existenciales, articuladas entre sí, afectan hoy, de una manera u otra, a casi
todas las naciones (12).
Tanto más cuanto que el (mal)
ejemplo viene de Estados Unidos. Y si algo no posee casi excepción desde hace
un siglo, es la capacidad del modelo estadounidense –en materia de cultura
popular, de modas, de consumo, de comunicación y de marketing político– en ser
imitado y replicado por doquier... Más aún, obviamente, en la edad de Internet,
de la web y de las redes sociales, un ecosistema cultural y comunicacional
fundamentalmente creado y desarrollado en Estados Unidos, y que se ha salido de
control…
Por eso es tan urgente frenar
la propagación en las redes de contenidos conspiranoicos mentirosos y dañinos.
Tenemos que elegir ahora mismo: ¿dejamos que nuestras democracias se marchiten?
¿O las mejoramos? Porque esto va a ir a peor. Se volverá mucho más complejo, ya
que la Inteligencia Artificial (AI) progresa y se sofistica sin cesar.
Consecuencia: cada vez será más difícil detectar y denunciar las teorías
conspirativas, las manipulaciones, la desinformación. Eso provocará que se
repitan los enfurecidos asaltos de las masas conspiranoicas de ultraderecha,
cada vez más fanatizadas, contra las sedes de los poderes democráticos...
¿Hasta cuándo?
NOTAS:
(1) Léase Pablo Stefanoni, ¿La
rebeldía se volvió de derechas?, Siglo XXI, Buenos Aires, 2021.
(2) Ignacio Ramonet, La
era del conspiracionismo. Trump, el culto a la mentira y el asalto al Capitolio,
Capital Intelectual, Madrid, 2022.
(3) Sigmund Freud, El
malestar en la cultura, traducción de Alfredo Brotons Muñoz, Akal, Madrid,
2017.
(4) Pablo Stefanoni, op.
cit.
(5) José Natanson, “El discurso y
el acto”, Le Monde diplomatique edición Cono Sur, Buenos Aires,
septiembre de 2022.
(6) Steven Levitzki, Daniel
Zeblat, Cómo mueren las democracias, traducción de Gemma Deza Guil,
Ariel, Barcelona, 2018.
(7) A principios de 1933, el
Partido Nacional Socialista (nazi) de Adolfo Hitler llegó al poder. El 27 de
febrero de ese mismo año, el edificio del Reichstag ardió debido a un incendio
intencional. Las circunstancias de éste no se han podido esclarecer hasta
ahora. Los nazis usaron ese incendio para suspender los derechos fundamentales
y, finalmente, abolir la democracia.
(8) El 7 de diciembre de 2022,
las autoridades alemanas detuvieron a un grupo de 25 personas acusadas de
“planificar un golpe de Estado”. Los cabecillas pertenecían a este movimiento
de extrema derecha llamado Reichsbürger. Planeaban asaltar el
Parlamento alemán con la complicidad de otro movimiento complotista
llamado Querdenker (pensadores laterales) y otros partidarios
de la conspiración QAnon... “Los detenidos estaban convencidos de que el país
está gobernado por miembros de un ‘Estado profundo’ (del inglés deep
state) y que una sociedad secreta llamada La Alianza se
disponía a intervenir para liberar a los alemanes. Los miembros del brazo
militar de la red debían ayudarles a deponer a los poderes actuales. Eran
conscientes de que se producirían muertes, asegura la Fiscalía, pero las
consideraban un paso intermedio para lograr el pretendido “cambio de sistema en
todos los niveles”, El País, Madrid, 8 de diciembre de 2022.
(9) Rob Lyon, “Canadá: El ‘convoy
de la libertad’, una advertencia para el movimiento obrero”, In Defence
of Marxism, 15 de febrero de 2022.
(10) Libération, París, 31 de enero de 2022.
(11) Henry A. Giroud,
“Canada-Etats-Unis. Quand l’extrême-droite subvertit la ‘notion de liberté’. A
propos du ‘Freedom Convoy’”, Nouveau Cahiers du Socialisme,
Montreal, 14 de febrero de 2022.
(12) Es significativo, a este
respecto, que la Administración de Biden haya creado, en mayo de 2022, un Consejo
de Gobernanza de la Desinformación. El Secretario del Departamento de
Seguridad Nacional de EEUU, Alejandro Mayorkas, declaró que se creaba ese
Consejo porque “la desinformación está afectando a la seguridad fronteriza, a
la seguridad de los estadounidenses durante los desastres, y a la confianza del
público en las instituciones democráticas”. Cf. Kevin Reed, World
Socialist Web Site, 4 de mayo de 2022.
IGNACIO RAMONET - Director de Le Monde Diplomatique en español.
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