ELITES Y CAPTURA DEL
ESTADO [cap. II] EL FIN DE LA NOVELA DE BALZAC.
CAPÍTULO II: EL FIN
DE LA NOVELA DE BALZAC. TRES DESPLAZAMIENTOS PARA PENSAR LAS ELITES SOCIALES EN
EL CAPITALISMO FINANCIERO.
POR MARIANA HEREDIA
TRES DESPLAZAMIENTOS
PARA PENSAR LAS ELITES SOCIALES EN EL CAPITALISMO FINANCIERO POR MARIANA
HEREDIA
En correspondencia
con la literatura francesa que aquí discutimos, utilizaremos las nociones de
elite social y clase alta como equivalentes.
INTRODUCCIÓN
Anticipando a las
ciencias sociales, la literatura francesa del siglo XIX se lanzó a la gran
ambición de proponer “un inventario de la sociedad” de su tiempo.
En las plumas
magníficas de Stendhal, Balzac, Hugo, Flauvert, la novela realista examinó las
entrañas del campo y la ciudad, sus diversas capas sociales, el tejido de
relaciones que las vinculaban y los desgarramientos de distintos personajes
que, si bien expresaban sus medios sociales de pertenencia, lucharían a lo
largo de la trama por emanciparse de los condicionamientos que éstos les
imponían.
Así, de la mano de
Julien Morel y Madame de Rênal en Rojo y Negro o de Eugène de Rastignac en Papá
Goriot, las alianzas y oposiciones entre aristócratas, burgueses y ambiciosos
de extracción diversa se fueron delineando como el tema predilecto de la descripción
y la crítica social.
De esta literatura y
de sus herederos locales datan muchos de los sentidos comunes que fundan
nuestra concepción de las elites sociales. Y esto, en gran medida, por la
vigencia que la sociología de Pierre Bourdieu atribuyó a estas concepciones y
por el viaje en el espacio y el tiempo que conocieron sus ideas.
De este modo, bajo
el doble influjo de la literatura clásica y la sociología crítica, se
consolidaron un conjunto de interrogantes y aproximaciones.
Para responder a la
pregunta sobre la legitimidad, la fascinación por las costumbres fastuosas se
reconvirtió en la preocupación por los estilos de vida distinguidos y la
emulación que despertaban en los subordinados.
Con el fin de situar
a las elites en su entorno y su época, se presupuso la existencia de
comunidades relativamente cerradas y estables con posiciones consolidadas y
procesos de reproducción previsibles.
Por último, para
explicar las formas de estructuración de las desigualdades sociales, se apeló a
dos instituciones fundamentales:
la propiedad y el
dinero, como pilares básicos e inmutables de toda sociedad capitalista.
Sin desmerecer la
agudeza de esta literatura, tal vez es hora de que la sociología de las elites
se afirme sobre registros más contemporáneos.
Mientras la historia
y la teoría social se hacen eco de los cambios vertiginosos que conocieron
nuestras sociedades en las últimas décadas, pareciera por momentos que para
comprender a las elites alcanza con sumergirse en una novela de Balzac.
Mutan las industrias
y los gustos culturales, se derrumban las fronteras financieras y comerciales,
se transforman los estatutos de las empresas y las nociones de propiedad, se
redefinen los procesos productivos y las formas de explotación, de acuerdo con
muchas crónicas y denuncias, los que ganan se perpetúan siempre iguales a sí
mismos.
Aunque considerar
los aportes de las ciencias económicas resulte menos grato, ajustar el
inventario de nuestras sociedades parece ser un imperativo para fundar mejores
diagnósticos, pero también para evitar que la crítica social siga ladrándole al
árbol equivocado.
Al reeditar sin
mayores actualizaciones el cuestionamiento a la “oligarquía
primario-exportadora” o al “capital extranjero”, los gobiernos de centro
izquierda replicaron los discursos de posguerra sin dar debida cuenta de los
efectos sociológicos de las nuevas reglas del capitalismo globalizado.
Las elites
aparecieron entonces, en los términos de Ulrich Beck, como una especie de
“categoría zombi”, impotente para designar con precisión un fenómeno relevante,
pero mantenida con vida por la inercia de los discursos políticos.
Sobre la base de
distintas experiencias de investigación, estas líneas proponen algunos
desplazamientos analíticos que permitan calibrar mejor nuestra noción de elite
en las sociedades contemporáneas. Para ello, se estructura en tres grandes
apartados.
--- El primero
reconstruye el énfasis en los gustos y modales distinguidos como forma de
caracterización de las clases altas y propone volver a focalizar la discusión
sobre los mecanismos de concentración de la riqueza.
--- En este marco,
la segunda parte cuestiona la apelación a posiciones sociales consolidadas como
forma de caracterización de las elites al tiempo que propone indicios sobre la
fluidez y la movilidad de los recursos que las caracterizan en la actualidad.
--- Por último, se
subraya la importancia de considerar la escala geográfica y temporal para
diferenciar a las sociedades capitalistas e identificar algunas semejanzas y
singularidades que plantean las elites argentinas en relación con sus pares
occidentales.
DE LOS ESTILOS DE
VIDA DISTINGUIDOS A LA CONCENTRACIÓN DE LA RIQUEZA
La fascinación
literaria por los estilos de vida tuvo cierta continuidad en los análisis de
Pierre Bourdieu, quien les atribuyó un lugar preponderante en su sociología de
las elites sociales.
En los años setenta,
sus estudios sobre la sociedad y en particular sobre la clase alta francesa
renovaron profundamente la preocupación por las desigualdades y su persistencia
en plena expansión de los Estados de Bienestar.
Planteada
magistralmente en su libro “La Distinción” (1979), la gran cuestión residía en
identificar
qué atributos
adquirían ciertas minorías que las hacían material y simbólicamente capaces de
afirmar su dominación y reproducir en el tiempo sus beneficios.
Las ventajas
económicas originarias, la cohesión y coordinación de estos grupos, la
capacidad de merecer el reconocimiento de las instituciones y la emulación de
las clases inferiores formaban parte de los signos distintivos que contribuían
a explicar la reproducción de la distancia social.
El conocimiento de
la música clásica, la preferencia por la alta gastronomía, el placer por
conocer lugares exóticos, el culto de los modales refinados aparecía en sus
trabajos como un velo que contribuía a esconder y legitimar las diferencias de
clase.
En este sentido, el
interés por los gustos y los estilos de vida más distinguidos residía en que
constituían una clave para develar “las ramificaciones sociológicas de la
desigualdad económica”2 (Savage, 2000: 43).
No sorprende que,
frente a la potencia de esta teoría, la mayoría de los estudios sobre las
clases altas haya tendido a inspirarse en ella.
La popularidad se
expresó de dos maneras: en la extrapolación geográfica y temporal de las
conclusiones alcanzadas para la Francia de la década de los 1970 y en la
creciente insularidad que caracterizó el estudio de las clases altas.
Con el correr del
tiempo, estas dos apuestas analíticas fueron revelando sus limitaciones.
En lo que refiere a
la primera, los cambios culturales y organizacionales socavaron la pertinencia
de seguir asociando estilos de vida distinguidos a la reproducción virtuosa de
las clases altas.
Incluso en la
Francia de hoy, la cultura general ya no es tan valorada ni por las elites ni
por otros miembros de la sociedad que desarrollaron gustos más “omnívoros”
(Peterson y Kern, 1996). A su vez, estas disposiciones culturales y educativas
tampoco resultan allí tan eficaces como en el pasado para pavimentar el acceso
a las más altas jerarquías (Peugy, 2009).
Si la tesis de
Bourdieu pierde fuerza en el mismo terreno para el que fue acuñada, con más
razón es necesario tomarla con recaudos para otras sociedades con menos
reconocimiento de la cultura erudita.
La segunda apuesta
también plantea insuficiencias: el énfasis en el análisis segmentado de los
estilos de vida distinguidos lleva a desatender los mecanismos de promoción y
reclutamiento de las elites. Sin ellos, el estudio de las posiciones altas se
desliza hacia la denuncia de las dimensiones simbólicas asociadas a estas
posiciones.
Más que criticar a
los modales distinguidos porque encubrían la dominación económica, se los
critica tout court mezclando, en alquimias diversas, resentimiento social y
emancipación generacional.
Pero si la
sociología de la clase alta se contentara con denunciar los modales y placeres
burgueses, ¿cuál sería su aporte específico?
La atención en las
elites, sus gustos, sus consumos suntuarios repite, claro está, una denuncia
atemporal: la mirada embelesada hacia los happy few es tan vieja como el poder
y la riqueza.
Ahora bien, sacando
los momentos de catarsis colectiva en los que el pueblo enardecido se disfraza
con las ropas del señor, la reiteración algo podría indicar sobre su
ineficacia.
¿Y si por ensañarnos
en la denuncia superestructural de los gustos distinguidos perdiéramos de vista
quienes detentan finalmente los mayores capitales y cómo se estructuran y
reproducen en cada momento las desigualdades sociales?
Según Losada (2008),
el esfuerzo de las elites por adquirir una cultura distinguida se observaba con
claridad entre las familias patricias argentinas de principios de siglo XX;
este rasgo, no obstante, no parece ser una característica distintiva de las elites
argentinas de la actualidad ni tener aquí el peso que les atribuye Bourdieu
como velo de la dominación.
Ciertamente, existen
miembros de las clases altas que comparten ciertos gustos y tienen formas de
hablar y de vestir que asociaríamos a las familias tradicionales (Gessaghi,
2016). No obstante, a lo largo de los distintos estudios que emprendí (con
productores agropecuarios, grandes banqueros, brokers y dirigentes empresarios
de distintas actividades) no existían modismos predominantes en la entonación
ni los mismos establecían diferencias significativas entre ellos. Tampoco
existía entre las nuevas generaciones una particular afección por la cultura
europea sino más bien admiración por los estilos de vida flexibles y cool de la
sociedad americana.
Hasta quienes se
habían encargado de promover estas disposiciones distinguidas entre las clases
medias altas, como las secciones culturales de los diarios tradicionales,
dejaron de atribuirles centralidad, reemplazándolas por el culto de prácticas
más hedonistas (Basanta Crespo, 2018).
Finalmente, al menos
en la Argentina y muy tempranamente, el declive de los modales distinguidos se
observa también en que dejaron de ser mecanismos eficaces de legitimación de la
dominación. Fuera de los círculos más tradicionales, los estilos de vida tradicionales
lejos de despertar admiración o emulación (como en la sociedad francesa de
Balzac o de Bourdieu), merecían más bien el ensañamiento y la burla del resto
de la sociedad.
El declive de los
modales distinguidos como principio de pertenencia y distinción dentro de las
elites no impidió que, en la Argentina como en el mundo, se observe una notable
profundización de las desigualdades y una concentración creciente de la riqueza.
Según datos del
SIEMPRO para el área metropolitana de Buenos Aires (AMBA), la relación del
ingreso per cápita familiar del primer y el décimo decil escalaron de casi 12
veces en 1980 a 24 a mediados de los noventa para trepar a más de 46 en 2002.
En las décadas de
1980 y 1990, el estrato superior incrementó ininterrumpidamente su participación
en el total de los ingresos (Cimillo et al., 2007). En la ciudad de Buenos
Aires, pasó del 28% en 1980 a más de 34% en 1998 (Benza y Heredia, en prensa).
La fuerte
reactivación económica conocida desde 2003, logró disminuir los niveles de
desempleo y pobreza, pero revirtió de manera mucho más moderada las tendencias
en la distribución de los ingresos.
De acuerdo con el
mismo documento del SIEMPRO, el coeficiente de Gini de la distribución del
ingreso familiar en el AMBA seguía revelando en 2006 una cifra muy regresiva
(0,47), más elevada que la de una década atrás (0,45 para mayo de 1995) y muy
superior a la que caracterizaba a esta área (0,38) a principios de 1980.
El informe del INDEC
de 2018 muestra la notable estabilidad de esta repartición desigual:
el decil más alto
por Ingreso Per Cápita Familiar (IPCF) se apropiaba entonces del 32% del total
de los ingresos del país contra los cuatro deciles inferiores que apenas
arañaban el 14%.
Y estos datos están
fundados en los ingresos declarados en las encuestas de hogares, donde se sabe
que se subestima el ingreso de los más ricos y no se indagan las diferencias
patrimoniales.
Pareciera entonces
que el foco en los estilos de vida ya no es el punto de partida más productivo
para definir a las elites y merece la pena volver a centrar la mirada en las
condiciones y magnitudes de la concentración de la riqueza.
Para hacerlo, una
primera posibilidad es atender a la inscripción ocupacional de las personas en
la estructura social, el criterio convencionalmente utilizado para definir
clases o estratos sociales.
Esta mirada tiene la
virtud de incluir, a través del estudio de los dueños y directivos de las
grandes organizaciones, una consideración sobre los cambios que experimentaron
la propiedad y los procesos de trabajo.
De este modo,
podremos seguir preguntándonos no sólo por quienes componen el grupo social más
próspero e influyente sino también sobre los márgenes y limitaciones de su
poder.
Ahora bien,
¿resiste el
capitalismo avanzado una caracterización en términos de posiciones socio
profesionales?
DE LAS POSICIONES
CONSOLIDADAS A LOS RECURSOS MÓVILES
Del mismo modo que
las novelas de Balzac, las teorías de la estratificación social y la sociología
de Pierre Bourdieu utilizan dos grandes criterios para indicarnos la
inscripción de las personas o de sus hogares en el colectivo mayor del que son
parte: el tipo de posiciones que ocupan y la magnitud y la composición de los
recursos que detentan.
Siguiendo el primer
criterio, el dueño de una empresa, miembro de un club selecto constituirá, por
su preeminencia dentro de estos aparatos organizacionales, un innegable miembro
de la elite.
Según el segundo
criterio, el poseedor de un gran patrimonio, de un flujo regular y elevado de
ingresos, de credenciales educativas destacadas y de contactos valiosos se
distinguirá por los capitales económicos, culturales y sociales puestos a su
disposición.
Tanto para quienes
se interesaron en la comunidad de notables que dirigía a las sociedades en la
temprana modernidad como para quienes intentaron caracterizar a la “elite del
poder” de la segunda posguerra (Wright Mills, 1957), las posiciones jerárquicas
de grandes organizaciones resultaban un criterio de delimitación adecuado para
definir la pertenencia a las clases altas.
Los propietarios de
grandes extensiones de tierra, los empresarios de las principales compañías
privadas, los directores de las reparticiones públicas más importantes, los
dueños o gerentes de los grandes bancos se definían como parte de la elite por
ocupar esas posiciones de manera relativamente permanente y articulada entre
sí.
Es sobre esa base
que la crítica identificó y denunció la reproducción de la desigualdad, tomando
la estabilidad de los ocupantes de ciertas posiciones como indicio del carácter
excluyente y cerrado de la alta sociedad.
En la Argentina, los
discursos políticos más críticos, suelen reprocharle a la burguesía
agropecuaria el control de la principal riqueza del país y su perpetuación en
las ubicaciones más encumbradas.
No obstante, dada la
juventud y la marcada inestabilidad económica y política del país, distintos
indicios señalan que la permanencia en el tiempo fue más la excepción que la
regla. Por un lado, tanto la nueva historiografía (Gayol, 2008; Hora, 2002 y Losada,
2008) como los primeros análisis sociológicos (Germani, 1963) subrayan la
notable apertura y fluidez de la sociedad argentina de fines del siglo XIX y
principios del siglo XX.
Con el paso del
tiempo, la pérdida de influencia de las familias patricias parece haberse
afirmado tanto por la subdivisión de la tierra provocada por el fraccionamiento
patrimonial entre proles numerosas como por los duros golpes asestados a las
clases tradicionales por el gobierno peronista.
Hacia los años 1970,
Azpiazu, Basualdo y Khavisse (1986) concluían que los hombres más ricos del
país eran inmigrantes prósperos cuyo poderío se había gestado durante las
políticas de sustitución de importaciones.
Para el período más
reciente, a través del análisis de la composición de las elites políticas y
económicas de 1976-2015, concluimos que el gobierno, los partidos y la gestión
pública a nivel nacional no parecen reflejar, luego del retorno a la democracia,
predominio alguno de los grupos tradicionales, sino todo lo contrario.
En lo que se refiere
según Alvaredo (2010: 276), “el porcentaje [del ingreso] retenido por percentil
superior descendió de 25,9% en 1943 a 15,3% en 1953. Los más afectados parecen
haber sido los más ricos.”
A principios de la
década de 1960, los hallazgos de De Imaz (1962) confirmaban este declive: los
miembros de la antigua clase alta porteña se declaraban marginados de las
actividades económicas y de la vida política e intelectual del país.
Vale subrayar que en
un país federal de la diversidad que reviste la Argentina, las elites
provinciales reclaman todavía mayor atención. Por lo pronto, puede decirse que,
en muchas provincias, se observa una mayor continuidad de las dirigencias
(Gibson, 2005; Canelo y Heredia, en prensa) y una estrecha cercanía, a nivel
local, entre los principales hombres de negocio y los elencos políticos.
Respecto al gran
empresariado, observamos una notable inestabilidad (Castellani y Heredia, en
evaluación): al comparar el ranking de las 50 principales empresas del país
entre 1976 y 2015, constatamos que apenas 13 compañías y 3 altos dirigentes se
habían mantenido en las más altas posiciones por cuarenta años.
De manera
coincidente, según la última edición de Forbes (Sonatti, 2018), la mayoría de
los ricos argentinos presentaban una trayectoria de ascenso reciente y los
apellidos tradicionales era minoritarios. Incluso si nos ceñimos a las
actividades y organizaciones de la pampa húmeda que acunaron a la elite
tradicional, observamos con Gras (2009) que conocieron mutaciones profundas y
los grupos más modernizadores no necesariamente provenían del medio rural ni de
familias de larga estirpe.
Estas descripciones
morfológicas se condicen con el testimonio de distintos protagonistas y
observadores. Según nos comentaron en distintos espacios vinculados con las
clases altas, las familias tradicionales “desaparecieron”, “se extinguieron en
la tercera generación”, “están en pie de igualdad con los otros”, “quedan sólo
como adorno”. Ciertamente, la pertenencia a estas familias sigue asociada,
tanto para quienes pertenecen como para quienes no pertenecen a ellas, a la
definición (simbólica) de clase alta.
Lo que los datos
indican es que la concentración de la riqueza en pocas manos y el
distanciamiento entre los que más y los que menos tienen no suponen que siempre
ganen los mismos.
Si bien las
mutaciones de la burguesía agropecuaria y la inestabilidad de las grandes
empresas argentinas pueden explicarse por la sucesión de crisis y modelos de
acumulación contrastante que marcaron el pulso de la Argentina reciente,
también algunos fenómenos vinculados a la globalización cuestionan la
pertinencia de utilizar las posiciones instituidas como criterio para
determinar la pertenencia a las elites.
Por un lado, como
señala Wedel (2017) la idea de “puestos de comando” como criterio para definir
a las elites radica en la concepción weberiana clásica de burocracia, en las
cuales las estructuras jerárquicas son visibles y los burócratas detentan el
poder ejecutivo.
En términos
jurídicos, la complejidad creciente que adquirió la propiedad corporativa y sus
modos de gobernanza redefine la posición de los grandes dueños de empresa.
Si bien parte de las
grandes compañías argentinas siguen en manos de las familias propietarias (que,
según Bebczuk, 2005, tienden a controlar las decisiones de la empresa),
numerosas firmas importantes son extranjeras y muchas cotizan en bolsa. La
propiedad corporativa se asocia a cierta vertiginosidad en la rotación de los
accionistas y las altas dirigencias, haciendo menos durables y visibles las
posiciones de dirección.
Finalmente, el
estallido de la unidad geográfica y jurídica de las grandes compañías también
impacta sobre Según datos de la Encuesta
a Grandes Empresas (2018), aún con una leve disminución en los últimos años,
las empresas con participación extranjera superaban las 300 sobre las 500 más
grandes.
Muchas veces el
proceso productivo se desarrolla en distintos lugares y en el mismo sitio
conviven trabajadores con contratos diversos o provistos por pequeñas compañías
tercerizadas que, al menos en los papeles, reportan a empleadores distintos.
Un estudio sobre las
bodegas mendocinas (Heredia, 2015) me reveló la heterogeneidad de las
estructuras empresarias actuales. Entre los medianos y grandes productores de
vino fino de la provincia convivían subsidiarias de empresas multinacionales
extranjeras, compañías a manos de fondos de pensión chilenos y norteamericanos,
empresas con accionistas de países diversos, emprendimientos de empresarios
enriquecidos en otros rubros y, minoritariamente, compañías familiares.
No sólo la
definición de propietario sino también la de empleador resultaba opaca: en una
misma planta trabajaban codo a codo, realizando la misma tarea, empleados de
toda la vida con otros aportados por una empresa de contratación de mano de
obra temporaria.
En algunos casos,
aunque compartieran en un mismo sitio sus jornadas laborales, los trabajadores
dependientes de la bodega podían diferenciarse de aquellos que trabajaban para
ella indirectamente en compañías específicas de seguridad, limpieza o contaduría.
Así, aunque en los
análisis clásicos posiciones y recursos suelan superponerse, ciertas
diferencias entre ambos criterios parecen haber cobrado interés. Mientras la
primera perspectiva es más adecuada para establecer diferenciaciones estables e
institucionalizadas, podría decirse que la segunda resulta más adecuada para
caracterizar situaciones más fluidas e informales. En efecto,
si algo caracteriza
a las elites sociales hoy es que aparecen menos exclusivas y durablemente
asociadas con una posición, un emprendimiento económico y una localización
geográfica.
Como lo revelan las
revistas de negocios al caracterizar a los dueños y altos ejecutivos, junto a
las actividades principales que los convocan, estos hombres suelen detallar
emprendimientos paralelos y portafolios financieros diversificados. Por esa
razón, a la hora de caracterizar a las clases altas, en lugar de hablar de
dueños y empleadores, valdría la pena referirse más bien a una comunidad de
hombres y mujeres de negocio con una sensibilidad financiera altamente
desarrollada, que ocupan posiciones variables, pero detentan cuantiosos
recursos móviles.
El problema para los
análisis sociológicos contemporáneos es que la fluidez de los recursos los hace
más renuentes a la cuantificación y a las gradaciones que requiere el estudio
de las desigualdades.
DE LA COHESIÓN A LA
INTERDEPENDENCIA
Como en la
literatura del siglo XIX, los sociólogos sospecharon durante décadas que las
relaciones fluidas entre los miembros de las elites estaban vinculadas con
niveles de cohesión y organización que les permitían afirmar y reproducir su
dominación.
Cierta mente, como
los personajes de la novela de Balzac, los notables desplegaban a lo largo de
sus vidas actividades económicas, intelectuales y políticas y se encontraban
entre ellos en círculos de sociabilidad reducidos.
Para Bourdieu y su
equipo lo notable era constatar que a pesar de que la modernidad tendía a la
diferenciación de campos con objetivos específicos y conspiraba contra estos
encuentros, los miembros de las elites francesas de su tiempo seguían
controlando un espacio social extendido, al ocupar sucesiva o simultáneamente
diversas posiciones y poseer contactos en la cima de distintas instituciones.
De acuerdo con
Boltanski (1973), la multiposicionalidad y el conocimiento personal de los
miembros de la elite les permitía garantizar la unidad de la clase dominante y
la coordinación entre distintas esferas.
Estos hallazgos
pusieron en evidencia la importancia de las relaciones sociales para resolver
problemas en comunidades relativamente pequeñas y poco institucionalizadas.
Al estudiar las
búsquedas de empleo, Granovetter (1973) demostró que también en los sectores
populares disponer de lazos fuertes y sobre todo débiles resultaba crucial para
acceder a los mejores puestos.
Si la confianza
reposa en redes interpersonales, la información circula de boca en boca y las
personas prefieren contratar u ofrecer negocios a quienes tengan conocidos en
común, es lógico que los grupos se vuelvan relativamente cerrados sobre sí
mismos y acaparen las mejores oportunidades.
En el caso de las
elites, la preocupación por los clubes selectos o las instituciones educativas
de excelencia suele asentarse sobre esta sospecha: los capitales sociales
permiten perpetuar o maximizar la riqueza y el poder excluyendo a potenciales
competidores.
La versión más
actualizada de esta preocupación son los sofisticados análisis de redes en
torno a los directorios cruzados (Mizruchi, 1996).
Estos estudios
analizan los consejos directivos de las grandes empresas, compuestos por
miembros externos e internos, y se interesan particularmente en cuántas
compañías comparten a las mismas personas.
Más allá de la
intervención de estos miembros en las decisiones, el foco está puesto en los
entrecruzamientos de directores que facilitarían la cohesión y organización de
quienes dirigen las principales corporaciones.
Con la
globalización, el predominio de las grandes multinacionales y la gobernanza
corporativa abrieron la gran pregunta de hasta qué punto podía hablarse de una
elite global de negocios. Con ese interrogante, Carroll y Fennema (2002)
analizaron la interconexión de directorios entre las principales 176
corporaciones mundiales entre 1976 y 1996.
Sus conclusiones
fueron sorprendentes: si bien persistían las redes nacionales, apenas se habían
incrementado las conexiones a nivel internacional.
Estudios ulteriores
confirmaron que la consolidación de una economía global más integrada y abierta
no sólo planteaba desafíos empíricos difíciles de resolver para estudiar la
cohesión de las elites a escala global, todo parecía indicar que la dispersión
le ganaba a la densidad en el manejo de los grandes negocios (Heemskerk,
Fennema & Carroll, 2015: 69).
Si bien la Argentina
plantea objeciones sobre la relevancia y la viabilidad de replicar este tipo de
estudios, los indicios disponibles parecen coincidir con las tendencias
evidenciadas a nivel internacional.
Según los hallazgos
de Lluch y Salvaj (2014:19): “En 2000, la red corporativa argentina se deshizo
en pedazos”. El componente central de la red que habían identificado se
desintegró completamente, dejando una colección de pequeños agrupamientos y
muchas firmas aisladas. Apenas 5% de las firmas estaban incluidas en el nodo
más grande.
Los escándalos de
corrupción atestiguan que en los negocios fuertemente vinculados con la
intervención estatal (como la obra pública o el desarrollo de actividades
extractivas), las relaciones entre altos ejecutivos del sector privado y
funcionarios públicos sigue siendo crucial. No obstante, de acuerdo con estas
autoras, lo que se observa en el largo plazo es “un progresivo (aunque no
lineal) proceso de destrucción de capital social” (Lluch y Salvaj, 2014: 22).
Considerando la
apertura geográfica y la flexibilidad organizacional que caracteriza a los
principales negocios en el capitalismo actual, probablemente es hora de pensar
la cohesión de la elite en términos menos mecánicos y más orgánicos.
Es decir, siguiendo
a Durkheim, se podría caracterizarla menos como un grupo dependiente del
conocimiento personal y los intercambios cara a cara que como un agregado de
individuos guiados por dispositivos impersonales, como las normas y jerarquías
que gobiernan los diversos mercados.
Distintos estudios
de corte cualitativo señalan que las medidas de calidad o rentabilidad fueron
reemplazando a las redes sociales como estructuradoras de cohesión y
orientadoras de prácticas.
No es que no existan
lazos entre los empresarios y claramente hay lobistas profesionales que ofrecen
su cartera de conocidos para facilitar los negocios. La cuestión es que la
integración a una escala cada vez más planetaria, los cambios en la tenencia de
muchas empresas locales y el arribo de compañías extranjeras fragilizaron la
importancia de los vínculos interpersonales dentro de la elite.
Tal como lo
sintetiza Salas-Porras para México (2006: 370), “…han disminuido las
interdependencias funcionales en la medida en que, por un lado, se han perdido
muchos eslabones y aún cadenas productivas enteras que afirmaban los enlaces de
la elite corporativa; por el otro, la información de mercados es más abundante
y de mejor calidad”.
Con una historia
económica convulsionada, la Argentina no se distingue por la cantidad ni
magnitud de sus ciudadanos más ricos, ni siquiera en relación con sus pares En
lo que respecta a la relevancia, merece mayor atención el significado de los
directorios como instancias de gestión de las principales firmas del país.
Algunos autores
subrayan que la preeminencia de empresas familiares y extranjeras (Bebczuk,
2005) quita importancia a los directorios. En términos empíricos, se ha
señalado la poca confiabilidad de los datos disponibles (Cárdenas, 2016: 343)
que ha llevado a excluir el caso argentino en este tipo de indagaciones.
La singularidad de
quienes ocupan de manera más o menos duradera los peldaños más altos de la
distribución remite en cambio a su desconfianza en el devenir de país que los
alienta a rehuir las inversiones de largo plazo y a colocar su excedente en el
extranjero.
La Argentina no
logró a lo largo de su historia fortalecer un mercado de capitales capaz de
fondear, con recursos propios, las inversiones locales. Tampoco consiguió
consolidar una confianza mínima en su moneda como unidad de reserva de valor.
Como contracara, el
país se ubica entre los primeros de la región en orden de importancia por la
magnitud de sus activos externos. Los depósitos en bancos extranjeros, la
inversión de cartera y también los dólares “colchón” componen esta forma de
atesoramiento ajena al circuito financiero local.
Según Gaggero, Rua y
Gaggero (2013: 8), los volúmenes fugados se cuadruplicaron entre 1991 y 2012, y
los datos indicarían que apenas el 10% del total de esta riqueza fue declarada
al fisco (Ídem.: 11).
Si en algunas
actividades que dependen de decisiones estales los lazos interpersonales siguen
siendo cruciales, no es menos cierto que en el caso de las actividades
globalizadas, al ampliarse la escala de los negocios y hacerse más móviles los
capitales, la capacidad de maximizar el excedente reposa menos en lazos de
amistad y encuentros regulares que sobre las grandes oportunidades que ofrece
el andamiaje macroeconómico, tecnológico, jurídico del capitalismo financiero
en su versión periférica.
A modo de cierre
Algunos pasajes de la literatura clásica conservan encanto y verosimilitud y
siguen evocando pequeñas escenas de toda sociedad desigual: la fuerte tendencia
de las nuevas generaciones a replicar la posición social de sus padres, el
embelesamiento de las clases más bajas frente a los ornamentos y rituales de
las más prósperas, la relación tensa entre miembros de los estratos de riqueza
consolidada y parvenus, los conciliábulos y conspiraciones de los ambientes
selectos, las artimañas y desgarramientos de los personajes con mayor ambición.
Desde una
perspectiva macro-sociológica, no obstante, estas páginas pusieron el acento en
el anacronismo de estas concepciones para acercarnos de manera ajustada al
universo de las elites sociales en el capitalismo actual.
A diferencia de lo
que ocurría en el pasado, las distintas capas sociales se reconocen y se
entrelazan con mucho menor frecuencia y de manera más intermitente. Y al menos
en el caso de las clases más altas, los más prósperos y menos famosos, han
logrado mayor soltura para emanciparse de los constreñimientos que les imponían
sus países y sus medios sociales de pertenencia. Si consideramos la riqueza
total que concentran los 50 argentinos de mayor fortuna, constatamos que
atesoran la mitad del patrimonio del norteamericano más rico del mundo y el
equivalente a los cuatro brasileños más prósperos (Sonatti, 2018: 50).
Sin pretensión de
exhaustividad, propusimos tres grandes desplazamientos para el estudio
sociológico de las elites sociales.
--- El primero,
asumir que ya no son los estilos de vida los que definen códigos de
honorabilidad compartidos ni delimitan la admiración y emulación de los grupos
subordinados.
--- El segundo,
aceptar que las posiciones consolidadas ya no señalizan con igual eficacia a
quienes detentan los mayores volúmenes de riqueza y poder y que es necesario
seguir el complejo flujo y cristalización de la riqueza para identificar dónde
se encuentran los más beneficiados.
--- Finalmente, que
los encuentros y la confianza interpersonal entre pares ya no orientan de
manera tan determinante los negocios, al menos no cuando los mismos se hallan
insertos en la era de las finanzas y la producción globalizada.
Tal vez la empresa
de repensar las elites a la luz de los cambios recientes no procure ni el
deleite estético de la gran literatura ni el consuelo de la crítica
conspirativa. Pareciera, no obstante, un desafío necesario para comprender y
atenuar las brechas de beneficios que desgarran a nuestras sociedades en la
actualidad.
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