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miércoles, 1 de octubre de 2025

ELITES Y CAPTURA DEL ESTADO [cap. II] EL FIN DE LA NOVELA DE BALZAC. - TRES DESPLAZAMIENTOS PARA PENSAR LAS ELITES SOCIALES EN EL CAPITALISMO FINANCIERO. POR MARIANA HEREDIA

 




ELITES Y CAPTURA DEL ESTADO [cap. II] EL FIN DE LA NOVELA DE BALZAC.

CAPÍTULO II: EL FIN DE LA NOVELA DE BALZAC. TRES DESPLAZAMIENTOS PARA PENSAR LAS ELITES SOCIALES EN EL CAPITALISMO FINANCIERO.

POR MARIANA HEREDIA

 

TRES DESPLAZAMIENTOS PARA PENSAR LAS ELITES SOCIALES EN EL CAPITALISMO FINANCIERO POR MARIANA HEREDIA

 

En correspondencia con la literatura francesa que aquí discutimos, utilizaremos las nociones de elite social y clase alta como equivalentes.

 

INTRODUCCIÓN

 

Anticipando a las ciencias sociales, la literatura francesa del siglo XIX se lanzó a la gran ambición de proponer “un inventario de la sociedad” de su tiempo.

 

En las plumas magníficas de Stendhal, Balzac, Hugo, Flauvert, la novela realista examinó las entrañas del campo y la ciudad, sus diversas capas sociales, el tejido de relaciones que las vinculaban y los desgarramientos de distintos personajes que, si bien expresaban sus medios sociales de pertenencia, lucharían a lo largo de la trama por emanciparse de los condicionamientos que éstos les imponían.

 

Así, de la mano de Julien Morel y Madame de Rênal en Rojo y Negro o de Eugène de Rastignac en Papá Goriot, las alianzas y oposiciones entre aristócratas, burgueses y ambiciosos de extracción diversa se fueron delineando como el tema predilecto de la descripción y la crítica social.

 

De esta literatura y de sus herederos locales datan muchos de los sentidos comunes que fundan nuestra concepción de las elites sociales. Y esto, en gran medida, por la vigencia que la sociología de Pierre Bourdieu atribuyó a estas concepciones y por el viaje en el espacio y el tiempo que conocieron sus ideas.

 

De este modo, bajo el doble influjo de la literatura clásica y la sociología crítica, se consolidaron un conjunto de interrogantes y aproximaciones.

 

Para responder a la pregunta sobre la legitimidad, la fascinación por las costumbres fastuosas se reconvirtió en la preocupación por los estilos de vida distinguidos y la emulación que despertaban en los subordinados.

 

Con el fin de situar a las elites en su entorno y su época, se presupuso la existencia de comunidades relativamente cerradas y estables con posiciones consolidadas y procesos de reproducción previsibles.

 

Por último, para explicar las formas de estructuración de las desigualdades sociales, se apeló a dos instituciones fundamentales:

la propiedad y el dinero, como pilares básicos e inmutables de toda sociedad capitalista.

 

Sin desmerecer la agudeza de esta literatura, tal vez es hora de que la sociología de las elites se afirme sobre registros más contemporáneos.

 

Mientras la historia y la teoría social se hacen eco de los cambios vertiginosos que conocieron nuestras sociedades en las últimas décadas, pareciera por momentos que para comprender a las elites alcanza con sumergirse en una novela de Balzac.

 

Mutan las industrias y los gustos culturales, se derrumban las fronteras financieras y comerciales, se transforman los estatutos de las empresas y las nociones de propiedad, se redefinen los procesos productivos y las formas de explotación, de acuerdo con muchas crónicas y denuncias, los que ganan se perpetúan siempre iguales a sí mismos.

 

Aunque considerar los aportes de las ciencias económicas resulte menos grato, ajustar el inventario de nuestras sociedades parece ser un imperativo para fundar mejores diagnósticos, pero también para evitar que la crítica social siga ladrándole al árbol equivocado.

 

Al reeditar sin mayores actualizaciones el cuestionamiento a la “oligarquía primario-exportadora” o al “capital extranjero”, los gobiernos de centro izquierda replicaron los discursos de posguerra sin dar debida cuenta de los efectos sociológicos de las nuevas reglas del capitalismo globalizado.

 

Las elites aparecieron entonces, en los términos de Ulrich Beck, como una especie de “categoría zombi”, impotente para designar con precisión un fenómeno relevante, pero mantenida con vida por la inercia de los discursos políticos.

 

Sobre la base de distintas experiencias de investigación, estas líneas proponen algunos desplazamientos analíticos que permitan calibrar mejor nuestra noción de elite en las sociedades contemporáneas. Para ello, se estructura en tres grandes apartados.

 

--- El primero reconstruye el énfasis en los gustos y modales distinguidos como forma de caracterización de las clases altas y propone volver a focalizar la discusión sobre los mecanismos de concentración de la riqueza.

 

--- En este marco, la segunda parte cuestiona la apelación a posiciones sociales consolidadas como forma de caracterización de las elites al tiempo que propone indicios sobre la fluidez y la movilidad de los recursos que las caracterizan en la actualidad.

 

--- Por último, se subraya la importancia de considerar la escala geográfica y temporal para diferenciar a las sociedades capitalistas e identificar algunas semejanzas y singularidades que plantean las elites argentinas en relación con sus pares occidentales.

 

DE LOS ESTILOS DE VIDA DISTINGUIDOS A LA CONCENTRACIÓN DE LA RIQUEZA

 

La fascinación literaria por los estilos de vida tuvo cierta continuidad en los análisis de Pierre Bourdieu, quien les atribuyó un lugar preponderante en su sociología de las elites sociales.

 

En los años setenta, sus estudios sobre la sociedad y en particular sobre la clase alta francesa renovaron profundamente la preocupación por las desigualdades y su persistencia en plena expansión de los Estados de Bienestar.

 

Planteada magistralmente en su libro “La Distinción” (1979), la gran cuestión residía en identificar

qué atributos adquirían ciertas minorías que las hacían material y simbólicamente capaces de afirmar su dominación y reproducir en el tiempo sus beneficios.

 

Las ventajas económicas originarias, la cohesión y coordinación de estos grupos, la capacidad de merecer el reconocimiento de las instituciones y la emulación de las clases inferiores formaban parte de los signos distintivos que contribuían a explicar la reproducción de la distancia social.

 

El conocimiento de la música clásica, la preferencia por la alta gastronomía, el placer por conocer lugares exóticos, el culto de los modales refinados aparecía en sus trabajos como un velo que contribuía a esconder y legitimar las diferencias de clase.

 

En este sentido, el interés por los gustos y los estilos de vida más distinguidos residía en que constituían una clave para develar “las ramificaciones sociológicas de la desigualdad económica”2 (Savage, 2000: 43).

 

No sorprende que, frente a la potencia de esta teoría, la mayoría de los estudios sobre las clases altas haya tendido a inspirarse en ella.

 

La popularidad se expresó de dos maneras: en la extrapolación geográfica y temporal de las conclusiones alcanzadas para la Francia de la década de los 1970 y en la creciente insularidad que caracterizó el estudio de las clases altas.

 

Con el correr del tiempo, estas dos apuestas analíticas fueron revelando sus limitaciones.

 

En lo que refiere a la primera, los cambios culturales y organizacionales socavaron la pertinencia de seguir asociando estilos de vida distinguidos a la reproducción virtuosa de las clases altas.

 

Incluso en la Francia de hoy, la cultura general ya no es tan valorada ni por las elites ni por otros miembros de la sociedad que desarrollaron gustos más “omnívoros” (Peterson y Kern, 1996). A su vez, estas disposiciones culturales y educativas tampoco resultan allí tan eficaces como en el pasado para pavimentar el acceso a las más altas jerarquías (Peugy, 2009).

 

Si la tesis de Bourdieu pierde fuerza en el mismo terreno para el que fue acuñada, con más razón es necesario tomarla con recaudos para otras sociedades con menos reconocimiento de la cultura erudita.

 

La segunda apuesta también plantea insuficiencias: el énfasis en el análisis segmentado de los estilos de vida distinguidos lleva a desatender los mecanismos de promoción y reclutamiento de las elites. Sin ellos, el estudio de las posiciones altas se desliza hacia la denuncia de las dimensiones simbólicas asociadas a estas posiciones.

 

Más que criticar a los modales distinguidos porque encubrían la dominación económica, se los critica tout court mezclando, en alquimias diversas, resentimiento social y emancipación generacional.

 

Pero si la sociología de la clase alta se contentara con denunciar los modales y placeres burgueses, ¿cuál sería su aporte específico?

 

La atención en las elites, sus gustos, sus consumos suntuarios repite, claro está, una denuncia atemporal: la mirada embelesada hacia los happy few es tan vieja como el poder y la riqueza.

 

Ahora bien, sacando los momentos de catarsis colectiva en los que el pueblo enardecido se disfraza con las ropas del señor, la reiteración algo podría indicar sobre su ineficacia.

 

¿Y si por ensañarnos en la denuncia superestructural de los gustos distinguidos perdiéramos de vista quienes detentan finalmente los mayores capitales y cómo se estructuran y reproducen en cada momento las desigualdades sociales?

 

Según Losada (2008), el esfuerzo de las elites por adquirir una cultura distinguida se observaba con claridad entre las familias patricias argentinas de principios de siglo XX; este rasgo, no obstante, no parece ser una característica distintiva de las elites argentinas de la actualidad ni tener aquí el peso que les atribuye Bourdieu como velo de la dominación.

 

Ciertamente, existen miembros de las clases altas que comparten ciertos gustos y tienen formas de hablar y de vestir que asociaríamos a las familias tradicionales (Gessaghi, 2016). No obstante, a lo largo de los distintos estudios que emprendí (con productores agropecuarios, grandes banqueros, brokers y dirigentes empresarios de distintas actividades) no existían modismos predominantes en la entonación ni los mismos establecían diferencias significativas entre ellos. Tampoco existía entre las nuevas generaciones una particular afección por la cultura europea sino más bien admiración por los estilos de vida flexibles y cool de la sociedad americana.

 

Hasta quienes se habían encargado de promover estas disposiciones distinguidas entre las clases medias altas, como las secciones culturales de los diarios tradicionales, dejaron de atribuirles centralidad, reemplazándolas por el culto de prácticas más hedonistas (Basanta Crespo, 2018).

 

Finalmente, al menos en la Argentina y muy tempranamente, el declive de los modales distinguidos se observa también en que dejaron de ser mecanismos eficaces de legitimación de la dominación. Fuera de los círculos más tradicionales, los estilos de vida tradicionales lejos de despertar admiración o emulación (como en la sociedad francesa de Balzac o de Bourdieu), merecían más bien el ensañamiento y la burla del resto de la sociedad.

 

El declive de los modales distinguidos como principio de pertenencia y distinción dentro de las elites no impidió que, en la Argentina como en el mundo, se observe una notable profundización de las desigualdades y una concentración creciente de la riqueza.

 

Según datos del SIEMPRO para el área metropolitana de Buenos Aires (AMBA), la relación del ingreso per cápita familiar del primer y el décimo decil escalaron de casi 12 veces en 1980 a 24 a mediados de los noventa para trepar a más de 46 en 2002.

 

En las décadas de 1980 y 1990, el estrato superior incrementó ininterrumpidamente su participación en el total de los ingresos (Cimillo et al., 2007). En la ciudad de Buenos Aires, pasó del 28% en 1980 a más de 34% en 1998 (Benza y Heredia, en prensa).

 

La fuerte reactivación económica conocida desde 2003, logró disminuir los niveles de desempleo y pobreza, pero revirtió de manera mucho más moderada las tendencias en la distribución de los ingresos.

 

De acuerdo con el mismo documento del SIEMPRO, el coeficiente de Gini de la distribución del ingreso familiar en el AMBA seguía revelando en 2006 una cifra muy regresiva (0,47), más elevada que la de una década atrás (0,45 para mayo de 1995) y muy superior a la que caracterizaba a esta área (0,38) a principios de 1980.

 

El informe del INDEC de 2018 muestra la notable estabilidad de esta repartición desigual:

el decil más alto por Ingreso Per Cápita Familiar (IPCF) se apropiaba entonces del 32% del total de los ingresos del país contra los cuatro deciles inferiores que apenas arañaban el 14%.

 

Y estos datos están fundados en los ingresos declarados en las encuestas de hogares, donde se sabe que se subestima el ingreso de los más ricos y no se indagan las diferencias patrimoniales.

 

Pareciera entonces que el foco en los estilos de vida ya no es el punto de partida más productivo para definir a las elites y merece la pena volver a centrar la mirada en las condiciones y magnitudes de la concentración de la riqueza.

 

Para hacerlo, una primera posibilidad es atender a la inscripción ocupacional de las personas en la estructura social, el criterio convencionalmente utilizado para definir clases o estratos sociales.

 

Esta mirada tiene la virtud de incluir, a través del estudio de los dueños y directivos de las grandes organizaciones, una consideración sobre los cambios que experimentaron la propiedad y los procesos de trabajo.

 

De este modo, podremos seguir preguntándonos no sólo por quienes componen el grupo social más próspero e influyente sino también sobre los márgenes y limitaciones de su poder.

 

Ahora bien,

¿resiste el capitalismo avanzado una caracterización en términos de posiciones socio profesionales?

 

DE LAS POSICIONES CONSOLIDADAS A LOS RECURSOS MÓVILES

 

Del mismo modo que las novelas de Balzac, las teorías de la estratificación social y la sociología de Pierre Bourdieu utilizan dos grandes criterios para indicarnos la inscripción de las personas o de sus hogares en el colectivo mayor del que son parte: el tipo de posiciones que ocupan y la magnitud y la composición de los recursos que detentan.

 

Siguiendo el primer criterio, el dueño de una empresa, miembro de un club selecto constituirá, por su preeminencia dentro de estos aparatos organizacionales, un innegable miembro de la elite.

 

Según el segundo criterio, el poseedor de un gran patrimonio, de un flujo regular y elevado de ingresos, de credenciales educativas destacadas y de contactos valiosos se distinguirá por los capitales económicos, culturales y sociales puestos a su disposición.

 

Tanto para quienes se interesaron en la comunidad de notables que dirigía a las sociedades en la temprana modernidad como para quienes intentaron caracterizar a la “elite del poder” de la segunda posguerra (Wright Mills, 1957), las posiciones jerárquicas de grandes organizaciones resultaban un criterio de delimitación adecuado para definir la pertenencia a las clases altas.

 

Los propietarios de grandes extensiones de tierra, los empresarios de las principales compañías privadas, los directores de las reparticiones públicas más importantes, los dueños o gerentes de los grandes bancos se definían como parte de la elite por ocupar esas posiciones de manera relativamente permanente y articulada entre sí.

 

Es sobre esa base que la crítica identificó y denunció la reproducción de la desigualdad, tomando la estabilidad de los ocupantes de ciertas posiciones como indicio del carácter excluyente y cerrado de la alta sociedad.

 

En la Argentina, los discursos políticos más críticos, suelen reprocharle a la burguesía agropecuaria el control de la principal riqueza del país y su perpetuación en las ubicaciones más encumbradas.

 

No obstante, dada la juventud y la marcada inestabilidad económica y política del país, distintos indicios señalan que la permanencia en el tiempo fue más la excepción que la regla. Por un lado, tanto la nueva historiografía (Gayol, 2008; Hora, 2002 y Losada, 2008) como los primeros análisis sociológicos (Germani, 1963) subrayan la notable apertura y fluidez de la sociedad argentina de fines del siglo XIX y principios del siglo XX.

 

Con el paso del tiempo, la pérdida de influencia de las familias patricias parece haberse afirmado tanto por la subdivisión de la tierra provocada por el fraccionamiento patrimonial entre proles numerosas como por los duros golpes asestados a las clases tradicionales por el gobierno peronista.

 

Hacia los años 1970, Azpiazu, Basualdo y Khavisse (1986) concluían que los hombres más ricos del país eran inmigrantes prósperos cuyo poderío se había gestado durante las políticas de sustitución de importaciones.

 

Para el período más reciente, a través del análisis de la composición de las elites políticas y económicas de 1976-2015, concluimos que el gobierno, los partidos y la gestión pública a nivel nacional no parecen reflejar, luego del retorno a la democracia, predominio alguno de los grupos  tradicionales, sino todo lo contrario.

 

En lo que se refiere según Alvaredo (2010: 276), “el porcentaje [del ingreso] retenido por percentil superior descendió de 25,9% en 1943 a 15,3% en 1953. Los más afectados parecen haber sido los más ricos.”

 

A principios de la década de 1960, los hallazgos de De Imaz (1962) confirmaban este declive: los miembros de la antigua clase alta porteña se declaraban marginados de las actividades económicas y de la vida política e intelectual del país.

 

Vale subrayar que en un país federal de la diversidad que reviste la Argentina, las elites provinciales reclaman todavía mayor atención. Por lo pronto, puede decirse que, en muchas provincias, se observa una mayor continuidad de las dirigencias (Gibson, 2005; Canelo y Heredia, en prensa) y una estrecha cercanía, a nivel local, entre los principales hombres de negocio y los elencos políticos.

 

Respecto al gran empresariado, observamos una notable inestabilidad (Castellani y Heredia, en evaluación): al comparar el ranking de las 50 principales empresas del país entre 1976 y 2015, constatamos que apenas 13 compañías y 3 altos dirigentes se habían mantenido en las más altas posiciones por cuarenta años.

 

De manera coincidente, según la última edición de Forbes (Sonatti, 2018), la mayoría de los ricos argentinos presentaban una trayectoria de ascenso reciente y los apellidos tradicionales era minoritarios. Incluso si nos ceñimos a las actividades y organizaciones de la pampa húmeda que acunaron a la elite tradicional, observamos con Gras (2009) que conocieron mutaciones profundas y los grupos más modernizadores no necesariamente provenían del medio rural ni de familias de larga estirpe.

 

Estas descripciones morfológicas se condicen con el testimonio de distintos protagonistas y observadores. Según nos comentaron en distintos espacios vinculados con las clases altas, las familias tradicionales “desaparecieron”, “se extinguieron en la tercera generación”, “están en pie de igualdad con los otros”, “quedan sólo como adorno”. Ciertamente, la pertenencia a estas familias sigue asociada, tanto para quienes pertenecen como para quienes no pertenecen a ellas, a la definición (simbólica) de clase alta.

 

Lo que los datos indican es que la concentración de la riqueza en pocas manos y el distanciamiento entre los que más y los que menos tienen no suponen que siempre ganen los mismos.

 

Si bien las mutaciones de la burguesía agropecuaria y la inestabilidad de las grandes empresas argentinas pueden explicarse por la sucesión de crisis y modelos de acumulación contrastante que marcaron el pulso de la Argentina reciente, también algunos fenómenos vinculados a la globalización cuestionan la pertinencia de utilizar las posiciones instituidas como criterio para determinar la pertenencia a las elites.

 

Por un lado, como señala Wedel (2017) la idea de “puestos de comando” como criterio para definir a las elites radica en la concepción weberiana clásica de burocracia, en las cuales las estructuras jerárquicas son visibles y los burócratas detentan el poder ejecutivo.

 

En términos jurídicos, la complejidad creciente que adquirió la propiedad corporativa y sus modos de gobernanza redefine la posición de los grandes dueños de empresa.

 

Si bien parte de las grandes compañías argentinas siguen en manos de las familias propietarias (que, según Bebczuk, 2005, tienden a controlar las decisiones de la empresa), numerosas firmas importantes son extranjeras y muchas cotizan en bolsa. La propiedad corporativa se asocia a cierta vertiginosidad en la rotación de los accionistas y las altas dirigencias, haciendo menos durables y visibles las posiciones de dirección.

 

Finalmente, el estallido de la unidad geográfica y jurídica de las grandes compañías también impacta sobre  Según datos de la Encuesta a Grandes Empresas (2018), aún con una leve disminución en los últimos años, las empresas con participación extranjera superaban las 300 sobre las 500 más grandes.

 

Muchas veces el proceso productivo se desarrolla en distintos lugares y en el mismo sitio conviven trabajadores con contratos diversos o provistos por pequeñas compañías tercerizadas que, al menos en los papeles, reportan a empleadores distintos.

 

Un estudio sobre las bodegas mendocinas (Heredia, 2015) me reveló la heterogeneidad de las estructuras empresarias actuales. Entre los medianos y grandes productores de vino fino de la provincia convivían subsidiarias de empresas multinacionales extranjeras, compañías a manos de fondos de pensión chilenos y norteamericanos, empresas con accionistas de países diversos, emprendimientos de empresarios enriquecidos en otros rubros y, minoritariamente, compañías familiares.

 

No sólo la definición de propietario sino también la de empleador resultaba opaca: en una misma planta trabajaban codo a codo, realizando la misma tarea, empleados de toda la vida con otros aportados por una empresa de contratación de mano de obra temporaria.

 

En algunos casos, aunque compartieran en un mismo sitio sus jornadas laborales, los trabajadores dependientes de la bodega podían diferenciarse de aquellos que trabajaban para ella indirectamente en compañías específicas de seguridad, limpieza o contaduría.

 

Así, aunque en los análisis clásicos posiciones y recursos suelan superponerse, ciertas diferencias entre ambos criterios parecen haber cobrado interés. Mientras la primera perspectiva es más adecuada para establecer diferenciaciones estables e institucionalizadas, podría decirse que la segunda resulta más adecuada para caracterizar situaciones más fluidas e informales. En efecto,

si algo caracteriza a las elites sociales hoy es que aparecen menos exclusivas y durablemente asociadas con una posición, un emprendimiento económico y una localización geográfica.

 

Como lo revelan las revistas de negocios al caracterizar a los dueños y altos ejecutivos, junto a las actividades principales que los convocan, estos hombres suelen detallar emprendimientos paralelos y portafolios financieros diversificados. Por esa razón, a la hora de caracterizar a las clases altas, en lugar de hablar de dueños y empleadores, valdría la pena referirse más bien a una comunidad de hombres y mujeres de negocio con una sensibilidad financiera altamente desarrollada, que ocupan posiciones variables, pero detentan cuantiosos recursos móviles.

 

El problema para los análisis sociológicos contemporáneos es que la fluidez de los recursos los hace más renuentes a la cuantificación y a las gradaciones que requiere el estudio de las desigualdades.

 

DE LA COHESIÓN A LA INTERDEPENDENCIA

 

Como en la literatura del siglo XIX, los sociólogos sospecharon durante décadas que las relaciones fluidas entre los miembros de las elites estaban vinculadas con niveles de cohesión y organización que les permitían afirmar y reproducir su dominación.

 

Cierta mente, como los personajes de la novela de Balzac, los notables desplegaban a lo largo de sus vidas actividades económicas, intelectuales y políticas y se encontraban entre ellos en círculos de sociabilidad reducidos.

 

Para Bourdieu y su equipo lo notable era constatar que a pesar de que la modernidad tendía a la diferenciación de campos con objetivos específicos y conspiraba contra estos encuentros, los miembros de las elites francesas de su tiempo seguían controlando un espacio social extendido, al ocupar sucesiva o simultáneamente diversas posiciones y poseer contactos en la cima de distintas instituciones.

 

De acuerdo con Boltanski (1973), la multiposicionalidad y el conocimiento personal de los miembros de la elite les permitía garantizar la unidad de la clase dominante y la coordinación entre distintas esferas.

 

Estos hallazgos pusieron en evidencia la importancia de las relaciones sociales para resolver problemas en comunidades relativamente pequeñas y poco institucionalizadas.

 

Al estudiar las búsquedas de empleo, Granovetter (1973) demostró que también en los sectores populares disponer de lazos fuertes y sobre todo débiles resultaba crucial para acceder a los mejores puestos.

 

Si la confianza reposa en redes interpersonales, la información circula de boca en boca y las personas prefieren contratar u ofrecer negocios a quienes tengan conocidos en común, es lógico que los grupos se vuelvan relativamente cerrados sobre sí mismos y acaparen las mejores oportunidades.

 

En el caso de las elites, la preocupación por los clubes selectos o las instituciones educativas de excelencia suele asentarse sobre esta sospecha: los capitales sociales permiten perpetuar o maximizar la riqueza y el poder excluyendo a potenciales competidores.

 

La versión más actualizada de esta preocupación son los sofisticados análisis de redes en torno a los directorios cruzados (Mizruchi, 1996).

 

Estos estudios analizan los consejos directivos de las grandes empresas, compuestos por miembros externos e internos, y se interesan particularmente en cuántas compañías comparten a las mismas personas.

 

Más allá de la intervención de estos miembros en las decisiones, el foco está puesto en los entrecruzamientos de directores que facilitarían la cohesión y organización de quienes dirigen las principales corporaciones.

 

Con la globalización, el predominio de las grandes multinacionales y la gobernanza corporativa abrieron la gran pregunta de hasta qué punto podía hablarse de una elite global de negocios. Con ese interrogante, Carroll y Fennema (2002) analizaron la interconexión de directorios entre las principales 176 corporaciones mundiales entre 1976 y 1996.

 

Sus conclusiones fueron sorprendentes: si bien persistían las redes nacionales, apenas se habían incrementado las conexiones a nivel internacional.

 

Estudios ulteriores confirmaron que la consolidación de una economía global más integrada y abierta no sólo planteaba desafíos empíricos difíciles de resolver para estudiar la cohesión de las elites a escala global, todo parecía indicar que la dispersión le ganaba a la densidad en el manejo de los grandes negocios (Heemskerk, Fennema & Carroll, 2015: 69).

 

Si bien la Argentina plantea objeciones sobre la relevancia y la viabilidad de replicar este tipo de estudios, los indicios disponibles parecen coincidir con las tendencias evidenciadas a nivel internacional.

 

Según los hallazgos de Lluch y Salvaj (2014:19): “En 2000, la red corporativa argentina se deshizo en pedazos”. El componente central de la red que habían identificado se desintegró completamente, dejando una colección de pequeños agrupamientos y muchas firmas aisladas. Apenas 5% de las firmas estaban incluidas en el nodo más grande.

 

Los escándalos de corrupción atestiguan que en los negocios fuertemente vinculados con la intervención estatal (como la obra pública o el desarrollo de actividades extractivas), las relaciones entre altos ejecutivos del sector privado y funcionarios públicos sigue siendo crucial. No obstante, de acuerdo con estas autoras, lo que se observa en el largo plazo es “un progresivo (aunque no lineal) proceso de destrucción de capital social” (Lluch y Salvaj, 2014: 22).

 

Considerando la apertura geográfica y la flexibilidad organizacional que caracteriza a los principales negocios en el capitalismo actual, probablemente es hora de pensar la cohesión de la elite en términos menos mecánicos y más orgánicos.

 

Es decir, siguiendo a Durkheim, se podría caracterizarla menos como un grupo dependiente del conocimiento personal y los intercambios cara a cara que como un agregado de individuos guiados por dispositivos impersonales, como las normas y jerarquías que gobiernan los diversos mercados.

 

Distintos estudios de corte cualitativo señalan que las medidas de calidad o rentabilidad fueron reemplazando a las redes sociales como estructuradoras de cohesión y orientadoras de prácticas.

 

No es que no existan lazos entre los empresarios y claramente hay lobistas profesionales que ofrecen su cartera de conocidos para facilitar los negocios. La cuestión es que la integración a una escala cada vez más planetaria, los cambios en la tenencia de muchas empresas locales y el arribo de compañías extranjeras fragilizaron la importancia de los vínculos interpersonales dentro de la elite.

 

Tal como lo sintetiza Salas-Porras para México (2006: 370), “…han disminuido las interdependencias funcionales en la medida en que, por un lado, se han perdido muchos eslabones y aún cadenas productivas enteras que afirmaban los enlaces de la elite corporativa; por el otro, la información de mercados es más abundante y de mejor calidad”.

 

Con una historia económica convulsionada, la Argentina no se distingue por la cantidad ni magnitud de sus ciudadanos más ricos, ni siquiera en relación con sus pares En lo que respecta a la relevancia, merece mayor atención el significado de los directorios como instancias de gestión de las principales firmas del país.

 

Algunos autores subrayan que la preeminencia de empresas familiares y extranjeras (Bebczuk, 2005) quita importancia a los directorios. En términos empíricos, se ha señalado la poca confiabilidad de los datos disponibles (Cárdenas, 2016: 343) que ha llevado a excluir el caso argentino en este tipo de indagaciones.

 

La singularidad de quienes ocupan de manera más o menos duradera los peldaños más altos de la distribución remite en cambio a su desconfianza en el devenir de país que los alienta a rehuir las inversiones de largo plazo y a colocar su excedente en el extranjero.

 

La Argentina no logró a lo largo de su historia fortalecer un mercado de capitales capaz de fondear, con recursos propios, las inversiones locales. Tampoco consiguió consolidar una confianza mínima en su moneda como unidad de reserva de valor.

 

Como contracara, el país se ubica entre los primeros de la región en orden de importancia por la magnitud de sus activos externos. Los depósitos en bancos extranjeros, la inversión de cartera y también los dólares “colchón” componen esta forma de atesoramiento ajena al circuito financiero local.

 

Según Gaggero, Rua y Gaggero (2013: 8), los volúmenes fugados se cuadruplicaron entre 1991 y 2012, y los datos indicarían que apenas el 10% del total de esta riqueza fue declarada al fisco (Ídem.: 11).

 

Si en algunas actividades que dependen de decisiones estales los lazos interpersonales siguen siendo cruciales, no es menos cierto que en el caso de las actividades globalizadas, al ampliarse la escala de los negocios y hacerse más móviles los capitales, la capacidad de maximizar el excedente reposa menos en lazos de amistad y encuentros regulares que sobre las grandes oportunidades que ofrece el andamiaje macroeconómico, tecnológico, jurídico del capitalismo financiero en su versión periférica.

 

A modo de cierre Algunos pasajes de la literatura clásica conservan encanto y verosimilitud y siguen evocando pequeñas escenas de toda sociedad desigual: la fuerte tendencia de las nuevas generaciones a replicar la posición social de sus padres, el embelesamiento de las clases más bajas frente a los ornamentos y rituales de las más prósperas, la relación tensa entre miembros de los estratos de riqueza consolidada y parvenus, los conciliábulos y conspiraciones de los ambientes selectos, las artimañas y desgarramientos de los personajes con mayor ambición.

 

Desde una perspectiva macro-sociológica, no obstante, estas páginas pusieron el acento en el anacronismo de estas concepciones para acercarnos de manera ajustada al universo de las elites sociales en el capitalismo actual.

 

A diferencia de lo que ocurría en el pasado, las distintas capas sociales se reconocen y se entrelazan con mucho menor frecuencia y de manera más intermitente. Y al menos en el caso de las clases más altas, los más prósperos y menos famosos, han logrado mayor soltura para emanciparse de los constreñimientos que les imponían sus países y sus medios sociales de pertenencia. Si consideramos la riqueza total que concentran los 50 argentinos de mayor fortuna, constatamos que atesoran la mitad del patrimonio del norteamericano más rico del mundo y el equivalente a los cuatro brasileños más prósperos (Sonatti, 2018: 50).

 

Sin pretensión de exhaustividad, propusimos tres grandes desplazamientos para el estudio sociológico de las elites sociales.

--- El primero, asumir que ya no son los estilos de vida los que definen códigos de honorabilidad compartidos ni delimitan la admiración y emulación de los grupos subordinados.

--- El segundo, aceptar que las posiciones consolidadas ya no señalizan con igual eficacia a quienes detentan los mayores volúmenes de riqueza y poder y que es necesario seguir el complejo flujo y cristalización de la riqueza para identificar dónde se encuentran los más beneficiados.

--- Finalmente, que los encuentros y la confianza interpersonal entre pares ya no orientan de manera tan determinante los negocios, al menos no cuando los mismos se hallan insertos en la era de las finanzas y la producción globalizada.

 

Tal vez la empresa de repensar las elites a la luz de los cambios recientes no procure ni el deleite estético de la gran literatura ni el consuelo de la crítica conspirativa. Pareciera, no obstante, un desafío necesario para comprender y atenuar las brechas de beneficios que desgarran a nuestras sociedades en la actualidad.

 

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