EL CREPÚSCULO DEL
MUNDO COMPARTIDO
El magnífico ensayo
de Máriam Martínez-Bascuñán demuestra que cuando los hechos alternativos
arrasan la verdad y condenan a la democracia a la soledad, como advirtió
Arendt, lo que se derrumba no es la política, sino el suelo mismo de la
ciudadanía.
Rubén Amón @Ruben_Amon 06 octubre 2025
Publicó
El concepto de
«hechos alternativos» podría haber sido un sarcasmo si no hubiera terminado
convirtiéndose en la coartada de una época.
Fue el bautismo de
fuego del trumpismo,
pero también la piedra angular de un tiempo político donde
la verdad se
convierte en materia fungible, moldeable, sustituible.
No es que la mentira
sea un hallazgo reciente —ahí están los sofistas, los propagandistas, los
censores de todos los tiempos—.
Lo inquietante es la
naturalización de su valor de uso, la banalidad con
la que se nos invita a habitar un espacio común corroído por la duda, la
sospecha y la descomposición de los consensos mínimos.
Máriam
Martínez-Bascuñán propone en El fin del mundo común un
diagnóstico que no es solo académico, sino clínico. La política se nos presenta
como una dolencia autoinmune:
las democracias se
atacan a sí mismas en el mismo lugar donde se asientan, es decir, en la
deliberación pública.
Y si la deliberación
pública se disuelve, si no hay una realidad común reconocida, lo que se
fractura es el suelo bajo nuestros pies.
Arendt, siempre
Arendt, actúa aquí como un oráculo. La filósofa alemana entendió que la pluralidad
humana exigía un escenario compartido para ser ejercida.
No se trata de que
todos pensemos igual, sino de que miremos al menos hacia el mismo objeto de
debate.
La metáfora es casi
infantil:
podemos discrepar
sobre si el vaso está medio lleno o medio vacío, pero necesitamos aceptar que
el vaso existe.
Lo que está en juego
en la posverdad es la posibilidad misma de ese vaso.
El ensayo se mueve
con destreza entre las intuiciones arendtianas y la cartografía de los
pensadores que denunciaron la erosión de la verdad:
--- Orwell,
que nos advirtió de la neolengua y del control del pasado;
--- Foucault, que
señaló la genealogía del poder en la producción de discursos;
--- Platón,
que ya desconfiaba de las sombras en la caverna.
La autora los
convoca sin solemnidad libresca, como aliados en la comprensión de un tiempo en
el que el relato se ha emancipado de la realidad y en el que la política,
reducida a espectáculo, ya no necesita comprobarse en los hechos.
La novedad no es la
mentira, sino la anestesia moral que la acompaña.
--- La mentira
clásica exigía todavía un duelo: quien engañaba debía ocultarse, disfrazar,
disimular.
--- La posverdad es
más indolente. Se muestra en público, se repite con desparpajo, se inmuniza por
reiteración.
Y aquí radica el fin
del mundo común: la imposibilidad de construir una memoria compartida,
de articular un relato cívico que nos vincule como ciudadanos.
La novedad no es la
mentira, sino la anestesia moral que la acompaña
Arendt intuyó que
el totalitarismo se alimentaba de la soledad y de la
incapacidad de distinguir entre verdad y ficción.
Martínez-Bascuñán lo
traslada a la intemperie democrática:
la política
contemporánea es un campo en el que los adversarios ya no compiten sobre
proyectos de futuro, sino sobre el sentido mismo de lo real.
Si los demócratas
discuten sobre cifras de muertos en una pandemia, sobre imágenes adulteradas de
una manifestación, sobre bulos que
circulan como dogmas, el debate se convierte en una torre de Babel. Nadie
traduce, nadie reconoce. Se disuelven los puentes, se pudre el suelo.
El ensayo es lúcido
porque no se complace en el lamento. Martínez-Bascuñán evita el tono
apocalíptico. No se trata de anunciar el colapso de la democracia, sino de
señalar sus fragilidades.
La pregunta no es
«¿hemos perdido la verdad?», sino «¿cómo podemos resistirnos?». Y ahí emerge
una propuesta de regeneración que pasa por reconocer la vulnerabilidad
de los espacios comunes, por custodiar la deliberación como si fuera un
bien escaso, por devolver al lenguaje su capacidad de crear mundos y no de
arruinarlos.
El estilo recuerda
que la autora es tanto profesora de Ciencia Política como columnista. Hay
rigor, pero también filo periodístico, esa vocación de traducir complejidades
sin sacrificar precisión. El libro no se refugia en la jerga académica, sino
que se atreve a bajar a la arena del presente: Trump, los populismos, la
política digital, los memes como armas de destrucción masiva de contexto. La
filosofía se entrevera con la crónica.
El título es una
advertencia y una elegía: El fin del mundo común. No el fin del
mundo, que sería un cataclismo metafísico, sino el fin de ese lugar compartido
donde la política podía discurrir como conversación entre
ciudadanos.
Lo que se anuncia no
es el apocalipsis, sino el aislamiento, la tribalización, la deriva hacia
burbujas cerradas donde la única verdad es la que se proclama al interior del
grupo.
Lo paradójico es que
este final se produzca en una era de sobrecomunicación. Nunca habíamos hablado
tanto y nunca nos habíamos entendido tan poco. La paradoja de la aldea global
es que se ha convertido en un archipiélago de islas incomunicadas. La autora
propone, siguiendo a Arendt, rescatar la noción de pluralidad:
no basta con
coexistir, hay que convivir; no basta con opinar, hay que reconocer la existencia del otro
como interlocutor legítimo.
La pregunta última
queda abierta: ¿cómo resistir? No hay una receta universal. Martínez-Bascuñán
apunta a la educación cívica, a la vigilancia crítica, a la preservación de un
periodismo que no renuncie a su función de mediación. Pero sobre todo señala la
necesidad de restituir la confianza en la conversación pública.
Recuperar la polis
como lugar de encuentro. Porque si se extingue ese espacio común, lo que
desaparece no es solo la democracia. Desaparece la posibilidad misma de ser
ciudadanos.
El libro convoca el sentido de la responsabilidad.
No podemos
resignarnos a que el espacio compartido se erosione bajo la coartada de los
«hechos alternativos».
La verdad no será
absoluta, pero sin un mínimo de ella no hay convivencia posible.
Lo que Arendt
defendía como pluralidad corre el riesgo de degenerar en un pandemónium
de soledades.
Y ese, sí, sería el verdadero fin del mundo.
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