REPERCUSIONES DE LA MUERTE DE JUAN FILLOY
El escritor de los tres siglos
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Por Guillermo Piro Escribir sobre Juan Filloy es tan paradójico como él mismo: un autor a quien se conoce mucho menos de lo que exigiría su importancia, y que al mismo tiempo ha despertado mayor atención y notoriedad en Holanda, por ejemplo, de lo que parecía permitir su postura de eremita en su casa de la ciudad de Córdoba. En realidad, Juan Filloy vivió dedicado casi monomaníacamente a la lectura y a la escritura. El sábado por la tarde murió en su ciudad natal. Había nacido el 1º de agosto de 1894. Toda la obra de Filloy es una poderosa mezcla de vida y literatura, un alcohol poderoso destilado literariamente, una droga decididamente embriagadora e incluso desabrida para algunos catadores timoratos o distraídos. Ahora Juan Filloy está muerto. Sus libros nunca fueron best sellers, aunque hayan pasado de una aceptación lenta a alguna que otra reedición. Desde el sensacionalismo que acompañó la publicación de Op Oloop, en 1934, acusada de pornográfica por el intendente porteño de entonces, a Filloy no le ha faltado la atención de la crítica. A decir verdad, gran parte del interés sólo ha sido periodístico. La crítica académica, que durante largo tiempo ignoró a este elefante de las letras, ha producido escasos estudios doctos. Algunas (pocas) de sus obras todavía pueden encontrarse en mesas de saldos (reediciones de la citada Op Oloop y ¡Estafen!, publicadas en 1967 por la editorial Paidós en una colección dirigida por Bernardo Verbitsky). Filloy merece atención como escritor de prosa innovadora y desafiante, que puede todavía ejercer una significativa influencia lingüística y estilística. Filloy estudió abogacía en la Universidad de Córdoba. Su egreso como abogado coincidió con la Reforma Universitaria de 1918. Compartió su profesión de abogado y magistrado con la escritura de novelas y poesías. Publicó, entre muchas otras, las siguientes obras: Periplo (1931), Balumba (1933), Aquende (1936), Caterva (1937), Finesse (1939), Vil & Vil (1975, novela prohibida por la junta militar, lo que le valió un interrogatorio que duró horas, durante las cuales no habló de otra cosa que no fuera literatura). Todos los títulos de sus obras constan de sólo siete letras, una restricción mágica y a la vez humorística con la que intentó diferenciarse de la fauna literaria que lo rodeaba. Su experiencia como jurista le sirvió de caldo de cultivo para su novela ¡Estafen!, con la que se propuso atacar el orden social. En ella, un concepto como el de “justicia” sufre una inversión. Su protagonista, el Estafador, posee una idea de libertad un tanto infantil, elemental, pero por eso mismo verdadera: para él ser libre equivale a hacer lo que uno quiera cuando le viene la gana. Op Oloop, quizá su obra más lograda, no hace más que entablar un juego idiomático fluido y versátil. Su personaje, sin exageración, podría definirse como uno de los más sugestivos de la novelística argentina de este siglo. Se trata de Optimus Oloop, estadígrafo, epicúreo, extremadamente culto, inclinado a las matemáticas y a las estadísticas, pulcro, metódico, enamorado de un ideal platónico. Optimus se enfrenta con el mundo que lo rodea, mundo que lo conduce a la locura y la muerte. Como narrador es atípico, en el sentido de que para él lo importante no era sólo “redactar”: Filloy buscaba lo insólito a toda costa, porque lo insólito no es más que una convención, y creía que, tras esa convención, había que regresar, también a toda costa, a una verdad. Si a veces se perdía en digresiones buscando la locura detrás del realismo, lo hacía porque para él la única manera de redescubrir el verdadero rostro del realismo era encontrándolo detrás de la locura. Su único propósito parece haber sido amenazar nuestro equilibrio. Cuando se piensa que muchas de sus obras aparecieron durante la década del 30, época en que la literatura argentina no ofrece muchos ejemplos ni remotamente similares, se comprende la influencia que habría ejercido en autores como Marechal y Cortázar, a quienes se anticipó en la construcción de sus novelas, en el humor corrosivo y en la libre utilización del habla de todos los días. Dentro de 20 años (que parece ser en Argentina el tiempo estipulado, después de la muerte de un autor, para valorar sus méritos), cuando todas sus obras se hayan reeditado, será el momento de comprobar si los calificativos de “maestro”, “creador inagotable”, “hombre de tres siglos”, hacen o no de pantalla a un hecho triste e irremediable: pocos lo han leído.
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