A nuestras creencias (por falsas, maliciosas o erróneas que sean) las pensamos como “la verdad” y, además, las creemos verdaderas.
Es lógico que sea así porque durante decenas de miles de años lo que hoy denominamos prejuicios o sesgos cognitivos (esos efectos psicológicos que producen una desviación en el procesamiento de lo percibido) nos permitieron sobrevivir.
Una respuesta rápida ante un peligro –aunque partiera de un procesamiento irracional de los datos– determinaba que podríamos vivir un día más.
Desde que los seres humanos pensamos, siempre hemos sido esencialmente irracionales, mentirosos y propensos a creer en aquello que confirma lo que ya creemos saber.
Veinte siglos de racionalidad filosófica, doscientos años de iluminismo y dos décadas de acceso a internet no han cambiado ese panorama: seguimos creyendo que lo que nosotros pensamos siempre es verdadero y lo que creen los que piensan distinto es siempre falso, un error.
Ayer se cumplieron 117 años de la muerte de Friedrich Nietzsche, el primer filósofo que desenmascaró que la creencia en la verdad es una mentira.
Desde Platón a Hegel, todos los filósofos creyeron que la verdad era la adecuación entre los hechos y lo que decíamos sobre ellos.
Se pensaba que si nuestras afirmaciones (y creencias) coincidían con los hechos decíamos la verdad. Si no coincidían, mentíamos o cometíamos un error.
Mucha gente aún sigue pensando así: es decir, como se pensaba a comienzos del siglo XIX, cuando Napoleón dominaba Europa y América Latina era una colonia de España.
Nietzsche cambió radicalmente ese paradigma que había sobrevivido más de 2.400 años. Demostró que no existen los hechos, que todo es interpretación. Es posible, quizá, que haya algo más allá de las interpretaciones, pero no podemos saberlo porque sólo existimos en el lenguaje.
Como dijo Martin Heidegger (interpretando a Nietzsche): “No hay mundo fuera del lenguaje”. Lo que hay más allá de nuestra capacidad de pensar el mundo es algo que no podemos pensar. Es decir, una creencia religiosa (o la nada).
Cuando tenía 23 años y estaba terminando sus estudios de Filología, Nietzsche escribió una breve monografía (menos de 15 páginas) que tituló “Sobre verdad y mentira, en sentido extramoral”. Allí demostró que la ficción es constitutiva de lo que llamamos “lo verdadero”.
Lo único que diferencia a la ficción que forma parte de lo verdadero de la ficción que nos parece mentirosa es la valorización social que tiene cada una en determinado momento histórico.
Pero esa valoración cambia y a ese cambio lo llamamos “historia”: hace dos siglos lo positivo era defender la esclavitud (que era pensada como la verdad) y hoy eso nos parece repugnante (hoy pensamos que es mentira que la esclavitud fuera positiva).
Ha pasado ya un siglo y medio desde que Nietzsche lanzó su tesis sobre la verdad como forma de la mentira y aún resulta insoportable para la mente mayoritaria de la sociedad contemporánea.
Wittgenstein, Heidegger, Rorty y el pragmatismo norteamericano, Foucault y todo el posestructuralismo, los epistemólogos y los psicólogos de casi todas las escuelas han fundamentado sus ideas a partir de Nietzsche, pero aún sigue resultando intolerable para la mayoría.
Se sigue creyendo en la verdad (aunque casi todo el mundo base su pensamiento en la ficción, en sus prejuicios y en sus creencias circunstanciales).
Todos los debates sociales y políticos están sesgados por la creencia en la verdad de los propios argumentos y en el error (o, directamente, la mentira) de los argumentos que se nos oponen.
Entonces, ¿cómo intervenir positivamente en el debate público si no existe algo verdadero o algo falso?
Richard Rorty dice que lo que realmente importa en un debate social es ver si amplía la esfera de libertad de los individuos, disminuye la crueldad y mejora la vida de la sociedad.
Las luchas que se libraron a favor de los derechos civiles o para lograr el reconocimiento de que los homosexuales también son seres humanos no fueron debates por la verdad (en los que uno de los bandos tenía “razón” y el otro no la tenía) sino fuertes intervenciones positivas que buscaron (y lograron) mejorar la vida social.
Gracias a esas luchas, el mundo siempre está mejorando. No solemos darnos cuenta de eso porque nuestras creencias nos enceguecen y nuestra ansiedad animal no tolera el ritmo vegetal de los cambios realmente importantes.
Pero si miramos con perspectiva histórica los últimos dos mil años veremos que incansablemente cada vez más gente vivió mejor, tanto material como espiritualmente.
Y en todo ese proceso no tuvo nunca un papel preponderante la lucha por la verdad (que siempre fue una ficción).
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