Anticipo de "Humanismo, impugnación y resistencia", el último libro de Horacio González
Escrito durante los días de pandemia mundial -que finalmente le costó la vida en junio de este año-, el último libro de Horacio González expresa la profunda convicción de salir al rescate del humanismo historizándolo, siguiendo sus recorridos intelectuales en el siglo XX pero atento a sus linajes y ramajes, para postular finalmente un humanismo crítico para un tiempo donde el riesgo se ha universalizado. Humanismo, impugnación y resistencia (Colihue) -del que aquí se anticipa un fragmento- es el legado, tan inesperado como ineludible del ensayista y maestro que hasta el último momento siguió pensando cómo atravesar una de las épocas más oscuras de la humanidad apostando siempre a las lecturas, la memoria, el lenguaje del diálogo y el intercambio cordial.
Creemos que seamos contemporáneos de una catástrofe inminente, que arrasará lo que los humanos dejaron como signos vitales de su presencia sobre el planeta. Pero ahora hay duras evidencias de un nuevo tono, el vivir, habitar y trabajar son cada vez más adversos; esta vez la universalización del riesgo hace que los peligros que se ciernen sobre el mundo pesen con mayor desesperación con su rostro amenazante. En el rumor de los siglos esos peligros se entremezclaron con las condiciones de existencia que conocimos, aceptamos y también cuestionamos. Todo esto nos lleva a que cualquier reflexión que hagamos adquiera notas de mayor gravedad. No somos partidarios del pastor que con sus hábiles rudimentos primero nos presenta el precipicio y en el momento culminante ofrece el ungüento que nos salvará del paso fatal que lo apagaría todo. Si la humanidad existe como tal, soportando sus intrincadas particularidades, no puede haber una voz única que tome su causa, esgrima sus banderas e indique el penoso pero probable camino de su refugio consolador. Pero esa voz, una suficiente y enérgica voz, si en último caso fuera necesaria, no termina de aparecer.
Tampoco somos sacerdotes, ni anunciamos ningún bramido repentino que contenga la pócima benefactora, y ni siquiera somos los indicados para sentirnos en posesión de lo que llamaríamos el diagnóstico de lo que pasa, ni anunciadores de un conjunto generoso y amplio de formas de vida, pensamientos que en su propio fervor contendrían las luces intuitivas que nos faltan para hacer seguro lo que parece cercado por amenazas conocidas. Pero que ahora adquieren magnitudes asombrosas. No cultivamos ninguna especie de receta milenarista, apenas una escueta reserva de olfato filosófico, con lecturas varias que, no por dispersas, dejamos de valorar como el fuerte apoyo para las palabras que aquí pronunciaremos. Se trata, en fin, de una perspectiva apenas enhebrada de lo que sería la filosofía de nuestra época si el concepto de humanismo –siempre que deje entrar entre sus gastados postigos una dialéctica renovada– pudiera revivir de sus escorias y volver a proponernos temas y avisos sobre los tiempos sombríos que atravesamos.
Es posible compartir la idea de que, desde la Carta sobre el humanismo de Heidegger, el intento de revivir el humanismo, bajo su forma existencialista, marxista o cristiana, fue objeto de un fino desprecio, que lo obligó al silencio bajo la incitante escritura de los numerosos maestros del estructuralismo, que se preparaban para el gran salto desde la década de 40. Eran respaldados por los resultados de la lingüística que, desde comienzos del siglo que pasó, se adentraba en los trabajos de las mentes más brillantes para pensar la tragedia, evolución y disolución del hombre en el interior del signo, además de contribuir a ordenar las disparidades que se derramaban a diario en el seno de las ciencias sociales. Eran todas evidencias de que tenía renovados empujes la idea de que “el signo lingüístico es arbitrario”, lo que tuvo un fuerte efecto en la antropología y en la filosofía que rescató el acontecimiento como forma del ser superior a la de la existencia arrojada al mundo, y dotando de un nuevo modo de concebir la representación de las cosas en las propias palabras, que en frases de gran estilo, permitió que Foucault anunciara que el hombre era un mero rayón en la arena que un oleaje ocasional borraría de un momento a otro. Por supuesto las consecutivas de la muerte del hombre, eco sorprendente de la muerte de Dios, corrían como sangre vital por las venas de todas las filosofías que comandaron los últimos vestigios del siglo XX, acompañadas por variaciones de fuerte poetización del lenguaje, como las que ofreció Derrida, que con su sutilísima escritura llamó, y al mismo tiempo le dio un magnífico enigma a los poderes del pensar, con el término rudo, aunque a la larga tolerable, de deconstrucción.
Comencemos entonces desde más atrás esta revisión de la complicada y ardua tarea que hizo el concepto de humanismo, en su colorida multivariedad de solicitaciones, para regenerar el mundo o para matar a los hombres en nombre de decisiones para “perfeccionar” la vida, segando aquellas otras vidas que declaraban indignas de vivirse. Lo deciden otros hombres, un pequeño puñado de hombres. Se escucha a menudo, con una insistencia que no aflige, sino que incita, que la expresión “humanismo” tiene la inocencia del Renacimiento y la tentación de reformar al mundo por el terror que solía rondar las grandes revoluciones políticas y sociales. Merleau-Ponty, en Humanismo y terror a mediados de los años 50, decía que el comunismo había mostrado finalmente que no era igual al humanismo que promocionaba, si nos atenemos a los escritos de Marx, en especial, los más tempranos y juveniles. Pero no hace falta mucho más para comprender por qué la expresión humanismo, tan pronunciada en nuestra época de la que emanan peligros autodestructivos como no los hubo en ninguna otra, está flotando en muchas bocas azoradas que, sin embargo, no se animan a reunirla en una teoría, asociarla a un cuerpo de ideas operante, hacerla parte de prácticas políticas que se sientan orgullosas de pronunciarla. Pues es muy trabajoso sacarla del mar de ambigüedades en que apenas emerge de a ratos su viejo encanto, para volver a chocar con sus propias imposibilidades.
La idea de que al socialismo se le debía sumar la electricidad, más de un siglo después del gran mito de los destructores de locomotoras y telares mecánicos, indicaba que por fin había un rumbo en el cual la vida obrera podía considerar que la cultura socialista que de ella emanaba habría de ser el receptáculo adecuado de las innovaciones tecnológicas, resumidas en la electricidad como el capítulo más rutilante de la historia de la energía como inductora esencial de las estribaciones por las que favorablemente iba atravesando la humanidad toda. De ahí en adelante las reservas morales, ante el avance de las fuerzas productivas, quedaron contenidas en una elite intelectual que hacía valer una urdimbre romántica en la condición que todo hombre o mujer cultiva, sin importar que se filiara a la corriente artística así llamada, sino que fuera alcanzada por una sensibilidad hacia el pasado cuya arquitectura espiritual era mancillada. No solo la introducción de la máquina de escribir ante la pluma, la tinta y el papel originó formas líricas de resistencia en famosos escritores.
Desde el punto de vista del paisaje y del urbanismo, hubo las mismas reacciones en notorios intelectuales de la época ante la construcción en Francia de la Torre Eiffel y en nuestro país ante la inauguración del Obelisco. Era la racionalidad urbanística hiriendo el bucólico trazado irregular de las ciudades de larga historia. Estos problemas de pasaje de una tecnología artesanal caligráfica a la máquina de escritura, y luego a los llamados “procesadores de texto”, están por verse y por estudiarse, el modo en que esas mutaciones fueron correlativas a los simultáneos cambios estilísticos en la escritura y la lectura. Desde luego, todo cambio tecnológico divide al cuerpo de profesores y críticos de una comunidad. Al que destila su melancolía, rencorosa o no, evocando la franja anterior a las tecnologías triunfantes (los que coleccionan discos de vinilo, las agrupaciones de automovilistas que manejan piezas fabricadas en 1910 y se visten con antiparras de época, los que proclaman que nunca leerán textos digitales y se apegan a la escrituras en papel como monjes medievales), se le oponen los jóvenes iconoclastas y sarcásticos –para épater a las “viejas generaciones”–, ensayando no pocas veces interesantes experiencias artísticas sobre la base del mundo digital que se apoderó de los signos, las escrituras e incluso de los itinerarios de vida. Una forma de resistirles es tomarlos en solfa. Aprovechar la intrusión de los correctores automáticos de texto que se anticipan tozudamente a lo que queremos decir escribiendo ellos en nuestro nombre, para aceptar el juego y enviar textos “mitad humanos y mitad maquinísticos”, que resultan así de naturaleza patafísica. Experiencias más avanzadas consisten en escribir novelas que poseen algoritmos que, cada vez que se envían digitalmente, mudan aspectos de la trama, con lo cual se revela una suerte de escritura automática pero mutante, lo que queda como resultado del intento humano de doblegar, con ficciones propias, aquellas que las máquinas van aprendiendo para que un día glorioso y abominable, según se vea, sean ellas las que escriban por nosotros y sus “correctores” no nos dejen más enmendar el giro maquinístico de un texto para darle los declives que nosotros mismos habíamos previsto. Ahora bien, ¿estamos contentos con estas posibilidades? ¿O se trata de un pseudo-automatismo surrealista que le permite reír a quienes se imaginan que serán los nuevos talentos que suplantarán las ánforas quebradizas de la literatura clásica, aliados con Mark Zuckerberg antes que con Hermann Broch o Néstor Perlongher?
Suele entenderse que la vía del desarrollo tecnológico empalma con un régimen de causalidad coherente en sus diversas etapas. Una linealidad uniforme sin sobresaltos daría un fácil veredicto de necesidad a todas las novedades que se van agregando a los usos técnicos ya disponibles. Pero se pasaría por alto que la noción de capitalismo, como violentación y alienación de la forma trabajo, no suelta de sus manos las inclinaciones hacia la innovación técnica, de modo que esta no sea la que corresponda bajo el supuesto momento que un “tiempo histórico” le destine y sea conjurada. Tanto en el caso de un automatismo que crea operar por determinismo tecnológico puro y de un salto para el cual no estén preparadas las bases financieras y de comercialización, o que proponga descubrimientos que la trama del capital no sienta por el momento que deba subsumir, según el famoso verbo con el que una materia floreciente de cualquier índole, sea una materia prima del objeto terminado o, lo mismo, el propio lenguaje, sea bautizado para su vida verdadera, recién cuando lo toma a su cargo la reproducción del capital de un modo orgánico. Ese es el modo esencial del cauce ontológico del capitalismo. Pero toda tecnología establece también una manera incierta y tácita de lucha con la determinación del Capital, cuya voluntad no es la de un humanoide sino la de una máquina que reticula los tiempos en que tiene sentido la producción y la reproducción financiera de la propia producción. Primero, esta determina a aquella, pero luego la razón financiera va a devolver un determinismo aún más ineluctable a la producción.
Pero los efectos del capitalismo reposan en sus misteriosas abstracciones, mientras que los de las tecnologías son visibles en la mutación de los modos fenoménicos del existir común. La aceleración de los transportes, las máquinas de reproducción de imágenes y la red de plusvalía digital van en paralelo con el aflojamiento de los vínculos religiosos en el domus familiar, y lo que ahora se festeja, como pionerismo en el primer cruce del Atlántico en avión o el primer navegante solitario que dio la vuelta al mundo, se ha transformado en un crecimiento de las empresas de viajes aeronáuticos que recorren una telaraña de itinerarios controlados por miles de radares en el aire y por visores que auscultan con rayos infrarrojos las valijas de los pasajeros. Estos hechos son vistos como asombros técnicos en nombre del intervínculo entre países y seres humanos, tanto asociado al turismo, al comercio, como a la guerra –cuestiones que se conectan pues actúan bajo las mismas armazones de las ciencias de la relativización de la relación del tiempo con la distancia–, lo que hace posible que una exigencia bélica permita dar un nuevo salto de la materialidad científica. Al mismo tiempo, en otro plano, pasó a ser un hecho, incapaz de provocar ya ninguna sorpresa, la cantidad de cuerpos sometidos a la presurización para un vuelo aeronáutico. Pero a partir de estos eventos usuales surgen experiencias ostensibles en torno al comportamiento molecular masivo en situaciones de exigencias ya prefiguradas.
Basta escuchar las instrucciones pautadas del personal de un vuelo comercial para acatar las señales que indican cómo abrochar cinturones o usar máscaras de oxígeno en las mencionadas ritualmente como “probables situaciones de emergencia”. Son instrucciones universales para entender que el goce de una ventaja en términos de celeridad exige un tipo de prevención que regimenta movimientos durante el lapso en que verificamos el ahorro de tiempo. Pero tal ahorro no se computa en ninguna alcancía ni cuenta bancaria sino en nuestra percepción de lo real, donde inevitablemente lucharán las poéticas del desafío a la gravedad, gracias a poderosos motores, con la relativización de la antigua noción de aventura.
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