LA FICCIÓN “”TRABAJO MERCANCÍA””
Alain Supiot* - 23-10-2022
Uno de los lineamientos característicos del capitalismo ha sido
tratar el trabajo, la tierra y la moneda como mercancías. Pero se trata de lo
que Karl Polanyi ha denominado “mercancías ficticias”.
Se hace como si fueran productos intercambiables en un mercado,
cuando en realidad se trata de las condiciones mismas de la producción y del
comercio.
Ahora bien, para ser sostenibles, estas ficciones necesitan ser
apuntaladas por montajes jurídicos que las vuelvan compatibles con el principio
de realidad.
Porque, como afirma con fuerza la Declaración de Filadelfia, “el
trabajo no es una mercancía”.
El trabajo, en efecto, no es separable de la persona del
trabajador, y su realización entraña activar un compromiso físico, una inteligencia
y unas competencias que se inscriben en la singularidad histórica de cada vida
humana.
Para que la ficción del trabajo-mercancía resultase sostenible
en el tiempo, fue necesario que el derecho incluyese en cada contrato de
trabajo un estatuto que tiene en cuenta el largo tiempo de la vida humana, más
allá del tiempo corto del mercado.
Así, la noción de mercado de trabajo reposa sobre una ficción
jurídica. Ahora bien, las ficciones jurídicas no son ficciones novelescas, que
autorizarían a liberarse de las realidades biológicas y sociales, sino por el
contrario, técnicas inmateriales que permiten ajustar nuestras representaciones
mentales a estas realidades.
Casi me avergüenzo de tener que recordar estos datos
elementales, pero me veo obligado a hacerlo porque vivimos en tiempos en los
cuales se toman como realidades las ficciones jurídicas subyacentes a los
conceptos de “contrato de trabajo” y de “derecho de propiedad”.
Así, la noción de “capital humano”, junto con la de empleo, se
ha convertido en el paradigma a partir del cual hoy en día se contempla la
cuestión del trabajo.
La presunta cientificidad de este concepto ha sido consagrada
por el poseedor de un así llamado “Premio Nobel de Economía”, Gary Becker; pero
se olvida que su primer inventor fue Iósif Stalin y que el único sentido
riguroso que se puede dar al capital humano se encuentra en el activo de los
libros contables de los propietarios de esclavos.
Al mismo tiempo, la ecúmene, que el hombre moldea –y, en caso no
propicio, saquea– mediante su trabajo es percibida como un “capital natural”
por el cual convendría poner un precio de mercado.
Para tener una oportunidad de escapar a esta hegemonía cultural
del mercado total, es necesario comenzar por tomar conciencia de la
normatividad imperante en la economía y la sociología contemporáneas, cuando
extienden a todos los aspectos de la vida los conceptos de “capital” y de
“mercado”.
En efecto, razonar en estos términos nos encierra en la
representación del trabajo que fue la propia del siglo XX, mientras que la
revolución informática y la crisis ecológica deberían obligarnos a
desprendernos de ella.
El núcleo normativo de esta representación todavía dominante es
el contrato de trabajo, cuya economía se fijó a lo largo de la segunda
revolución industrial.
En virtud de este contrato, la causa del trabajo –o, para mayor
exactitud, en la terminología jurídica más reciente, su contrapartida– es el
salario; dicho de otra manera: una cantidad monetaria, objeto de una acreencia
del asalariado.
Trabajar es, para el asalariado, un medio al servicio de ese
fin. Por el contrario, no tiene derecho alguno sobre el producto de su trabajo,
es decir, la obra consumada, que no tiene cabida en este montaje jurídico
porque es la cosa de titularidad exclusiva del empleador.
Sin embargo, para este mismo empleador, la obra no es más que un
medio al servicio de un fin financiero.
En efecto, según el Código Civil, el objetivo de las sociedades
civiles o comerciales, que la mayoría de las veces ocupan la posición de
empleador, es “dividir el beneficio o beneficiarse de la economía que podrá […]
resultar” de una empresa común a los socios (art. 1832).
Aquí, una vez más, nos vemos ante una instrumentalización de la
obra concreta realizada por la sociedad, que no tiene otro objetivo que la
obtención de ganancias.
Dicha instrumentalización se vio agravada a finales del siglo XX
por el giro neoliberal de la corporate governance, que tuvo por objeto y efecto
someter las direcciones de empresa al objetivo único de creación de valor para
los accionistas.
Esta evicción del sentido y del contenido del trabajo se
encuentra también a escala de los países.
Los objetivos asignados al Estado social también se han definido
cuantitativamente en términos de producto bruto interno, que debe aumentar, o
de tasa de desempleo, que debe reducirse.
La aspiración a la democracia económica, que en la época previa
había marcado la historia social, ha sido abandonada, o bien ha adoptado la
forma de nacionalizaciones, sin incidencia en el régimen laboral del sector
privado.
El giro neoliberal iniciado treinta años atrás no ha conducido a
reabrir un debate democrático sobre la cuestión de saber qué producir y cómo
producir sino que, por el contrario, ha asignado a los Estados nuevos objetivos
cuantificados de disciplinas presupuestarias o monetarias y de reducción de
impuestos y de prestaciones sociales. (…)
*Autor de El trabajo ya no es lo que fue. SXXI
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