EL TOTALITARISMO POSITIVO
Autor: Carlos Javier González Serrano
EL TOTALITARISMO POSITIVO
Los gurús de la autoayuda nos enseñan
a aceptar tan solo la felicidad, dejando de lado cualquier tipo de molestia. No
obstante, ¿no esconde este totalitario régimen emocional la imposibilidad de
cambiar las injusticias creadas por el sistema?
Con una tan silenciosa como peligrosa normalidad, se ha terminado por imponer una pedagogía social que aboga por rastrear obsesivamente «zonas erróneas» en nuestro desarrollo y funcionamiento psíquico.
La tristeza, la frustración o la indignación se condenan y
señalan como emociones «negativas», así consideradas por el establishment del
pensamiento positivo, como si no tuvieran un papel adaptativo central y del
todo fundamental en nuestra maduración psicológica y social.
Desde diversos promontorios presuntamente científicos se nos
insta de continuo a «gestionar» este tipo de emociones para no dejarles
un espacio que, a juicio de la psicología positiva, debería estar ocupado por
otras emociones como la felicidad, la gratitud o la esperanza, que –nos dicen–
conducen al éxito, al crecimiento y al progreso personal.
La pregunta que deberíamos hacernos, como individuos inscritos
en una sociedad y en una cultura determinada, es si este régimen emocional totalitario de lo positivo no
esconde la imposibilidad de subvertir el statu quo que permite
que ciertas injusticias, malestares y desigualdades se mantengan e incluso
adquieran mayor hondura y protagonismo.
Con la introducción y establecimiento de las políticas
económicas liberales en la sociedad occidental a lo largo del siglo XX, el
único indicador de desarrollo y bienestar ha estado –y está– ocupado por el
PIB: una mayor renta per cápita,
nos aseguran, repercute en un mayor bienestar de las sociedades.
Sin embargo, esta visión exclusivamente economicista de la
realidad ha alterado y repercutido de forma decisiva en nuestra manera de
explicar y comprender el bienestar de los sujetos.
En primer lugar, «la sociedad» es un constructo teórico que deja
fuera los casos particulares, obviando y olvidando los problemas y tesituras
singulares de los individuos; así las cosas, se trazan políticas sociales y
económicas que sólo se centran en la escalada económica en términos macro.
Además, y en segundo lugar, esta narrativa meramente
economicista ha desembocado en la falacia de que nuestra esfera personal y
nuestro bienestar como ciudadanos puede ser dirimida de igual forma que la
esfera de lo económico, lo que ha
introducido todo un léxico economicista a la hora de referirnos a nuestra salud
psicológica (progresar, gestionar, sacar provecho, rentabilizar y
un larguísimo etcétera).
«Si no existen la tristeza, el enfado o el sufrimiento, estaremos
erigiendo un caldo de cultivo perfecto para impedir una sana y necesaria
disidencia frente al malestar»
No se trata de condenar ciertas políticas económicas, sino de
pensar qué tipo de efectos tiene en nuestras vidas singulares el hecho de
considerarlas en exclusiva desde un punto de vista económico.
En programas televisivos de tertulia política, noticieros y
diarios de todo signo se habla con perfecta naturalidad de la necesidad que
tiene el «sistema económico» de crecer sin descanso, de acumular riqueza y
bienes, de explotar recursos o de que aumente la natalidad.
Por extensión, la tiranía del crecimiento ha colonizado nuestro
espacio psicológico, y una cierta ley de hierro no escrita nos dicta que a
mayor prosperidad económica cabe esperar un mayor bienestar ciudadano.
Los datos sociológicos, sin embargo, vienen a desmentir
continuamente esta tesis, y desde la crisis económica de 2007-2008 se ha
comprobado en numerosas ocasiones cómo un crecimiento de la economía estatal,
continental o incluso mundial no
redunda necesariamente en el bienestar (económico, emocional,
psicológico, laboral) de la ciudadanía y que, incluso, la política del
«crecentismo» ahonda las desigualdades sociales entre los que más tienen y los
más desfavorecidos.
En paralelo, no son pocos los gurús del pensamiento positivo que
se refieren a nuestro universo psíquico como «capital emocional». Y no por casualidad.
De igual forma que para aumentar el capital financiero se
requiere una política económica fundada en el crecimiento constante, también
para beneficiar nuestro capital emocional debemos ajustarnos a una regla
básica: todo lo que presuntamente hace entrar «en recesión» a nuestro psiquismo
(las ya mencionadas y denominadas «emociones negativas») debe ser extirpado de nuestro
universo emocional.
Este proceder esconde una lógica totalitaria fatal para nuestro bienestar psicológico y,
aún más, para nuestra salud social.
Y es que si no existen (porque se soslayan o persiguen) la
indignación, la tristeza, el enfado, el sufrimiento o el sentimiento subjetivo
de soledad, estaremos erigiendo un caldo de cultivo perfecto para impedir una
sana y necesaria disidencia frente a los malestares e injusticias de nuestro
tiempo histórico.
Porque son justamente esas emociones llamadas «negativas» las
que nos indican que algo no va bien en nuestra vida o en el devenir ciudadano y
social.
Más aún: son esas emociones negativas las que nos unen y
hermanan en nuestras desavenencias y nos empujan a luchar por una posible
mejora.
Son esas emociones las que amparan nuestro legítimo derecho a
delimitar y poner nombre a las realidades que crean y promueven ciertas lacras
de nuestro presente.
Son esas emociones negativas las que, en fin, no nos presentan
la injusticia y el malestar como calamidades o infortunios (divinos,
sistémicos, trascendentes) que no podemos solucionar, sino como sucesos que debemos afrontar
individual y comunitariamente.
Sin la facultad para encontrarnos mal perdemos
nuestra facultad para denunciar, cívicamente, las iniquidades contemporáneas.
Son esas emociones negativas las que permiten tomar conciencia
de nuestras necesidades para fomentar y vehicular las pertinentes
reivindicaciones (económicas, políticas, jurídicas).
Son esas emociones, en definitiva, las que permiten el
despliegue de un irremplazable proceso de concienciación que vaya de abajo
arriba, de manera que no se imponga de arriba abajo cómo debemos
sentir(nos).
Concluyo con un fragmento de una de las muchas y clarividentes
cartas de Simone Weil en La condición obrera:
«Lentamente, en el sufrimiento, he
reconquistado, a través de la esclavitud, el sentimiento de mi dignidad de ser
humano […].
Y en medio de todo esto [se refiere a su experiencia en la
fábrica], una sonrisa, una palabra de bondad, un instante de contacto humano
tienen más valor que las amistades más íntimas entre los privilegiados. Sólo
ahí puede saberse lo que es en verdad la fraternidad humana».
No se trata de romantizar el
sufrimiento, sino –como escribió Weil– de
«reconquistarlo» para no hacerlo propio ni endémico de una clase social
determinada. Para poner las condiciones que permitan comunicarlo y, en última
instancia, intentar mitigarlo.
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