Hubo un
tiempo en el que las “recomendaciones” del FMI sobre como reorganizar la
economía eran leídas, defendidas y ejecutadas como si tratara de un mandato
divino. Eran los años 90s del siglo pasado cuando cada estudio del curso de la
economía mundial o convenio alcanzado con tal o cual país, no solo emanaba un
enjundioso optimismo histórico con lo que se estaba proponiendo, sino que,
además, venia acompañada de una apodíctica y eficiente difusión piramidal que
iba de ministros de economía, a parlamentarios; de asesores económicos de
gobiernos; a reconocidos empresarios locales; de prestigiosas universidades a
comentaristas de televisión y periódicos; de académicos a tertulianos de café,
que se relamían los labios con cada frase, con cada dato, con cada sugerencia
de este organismo internacional.
Eran los
tiempos del “gran consenso social” tejido por una profusa red molecular de
opinión pública dedicada a consentir que los sacrificios colectivos de la
pérdida de derechos, de la expropiación de bienes públicos y el abandono
estatal, iban a redimirse con un brillante éxito individual de volverse
empresario, accionista o director de empresa.
Privatizar todo, desproteger todo y dejar que el libre mercado
se encargue del resto eran los credos fundadores de un nuevo mundo de
emprendedores, al que inmediatamente los clérigos de esta religión acompañaban,
en medio de responsos e incienso, con frasecitas huecas como “achicar el estado
para agrandar la nación”, “país de ganadores”, “distribución por goteo” o “fin
de la historia”.
Pero al despuntar el siglo XXI todo comenzó a fracturarse. La
pobreza, escondida debajo del tapete del “emprendedurismo” salto por los
aires. Las desigualdades brutales quebraron consensos y el libre
mercado corría a arrodillarse ante el Estado para demandar rescates financieros
o subvenciones; primero ante la crisis de las hipotecas sub-prime; luego ante
el gran encierro del covid-19; luego ante el poderío productivo de China; luego
ante la elevación de los precios de los combustibles; luego ante los quiebres
bancarios; luego ante el cambio climático. La excepcionalidad ha devenido en
regla.
Y ahora
resulta que, de ese gran principio supremo ordenador del capitalismo tardío, el
“libre mercado”, ya no queda nada más que la nostalgia. El 2020, el Estado ha salvado a las empresas
y a las bolsas de valores de las grandes economías del norte. El comercio
mundial y los capitales transfronterizos han ralentizado estructuralmente su
crecimiento; las subvenciones a la energía, los alimentos y el consumo han
desplazado a la libre oferta y demanda. La “seguridad nacional” o
el expansionismo geopolítico han asesinado a la ley de la oferta y demanda para
definir los precios de los combustibles, de las redes de telecomunicaciones, de
los microprocesadores o de la transición energética.
Europeos y
norteamericanos premian con dinero público a los empresarios que retraen sus
cadenas de valor a cada país y castigan la eficiencia de la externalización de
los costos.
El globalismo está siendo sustituido por el nacionalismo
económico y la geopolítica.
Esto lo sabe el FMI. Y lo lamenta infinitamente. En un reciente
estudio (Fragmentation geoeconomic and the future of multilateralism), hace un
recuento de este catastrófico retroceso del libre mercado. Muestra
como después de un largo flujo globalista que va de 1980 al 2010, se ha entrado
en un reflujo que puede durar décadas. Para ello brinda datos del retraimiento
del comercio mundial de bienes, servicios y finanzas, con respecto al PIB, de
un 45% a un 33%. El incremento mundial, hasta en un 400%, de medidas
restrictivas y proteccionistas. Habla de encuestas que revelan el sustancial
aumento de la desconfianza social con la globalización (50%) y el crecimiento
de la demanda de medidas proyectivas (33%).
El estudio
también proporciona datos sobre del terremoto en los imaginarios colectivos que
está acompañando todo esto al comprobar como es que las palabras de “seguridad
nacional”, “nearshoring” o “deslocalización” está sustituyendo de manera
abrumadora el viejo léxico mercantilista en las instituciones internacionales,
empresarios y directivos de empresas. Para rematar este panorama adverso, en el
último informe de abril sobre la economía mundial (World Economic Outlook), muestra
cómo es que la inversión extranjera directa de haber alcanzado un 5% con
respecto al PIB el año 2008, ha caído a menos del 2% el 2022. Para ensombrecer
el efecto de estos hechos, los informes también señalan que estas “desgracias”
traerán una posible caída del PIB mundial del orden del 2 al 7% en los
siguientes años. Pero, a pesar de esto, no le queda más que admitir que lejos
de tratarse de un recodo en el camino que será enderezado por un inmediato y
triunfal regreso del libre mercado, esta “slowglobalization” es un hecho
estructural y de largo aliento.
Decir estas cosas a una institución que durante décadas fue el
oráculo del triunfo inevitable del libre mercado, no es fácil. Acarrea traumas
internos, frustraciones existenciales y una catarata de contradicciones casi
paranoicas.
Esto ya se hizo manifiesto el 2020, cuando al finalizar el “gran
encierro” ante la pandemia, el FMI recomendó a los gobiernos de los países,
subir los impuestos a los ricos y aumentar la inversión pública, tanto en
protección social como en capital (World Economic Outlook, 2020); exactamente
todo lo contrario de lo que había exigido todos los 40 años previos. Más
desconcertante es aun comparar las anteriores imposiciones a los países en
“vías de desarrollo” para que levanten barreras arancelarias, abran sus
mercados y acepten un mundo sin “perjudiciales” fronteras, con la nueva teoría
fondomonetarista del semáforo de “compromisos diferenciales” (Outlook, 2023) en
el que cada país podrá optar, de manera “pragmática”, por acuerdos comerciales
sin restricciones allá donde existen acuerdos globales (semáforo en verde);
acuerdos regionales, donde no hay alineamiento extendido de preferencias
(semáforo en amarillo); y medidas protectoras unilaterales, donde cada gobierno
opta por sus propios intereses internos (semáforo en rojo).
Pero donde esta inversión lógica del mundo llega a groseras
antinomias es cuando, en el mismo documento se ofrecen dos caminos antagónicos
para un mismo problema.
Frente a la crisis de la deuda soberana que en los últimos 5
años se ha disparado en todo el mundo, el FMI exige, por una parte, la
“consolidación fiscal”, eufemismo para reducir la inversión pública, contraer
gastos sociales y despedir personal, como lo intenta imponer en
Argentina.
Pero, por
otra, le dedica todo un capitulo para demostrar que por experiencia histórica
comparada en 33 economías de mercado emergentes y 21 economías desarrolladas,
entre 1980 al 2019, los casos de contracción fiscal no han generado una
reducción significativa del endeudamiento. Y, por el contrario, los datos
facticos muestran que la expansión del gasto fiscal dirigida a aumentar el PIB
mediante un “choque positivo de oferta y demanda” reducen notablemente los
índices del endeudamiento público hasta en un tercio. Ciertamente esto una
obviedad. Solo haciendo crecer la
economía y los ingresos que tiene el Estado, se puede recudir los porcentajes
de deuda y pagar los créditos; más aún en un mundo en que hay un repliegue
estructural de la inversión extranjera que está optando por refugiarse en los
países económicamente más fuertes, por las altas tasas de interés que otorgan y
la incertidumbre económica que ha corroído cualquier atisbo de confianza en el
porvenir.
Milton
Friedman, guía espiritual de los tiempos neoliberales, recomendaba saber
“cuando la marea está cambiando” para poder volver efectiva una doctrina
económica. Se refería a tener la sensibilidad para comprender los cambios en la
opinión pública, en la atmosfera intelectual y en la gente común. Él lo supo
percibir en los años 70s, cuando el armazón keynesiano se desmoronaba y, junto
con otros, pudieron irradiar el nuevo credo económico. Pero está claro que hoy,
para comprender el nuevo “cambio de marea”, sus acólitos del FMI no lo están
haciendo con suficiente perspicacia.
Pero donde el desquiciamiento cognitivo es mucho mayor, es en
los hijos ideológicos de los organismos internacionales del orden globalista.
Portadores de un entusiasmo liberal que compensa un recortado talento, todo el ejército
de “analistas económicos”, consultores, profesores, políticos y promotores del
libre mercado que bebían del dogma derramado desde el FMI o el BM, han quedado
descocados. Su mundo plano se está hundiendo y no entienden por qué.
Unos han
optado por el estupor paralizante. Se sienten traicionados por una realidad que
no se adecuó a sus profecías y les cambió las preguntas a sus respuestas.
El
resultado es el desconcierto ante una sociedad que ha extraviado su rumbo.
Otros han
devenido en espectros llorosos de un orden económico que se está desvaneciendo
junto con sus certidumbres y, ante la evidencia, no queda más que aferrarse a
los recuerdos melancólicos de unos compromisos para los que la historia aún no
estaba preparada.
Y finalmente están los hijos zombis, Se trata
de criaturas despiadadas nacidas y alimentadas por un tiempo histórico, unos
paradigmas y unas circunstancias económicas que hoy ya no existen más.
El consenso
y optimismo globalista que les infundía vida ha muerto al igual que ellos. Pero
aún no se han dado cuenta o no lo aceptan; y deambulan furiosos fagocitando las
hilachas corrompidas del viejo orden arrastrado por la inercia y el viento. A diferencia del espectro, que solo
vagabundea por los rincones de las conciencias patéticas, el zombi es violento
y destructor.
Como ya no busca seducir con el libre mercado sino imponer y
sancionar a sus detractores, se proponen “dinamitar” las reglas económicas;
compite por la rapidez de “terapias de shock” y, hasta hay quienes resucitan
chapuceras propuestas de “vouchers” educativos. Son iliberales dispuestos a
defender un liberalismo a palos.
Con todo, representan la memoria fósil de un fracaso que condujo
a los estallidos continentales del 2001-2003. Con la agravante que, a
diferencia de entonces, prometen no ser “blandos” y poner en regla a los
revoltosos, es decir, más desastres es espiral. Quizá a eso se refería Gramsci
cuando hablaba de las expresiones morbosas o monstruosas de una hegemonía
desfalleciente propia de un “interregno”.
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