“LA
FUENTE PERMANENTE DE LA VIDA DEMOCRÁTICA ES SU ELEMENTO INSURRECCIONAL”
ENTREVISTA
A ÉTIENNE BALIBAR
- Junio
2023
Por FRANCESCO BRANCACCIO y FRANCESCO PAVIN
En esta
entrevista con el filósofo marxista Étienne Balibar, realizada en abril en
París, se discuten aspectos estratégicos, de composición social y política, de
prácticas y de valores de los movimientos de protesta en Francia,
fundamentalmente del movimiento contra la reforma jubilatoria y el
movimiento Soulèvements de la terre contra la
devastación de los ecosistemas rurales.
Al día
de hoy, el pueblo francés continúa con las espadas en alto, sin que aún pueda
hablarse de derrota o de victoria, mientras las luchas en Francia, al igual que
la guerra en Ucrania, permanecen ausentes de las discusiones sobre la unidad de
la izquierda en España.
Entrevistadores: Hemos
escuchado tu presentación en el taller sobre la huelga que tuvo lugar en la
Universidad de París 8 Saint-Denis-Vincennes. Me pareció muy interesante el
concepto de “insurrección democrática” que propones. Lo has tratado añadiendo
otro aspecto importante: que la insurrección no es algo que vendrá o que esté
por venir, sino que es algo que ya está aquí y ahora. ¿Te importaría volver
sobre este punto?
Étienne
Balibar:
Sí, la insurrección
no es algo que esté por venir: está teniendo lugar en este momento. He
utilizado este término a propósito, porque no me parece que haya otros mejores,
pero por supuesto tenemos que discutir el significado que le damos. Remite, por
lo demás, a cosas que he escrito hace bastante tiempo y que sigo defendiendo.
No rechazo el
término democracia, al contrario: creo que la raíz permanente, la fuente
permanente de la vida democrática es precisamente su elemento insurreccional,
es decir, el rechazo del orden existente, dominante y desigual.
Durante mucho tiempo
he trabajado con un par antitético, insurrección-institución, que
se parece un poco al par poder constituyente-poder constituido de
Toni Negri.
Y luego hay una
tradición en el uso de este término que viene de la Revolución Francesa y
también del contacto que tuve con los norteamericanos y sudamericanos; y de la
gran avenida de la Ciudad de México que se llama Insurgentes; y de la
Revolución Americana, que utilizó mucho la categoría de “The Insurgents”.
Y además es una palabra de la Comuna de París.
Así que me parece
importante utilizar este término porque conserva la idea de ruptura con el
poder y, en consecuencia, con lo dominante.
E: Estamos de acuerdo
con esta lectura, porque da la posibilidad de imaginar y construir nuevas
instituciones a partir de la parte más cercana a la gente, el territorio. Por
ejemplo, el otro día hablábamos del municipalismo.
EB: Sí, qué duda cabe,
pero tampoco quiero enredarme en esta discusión.
Hubo alguien que
hizo una intervención muy interesante durante el debate, evocando Rojava e
introduciendo el tema del municipalismo en el sentido de Murray Bookchin y
otros.
Esta es también una
perspectiva muy interesante, pero no quiero que penséis que imagino una especie
de reconstrucción anarquizante del sistema político en la que todo se base en
las comunas municipales.
Creo que es muy
importante refundar la práctica democrática en contacto con luchas y elementos
muy fuertes de autogestión a nivel local.
Pero justo después
en el debate empezamos a hablar del Estado, de los servicios públicos.
Si reflexionamos
sobre estos elementos, no creo en absoluto que en un contexto como el del
Estado en Francia, y más en general en Europa, se pueda abolir el Estado y
poner en su lugar una federación de comunas municipales.
Francia es un país,
como se suele decir, jacobino o bonapartista –a veces hay una gran confusión
entre estos dos aspectos–, y luego hay raíces aún más antiguas que lo convierten
en un país en el que el centralismo estatal es absolutamente monstruoso. Se
trata de una ideología compartida tanto por la derecha como por la izquierda.
Toda la sociedad está organizada en torno al poder central.
Por eso tenemos que
hacer un esfuerzo muy importante para deconstruir, como decía uno de mis
maestros, Jacques Derrida, esta representación totalmente vertical o
verticalista de lo político.
E: Reflexionando de
nuevo sobre la relación entre insurrección democrática e instituciones,
compartimos desde luego la perspectiva de la insurrección como elemento
fundador y dinámico de la democracia.
Pero si hablamos de instituciones del Estado, esta perspectiva
implica claramente que las instituciones son capaces de reformarse a sí mismas
a partir del momento insurreccional. Ahora bien, el problema es que las
instituciones –al menos, las estatales– no responden hoy dinámicamente al
impulso insurreccional, por ejemplo, reformándose.
Al contrario, la situación política, en el caso de Macron y su
gobierno, está completamente cerrada y me atrevería a decir que bloqueada.
EB: Claro, estoy de
acuerdo. No albergo ilusiones sobre las capacidades –y si queréis hablamos
también de Macron– de democratización endógena del sistema estatal en su forma
actual y a partir de sus propias instituciones.
La cuestión es si
tenemos un concepto puramente estatal de lo que llamamos instituciones, o si
intentamos tener un concepto más amplio de instituciones.
Hay una tradición
también en el pensamiento de izquierdas –y aquí estoy muy lejos de lo que
aprendí de mi maestro Althusser, he evolucionado en este sentido– que tiene que
ver con el pensamiento crítico, en el sentido amplio del término, que utiliza
la categoría de institución en un sentido mucho más amplio, más activo, más revolucionario
que la acepción jurídica y estatal del término.
Por ejemplo,
Cornelius Castoriadis hablaba de la institución imaginaria de la sociedad;
Miguel Abensour empleaba la idea de la capacidad instituyente de los
movimientos populares, etc.
Son formas de decir
que los movimientos que cuestionan la verticalidad del Estado o el monopolio de
las clases dominantes sobre el gobierno de la sociedad no son solo movimientos
que destruyen, sino que inventan, que organizan, que proponen formas de
organizar la sociedad.
E: ¿Qué diferencia
crees que hay entre este movimiento y los anteriores (el movimiento contra la
Loi Travail, los Chalecos Amarillos, etc.), respecto al hecho insurreccional?
EB: En mi opinión, los
otros movimientos también pueden calificarse de movimientos insurreccionales.
E: ¿Existe entonces
una continuidad entre estos diferentes movimientos o momentos de la misma
tendencia insurreccional?
EB: Sí, claro.
E: ¿Se podría hablar
incluso de una insurrección que estaría cobrando un carácter permanente?
EB: Quiero tener los
pies en el suelo y ser realista. No hay que perder de vista que, de alguna
manera, desde hace varios años –es difícil fijar un punto de partida preciso–,
los movimientos sociales que vemos en Francia tienen todos al principio un carácter
defensivo.
Son movimientos que
reaccionan con mayor o menor fuerza, con pasión me atrevería a decir, con
esperanza política, al trabajo de demolición que está llevando a cabo el poder
neoliberal en Francia.
Todo esto está lleno
de paradojas: cuando uno se pregunta qué imagina Macron en este momento, qué
tiene en la cabeza, sencillamente se puede decir que quiere ser la Margaret
Thatcher francesa. Macron piensa así.
Aunque no soy
extraordinariamente optimista sobre la correlación de fuerzas, creo que las
condiciones que permitieron a Margaret Thatcher obtener una victoria casi total
sobre el movimiento obrero británico y en particular sobre el sindicalismo y,
más en general, sobre la sociedad, las clases trabajadoras, no son las mismas
en Francia.
De todos modos,
surge una cuestión y es la siguiente: ¿por qué el capital financiero necesita
una Margaret Thatcher en Francia en 2023?
¿Por qué el
capitalismo francés lleva cuarenta años de retraso con respecto a otros países
similares en el desmantelamiento del estado del bienestar que se creó tras el
final de la Segunda Guerra Mundial?
Se podría escribir
una larga historia al respecto.
Hay varias razones,
pero lo que es seguro es que todos estos movimientos, uno tras otro, presentan
sobre todo un carácter defensivo. En todo ello hay también elementos de
desesperación, un aspecto que me llama mucho la atención.
El día 5 de abril,
en el debate de París 8, en la intervención de una compañera joven, surgió una
verdadera desesperación de una categoría de estudiantes que ya no comen; en un
sistema universitario que se desintegra progresivamente, los jóvenes tienen la
impresión de que su futuro es oscuro.
Luego estaba el
compañero que hablaba en nombre de las banlieues. Podríamos
pensar que es bueno que haya alguien que venga a decirnos que no hay que
olvidar a los inmigrantes, que no hay que olvidarse de las banlieues, pero
en el hecho de que hablara con tanta vehemencia vi algo más: que la vida es
insoportable en las banlieues. Entonces, cuando se dice que el
movimiento olvida estas cosas es verdad y mentira a la vez, porque lo
interesante de lo que está pasando ahora es que, si tomamos la huelga de los
basureros o incluso las manifestaciones, no hay una fractura racial insalvable
que separe a los inmigrantes de los trabajadores “franceses”.
Pero el problema
existe como tal, y si intentamos reflexionar sobre el futuro o las
posibilidades de un movimiento insurreccional o una insurrección pacífica en un
país como Francia, no tardamos en preguntarnos cómo superar las fracturas entre
la clase obrera en el sentido tradicional del término, por un lado, y, por otro
lado, la juventud en paro de las banlieues que desciende
masivamente de inmigrantes de las antiguas colonias francesas.
No existe el abismo
que describen algunos teóricos radicales de la “lucha de razas”, sino un
problema, una contradicción.
Con este tipo de
problema en mente, en el breve texto publicado enL’Humanité –¡sólo
disponía de 3.000 caracteres!– utilicé la famosa fórmula del presidente Mao
sobre las “contradicciones en el seno del pueblo”.
Hay muchas cosas del
presidente Mao que no me gustan, pero creo que esta fórmula es muy
importante.
E: Pero es
precisamente el elemento insurreccional el que permite no limitar los
movimientos a su carácter defensivo.
EB: Me parece
importante que en la Nuit Debout, en el movimiento de los Chalecos
Amarillos y en las huelgas actuales contra la prolongación de la edad de
jubilación no solo haya habido desesperación, así como que no se trate
únicamente de luchas defensivas. Estos movimientos aportan también una
dimensión constructiva, un elemento de esperanza y de imaginación para el
futuro. No se trata solo de defender conquistas, por fundamental que sea la
defensa de estos logros.
Cada vez está más
presente la doble idea de que la sociedad puede organizarse de otro modo y de
que, por otra parte, las personas de abajo, como diría nuestra tradición
política común, tienen una capacidad real de hacer que la sociedad funcione de
forma diferente.
Desde luego, hay
experiencias recientes que han tenido que desempeñar un papel importante para
alimentar esta idea. No es una cuestión de espontaneidad.
No creo que la idea
de la gente que sale a la calle sea: “Somos el pueblo, tomemos las cosas en
nuestras manos” contra esta casta de oligarcas y tecnócratas.
No creo que la gente
crea –esto es un poco el mito de la Comuna de París– que basta con tener
asambleas del pueblo para gobernar un país.
Son perfectamente
conscientes de que no solo hacen falta funcionarios, sino también organizaciones
y estructuras.
Pero quienes nos
gobiernan han demostrado recientemente que hay una especie de impostura en
la pretensión de las clases dirigentes de ser las únicas capaces de gobernar.
La covid-19 ha sido
una experiencia muy interesante a este respecto. Tanto en los hospitales como
en las escuelas o los institutos, todo se habría derrumbado, nada habría podido
funcionar si el colectivo del personal de los hospitales o el de los profesores
no hubiera compensado las contradicciones y el desorden provocados por las
instrucciones que venían de la administración central.
De esta guisa, el
pueblo ha experimentado una capacidad colectiva de organización y de gobierno,
y sabe que este poder tecnocrático neoliberal que pretende gobernarlo todo
provoca en realidad desórdenes por todas partes.
Por supuesto,
podemos y debemos plantearnos la cuestión de si no existe una estrategia
perversa –y volvemos así a nuestro punto de partida– y totalmente deliberada
para desorganizar los grandes servicios públicos al objeto de favorecer su
privatización, es decir, de instaurar sistemas de servicios fundamentales
totalmente privados y organizados con arreglo a las clases, un sistema con los
ricos o ultrarricos con escuelas privadas, hospitales privados, clínicas
privadas, pensiones de capitalización, etc., por un lado, y el pueblo llano con
servicios degradados, por otro lado.
A pesar de que
elementos de la tradición de la “République Sociale” han retrasado
relativamente este proceso, las cosas también están mal en Francia: basta con
acudir a una cita hospitalaria para comprobar que hay escasez de personal.
Así que puede ser
que haya una estrategia perversa por parte del poder: de hecho, vemos que
mientras afirman querer salvar los servicios públicos, están echando abajo
todo.
Para terminar sobre
este punto, no estoy diciendo que el movimiento social al que asistimos, que
viene después de otros movimientos, vaya a conseguir más que los anteriores
invertir el curso de esta historia, de esta política.
Sin embargo, me
impresiona mucho el hecho de que, cada vez que se presenta la ocasión, cada vez
que se defiende algo esencial, resurge esta doble dimensión constructiva y
esperanzadora.
Y hay algo más que
invita a la reflexión: los Chalecos Amarillos, por ejemplo, fueron tan
populares porque mucha gente en Francia pensó que esas personas hablaban en
nombre de todos nosotros y luchaban por nosotros.
No es un movimiento
que involucrara a una mayoría de ciudadanos franceses; la “Nuit Debout”
tampoco lo hizo, aunque por motivos distintos.
No hay que idealizar
el movimiento actual, no todo el mundo participa en él de la misma manera, pero
en este sentido creo que los sondeos son reales cuando muestran que una gran
mayoría de franceses apoya el movimiento.
Y hay otros
indicios: si una inmensa mayoría de trabajadores, precarios o no, no estuvieran
ahogados por el aumento del coste de la vida y por unos salarios cada vez más
bajos, tendríamos cuatro o cinco veces más gente en las huelgas y
manifestaciones. He leído el texto de Frédéric Lordon, que afirma que el
poder ahora solo se mantiene gracias al hilo que lo une a la policía y a
Darmanin [ministro del Interior].
Este análisis no me
parece correcto: el poder tiene todo tipo de recursos, incluida una Francia de
derechas o de extrema derecha con la que puede aliarse.
Pero lo cierto y
sorprendente es que el poder se encuentra en un estado de aislamiento y de
impotencia política.
E: Si miramos a
Francia con una perspectiva europea, ahora mismo, tiene una dimensión de lucha
institucional que otros países no tienen. ¿Cómo te lo explicas? Sí, es
impresionante, aunque debo tener cuidado de no caer en el narcisismo. Creemos que es importante hacerse esa
pregunta, también porque has hablado de esperanza. Y estamos de acuerdo,
también necesitamos esperanza. En tu opinión, ¿este “modelo francés” de luchas
podrá llevar a que se muevan otros países europeos? Pienso en Alemania o
Italia, por ejemplo.
EB: Ay, amigo, no lo sé. Porque precisamente he
vivido la esperanza, seguida más tarde por la desilusión, de que se creara en
Europa algo así como un espacio político común, en el que no solo pudieran
circular ideas y proyectos organizativos, sino también en el que los
movimientos sociales y políticos surgidos de abajo pudieran animarse y
reforzarse mutuamente.
Nunca pensé que
desaparecerían las fronteras; soy muy consciente de que las tradiciones
nacionales son fuertes, de que el poder se organiza a escala nacional y de que
las luchas obreras y, más en general, populares, también.
Sin embargo, yo
creía no solo en el internacionalismo, sino también en la internacionalización
de las dinámicas políticas.
Y esta idea alimentó
en mí y en otros la esperanza y el objetivo de poner en marcha un movimiento
constituyente, expresión que utilicé en el momento de la crisis griega en
un texto escrito junto con Sandro Mezzadra y Frieder Otto
Wolf, y no es casualidad que lo firmáramos un francés, un alemán y
un italiano.
Sandro había
mencionado ese concepto, un “momento constituyente para Europa”, y a partir de
ahí escribimos juntos.
Nos referíamos a una
alternativa política concebible a escala de la propia Europa, y a nuestro
juicio esta cobraba aún mayor importancia en la medida en que todos
rechazábamos el nacionalismo, el soberanismo que tanta influencia tiene en una
parte de la izquierda de cada país.
Cada cierto tiempo
hemos nutrido la esperanza de que causas comunes a todos los pueblos de Europa
pudieran servir de cemento para la cristalización, para el cambio de escala del
espacio de las luchas sociales y políticas, algo tanto más necesario cuanto que
se trata de un recurso fundamental utilizado por el capitalismo actual para
organizar los poderes de decisión real tanto en el plano nacional como
supranacional.
En el plano
transnacional, ya no existen formas de protesta, al menos en apariencia, a
excepción del nacionalismo.
Para nosotros, las
causas en juego eran otras. Pensábamos que era el apoyo a experiencias de
izquierda o de extrema izquierda, como Syriza en Grecia o Podemos en España, la
resistencia a la financiarización extrema.
También pensábamos
que era la defensa de los derechos de las personas migrantes y refugiadas.
E: El movimiento contra la crisis climática, “fin du
monde, fin du mois”, quizás pueda ser
una respuesta en este sentido para repensar una nueva dimensión que cruce
fronteras.
EB: ¡Ahí estamos de acuerdo, amigo! Es el
candidato más serio a una transnacionalización de las luchas, y quizás nos
hayamos equivocado al no hablar de ello hasta ahora.
Y aquí tocamos otra
contradicción en el seno del pueblo. Es muy interesante y puede ser decisivo
que en este momento haya en Francia, al mismo tiempo, aunque no a la misma
escala, un movimiento de protesta social y de defensa de las conquistas del
estado del bienestar, por un lado, y por otro un movimiento cada vez más
visible contra la destrucción del medio ambiente, y en particular contra la
política del capitalismo extractivo del medio ambiente.
Se trata de una
causa potencialmente transfronteriza.
Eso sí, no hay una
fusión absolutamente espontánea de los dos, y precisamente por eso, como muchos
otros, digo que la discusión debe desarrollarse entre las bases, y por supuesto con mediadores,
sindicalistas y tal vez intelectuales, para garantizar que la gente hable, que
la situación no se quede empantanada.
Por un lado –y quede
claro que no quiero presentarlo de forma caricaturesca– tendríamos trabajadores
que tienen interés, o que creen tener interés en que continúe el productivismo,
porque de ahí se deriva su empleo, su nivel salarial; y por otro lado, jóvenes
y no tan jóvenes –y yo soy uno de ellos– que están apegados a la idea de que
solo podemos salvar algo del medio ambiente a condición de que nos
comprometamos con la vía del decrecimiento.
Esto es
potencialmente transnacional.
E: El concepto de decrecimiento. Durante mucho
tiempo no nos hemos adherido a esta visión del decrecimiento. Creo –y éste es
el debate que tenemos dentro de la comunidad política a la que pertenezco– que
debemos adoptar esto como un punto cardinal de lucha.
EB: Yo también lo creo,
pero tenemos que ser serios y explicar que el decrecimiento no es el cierre de
todas las fábricas y la vuelta a la vida de los cazadores-recolectores
amazónicos.
Es una
transformación de la sociedad industrial.
E: Y, por lo tanto, también un rechazo de este
modelo capitalista de sociedad industrial que destruye la vida.
EB: ¡Sin duda!
E: Quizá podamos formularlo de esta manera: se
trata de reflexionar y comprometerse concretamente en la cuestión estratégica
de cambiar el modo de producción.
EB: Sí, precisamente, se trata de un cambio del
modo de producción, y me refiero aquí a la definición elemental de la expresión
“modo de producción”.
E: Y en este necesario cambio de modo de
producción también hay cosas que tienen que “crecer”, como los servicios
públicos, las actividades asistenciales, la circulación del conocimiento, la
educación, etc.
EB: Sí, claro, y aquí es donde llegamos al meollo
del problema, porque hay que estudiar la necesidad de una planificación
democrática.
Es decir, una
planificación que implique la iniciativa de toda la población desde abajo (y no
el Gosplan que viene desde arriba) en la transformación de los
modos de vida y de los servicios.
Si se dice que hay
que reorganizar la sanidad y los servicios médicos, se llega inmediatamente al
meollo del problema.
La gente tiene
tumores; la vida humana está hecha de fluctuaciones permanentes entre lo normal
y lo patológico de distintas maneras, y para hacer que todo esto sea soportable
hacen falta una serie de medios técnicos, y por ende hay que producirlos, no se
trata de volver a ser campesinos en la Edad Media.
E: Y a este respecto cabría trazar un vínculo
entre este tema ecológico y la reforma de las pensiones.
En la Universidad de París 8 insististe en la importancia del
hecho de que la movilización comenzó en torno al rechazo de la reforma de las
pensiones, y que el tema de las pensiones no es solo un “pretexto” para
oponerse a las políticas de Macron en general, sino una cuestión fundamental
sobre qué tipo de sociedad queremos construir.
Es un asunto decisivo, porque está en juego la relación entre el
tiempo de trabajo y el tiempo de vida; y el cambio en el modo de producción
implica también eso, repensar esta relación desde una perspectiva ecológica.
Abandonar la carrera a ciegas del productivismo probablemente
signifique preguntarnos qué debemos producir y cómo debemos hacerlo, y reflexionar
sobre el hecho de que hay una serie de actividades en nuestra vida que ya, aquí
y ahora, no responden a la lógica mercantil y que han de ser reforzadas.
EB: El tema de las pensiones plantea toda una
serie de cuestiones políticas muy interesantes.
Un tema que surge
constantemente en los discursos de la clase dirigente en este debate es: “¿Cómo
vamos a defender a escala europea un sistema de pensiones que presenta una
disparidad total respecto a lo que se hace en todos los demás países europeos?
En todas partes la
edad de jubilación es de 65 o incluso 67 años, como en Alemania o Italia, y
vosotros en Francia os jubiláis a los 62 años, ¡sin dar un palo al agua! ¡No se
pueden defender tales privilegios!”.
Esto se complementa
con el discurso de Macron, que no para de repetir que los franceses no trabajan
lo suficiente, que son perezosos.
Podríamos entrar en
detalle para entender qué hay detrás de la abstracción de estas cifras, es
decir, hasta qué edad trabaja realmente la gente en otros países europeos, y
también en Francia, teniendo en cuenta que el límite de edad de 62 años no
significa desde luego que todo el mundo acabe a los 62 años, a veces están en
paro con esa edad o siguen trabajando más años porque el importe de su pensión
a los 62 sigue siendo demasiado bajo.
Y luego podríamos
adoptar el punto de vista de que, en lo fundamental, cuanto más puedan
protegerse los trabajadores de la sobreexplotación, mejor para ellos y, en ese
sentido, en lugar de culpar a los franceses por trabajar menos que los
italianos y los alemanes, ¡deberíamos desear que los italianos y los alemanes
se jubilaran antes!
Lo dije rápidamente
en mi texto: sorprende comprobar hasta qué punto el debate sobre las pensiones
verifica el concepto marxista o marxiano, muy sencillo pero fundamental, del
valor de la fuerza de trabajo y de su explotación.
A condición, claro
está –y esto está en la propia lógica de Marx, creo yo–, de que salgamos del
punto de vista microeconómico, es decir, de creer que el valor de la fuerza de
trabajo sólo se define a escala del día y del año.
Por el contrario, es
un concepto que atañe a toda la vida del trabajador.
Si nos planteamos el
problema de saber a qué precio se compra y se vende la fuerza de trabajo,
vendida por los trabajadores y comprada por el capital, es evidente que en el
sistema actual –y esto no era así en la época de Marx– debemos incluir en este
valor tanto los salarios que las personas ganan durante su vida como las
pensiones que cobran después.
Y así, desde este
punto de vista, la ofensiva actual del capital francés consiste en ejercer la
máxima presión sobre esa remuneración total.
Es la misma lógica
que encontramos en el capítulo de El Capital dedicado a la
jornada de trabajo, salvo que aquí no razonamos en el plano de la jornada de
trabajo, sino de toda la vida.
Si planteamos el
problema en términos de distribución del valor producido por el conjunto de la
sociedad, me parece que la cuestión cambia de sentido.
La desigualdad de la
distribución no deja de crecer bajo el sistema actual; el desmantelamiento de
las conquistas tradicionales de la seguridad social y del sistema de pensiones
forma parte de los medios que utiliza el capital para reducir aún más el precio
al que compra la vida de los trabajadores.
Por lo tanto, ¡la
defensa de todos los aspectos de esa remuneración, directos e indirectos, es el
meollo de la lucha de clases!
Llegados a este
punto, más que preguntarse si es justo jubilarse a los 62, 65 o 67 años, la
pregunta que hay que hacerse es si los trabajadores, incluidos los de los
servicios, es decir, los que constituyen la inmensa mayoría de la sociedad,
tienen lo suficiente para vivir digna y correctamente en el mundo actual.
La respuesta es la
siguiente: aunque es cierto que partimos de un nivel muy alto, porque los
países del Norte se han beneficiado de la imposición imperialista, y el
movimiento obrero ha impuesto muchos compromisos al capital durante siglo y
medio, la tendencia general se encamina a la precariedad, a la proletarización
de los niveles de vida.
Pero hay otro
aspecto del sistema de pensiones en el que hay que insistir, y es el que has
mencionado antes: no solo se trata de cómo se distribuyen los productos del
trabajo, teniendo en cuenta las grandes desigualdades que existen entre hombres
y mujeres, sino sobre todo de cómo se divide la vida entre trabajo y actividad
libre.
El trabajo es una
categoría que tiene que ser discutida, reflexionada, criticada; es cierto que
una tradición en el marxismo contemporáneo, pienso en Postone y otros, afirma
que la noción misma de trabajo es una noción capitalista.
Esto es cierto.
Aunque Marx escribió que el objetivo de la sociedad comunista es reducir el
tiempo de trabajo al máximo para liberar tanto tiempo como sea posible para la
actividad libre, en realidad –podría equivocarme– no creo que el trabajo sea
lisa y llanamente esclavitud.
Por el contrario,
creo que podemos y debemos pensar que hay en el trabajo una condición que hay
que organizar de otra manera para realizar la propia vitalidad, la propia
potencia de acción.
Sin embargo, lo
cierto es que, por otra parte, hoy es fundamental saber si los individuos y las
sociedades disponen de tiempo libre para actividades distintas que las que
están al servicio de un empleador.
En este debate sobre
las pensiones, se ofrece una imagen caricaturesca del pensionista como alguien
que está sentado en su sofá delante de la televisión –es la imagen
caricaturesca del prolo francés, que vive a mesa puesta por su
mujer y que el día de la jubilación se sienta en el sofá con su cigarrillo a
ver la televisión–. Pero eso no es lo que hacen los jubilados.
E: Participan por ejemplo en actividades
asociativas, en la economía social y solidaria; realizan múltiples actividades
que participan en la producción de riqueza en la sociedad.
EB: ¡Ya lo creo! Y esto se pone de manifiesto si
hacemos hincapié en la importancia de los cuidados, los servicios y la
solidaridad.
Marx tenía buenas
razones para decir que el trabajo se socializa, pero el trabajo que se organiza
en formas capitalistas crea muy poca solidaridad en el seno de la sociedad.
Y por eso es
interesante comprobar que las personas que ya no están obligadas a ir todos los
días a su oficina, a su empresa, son las que transmiten su vitalidad, su conatus, que diría
Spinoza, al campo de las actividades asociativas, sin las cuales la sociedad no
podría vivir. Se trata, por lo tanto, de personas sumamente útiles.
Y no hay que
preguntarse cómo se evalúa el valor mercantil de sus actividades, porque no son
actividades mercantiles. No digo que sea el comunismo, no lo sé, pero sin duda es
el no-capitalismo, sin el cual las sociedades no podrían sostenerse.
E: Es tal vez lo que podemos llamar la comuna.
EB: Por supuesto, es una forma de comuna, una de
las formas de comuna.
La imagen
caricaturesca del pensionista es la del ultra-individualismo. Hay muchas cosas
que van en este sentido: hace unos días leía un artículo en Le Monde que
decía que el debate francés sobre las pensiones tenía que provocar estupor al
lector del Québec, porque allí tienen el mejor sistema de pensiones del mundo.
Ese sistema se basa
en las capitalizaciones individuales, y son capaces incluso de explicar que los
fondos de pensiones invierten eligiendo, de manera ética, inversiones “limpias”
en todo el mundo, desde África hasta China, ¡lo que significa que su sistema sería
un sistema internacionalista y no nacionalista!
Cada cual trabaja
para sí mismo, cada cual contribuye para sí mismo y, al final de la historia,
¡cada cual vive solo y muere solo!
No digo que el
problema de las pensiones lo sea todo, y además tengo una tendencia hacia lo
que Hegel, y luego Marx, llamaban empirismo especulativo, es decir, que cuando
pasa algo lo abordas como una apuesta teórica fundamental.
Pero desde luego no
es una batalla conservadora.
E: No tiene nada de conservador, y si la “jeunesse”, los protagonistas del movimiento y de los “débordements” después del recurso al art. 49.3, se han tomado la cuestión de
las pensiones tan en serio y tan a pecho, es porque ven en esta batalla algo
que remite inmediatamente a la cuestión de la vida de la sociedad, y de ahí a
la cuestión de la vida del planeta, de la ecología.
Sobre esto circulaba un cartel muy divertido: “Quiero jubilarme
antes del fin del mundo”.
¡Sí, son muy
graciosos! Tal vez podamos ver en sus consignas y en su experiencia una manera
de articular orgánicamente la cuestión de la precariedad y la de la jubilación.
En algunos aspectos, la jubilación es la antítesis de la precariedad.
Puede parecer
paradójico, aunque no lo es, que los jóvenes, cuyo primer problema consiste en
comprender las condiciones en las que van a poder encontrar un trabajo, no
anden buscando la seguridad, como si fueran pequeños burgueses.
Su objetivo no es
sólo tener un sueldo a fin de mes, aunque eso sea importante. Les gusta hacer
otras cosas en su vida y no limitarse a ir a la oficina. Y a este respecto el
teletrabajo no resuelve nada.
Quieren hacer otras
cosas en su vida, militar por la ecología o inventar nuevas actividades
artísticas y culturales, pero su problema inmediato es la precariedad. Por un
lado, se les impide hacer planes personales y, por otro lado, se les echan
abajo las formas de empleo que se han venido construyendo prácticamente a lo
largo de un siglo.
———————————
Esta entrevista se publicó en italiano en Global Project (3/05/2023)
Traducción de Raúl
Sánchez Cedillo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario