LA DEMOCRACIA CRÉDULA
La inteligencia humana tiende a creer lo que ve, lo que cree que
ve, y lo que le dicen. Pensar por cuenta propia es una rareza tardía en nuestra
evolución cultural digitalizada donde el poder se ha asegurado (como ha hecho
siempre) la obediencia controlando las creencias de sus súbditos.
Artículo
Erase una vez un mundo en que se podía distinguir la verdad de
la falsedad. No es seguro que exista todavía. Este no es el comienzo de
un cuento de miedo, sino una breve descripción de nuestra situación.
Acabo de leer dos libros
sobre este tema. El Derecho a no ser engañado. Y como nos engañan y nos
autoengañamos, de Antonio Garrigues Walker y Luis Miguel González de la
Garza (Aranzadi) y Propagande. La manipulation de masse dans le monde
contemporain, de David Colon (Flammarion).
La visión que dan del momento
presente es alarmante. Consideran que el exceso de información y la aparición
de técnicas de falsificación como las deep fakes, (videos falsos
difíciles de distinguir de la realidad) están haciendo difícil separar lo
verdadero de lo que no lo es. Por eso, los juristas autores del primer libro
sostienen que debería reconocerse un derecho universal a no ser engañado para
proteger a los ciudadanos de la manipulación.
Desde el Panóptico podemos
comprender la situación en toda su amplitud. Hace años propuse una Ley de garantía
de la información que decía:
«Para ser útil, el aumento de
la información disponible debe ir acompañado de una mejora en los criterios
para evaluar su fiabilidad».
Esto no se ha cumplido
y el mundo de las tecnologías de
la información se ha vuelto sospechoso e incluso amenazador. Pero
vayamos a la historia.
La inteligencia humana es crédula. Tiende a creer lo que
ve, lo que cree que ve, y lo que le dicen.
Margaret Mead cuenta que durante su
estancia en un poblado melanesio ocurrió un crimen. Preguntó a unos vecinos qué
opinan del suceso: «Nada porque el jefe no nos ha dicho todavía lo que hay que
pensar».
Pensar por cuenta propia es
una rareza tardía en nuestra evolución cultural.
El poder se ha asegurado
siempre la obediencia controlando las creencias de sus súbditos.
Incluso algo tan noble como
la escuela pública se creó para reforzar la identidad nacional.
«Configurar la opinión pública ha sido siempre el objetivo de la
propaganda política»
Para configurar la opinión
pública y los deseos de la gente, el poder –sea político, religioso o
económico– ha utilizado siempre métodos de adoctrinamiento: el púlpito, la
escuela, la propaganda, el control de la información o los campos de
reeducación.
Jacques Ellul lo ha descrito
en su Histoire de la Propagande. Con la llegada de la democracia, la
opinión pública se legitimó como poder político, lo que hizo más urgente poder
controlarla.
Edward Bernays, importante
figura de la industria de las relaciones públicas escribió en 1928 sobre the
engineering of consent (la ingeniería del consentimiento):
«La manipulación consciente e
inteligente de los hábitos y opiniones de las masas es un elemento importante
en la sociedad democrática. Son las minorías inteligentes las que necesitan
recurrir continua y sistemáticamente al uso de la propaganda».
Por otro lado, Walter Lippman
acuñó la expresión «fabricación del consenso» y Herman y Chomsky
escribieron Manufacturing consent. Gramsci, Declau y los ideólogos de Podemos hablan de «hegemonía».
Configurar la opinión pública
ha sido siempre el objetivo de la propaganda política. Después de la Primera
Guerra Mundial, el Ministerio de Información británico definía secretamente su
labor como «dirigir el pensamiento de la mayor parte del mundo».
Quince años después, el
influyente Harold Lasswell explicó que cuando
las élites carecen del requisito de la fuerza para obligar a la obediencia
deben recurrir a una forma nueva de control:
«Uno de los objetivos de los
sistemas de adoctrinamiento son las masas estúpidas e ignorantes. Deben
mantenerse así, desviadas con hiper-simplificaciones emocionalmente potentes,
marginalizadas y aisladas».
En ese mundo, que es ideaI
para los influencers, los individuos deberían estar solos ante las
pantallas viendo deportes, culebrones o canales de YouTube.
Sherry Turkle, del MIT,
una de las primeras investigadoras sobre las consecuencias psicológicas de las
tecnologías de la información, señala este hecho en su libro Alone
Together, solos pero conectados.
De hecho, la reclusión exigida por la pandemia, al
impedir las interacciones reales, ha aumentado la dependencia de los medios
electrónicos de comunicación, lo que en términos de un factcheker profesional
ha sido «la tormenta perfecta de la desinformación».
Aparece así una
característica de la propaganda actual. Es más eficaz dirigida al individuo
aislado, pero introduciéndole simultáneamente en una ‘masa social’. Ese ha sido
el papel de las redes: convocan a una muchedumbre solitaria.
Así pues, la manipulación de
las ideas y motivaciones de la gente para influir en su forma de comportarse ha
sido una constante en la historia de la humanidad.
En 1572, el papa Gregorio
XIII creó la Congregatio de propaganda fidem. Napoleón manejó
la propaganda con gran destreza. «¿Qué
es el poder?» —se preguntó en 1802—. «Nada si no tiene con él la opinión de la
gente».
Además, Goebbels organizó
el Reichsministerium für Volksaufklärung und Propaganda (Ministerio
de Ilustración pública y propaganda); en 1936, el gobierno de Largo Caballero
creó un Ministerio de Propaganda y en el primer gobierno de Franco hubo
una Delegación Nacional de Prensa y
Propaganda, dirigida por Dionisio Ridruejo.
De hecho, la palabra
‘propaganda’ no ha tenido una connotación peyorativa en las democracias
liberales hasta 1970, cuando empezó a desaparecer de los organigramas políticos
sustituida por ‘información’, que es más neutral.
¿Qué hay de nuevo entonces en la situación actual?
En apariencia, nada. Desde el
Panóptico se constata que los sistemas de adoctrinamiento han evolucionado al
mismo compás que la ciencia y la tecnología, y que la potencia actual de ambas
cosas ha aumentado la posibilidad de manipulación de la mente de los
ciudadanos.
Ha aparecido la economía de
la atención, porque la atención –introducirse en el cerebro de la gente– es el
bien más escaso.
Las grandes tecnologías de la
información, que prometieron una era de libertad al abrir los canales de
comunicación a todo el mundo, han producido un efecto contrario. Se ha creado una ciencia de la persuasión
digital y una industria que la aprovecha.
Christopher Wylies, el
creador de los perfiles psicológicos-computacionales para Cambridge Analityca, que fueron utilizados en
la campaña del Brexit y la elección de Trump, ha contado esta inquietante
historia en Mindf*ck.
En 2013, la revista
independiente rusa Novaya Gazeta reveló la existencia en Olgina, cerca de San
Petersburgo, de una fábrica clandestina de información, dedicadas a producir
trolls, identidades falsas y mensajes provocadores.
En 2015 tenía 1.000 empleados
permanentes. Se disolvió en ese año tras un artículo en The New York
Times, pero ha sido reemplazada por otras empresas.
Los funcionarios de Pekín
publican al año 450 millones de comentarios favorables a los intereses de Pekín
en redes sociales.
En 2017, el presidente de la
comisión de defensa de la Duma, Vladimir Chamanov, declaró que «el conflicto de
la información es un componente fundamental del conflicto general».
La guerra de la información
no es exclusiva rusa o china. Los documentos internos del Joint Research
Intelligence Group, un departamento del gobierno británico (según la
información proporcionada por Snowden) han revelado que la agencia tenía como
objetivo «destruir, negar, degradar y perturbar a los enemigos desacreditándoles,
sembrando desinformación y bloqueando sus informaciones».
Tras el 11S se creó la Office of Strategic Influence para
conducir la guerra psicológica contra el terrorismo. (…)
En este complejo asunto, como
en tantos otros en que valores fundamentales entran en juego, tenemos que
apelar al ‘capital social’ de una nación, que actúa por muchos canales:
educativos, legislativos, de presión social, de descrédito de los desaprensivos,
de pensamiento crítico, de rechazo del engaño.
Pensar que solo la ley va a
arreglarlo fomenta una actitud pasiva del ciudadano, que es una de las
actitudes que la ‘democracia fácil’ fomentada por las tecnologías de la
información está provocando.
Dicho esto, añadiré que no creo que la expansión y la eficacia del
engaño posibilitada por la tecnología sea lo único que caracteriza la situación
actual.
Hay por debajo un sistema
oculto de descrédito de la verdad, lo que ha permitido hablar de la ‘era de la
pos-verdad’. A esto se refería el comienzo de este artículo.
«Cuando buscamos alguna falsedad en Google, alrededor de las 75
primeras entradas transmiten ideas equivocadas»
En la demolición de la idea
de verdad han colaborado muchas fuerzas: el pensamiento posmoderno, la
sociología del conocimiento, las ideologías identitarias, el relativismo
cultural, las técnicas de manipulación mental, la tiranía de lo políticamente correcto, y también, una
desdichada característica humana: nuestro cerebro es perezoso y el pensamiento
crítico es costoso. Por eso tardó tanto en imponerse.
Además, parece que la inteligencia humana se
siente atraída por la falsedad.
Soroush Vosoughi, en un
artículo publicado en Science estudió 126.000 historias tuiteadas 4.5 millones
de veces por 3 millones de personas. Encontró que las noticias falsas se difunden con más rapidez que las verdaderas.
Las redes sociales se han
convertido en la principal fuente de información para gran parte de la
población.
Pero quienes consultan
Google, según un estudio de Gerald Bronner, autor de La democracia
credule, no pasan de las diez primeras entradas. Son por lo tanto ellas las
que tienen mayor influencia, por lo que no resulta extraño que las artimañas
para conseguir escalar a esas posiciones sean muy refinadas.
Bronner ha querido testar la
información que Google da sobre varias falsedades (la psicocinesis, el monstruo
del lago Ness o la astrología), y ha comprobado que alrededor del 75 de las
primeras entradas transmiten ideas falsas, y solo el resto da información veraz
sobre ellas.
Las teorías de la
conspiración tienen un éxito colosal. Y es que varias investigaciones han
demostrado que en redes sociales la información falsa es más numerosa que la
científica, lo que provoca un ‘sesgo de confirmación’.
El lector poco avisado ve en
esa insistencia en la falsedad una demostración de su veracidad. Las numerosas
instituciones que se dedican a tareas de verificación tienen poco éxito porque frecuentemente
impulsan a refugiarse en la propia tribu como sistema de autodefensa ante la
confusión.
La noción de verdad parece haberse quedado anticuada
Alessandro Baricco, en su
perspicaz libro The Game (Anagrama), habla de la pos-experiencia,
y de la ‘verdad rápida’, un concepto interesantísimo relacionado con los trending
topics. Algo puede ser verdad quince segundos.
Incluso la noción de ‘hecho’
ha quedado desacreditada. La verdad es un relato y el hecho una interpretación.
Lo importante es adueñarse de ambas cosas: del relato y de la interpretación.
Neerzan Zimmerman, que
trabajó en Gawker como especialista en ‘tráfico rápido de
historias virales’ (el nombre de su profesión ya es significativo), afirma:
«Hoy día no es importante que
la historia sea real. Lo único
importante es que la gente haga clic sobre ella. Los
hechos están superados. Es una reliquia de la edad de la prensa escrita, cuando
los lectores no podían elegir. Ahora, si una persona no comparte una noticia,
no hay noticia».
Vuelve a ser de actualidad el
concepto ‘factoide’, inventado por Norman Mailer’ con la palabra ‘facto’
(hecho) con el sufijo ‘oide’ que significa ‘parecido, pero no igual’. Es decir,
«hechos que no existían antes de aparecer en un medio de comunicación».
El Washington Times lo
definió como «algo que parece un hecho, podría ser un hecho, pero en realidad
no es un hecho».
Se genera por medio de
prejuicios cognitivos, da lugar a leyendas urbanas y fomenta las teorías de la
conspiración.
La pandemia ha aumentado la
difusión de bulos y de mensajes esotéricos, anti-vacunas, nacionalistas y
conspirativos, que hacen decir a Carolin Emcke:
«Lo que de verdad da miedo es
que vuelva la pretensión de que no es posible distinguir entre afirmaciones
factuales verdaderas y falsas, entre suposiciones verosímiles y
disparatadas».
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