¿CÓMO CONTROLAN NUESTRAS VIDAS? | POR NOAM CHOMSKY
byBloghemia-noviembre
12, 2022
***"¿Por qué hay tal grado de consenso en que América
Latina y por extensión el mundo, no está autorizada a ejercer su soberanía, es
decir, a tomar el control de sus vidas?"*** Noam
Chomsky
Transcripción de
una conferencia del filósofo, lingüista, científico cognitivo y
ensayista Noam Chomsky, en Albuquerque, Nuevo México.
POR: NOAM CHOMSKY
No es una exageración decir que los esfuerzos dedicados a controlar nuestras
vidas son una cuestión recurrente en la historia del mundo, con especial
énfasis en los últimos siglos, escenario de grandes cambios en las relaciones
humanas y en el orden mundial.
Esta cuestión es demasiado intensa para discutirla aquí en su
totalidad, por lo que, en primer lugar sólo me centrare en las actuales
manifestaciones de estos esfuerzos y en sus raíces, con un ojo puesto en lo que
podría llegar.
Lo haré desde una perspectiva global, sin duda el espacio en que
estas cuestiones surgen.
Durante el año pasado, las cuestiones globales fueron vistas en términos
vinculados a la noción de soberanía, esto es, al derecho de las entidades
políticas a seguir su propio curso, que puede ser inofensivo o nefasto, y hacerlo
sin interferencias externas.
En el mundo real, las interferencias se producen por parte de
poderes extremadamente concentrados, cuya sede está en EE UU.
Este poder global concentrado tiene varios nombres, dependiendo
de qué aspecto de soberanía y libertad tenga uno en mente.
Así, a veces se llama consenso de Washington, o complejo Wall
Street-Tesoro Público, u OTAN, o burocracia económica internacional (la
Organización Mundial de Comercio, el Banco Mundial, y el FMI), o G-7 (los
países ricos, occidentales e industriales) o G-3 o, quizás mejor G-l.
Desde una perspectiva más de fondo, podríamos describir estos
poderes como un puñado de grandes empresas -a menudo unidas por alianzas
estratégicas que administran una economía global que constituye, de hecho, una
especie de mercantilismo corporativo que tiende al oligopolio en la mayoría de
sectores, abiertamente aliadas con el poder estatal en su tarea de
socialización del riesgo y el coste y para la subyugación de los elementos
recalcitrantes.
Durante el año pasado las cuestiones de la soberanía han surgido en dos campos.
*** Una tiene que ver con el derecho soberano de estar a salvo
de una intervención militar. Aquí las cuestiones surgen en un orden mundial
basado en estados soberanos.
*** En segundo lugar aparece la cuestión de los derechos de
soberanía desde el punto de vista de la intervención socioeconómica.
Estos temas surgen en un mundo dominado por empresas multinacionales,
especialmente instituciones financieras y por un esquema integral que ha sido
construido para servir a sus intereses (por ejemplo, algunos de estos asuntos
surgieron inopinadamente en Seattle en noviembre pasado).
En lo que se refiere a las intervenciones militares, fue este un tema de primer
orden el año pasado.
Dos casos tuvieron particular significado y atención: Timor
Oriental y Kosovo (en orden inverso, lo cual tiene su interés, ya que invierte
el calendario y el significado).
Habría mucho que decir sobre este tema si el espacio lo
permitiera. Pero aquí voy a tratar sobre la segunda cuestión y me voy a centrar
en ella, es decir, en soberanía, libertad y derechos humanos. Estos son los
temas que despuntan en terreno socioeconómico.
Para empezar cabe hacer un comentario general: la soberanía no es un valor en
sí misma.
Es tan sólo un valor en la medida en que relaciona la libertad y
los derechos, ya sea potenciándolos o debilitándolos.
Me gustaría dar por sentado algo que puede parecer obvio, pero
que de hecho es polémico.
Cuando hablamos de libertad y derechos, nos viene a la mente el concepto de
seres humanos, esto es, personas de carne y hueso, no abstracciones políticas o
construcciones legales como empresas, o estados, o capital.
Si dichas entidades tienen algún derecho, lo cual es discutible,
debe ser derivado de los derechos de la gente.
Este es el núcleo de la doctrina liberal, y a ella se oponen los
sectores más ricos y privilegiados, y esto es así tanto en el campo político
como en socioeconómico.
En el campo de la política, el eslogan habitual es <<soberanía popular en
un gobierno de, por y para el pueblo >>, pero el esquema de
funcionamiento difiere bastante del eslogan, pues consiste en considerar al
pueblo como un enemigo peligroso. Debe ser controlado, por su propio bien.
Estas consideraciones se retrotraen a varios siglos, hasta las
primeras revoluciones democráticas modernas, en el siglo XVII en Inglaterra y
un siglo más tarde en las colonias norteamericanas.
En ambos casos los demócratas fueron vencidos usando todos los medios, aunque
no del todo ni para siempre.
En el siglo XVII, en Inglaterra, gran parte de la población no
quería ser dominada ni por el rey ni por el parlamento.
Recordemos que son éstos los dos contendientes en la versión al
uso de la guerra civil pero, como en la mayoría de guerras civiles una buena
parte de la población no quería a ninguno de los dos.
Tal como se leía en sus panfletos, querían ser gobernados «por
gente del campo como nosotros, que conocen nuestras necesidades», no por
«caballeros y nobles que nos imponen leyes, son elegidos por miedo, nos oprimen,
y no conocen los males de la gente».
Estas mismas ideas animaron a los granjeros rebeldes de las colonias un siglo
más tarde. Pero el sistema constitucional fue diseñado de modo bastante
diferente. Fue construido Para bloquear tal herejía.
El objetivo era “proteger a la minoría opulenta frente a la
mayoría”, y atenta frente a la mayoría», y asegurarse de que “el país es
gobernado por aquellos que lo poseen”.
Estas son las palabras del líder granjero James Madison, y del
presidente del Congreso Continental y primer juez del Tribunal Supremo, John Jay.
Dicha concepción prevaleció, pero los conflictos continuaron.
Han adoptado continuamente nuevas formas, de hecho están
abiertos, y a pesar de todo, la doctrina elitista continúa inamovible en lo
esencial.
Ya en el siglo XX, la población ha sido contemplada como «ignorante y
maleducada, se mete en todo”, su papel es el de «espectadores», no de
«participantes», excepto durante esas oportunidades periódicas en que hay que
elegir entre los responsables del poder privado. Es lo que se ha dado en llamar
elecciones.
Durante las elecciones, la opinión pública es considerada
esencialmente irrelevante si entra en conflicto con las demandas de la minoría
opulenta que poseen el país.
Un ejemplo contundente, y hay muchos, tiene que ver con el orden económico
internacional, con los llamados acuerdos comerciales.
La población, en general, se opone sin paliativos a la mayor
parte de estas cosas, tal como ponen claramente de manifiesto las encuestas,
pero estas cuestiones no aparecen durante las elecciones.
No aparecen porque los centros de poder, la minoría opulenta,
permanece unida ante la defensa de la institucionalización de un particular
orden socioeconómico. Así que estas cuestiones no aparecen.
Lo que se discute no les preocupa en exceso. Esto es muy normal,
y toma sentido a partir de la asunción de que el papel del ciudadano, como ignorante
y maleducado que se mete en todo, es simplemente el de espectador.
Si la ciudadanía, como sucede a menudo, intenta organizarse y
meterse en política para participar, para presionar a favor de sus
preocupaciones, entonces hay un problema.
Esto no es democracia, es «una crisis de la democracia» y hay
que superarla.
Todas estas citas son de liberales, del ala progresista del abanico ideológico
moderno, pero los principios son grosso modo los mismos.
Los últimos 25 años han sido uno de esos períodos, que llegan de
vez en cuando, de importante campaña organizada para intentar superar lo que se
percibe como crisis de la democracia y para reducir al ciudadano a su papel
apático, pasivo y obediente espectador. La política es así.
En el campo socioeconómico ocurren cosas similares. Se han desarrollado
paralelamente conflictos parecidos durante mucho tiempo. Durante los primeros
días de la Revolución Industrial en EE UU, en Nueva Inglaterra, hace 150 años,
había una prensa obrera muy activa e independiente, gestionada por mujeres
jóvenes procedentes de las granjas o de los talleres de artesanía de los
pueblos.
Condenaban la «degradación y subordinación» del nuevo sistema
industrial emergente, que obligaba a la gente a alquilarse para sobrevivir.
Vale la pena recordar que el salario fue considerado como no muy
diferente de la esclavitud ya en esa época, y no solamente por los trabajadores
de las fábricas, sino también por gran parte de la corriente intelectual
dominante, como por ejemplo Abraham Lincoln, o el Partido Republicano, o
incluso las editoriales del New York Times (lo deben haber olvidado).
La clase trabajadora se opuso al retomo de lo se llamó «los principios
monárquicos» en el sistema industrial, y reclamó que aquellos que trabajaban en
las fábricas las debían poseer, evocando el espíritu del republicanismo.
Denunciaron lo que llamaron el «nuevo espíritu de la época:
“enriquecerse y olvidarse de todo menos de uno mismo», una visión rebajada
degradante de la vida humana que debe ser inculcada en pensamiento de la gente
sin escatimar esfuerzos, lo que de hecho ha ocurrido durante siglos.
Durante el siglo XX, la literatura sobre la industria de la comunicación
pública nos proporciona una rica e instructiva retahíla de instrucciones sobre cómo
implementar el «nuevo espíritu de la época» mediante la creación de
necesidades, o bien a través de «regir la opinión pública del mismo modo que un
ejército rige los cuerpos de sus soldados», e induciendo a una «filosofía de la
futilidad» y a una carencia de objetivos en la vida, concentrando la atención
humana en «las cosas más superficiales, las referidas en gran parte al consumo
de moda».
Si esto es posible, entonces la gente aceptará su insignificante
y subordinada vida, apropiada para ellos, y así se dejarán de ideas
subversivas, de tomar el control de sus vidas.
Es éste un proyecto de ingeniería social de envergadura. Ha sido así durante
siglos, pero se ha intensificado y ha tomado mayor calibre desde el siglo
pasado.
Hay muchas maneras de implementarlo. Algunas son las que ya he
indicado y sería redundante ilustrar. Otras incluyen minar la seguridad, y aquí
podemos encontrar varias maneras.
Una manera de minar la seguridad es amenazar con la pérdida del
empleo, una de las mayores consecuencias, y que racionalmente se debe asumir,
de los objetivos de los mal llamados acuerdos comerciales (subrayo «mal
llamados» porque no son acuerdos de librecambio, ya que contienen fuertes
elementos anti-mercado, de variada naturaleza, y stríctu sensu no son acuerdos,
ya que a la gente le preocupan, y en gran medida se oponen a ellos).
Una consecuencia de estos proyectos es facilitar la amenaza (que
no tiene porqué ser real, a veces con la amenaza basta) de la pérdida del
empleo, lo que constituye una buena manera de disciplinar minando la seguridad.
Otra estratagema es la promoción de lo que se llama «la flexibilidad del
mercado de trabajo».
Déjenme citar al Banco Mundial, que expone la cuestión sin
tapujos.
Dice: «el incremento de la flexibilidad en el mercado de
trabajo, a pesar de su mala fama, y de que se ha adoptado como un eufemismo de
disminución de salarios y de despido de trabajadores» (que es exactamente lo
que es) «es esencial en todas las regiones del mundo (…)
Las reformas más importantes implican el levantamiento de
restricciones a la movilidad laboral y la flexibilidad salarial, así como
desvincular los servicios sociales de los contratos laborales».
Esto significa rebajar los beneficios y los derechos que se han
conquistado por varias generaciones y tras una dura lucha.
Cuando se habla de rebajar las restricciones a la flexibilidad salarial,
quieren decir flexibilidad hacia abajo, no hacia arriba.
Cuando se habla de movilidad laboral no se hace referencia al
derecho de la gente de mudarse allá donde quiera, tal como ha sido siempre
reclamado desde la teoría del libre mercado, desde Adam Smith, sino más bien se
hace referencia al derecho de despedir trabajadores cuando convenga.-
La actual versión de la globalización basada en los inversores,
el capital y las empresas deben tener libertad de movimientos, pero no así la
gente, ya que sus derechos son secundarios, anecdóticos.
Estas «reformas esenciales», tal como las denomina el Banco Mundial, están
impuestas en gran parte del mundo como condiciones para disponer del visto
bueno del Banco Mundial y del FMI.
En los países industriales se introducen de otro modo, y también
se han revelado efectivas.
Alan Greenspan declaró ante el Congreso que la «mayor inseguridad de los
trabajadores» ha constituido un factor importante en lo que se ha llamado «el
cuento de hadas de la economía».
Mantiene la inflación baja, ya que los trabajadores tienen miedo de reclamar
más salario y beneficios. Se encuentran inseguros.
Esto se ve a las claras si examinamos las estadísticas. Durante
los últimos 25 años, en este período de repliegue de crisis de la democracia,
los salarios se han estancado o han bajado para la mayor parte de la fuerza de
trabajo, para los trabajadores no cualificados, y las horas de trabajo han
aumentado espectacularmente; esto se comenta, por supuesto, en la prensa
económica, que lo describe como “un desarrollo deseado de trascendente
importancia”, con trabajadores obligados a abandonar sus “lujosos estilos de
vida”, mientras los beneficios empresariales son “superlativos” y “estupendos”
(Wall Street Journal, Business Week y Fortune)
En las dependencias, las medidas son menos delicadas. Una de ellas es la
llamada «crisis de la deuda», sin atribuirle a los programas del Banco Mundial y
del FMI, y también al hecho de que la parte rica del Tercer Mundo está, en su
mayor parte, exenta de obligaciones sociales. Esto es radicalmente cierto en
América Latina, y constituye uno de los problemas principales.
La «crisis de la deuda» es real, pero vayamos un poco más allá.
De ningún modo es un simple hecho económico.
Se trata, en un sentido amplio, de destrucción ideológica.
Lo que se ha dado en llamar “deuda” podría ser superado
fácilmente de varias y elementales maneras.
*** Una manera de superarla sería revisar el principio
capitalista de que el que pide prestado tiene que pagar y el prestamista tiene
que tomar el riesgo.
Así, por ejemplo, si alguien me presta dinero y lo mando a mi
banco en Zúrich y me compro un Mercedes, y luego ese alguien viene y me
pregunta por el dinero, está claro que no puedo decirle: «Lo siento, no lo
tengo. Cójalo de mi Vecino”.
Aunque uno quiera asumir el riesgo del préstamo, está claro que
no puede decir “mi vecino pagará por mí”.
Sin embargo, en las negociaciones internacionales funciona así.
En esto consiste la «crisis de la deuda».
La deuda no la debe pagar la gente que pidió prestado (los
dictadores militares y sus compinches, los ricos y privilegiados que hemos
apoyado en sociedades altamente autoritarias), estos no tienen que pagar.
Por ejemplo, veamos el caso de Indonesia, donde la deuda actual
es de un 140% del PIB. El dinero fue concedido a la dictadura militar y sus
amigos y probablemente llegó a quizás unas doscientas personas del entorno
exterior, pero es pagado por la población mediante durísimas medidas de
austeridad.
Los prestamistas están protegidos del riesgo en su mayor parte.
Utilizan el dinero resultante del traspaso del riesgo a la sociedad mediante
diversas estrategias de socialización de costes, transfiriéndolos a los
contribuyentes del Norte. Esta es una de las funciones del FMI.
En América Latina pasa lo mismo. La enorme deuda Latinoamericana no puede
considerarse algo muy diferente de la fuga de capitales de América Latina, lo
que sugiere una manera simple de tratar la deuda (o al menos una gran parte de
ésta), siempre y cuando alguien crea en el principio capitalista anterior, el
cual resulta «inaceptable», por supuesto, ya que pone el acento en la gente
«equivocada».
***Hay otros modos de eliminar la deuda y también dejan entrever que se trata
de una construcción ideológica.
Otro método, aparte del principio capitalista, es el principio
de Derecho Internacional introducido por EE UU cuando, según los libros de
historia, «liberó» Cuba, es decir, cuando la conquistó en prevención de que se
liberara ella misma de España en 1898.
Una vez «liberada», EEUU canceló su deuda con España con el
argumento perfectamente razonable de que la deuda fue impuesta sin el
consentimiento de la población, que fue impuesta bajo condiciones coercitivas.
Ese principio entró en el Derecho Internacional, básicamente a
instancias de EE UU. Se llama “””el principio de la deuda odiosa”””.
Una «deuda odiosa» es inválida, no hay que pagarla. Esto ha sido
reconocido por el director ejecutivo estadounidense del FMI: si ese principio
estuviera al alcance de las víctimas, no sólo de los ricos, la deuda del Tercer
Mundo se evaporaría en su mayor parte, ya que es inválida. Es deuda odiosa.
Pero esto no ocurrirá. La deuda odiosa es un arma muy poderosa de control que
no se puede abandonar.
Para aproximadamente la mitad de la población mundial, en estos
momentos y gracias a este método, sus políticas económicas nacionales las
dirigen burócratas desde Washington.
Además, la mitad de la población del mundo (no la misma de antes, aunque se
puede solapar), está sujeta a sanciones unilaterales de EE UU, lo que
constituye una forma de coacción económica que, de nuevo, mina severamente la
soberanía y ha sido condenada repetidamente, hace muy poco de nuevo, por
Naciones Unidas como inaceptable. Pero parece que no importa.
Entre los países ricos hay otras maneras de llegar a resultados similares.
Volveré luego sobre ello, pero antes unas palabras sobre algo que jamás
deberíamos olvidar: las estrategias utilizadas en las dependencias pueden ser
extremadamente brutales.
Los jesuitas organizaron una conferencia en San Salvador hace un
par de años. Se habló en ella del terrorismo de Estado de los años 80 y de su
continuación a través de las políticas socioeconómicas impuestas por los
vencedores.
La conferencia tomó buena nota de lo que denominó la residual
«cultura del terror», que dura tras el declive del terror de facto y tiene como
efecto la «domesticación de las expectativas de la mayoría», que abandona
cualquier idea de «alternativa a las exigencias de los poderosos».
Han aprendido la lección.
No Hay Alternativa (TINA), tal como rezaba la cruel frase de
Maggie Thatcher. La idea de que no hay alternativa es el eslogan habitual en la
versión empresarial de la globalización.
En las dependencias, los grandes logros de las operaciones
terroristas han consistido en destruir las esperanzas que habían surgido, en
América Latina y en Centroamérica durante los años 70, de la mano de las
organizaciones populares a lo largo y ancho de la región, y también de la
Iglesia, cuya opción «por los pobres» le costó severos castigos por haberse
apartado del buen camino.
A veces las lecciones sobre el pasado se reescriben más cuidadosamente y en un
tono más mesurado.
Se percibe hoy un torrente de autocomplacencia acerca de
«nuestro» éxito a la hora de inspirar la ola de democracia en «nuestras»
dependencias latinoamericanas.
Este tema está tratado de otro modo, y más cuidadosamente, en
una revista académica por un especialista en el tema, Tilomas Carrothers, quien
escribe, tal como él mismo dice, desde una «perspectiva interna», ya que
trabajó en la administración Reagan en el programa del Departamento de Estado
de fortalecimiento de la democracia, tal como lo llamaban ellos.
Carrothers cree que Washington tenía buenas intenciones, pero
reconoce que, en la práctica, la Administración Reagan buscó mantener «un orden
mínimo en… sociedades no demasiado democráticas» y evitar «cambios basados en
el populismo», y como sus predecesores, adoptó «políticas pro-democráticas como
medio de quitar presión a tentativas de cambio más radicales, pero
inevitablemente buscó sólo limitados cambios democráticos de perfil bajo, que
no pusieran en riesgo las tradicionales estructuras de poder de las cuales los
Estados Unidos han sido durante mucho tiempo aliados».
Hubiera sido más apropiado decir que «las estructuras
tradicionales de poder con las que las estructuras tradicionales de poder de EE
UU han estado durante mucho tiempo aliadas», y sería más exacto.
El mismo Carrothers se muestra insatisfecho con el resultado, pero describe lo
que él denomina la «crítica liberal» como débil en sus fundamentos. Dicha
crítica deja los viejos debates «sin resolver», dice, a causa de «su perenne debilidad».
Esta perenne debilidad consiste en no ofrecer ninguna
alternativa a la política de restauración de las estructuras tradicionales de
poder, en este caso mediante el terror asesino que dejó unos doscientos mil
cadáveres durante los años 80 y millones de refugiados, heridos y huérfanos en
sociedades devastadas.
El mismo dilema aparece al otro lado del abanico político. El
principal especialista en América Latina del presidente Cárter, Robert Pastor,
se encuentra lejos de esta visión pacífica. Explica, en un interesante libro,
porqué la administración Cárter tuvo que apoyar al asesino y corrupto régimen
de Somoza hasta su amargo final, cuando hasta las estructuras tradicionales de
poder giraron la espalda al dictador.
EE UU (la administración Cárter) tuvo que intentar mantener la
guardia nacional que había formado y entrenado y que estaba atacando a su
población «con una brutalidad que una nación normalmente reserva para sus
enemigos», escribe.
Todo esto se hizo aplicando el principio TINA. He aquí la razón:
«EEUU no quería controlar Nicaragua u otros países de la región, pero tampoco
quería desenlaces que escaparan a su control. Quería que Nicaragua actuara
independientemente, excepto (el énfasis es suyo) si esto afectaba adversamente
a los intereses de EE UU».
Así, en otras palabras, los latinoamericanos serian libres,
libres para actuar de acuerdo con sus deseos.
O sea: queremos que sean libres para elegir, a no ser que se
inclinen por opciones que no queremos, en cuyo caso nos veremos obligados a
restaurar las estructuras tradicionales de poder mediante la violencia, si es
necesario.
Esta es la cara más progresista y liberal del abanico político.
Hay voces fuera del abanico, no voy a negarlo. Por ejemplo, hay una idea según
la cual la gente debería tener derecho a «participar en las decisiones que
continuamente modifican su modo de vida en lo esencial», que no vean sus
esperanzas «truncadas cruelmente» dentro de un orden global en el cual «el
poder político y financiero se concentra» mientras que los mercados financieros
«fluctúan erráticamente» con devastadoras consecuencias para los pobres, «las
elecciones pueden manipularse», y «los aspectos negativos y otros son
considerados completamente irrelevantes» por los poderosos.
Estas citas están tomadas de un cierto extremista radical del
Vaticano, de cuyo mensaje anual de año nuevo la prensa nacional apenas se hizo
eco, y se trata sin duda de alternativas que no se encuentran en la agenda.
¿POR QUÉ HAY TAL
GRADO DE CONSENSO EN QUE AMÉRICA LATINA Y POR EXTENSIÓN EL MUNDO, NO ESTÁ
AUTORIZADA A EJERCER SU SOBERANÍA, ES DECIR, A TOMAR EL CONTROL DE SUS VIDAS?
A nivel global, análogamente, es el miedo intrínseco a la
democracia. De hecho esta pregunta se ha formulado frecuentemente de modos muy
ilustrativos; en primer lugar, en el conjunto de documentos internos de que
disponemos (estamos en un país bastante libre, disponemos de un rico registro
de documentos desclasificados, algunos de ellos muy instructivos).
El argumento que los recorre se ve ilustrado fehacientemente,
uno de los casos más importantes, una conferencia hemisférica a la que EE UU
llamó en febrero de 1945 de cara a imponer lo que se denominó la Carta
Económica para las Américas, que constituía una de las piedras angulares del
mundo de posguerra todavía vigente.
La Carta hacía un llamamiento para terminar con el «nacionalismo
económico (es decir soberanía) en todas sus formas».
Los latinoamericanos deberían evitar lo que se denominó un
desarrollo industrial «excesivo» que compitiera con los intereses de EE UU,
aunque podrían acceder a un «desarrollo complementario».
Así que Brasil podía producir el acero de bajo coste que no interesara
a las empresas de EE UU.
Era crucial «proteger nuestros recursos», tal como escribió
George Kennan, aunque ello requiriera de «Estados-policía».
Washington tuvo problemas para imponer la Carta. En el Departamento de Estado
internamente se lo habían planteado a las claras: los latinoamericanos se
equivocaron de elección.
Estos hacían llamamientos para implementar «políticas diseñadas
para mejorar la distribución de la renta y para aumentar el nivel de vida de
las masas», y se hallaban en el «convencimiento de que los primeros
beneficiarios del desarrollo de los recursos de un país debe ser la gente del
país», no los inversores de EE UU.
Esto era inaceptable, por lo que el ejercicio de la soberanía no
podía permitirse. Pueden ser libres, pero libres para hacer las elecciones
correctas.
Este mensaje ha sido forzadamente recordado de manera regular, episodio tras
episodio, hasta hoy.
Mencionaré un par de ejemplos. Guatemala tuvo un breve
interludio de democracia, truncado por un golpe de estado de EE UU. Al
ciudadano esto se le presentó como una defensa contra los rusos. Algo exótico,
pero fue así.
Internamente la estocada fue diferente y la amenaza fue vista de
modo más real.
He aquí el modo en que lo vieron:
***«Los programas económicos y sociales del gobierno electo se
acordaban de las aspiraciones» de los trabajadores y los campesinos, e
«inspiraban lealtad y defendían los intereses de la mayor parte de los
guatemaltecos más conscientes».
*** Todavía peor, el gobierno de Guatemala se había vuelto «una
amenaza creciente para la estabilidad de Honduras y El Salvador.
Su reforma agraria era una poderosa arma de propaganda; sus
amplios programas sociales de ayuda a los trabajadores y campesinos, en una
lucha victoriosa contra las clases altas y las grandes empresas extranjeras,
tenían gran predicamento entre la población de los vecinos centroamericanos
donde se daban condiciones similares».
Así que la solución militar fue necesaria. Duró 40 años y ha dejado la misma
cultura de terror que en sus vecinos centroamericanos.
Lo mismo aconteció en Cuba, otro caso de actualidad. Cuando EE UU tomó
secretamente la decisión de deponer el gobierno de Cuba en 1960, el
razonamiento fue muy similar.
Esto lo explica el historiador Arthur Schiesinger, quien resumió
para el presidente Kennedy el estudio de una misión a América Latina en un
informe secreto.
La amenaza cubana, según la misión, consistía en «la difusión de
la idea de Castro de solucionar uno mismo sus propios asuntos».
Esto era una enfermedad que podía infectar el resto de América
Latina, explicó Schiesinger, donde «los pobres y los excluidos», es decir, casi
todo el mundo, «estimulados por el ejemplo de la revolución cubana, están
exigiendo oportunidades para una vida decente». Así que había que hacer alguna
cosa, y ya se sabe lo que se hizo.
¿Qué tal la «conexión
soviética»? Se mencionaba así en el informe:
«Mientras tanto, la Unión Soviética se deja querer, concediendo
grandes préstamos para el desarrollo, y presentándose a sí misma como el modelo
a seguir para alcanzar la modernización en una sola generación».
Bueno, pues esa era la amenaza. La amenaza de tomar sus vidas bajo su control,
y debe ser destruida mediante terrorismo y estrangulación económica, tal como
hoy día continúa.
Todo ello es totalmente independiente de la guerra fría. Seguramente
hoy se da por obvio, sin ni siquiera documentos secretos.
Las mismas preocupaciones de la posguerra fría llevaron al
rápido desmantelamiento del breve experimento democrático en Haití por parte de
los presidentes Bush y Clinton, como continuación de antiguas intervenciones.
Las mismas preocupaciones subyacen en el fondo de los acuerdos comerciales,
como el TLC3 por ejemplo.
Vale la pena recordar que en esas fechas la propaganda decía que
iba ser una maravillosa bendición para la clase trabajadora de los tres países
(Canadá, EE UU, y México).
Estas ideas fueron discretamente abandonadas poco después,
cuando se vio lo que había. Lo que era obvio desde el principio fue finalmente
aceptado.
El objetivo consistía en «encerrar a México en las reformas» de
los años 80, las cuales redujeron drásticamente los salarios, y enriquecieron a
un pequeño sector de inversores extranjeros.
Las preocupaciones de fondo se articularon en una conferencia en
Washington sobre estrategias de desarrollo en América Latina, en 1990.
Se advirtió que «una democracia abierta pondría a prueba la
apuesta de entronizar un gobierno más interesado en retar a EE UU en aspectos
económicos y nacionalistas». Señalemos que es la misma amenaza de 1945, desde
entonces superada encerrando a México en obligaciones derivadas de tratados.
Estas mismas razones subyacen detrás de medio siglo de tortura y
terror, no sólo en el hemisferio occidental.
Se encuentran también en el núcleo de los acuerdos sobre
derechos de los inversores que están siendo impuestos bajo esta forma específica
de globalización que está diseñada por el nexo de poder estado-empresas.
Pero volvamos al punto de partida: la contestada cuestión de la libertad y los
derechos, y consecuentemente la soberanía que de ello se deriva.
*** ¿Es inherente a las personas de carne y hueso, o sólo a
aquellas ricas y privilegiadas?
*** ¿O incluso a construcciones abstractas como las empresas, o
el capital, o los estados?
En el siglo pasado la idea de que tales entidades tienen
derechos especiales sobre las personas fue defendida contundentemente.
Los ejemplos más prominentes son el bolchevismo, el fascismo y
la idea de empresa privada, que constituye una forma de tiranía privatizada.
Dos de estos sistemas se colapsaron. El tercero está vivo y
progresando bajo el manto de TINA, «no hay alternativa» al emergente sistema de
mercantilismo empresarial de estado disfrazado de eufemismos como globalización
o librecambio.
Hace un siglo, durante los primeros estadios de toma del poder de América por
parte de las empresas, la discusión sobre estos temas era bastante abierta.
Los conservadores denunciaron el proceso, describiéndolo como un
«retorno al feudalismo» y «una forma de comunismo», lo que no es para nada una
analogía inapropiada.
Los orígenes intelectuales eran similares, basados en la idea
neo-hegeliana de derecho de las entidades orgánicas, juntamente con la creencia
en la necesidad de tener una administración centralizada de los sistemas
caóticos, como los mercados, que estaban totalmente fuera de control.
Vale la pena retener la idea de que en lo que hoy día se
denomina «economía de librecambio», una parte muy grande de las transacciones
internacionales (denominadas comercio para despistar), probablemente alrededor
del 70% de éstas, se hacen de hecho dentro de instituciones gestionadas
centralizadamente, entre empresas y entre alianzas empresariales. Por no
destacar otras formas de distorsiones radicales del mercado.
La crítica conservadora (uso el término «conservador un sentido tradicional,
tales conservadores hoy día apenas existen) fue recogida por los
liberal-progresistas del extremo del abanico político a principios del siglo
XX, siendo quizás el más renombrado John Dewey, importante filósofo social
americano cuyo trabajo se centró en temas de democracia.
Sostuvo que las formas democráticas tienen escasa entidad cuando
«la vida del país» (producción, comercio, medios de comunicación) está dominada
por tiranías privadas en un sistema que él denominó «feudalismo industrial», en
el que la clase trabajadora está subordinada al control de los directivos, y la
política se ha vuelto «la sombra de las grandes empresas sobre la sociedad».
Fijémonos que estaba articulando ideas que eran lugar común entre la clase
obrera unos cuantos años antes. Lo mismo ocurrió con su llamamiento a la
eliminación, sustitución del feudalismo industrial mediante la democracia
industrial auto-gestionada.
Es interesante señalar que los intelectuales progresistas que se mostraron a
favor del proceso de la toma del poder por parte de las empresas, también
estuvieron más o menos de acuerdo con esta descripción de la situación.
Woodrow Wilson, por ejemplo, escribió que «la mayor parte de los
hombres son sirvientes de las grandes empresas», que actualmente constituyen
«la mayor parte de los negocios del país» en una América muy diferente de la
anterior, que ya no es un lugar de emprendedores individuales, de oportunidades
individuales y de logros individuales»; en la nueva América que surge,
«pequeños grupos de hombres controlan grandes empresas, ostentan el poder, el
control sobre la riqueza, las oportunidades de negocio del país», tornándose
«rivales del mismo gobierno», y minando la soberanía popular, ejercida a través
de un sistema político democrático.
Aunque observemos que esto fue escrito en apoyo del proceso. Describía el
proceso como quizás desafortunado, pero necesario, alineándose en particular
con el mundo de los negocios tras los destructivos fallos del mercado de los
años precedentes, que convencieron al mundo de los negocios y a los
intelectuales progresistas de que los mercados había que administrarlos y que
las transacciones financieras había que regularlas.
Cuestiones similares, muy similares, están hoy de moda en la arena
internacional. Por ejemplo la reforma de la arquitectura financiera y cosas
así.
Hace un siglo, las grandes empresas veían, garantizaban los
derechos de las personas mediante una actividad judicial radical, una violación
extrema de los principios liberales clásicos.
Fueron asimismo liberadas de antiguas obligaciones de ceñirse a
las actividades empresariales específicas para las que tenían autorización.
Y todavía más, en un importante cambio de orientación, los
jueces decantaron su poder a favor de los accionistas, identificándose en un
partenariado con el control centralizado y con la persona inmortal de la
empresa.
Aquellos que conozcan la historia del comunismo reconocerán que
este proceso es muy similar al proceso que tenía lugar a la vez, muy pronto
predicho, por cierto, por críticos de izquierda, marxistas de izquierda y
críticos anarquistas del bolchevismo, gente como Rosa Luxemburgo, quien había
advertido con bastante antelación que la ideología centralizadora desplazaría
el poder de la clase obrera hacia el Partido, hacia el Comité Central, y luego
hacia el líder máximo, tal como ocurrió poco después de la conquista del poder
estatal en 1917, que destruyó a su vez lo poco que quedaba de los principios y
formas socialistas.
Los propagandistas de ambos lados prefieren una historia
diferente que les vaya mejor, pero creo que esta es la correcta.
En años recientes, las grandes empresas han venido escatimando derechos que van
mucho más allá de los de las personas.
Bajo las reglas de la Organización Internacional del Trabajo,
las grandes empresas exigen el respeto al derecho del «tratamiento nacional».
Esto quiere decir que la General Motors, si está operando en México, puede
exigir ser tratada como una empresa mexicana.
Este derecho corresponde solamente a las personas inmortales, no
es un derecho de las personas de carne y hueso.
Un mexicano no puede ir a Nueva York y exigir el tratamiento
nacional y que se le conceda, pero las grandes empresas sí.
Otras reglas exigen que los derechos de los inversores, prestamistas y
especuladores deben prevalecer sobre los derechos de la gente de carne y hueso
de a pie, minando la soberanía popular y los derechos democráticos.
Las grandes empresas, como bien se sabe, se adaptan y actúan de
muchos modos contra la soberanía de los estados.
Hay casos muy interesantes. Por ejemplo en Guatemala, hace un
par de años, se intentó reducir la mortalidad infantil regulando la
comercialización de la leche en polvo para niños por parte de las
multinacionales.
Las medidas que Guatemala propuso se adaptaban a las directrices
de la Organización Mundial de la Salud y respetaban los códigos
internacionales, pero la Gerber Corporarion denunció tal expropiación y la
amenaza de una queja de la Organización Mundial de Comercio fue suficiente para
que Guatemala retirara la propuesta por temor a medidas de represalia por parte
de EEUU.
La primera queja bajo las nuevas reglas de la OMC se formuló contra EE UU por
parte de Venezuela y Brasil, que se quejaban de que las regulaciones EPA
referentes al petróleo violaban sus derechos como exportadores.
En esa ocasión Washington aceptó, supuestamente por temor a
sanciones, pero soy escéptico sobre esta interpretación. No creo que EE UU
tenga miedo de sanciones de Venezuela y Brasil, más probablemente la
administración Clinton simplemente no vio ninguna razón de peso para defender
el medio ambiente y proteger la salud.
Obscenas cuestiones de este calibre aparecen una y otra vez con fuerza. Decenas
de millones de personas en todo el mundo mueren de enfermedades evitables por
culpa de medidas proteccionistas escritas en las reglas de la OMC, que
garantizan a las grandes empresas privadas el derecho de fijar precios
monopolistas.
Tailandia y Sudáfrica, por ejemplo, que disponen de industria
farmacéutica, podrían producir medicamentos que salvaran vidas por una fracción
del coste del precio monopolístico, pero no se atreven por miedo a sanciones
comerciales.
De hecho, en 1998 EE UU llegó a amenazar a la Organización
Mundial de la Salud con retirar sus cuotas si a ésta se le ocurría controlar
los efectos de las condiciones comerciales sobre la salud. Estas son amenazas
reales.
A todo ello se le llama «derechos comerciales», pero no tienen nada que ver con
el comercio.
Tienen que ver con prácticas monopolísticas de fijación de
precios reforzada por medidas proteccionistas que se incluyen en los acuerdos
de librecambio.
Estas medidas están diseñadas para asegurar los derechos
empresariales, que también tienen como efecto la reducción del crecimiento y de
las innovaciones, naturalmente.
Estas son sólo una parte de la retahila de regulaciones
introducidas en estos acuerdos que frenan el desarrollo y el crecimiento.
Lo que motivan estas medidas son los derechos de los inversores,
no el comercio. El comercio, por supuesto, carece de valor en sí mismo. Sólo
tiene valor si incrementa el bienestar humano.
En general, el principio primordial de la OMC, y de sus tratados, consiste en
que la soberanía y los derechos democráticos tienen que estar subordinados a
los derechos de los inversores.
En la práctica esto significa que prevalecen los derechos de
esas gigantescas personas inmortales: tiranías privadas a las cuales la gente
debe subordinarse. Estas son las razones que condujeron a los notables hechos
de Seattle.
De todos modos, el conflicto entre la soberanía popular y el
poder privado se puso de manifiesto mucho más crudamente unos meses después de
Seattle, en Montreal, cuando fue alcanzado un ambiguo acuerdo sobre las bases
del llamado «protocolo de bioseguridad». Ahí la cuestión estuvo clara.
Citando el New York Times, «se alcanzó un compromiso tras intensas
negociaciones que a menudo incitaban el enfrentamiento de EE UU contra casi
todo el mundo» por culpa de lo que se llamó el «principio de precaución».
¿De qué se trata? El jefe de la delegación de la Unión Europea
lo describió así:
«los países deben tener la libertad, el derecho soberano, de
tomar medidas precautorias ante las semillas genéticamente modificadas,
microbios, animales, y cosechas que se sospechen perjudiciales».
EE UU, sin embargo, insistió en aplicar las reglas de la OMC.
Dichas reglas dicen que una importación sólo puede ser prohibida si existe
evidencia científica.
Fijémonos dónde se encuentra aquí el objetivo. Lo que se discute es si la gente
tiene derecho a rechazar ser objeto de un experimento.
Para ejemplificarlo, supongamos que el departamento de biología
de una universidad entrara aquí y nos dijera: «Amigos, vais a ser objeto de un
experimento que tenemos que llevar a cabo.
No sabemos adonde nos va a llevar. No sé, ¿qué tal unos electrodos en el
cerebro para ver qué pasa? Podéis negaros, pero sólo si podéis esgrimir una
evidencia científica de que esto os va a perjudicar».
En condiciones normales no vamos a poder esgrimir tal evidencia.
La pregunta es, ¿tenéis derecho a negaros? Según las reglas de la OMC, no.
Tenéis que ser objetos del experimento. Es una forma de lo que Edward Hermán
llama «soberanía del productor». El productor reina, son los consumidores los
que deben defenderse de alguna manera.
A nivel interno esto funciona, tal como Hermán apunta. No es
responsabilidad, dice, de la industria química ni de los fabricantes de
pesticidas demostrar, probar, que lo que están echando al medio ambiente es
seguro. Es responsabilidad del ciudadano demostrar científicamente que no lo
es, y tiene que hacerlo a través de agencias públicas con bajo presupuesto,
susceptibles de dejarse influir ante las presiones de la industria.
Esta fue la cuestión que se discutió en Montreal, y una suerte de acuerdo
ambiguo fue alcanzado. Dejemos claro que no se tocó ninguno de los principios,
y esto se puede ver simplemente observando quién estaba presente.
EE UU estaba a un lado de la mesa, y se le unieron algunos otros
países con intereses en biotecnología y agro-exportaciones de alta tecnología,
y en el otro lado estaban todos los demás, aquellos que no tenían esperanzas de
sacar tajada del experimento. Esta era la situación, y esto nos dice a las
claras qué principios se discutían.
Por razones similares, la Unión Europea favorece aranceles altos
sobre los productos agrícolas, tal cómo hacía EE UU hace 40 años (ahora ya no,
y no porque los principios hayan cambiado, sino porque el poder ha cambiado).
Hay un principio no escrito que dice que los poderosos y privilegiados deben
tener capacidad de hacer lo que quieran (por supuesto esgrimiendo nobles
motivos).
El corolario es que la soberanía y los derechos democráticos de
la gente en este caso deben pasar de ser (y esto es lo dramático) refractarios
a ser objeto de experimentos cuando las grandes empresas de EE UU pueden sacar
tajada del experimento.
La invocación por parte de EE UU de las reglas de la OMC es muy
natural, ya que codifican ese principio, y esto es fundamental.
Estos temas, aunque son muy reales y afectan a un gran número de personas en el
mundo, son de hecho secundarios ante otras modalidades de reducción de la
soberanía a favor del poder privado.
Pienso que, con probabilidad, la más importante fue el
desmantelamiento del sistema de Bretton Woods a principios de los años 70 por
parte de EE UU, el Reino Unido y otros.
Dicho sistema fue diseñado por EE UU y el Reino Unido en los
años 40, años de abrumador apoyo popular a los programas de bienestar social y
a medidas democráticas radicales.
En parte por eso el sistema de Bretton Woods de mediados de los
años 40 regulaba las tasas de intercambio y permitía controlar los flujos de
capital.
La idea era atajar la especulación perniciosa a gran escala y
restringir la fuga de capitales. Los motivos eran claros y se articularon
diáfanamente.
Los flujos libres de capital crean lo que se ha llamado en
ocasiones un «parlamento virtual» del capital global, el cual puede ejercer su
poder de veto sobre las políticas gubernamentales que considere irracionales.
Esto implica a los derechos laborales, programas educativos o de
salud o políticas públicas de estímulo de la economía o, de hecho, cualquier
cosa que ayude a la gente y no a los beneficios (y por lo tanto es irracional
en un sentido técnico).
El sistema de Bretton Woods funcionó más o menos durante 25 años. Época que ha
sido calificada por muchos economistas como la «edad de oro» del capitalismo
moderno (capitalismo moderno de Estado más propiamente).
Fue un período, que duró hasta los 70 más o menos, de rápido
crecimiento -sin precedentes históricos- de la economía, del comercio, de la
productividad, de la inversión de capital, de extensión del estado del
bienestar, una edad de oro. Todo se vino abajo a principios de los años 70.
El sistema de Bretton Woods fue desmantelado con la
liberalización de los mercados financieros y la implementación de tipos de
cambio flotantes.
El período siguiente ha sido descrito como una «edad de plomo». Hubo una enorme
explosión de capital especulativo a muy corto plazo, que ahogaba a la economía
productiva.
Hubo un deterioro remarcable en todas y cada una de las
magnitudes económicas: crecimiento económico considerablemente más lento,
crecimiento de la productividad más lento, así como de la inversión en capital,
tasas de interés mucho más altas (que frenan el crecimiento), mayor volatilidad
de los mercados, y crisis financieras.
Todo esto tiene efectos muy severos sobre la gente, incluso en
los países ricos: estancamiento o declive de los salarios, jornadas de trabajo
mucho más largas (hecho particularmente remarcable en EEUU), y recorte de los
servicios.
A título de ejemplo, en esta gran economía de la que habla todo
el mundo, la media del ingreso familiar ha retrocedido a la de 1989, que está
bastante por debajo de la de los 70.
Ha sido también una época de desmantelamiento de las medidas socialdemócratas
que tanto han contribuido a la mejora del bienestar humano.
En general, el nuevo orden internacional impuesto ha concedido
un poder de veto mayor para el «parlamento virtual» de los inversores de
capital privado, llevándonos a un declive significativo de la democracia y de
los derechos de soberanía, y a un importante deterioro de la salud pública.
Del mismo modo que estos efectos se dejan notar en sociedades ricas, son
catastróficos en las sociedades más pobres.
Son efectos que cruzan transversalmente las sociedades, no es
que tal sociedad se haya enriquecido y esta otra se haya empobrecido.
Las medidas más significativas comprenden sectores globales de
la población.
Así, por ejemplo, echando mano de análisis recientes del Banco
Mundial, si tomamos el 5% de la población más rica y la comparamos con el 5%
más pobre, el ratio era de 78 a 1 en 1988 y 114 a 1 en 1993 (siendo éste el
último año del que se disponen datos, ahora es indudablemente más alto).
Los mismos datos muestran que el 1% más rico tiene los mismos
ingresos que el 57% más pobre (2.500 millones de personas).
Para los países ricos, está claro. Un conocido economista, Barry
Eichengreen, en su reconocida historia del sistema monetario internacional
señaló, como mucha gente ha señalado, que la actual fase de globalización es
bastante similar a la situación anterior a la Primera Guerra Mundial, grosso
modo.
Sin embargo hay diferencias. Una diferencia esencial, explica,
es que, en esa época, la política gubernamental no estaba «politizada» por «el
sufragio universal masculino y el surgimiento del sindicalismo y de los partidos
parlamentarios obreros».
En consecuencia, los graves costes humanos de la ortodoxia
financiera impuesta por el parlamento virtual podían ser transferidos a la
población en general.
Pero este lujo, en 1945, ya no estuvo al alcance en la era más
democrática de Bretton Woods, así que los «límites a la movilidad del capital
fueron sustituidos por límites a la democracia como una fuente de aislamiento
de las presiones del mercado».
Hay un corolario a todo ello. Es natural que el desmantelamiento
del orden económico de posguerra deba ir acompañado de un ataque a la
democracia sustantiva (libertad, soberanía popular y derechos humanos), bajo el
eslogan TINA, esa suerte de grotesca bufonada de marxismo vulgar.
El eslogan, no hace falta decirlo, es un fraude.
El particular orden socioeconómico impuesto es el resultado de
decisiones humanas en instituciones humanas.
Las decisiones pueden modificarse, las instituciones pueden
modificarse y, en caso necesario, desmantelarse y sustituirse, tal como gente
honesta y valiente ha venido haciendo a lo largo de la historia
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