Eugène Ionesco: "Los hombres hacen todo
lo posible para que sus semejantes sean destruidos"
Figura
central del teatro de el absurdo y creador de un texto decisivo como La cantante
calva, el dramaturgo habla de Shakespeare, Freud, los totalitarismos, la idea
del mal y la tristeza que asuela al hombre
Emilio A. Stevanovitch LA NACION - LUNES 12 DE OCTUBRE DE 2015
Esta
entrevista con el gran dramaturgo rumano-francés, autor de "La cantante
calva" y "Rinoceronte", se publicó en LA NACION en 1974.
Las 11 y 20 de la
mañana. El sol radiante inunda un piso alto del boulevard Montparnasse. Es el
domicilio cálido, lleno de cuadros -un Miró dedicado "con
admiración"-, íconos, recuerdos, chucherías y antigüedades de Eugene
Ionesco. El dramaturgo viste traje gris claro y pulóver también claro. Tiene
sesenta y un años, estatura mediana, ojos de mandarín chino que recorren el
living para, de pronto, clavarse sorpresiva y bondadosamente en uno. El gesto
es medido y la voz, generalmente pausada, a veces se quiebra un poco. Raras
veces levanta el tono.
-Señor Ionesco, ahora que se va a reponer, ¿por qué
Macbett?
-Macbett me interesaba
desde hacía tiempo. Usted sabe: es el problema del mal y, más especialmente,
del mal asociado al poder. Estoy, por cierto, influido por Shakespeare,
puesto que esta pieza es una especie de parodia o de paráfrasis de su Macbeth,
pero estoy también muy influido por las ideas de Ian Kott, nuestro
contemporáneo, que ha analizado agudamente esa obra.
Descubrió que en
Shakespeare, en sus "crónicas reales", había un déspota absoluto, un
tirano, un corrupto, un criminal que era derrocado por un joven príncipe,
bello, noble, generoso, aparentemente lleno de buenas intenciones, que mataba
al rey y se instalaba en su lugar.
Como consecuencia del
asesinato se convertía a su vez en corrupto, tirano y criminal.
Otro joven príncipe,
bello, noble y generoso, aparentemente animado por nobles sentimientos,
derrocaba a su vez al nuevo rey y, al derrocarlo, también se transformaba en
tirano, corrupto y criminal.
Es decir, considero
que todos quienes quieren el poder, todos quienes quieren dominar a través de
los otros son, independientemente de las ideologías que proponen, paranoicos,
un tanto locos y pueden llegar a ser criminales.
"El mal existe y,
contrariamente a lo que pueden decir algunos utopistas o socialistas, el mal
existe en sí.
La prueba es que reviste
un número indefinido de aspectos y uno de ellos es el político. Se
introduce de manera solapada y asume las apariencias más dignas.
Las ideologías
diferentes y opuestas, cuando están animadas por la pasión, no son sino esa
misma pasión, ese instinto asesino, ese odio que los hombres tienen por los
hombres cuyas conciencias son intercambiables.
En lo que me
concierne, estoy totalmente desesperado y considero que la aventura humana debe
terminarse. Además, los hombres hacen inconscientemente todo lo posible para
que sus semejantes sean destruidos. Mucho me temo que lo conseguirán.
A mi entender el mejor
analista de esa situación y de ese instinto destructor no es Marx sino Freud,
quien, al final de su vida, lanzó un grito de desesperanza al descubrir que la
humanidad, fuese a través del socialismo, de las democracias, de las monarquías
o de los fascismos, iba irremisiblemente a su perdición.
En el caso de Hitler
vimos no hace mucho cómo quería hacer la grandeza de Alemania.
"También vimos
que los comunistas, con Stalin a la cabeza, proponían un ideal de justicia,
de libertad y de paraíso. La historia es astuta, como decía Lenin, y
lo mismo sostenía Hegel mucho antes que Lenin. Es lo contrario de los deseos
conscientes. En lugar de la felicidad, la desgracia.
"La
explotación del hombre por el hombre ha sido reemplazada por una
explotación mayor aún, por una tiranía más grande aún que la llevada a cabo por
la burguesía.
Si
el hombre no detestara al hombre, no existirían las tiranías y todas las cosas
podrían arreglarse.
Por ello, retomé de
Shakespeare, de Ian Kott, de [Alfred] Jarry, y del grito de El idiota de
Dostoievski, esa actitud del mal en el mundo que reaparece constantemente bajo
distintas formas.
Le aclaro que, para
diferenciarlo del Macbeth de Shakespeare, para que fuera pronunciado más
fácilmente por los franceses y también porque la verdadera pronunciación
escocesa no era Macbeth sino Macbett, es que empleé esa grafía.
-Usted, que es un hombre que defiende la libertad del
hombre, que ama al hombre.
-Oh, no sé si lo amo
porque odio tanto su violencia y odio tanto el odio que se tiene a sí mismo que
acabo por tener odio dentro de mi mismo. Odio a tal punto el odio que me vuelvo
rencoroso.
-¿El hecho de ser académico, en cierta manera, no
limita su libertad?
-En absoluto. En la
Academia, además de este rumano-francés, hay dos rusos, Joseph Kessel y Henry
Troyat, un medio o cuarto de ruso, Maurice Druon, y un estadounidense, Julien
Green.
Está integrada por la
gente más auténticamente libre que conozco. Solitarios que, al reunirse, dejan
de ser tales para, después, volver al estado primigenio.
Usted ignora que en
los regímenes totalitarios hay numerosas academias y muchos artistas eméritos
del pueblo. Lo son a condición de servir el poder.
Yo soy académico
porque considero que un escritor en el poder debe tener una posición social tan
importante como la de un general del ejército, un duque o un ministro. Firmo
los manifiestos o las tomas de posición: Ionesco, de la Academia Francesa.
Además, en la Academia,
hay anarquistas moderados como Jean Rostand y gentes de izquierda o
progresistas como Kessel. Hay también grandes sabios como M. de Broglie, que es
uno de los mayores físicos del mundo, y muchos otros que poseen enorme
erudición, enorme cultura.
Están todos
desengañados, porque, pese a su cultura, a su experiencia intelectual y humana,
o a causa de su edad, son impotentes. Pero si fueran poderosos sería todavía
peor.
Entre todos esos
académicos hay una gran cortesía, una gran educación. Ahí se ha atrincherado lo
que queda del viejo respeto que alguna vez el hombre tuvo por el hombre.
(Pausa con un dejo de orgullo casi esplendoroso.)
"Por favor, no se
olvide que, además de miembro de la Academia Francesa y otras de menor cuantía,
soy sátrapa del Colegio de Patafísica."
-¿Y cuál es su posición política, si tiene una?
-La posición política
es un problema extremadamente arduo. Sé muy bien que los hombres están con la
soga al cuello. Querrían tener una llave maestra para solucionar todos los
problemas; saben, sin embargo, que no existe.
Por el momento mi
política es abstenerme, no enfrentar violencia con violencia porque la
historia, sobre todo la de estos últimos siglos, me enseña que todo va de mal
en peor. Desde la Revolución Francesa no hay sino revoluciones, matanzas. La
situación actual y verdadera no es muy brillante que digamos.
El teléfono suena insistentemente. Lo contesta Mme.
Ionesco, quien, deslizándose sobre multicolores alfombras, informa puntualmente
a su marido de cada llamada. Bebemos café mientras Ionesco vacila, carraspea y
luego arremete:
-Puede ser que la
humanidad se salve. Quizás. No sé. Tal vez será en el momento en que se haya
superado el problema económico y que en lugar de hombres políticos, si no
llegamos a tener sabios como Platón, quizá tengamos máquinas cibernéticas para
dirigirnos, para distribuir las mercaderías, los bienes y, además, para
destruir toda ambición política, toda tendencia a hacer las cosas por la
violencia. La bomba atómica no es para defendernos sino para matarnos. Creo que
hemos llegado al período más trágico y apocalíptico de la historia.
(Estar con Ionesco y
no hablar de teatro con el autor de posguerra más escenificado sería imposible.
Sobre todo cuando nunca soñó con ser dramaturgo. Con mucho de niño.)
-.Todos somos un poco
infantiles, hasta el que cree no serlo. Me encanta jugar con personajes desde
mi primera obra, La cantante calva, donde, claro está, en momento alguno
aparecía una cantante sin pelo, ni siquiera con peluca. Así, desde el primer
momento, tuve ya materia de discusión con periodistas, cuando no con
espectadores. Lo curioso es que había escrito la pieza para divertirme y
leérsela a mis amigos. Nicholas Bataille se atrevió a montarla en 1950 con un
resonante fracaso, que se repitió en 1952. Sólo en 1957, en su segunda
reposición, anduvo como los dioses. Desde entonces no he dejado de ser
representado.
(Luego vinieron casi
treinta obras, con títulos como La lección, El rey se muere, Víctimas del
deber, El rinoceronte, hasta llegar a su recientemente estrenada ¡Este
formidable prostíbulo!)
-Y pensar que iba a
dedicarme a ensayos serios y a hacer crítica. Hace poco me di el gusto de
escribir mi primera novela, Le solitaire, suerte de diario para muchos, menos
para mí. Esta vez volqué el tema al lector para hablarle directamente, sin
necesidad de hacerlo teatralizar o de usar intermediarios. Es un soliloquio,
una aspiración a monólogo literario.
(Cambio brusco de tema
y con marcha atrás.)
-¿Es usted uno de los autores, o al menos su nombre
figura en el programa, de la longeva y discutida Oh, Clacuta!?
-Sí, sí. Hice un
sketch de diez minutos que no es un sketch erótico, sino antierótico. Habrá
notado que son imágenes de vejez y decadencia o de belleza que esconde el
esqueleto.
Creo, no, en verdad sé que en ese texto hay mucha más influencia de
[Hieronymus] Bosch que de los escritos pornográficos modernos. Por otra parte,
quise hacerlo justamente porque acababa de ser nombrado en la Academia Francesa
y para probar que no retrocedía ante ninguna audacia literaria.
-Habló usted de Jarry, de Ian Kott, de Shakespeare.
¿Cuáles son sus influencias literarias, o a quiénes reconoce como sus pares
literarios?
-Estamos influidos
por todo lo que leemos. Pero las influencias más profundas no soy yo quien
puede descubrirlas. Son los que se interesen por mi obra y quieran analizarla
los que las advertirán. En fin, no veo nada claro el asunto, salvo tener la
certeza de la influencia de Kafka y, también, paradójicamente, de la de
Dostoievski.
-¿Qué preferiría usted? ¿El autor actual hablando o su
libro?
-Elegiría el libro
porque la conversación es siempre insuficiente y no tengo espíritu de charla.
Hay que zambullirse en
uno mismo y encerrarse en su soledad. Solamente en la obra de arte o en los
escritos lo que hay de más profundo en un ser se devela.
Prefiero, antes que
hablar con un colega, hacerlo con el hombre universal, el hombre de todas
partes, el hombre concreto.
Cuando hablo de la
muerte, todo el mundo me comprende. La muerte no es burguesa, ni socialista.
Lo que surge de lo más
hondo de mi ser, mi angustia más profunda es lo común. No es cuestión de que
uno quiera o no estar comprometido. Está comprometido por el solo hecho de
estar vivo, de estar consciente. El primero de todos los compromisos es el
de la existencia; los demás son accidentales.
El solitario está tan
profundamente comprometido como el miembro del partido; unirse a un grupo,
adherirse a un programa, es una manera torpe, bulliciosa y quizás peligrosa de
hacer lo que es inevitable en cualquier caso. Quizás sea también una manera más
fácil, una delegación de responsabilidad, una forma de escapismo, un sistema de
alejamiento.
-¿Cuál sería el consejo que daría a un Ionesco
debutante?
-No escribir obras de
teatro ni novelas. Retirarse a un monasterio y rezar.
-¿Se considera un hombre feliz o cree que la palabra
felicidad no existe?
-Creo que vivimos en
el infierno. Todo es ilusorio. No hay felicidad.
-¿Hay una salida del infierno?
-Lo veremos, o no lo
veremos.
El debatido Ionesco me
autografía un libro y, ya en la despedida, proclama su razón existencial:
-Ninguna sociedad ha
podido abolir la tristeza humana, ningún sistema político nos puede liberar del
dolor de vivir.
BIOGRAFIA
Profesión: dramaturgo
Nacido en Rumania en
1909, Ionesco fue uno de los pilares del llamado teatro del absurdo, en el que
militaron Samuel Beckett, Jean Genet y Arthur Adamov, entre otros. Miembro de
la Academia Francesa, es autor de obras decisivas tales como La
cantante calva, Rinocerontes y Las sillas,
algunas de las que se encuentran entre las más representadas en los escenario
internacionales
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