THOMAS MANN Y LA
LIBERTAD
ETHIC - 12 septiembre
2025
Thomas Mann fue un
genio. Y supo aprovecharlo. Gracias a su talento y férrea disciplina de
trabajo, se consagró prontamente como una referencia intelectual, ganó el Nobel
de Literatura con 34 años y se convirtió en uno de los mayores críticos del
nazismo en defensa de la libertad.
«La civilización
occidental está obligada a hacer frente a cualquier enemigo de la libertad».
Una afirmación que
encaja en los tiempos que corren, como también lo hizo hace más de setenta
años. Porque estas palabras las pronunció Thomas Mann (Lübeck, Alemania, 1875 –
Zúrich, Suiza, 1955) en una conferencia contra el nazismo en la Biblioteca del
Congreso de Estados Unidos en 1943.
En esa época, el
escritor era ya una celebridad intelectual, contaba con el Nobel de Literatura
y tenía innumerables intervenciones a sus espaldas. Nacido en el seno de una
familia aristócrata acomodada, pronto desarrolló una fuerte conciencia sobre el
mundo que le rodeaba.
Durante sus primeros
años, defendió el nacionalismo que
caracterizó la política alemana de la primera década del siglo XX; pero tras lo
acaecido en la Primera Guerra Mundial, cambió su forma de entender la
realidad, su pensamiento se volvió más humanista y en 1922 dio una
conferencia en Berlín, Sobre la República alemana, en la que
instaba a las juventudes académicas —que consideraba el futuro de la nación— a
defender la república de Weimar. Se declaraba así a favor de unas ideas
democráticas en un acto que le sirvió para despuntar como referente
intelectual, además de para ponerse en el punto de mira de un
nacionalsocialismo en auge.
Cabe destacar que a
estas alturas ya había escrito Los Buddenbrock (1901) —que
publicó con 25 años y le valió el premio Nobel en 1929—, además de otras obras
como Tonio Kröger (1903), Alteza real (1909)
o La muerte en Venecia (1912).
IRONÍA Y LIBERTAD
«El artista es un
ser que absorbe todos los movimientos y tendencias intelectuales, […] les da
forma y de este modo pinta la imagen cultural de su época», continuaba en su
discurso estadounidense.
«No predica ni hace
propaganda; da a las cosas una realidad lástica, que no es indiferente a nada
ni se compromete con ninguna causa salvo la de la libertad, la de la
objetividad irónica».
Mann era
«tremendamente irónico», afirma Isabel García Adánez, profesora de Filología
Alemana en la Universidad Complutense de Madrid y traductora al español de
incontables obras en alemán, entre ellas las de Thomas Mann.
«No en la tradición
histórica de caricatura, sino en detalles pequeños, en algo más sutil». Esta
destreza literaria le permitía hacer «malabarismos semánticos y
lingüísticos» y desplegar una «ironía romántica» que hace que todo fluya
en sus novelas con ritmo.
«Como gran melómano
y buen conocedor de la teoría y la técnica musical [también tocaba el violín],
los motivos de sus obras están interrelacionados, todo tiene un ritmo especial
y produce un efecto imponente cuando se lee», apunta la traductora. De hecho,
decía el propio autor, «para mí, la novela es como una sinfonía, un trabajo de
contrapunto, un tejido temático; la idea del motivo musical desempeña un papel
muy importante».
Mann decía que el
artista no se compromete con ninguna causa «salvo la de la objetividad irónica»
Junto a la música,
la ironía es un recurso retórico que va más allá de su literatura: es un
talante vital que utiliza como técnica para analizar las complejas
contradicciones humanas que plasma en sus personajes, así como la convulsa
realidad que le tocó vivir.
Algo que se aprecia
con especial claridad en La montaña mágica (1924), su novela
por excelencia, consagrada como una de las obras maestras de la literatura
universal. Aunque empezó a escribirla en 1912, la aparcó al estallar la Primera
Guerra Mundial y la retomó al acabar el conflicto. El Mann que la empezó no era
el mismo que la terminó.
Es precisamente a lo
largo de sus más de mil páginas donde se detecta esta transformación. De hecho,
son épicas las conversaciones entre dos de sus personajes más intelectuales,
que exponen visiones antagónicas del mundo: la corriente humanista europea, el
progreso, la democracia liberal (Settembrini) frente a la más conservadora,
intolerante y defensora del totalitarismo (Naphta).
Para Mann, «el
artista debe ser apolítico, su problema es el arte»,
según explica García Adánez; pero la guerra le hizo ver que no podía obviar los
acontecimientos.
«El objetivo del
principio crítico no puede ni debe ser más que una sola cosa: la idea del deber
y el deber de vivir», se lee en la novela. Afrontar la vida sin apartar la
vista de la realidad se volvió una obligación moral.
Con su publicación,
emergió un Mann demócrata y liberal acérrimo, defensor a ultranza de la
socialdemocracia y gran opositor del nazismo, que consideraba una amenaza
contra la libertad individual y la democracia.
La preocupación por
el devenir de su país le llevó a dar en 1930 otra conferencia, Un
llamamiento a la razón, también en Berlín, en la que urgía al pueblo alemán
a unirse contra el nacionalsocialismo, animando a la burguesía y a la clase
obrera a aunar fuerzas para derrocarlo.
Mann se convirtió
así en blanco de las amenazas nazis y el mismo año que Hitler alcanzó el poder,
su hija Erika —secretaria y albacea— le instó a abandonar Alemania e instalarse
en Suiza.
AL FILO DEL ABISMO
Mann luchó siempre
por encontrar cosas «a las que agarrarse para no caer en el abismo», afirma
García Adánez. La disciplina en la escritura era su antídoto para no «caer en
el peligro», que era «entregarse al disfrute del arte y dejarse llevar».
La escritura fue una
disciplina no solo vital, sino intelectual. De hecho, «el juego
intelectual es su anclaje» en el mundo, añade la experta.
«La democracia
social y el humanismo tienen el valor de distinguir entre el bien y el mal»,
afirmaba el escritor
En 1938 se trasladó
a Estados Unidos; primero a Princeton, donde coincidió con Albert Einstein, y
después a California. A esas alturas, Mann era ya el mayor representante de la
cultura alemana fuera de su país. De hecho, dicen que de esta época es su frase
«la cultura alemana está donde estoy yo».
En cierta manera,
pudiera serlo, pues encarnaba «la otra Alemania», la de los germanos exiliados
a los que se dirigía semanalmente a través del programa de radio de la
BBC Deutsche, horer! (¡Oíd, alemanes!), expresión con
la que arrancaba cada emisión, instándolos con discursos humanistas y
antibelicistas a mantener su cultura viva por encima de los nazis.
La decadencia moral
y cultural de su país le llevó a escribir la que sin duda es su novela más
intelectual, Doctor Faustus (1947), una compleja crítica
sin piedad a los horrores del nazismo.
Supone, además, un cambio en su manera de tratar los temas capitales de su
tiempo, más en la forma que en el fondo: el mal y la enfermedad ya no se
representan en sus personajes, sino en todo un pueblo y las consecuencias
pueden acarrear la destrucción.
«Es un espectáculo
terrible contemplar la aceptación popular de la irracionalidad», señalaba Mann
en su discurso en Estados Unidos.
«Uno siente que el
desastre es inminente […] La mente más privilegiada distingue que […] lo que el
espíritu vivo está llamado a servir es […] a la democracia social y el
humanismo, que lejos de dejarse atrapar por un relativismo cobarde, tienen una
vez más el valor de distinguir entre el bien y el mal».
Si algo no le faltó
nunca a Thomas Mann fue valor: para defender la libertad y la democracia, para
denunciar los peligros acuciantes que las ponían en jaque y para mantener una
férrea disciplina de trabajo que le permitió publicar incontables novelas, relatos
y ensayos hasta el último de sus días.
No hay comentarios:
Publicar un comentario