EL
PODER JUDICIAL Y LA LEY DEL EMBUDO
Por
Jorge Rendón Vásquez
La razón de ser del Poder Judicial es cumplir el servicio
público de administrar justicia, vale decir, resolver los conflictos jurídicos
aplicando la ley. No existe por decisión de sus miembros, los magistrados. Es
la sociedad quien los inviste de esa función, y a quien deben rendir cuentas de
sus actos.
Nuestro Poder Judicial no se limita, sin embargo, a la
aplicación de la ley como emanación del Estado. Impone también la antiquísima y
consuetudinaria “ley del embudo”, de origen español, que consiste lisa y
llanamente en que “lo ancho es para ellos y lo angosto para los demás”; una ley
que expulsa a la imparcialidad de los recintos donde debe administrarse
justicia.
Cito tres casos probatorios de este aserto.
No bien los empleados administrativos del Poder Judicial
se declararon en huelga, a mediados de marzo, solicitando un aumento de
remuneraciones y otros pedidos e invocando su derecho constitucional de hacerlo
(art. 42º), el Presidente del Poder Judicial la declaró ilegal.
Entre noviembre y diciembre del año pasado, los jueces se
lanzaron también a la huelga, presionando al Ministerio de Economía para que
les aumentase sus sueldos. Fue una “huelga blanca”, que consiste en abstenerse
de trabajar, permaneciendo en el puesto, prohibida en nuestra legislación y, de
manera general, en el derecho comparado.
A diferencia de los empleados del
Poder Judicial, los jueces y fiscales “están prohibidos de declarase en huelga”
(Const., art. 153º). Si la hacen cometen falta grave, susceptible de ser
sancionada con la destitución (Ley Orgánica del Poder Judicial, art. 211º;
Código Procesal Civil, art. 145º).
Un principio del proceso judicial es el de primacía de la realidad, por el cual ha
de preferirse los hechos reales a los documentos. Es muy fácil probar que
durante su huelga los jueces no trabajaron. Bastaría con examinar cuántas
sentencias y autos emitieron y cuántas audiencias suspendieron en esos días.
A
ningún órgano del Estado parece importarle, no obstante, investigar esta falta,
y, mucho menos al Ministerio Público ni, por supuesto, al propio Poder
Judicial.
Otro caso: Tengo un cliente que tuvo que demandar a una
pareja en febrero de 2001 por no pagarle los alquileres desde 1993. Les
arrendaba una casa. Después de innumerables incidencias, la jueza del 6º
Juzgado Civil de Lima emitió la sentencia de primera instancia el 18 de
diciembre de 2007, mandando pagar menos de la mitad de los alquileres adeudados
que siguieron corriendo hasta noviembre de 2006, en que recién los dos
demandados dejaron la casa. En apelación, se logró que los inquilinos fueran
condenados al pago del resto de la suma adeudada. El asunto estaba muy claro y
no había, por lo tanto, ninguna razón para esta demora. Luego me enteré de que
el demandado es gerente del Poder Judicial. Sólo en abril de 2010 se pudo dar
comienzo a la ejecución que continúa en la forma de embargo sobre la parte
pertinente de los haberes de ese gerente, en lo cual se tropieza con demoras inexplicables
legalmente.
Finalmente, tenemos otra situación.
Los jueces pueden decidir sobre la vida, la libertad y
los bienes de todos los ciudadanos. De allí su poder. La pregunta que surge es ¿si
ellos deben responder por sus decisiones no ajustadas a la ley, de manera equiparable
a las personas que juzgan?
Las faltas que los jueces pueden cometer en el ejercicio
de sus funciones son administrativas y penales.
Las administrativas consisten en infracciones a los
códigos procesales y a la Ley Orgánica del Poder Judicial, que están vagamente
mencionadas en esta ley y que, según su gravedad, dan lugar a apercibimiento,
multa, suspensión o destitución.
Hasta comienzos de 2004, los procedimientos
administrativos estaban a cargo del mismo Poder Judicial a través de la Oficina
de Control de la Magistratura y sus dependencias, confiadas a jueces de nivel
superior al de los investigados. Nunca se tenía la certeza de que estos jueces
fueran imparciales, según el dicho de que “gallinazo no come gallinazo” u
“otorongo no come otorongo”. Prevalecía el espíritu de cuerpo y aquello de “hoy
por ti, mañana por mí”.
En setiembre de 2003, le hice llegar al Presidente de la
Comisión de Justicia del Congreso, Alcides Chamorro Balbín, mi opinión sobre
las oficinas de control de la magistratura a las que, sugería, se debía
incorporar a representantes de ciertas entidades calificadas, por el derecho de
la sociedad de controlar a quienes encarga la administración de justicia. Chamorro
fue sensible a mi propuesta y, sobre su base, tramitó un proyecto de ley que el
pleno aprobó sin oposición, por ser clamorosamente necesario.
Es la Ley 28149, del 5 de enero de 2004, por la cual la
Oficina de Control de la Magistratura (OCMA) debe estar integrada por un vocal
cesante o jubilado de reconocida probidad y conducta democrática, elegido por
los demás miembros de esta entidad; por un representante de los colegios de
abogados, elegido por sus decanos; por un representante de las cinco facultades
de Derecho de universidades públicas más antiguas, elegido por sus decanos; y
por un representante de las cinco universidades privadas más antiguas, elegido
por sus decanos.
Las oficinas de la OCMA de los distritos judiciales deben
tener una conformación similar. En el Ministerio Público ha de haber también
una estructura de control igual.
Esta ley no les gustó a los jueces. No querían ser
controlados por personas exteriores a la magistratura. Y, de hecho no la
acataron. Pero como su resistencia resultaba riesgosa, apelaron a un
procedimiento tortuoso: “se olvidaron” de incluir en los proyectos del
presupuesto judicial los recursos para el pago de los haberes de los miembros
de la Oficina de Control de la Magistratura, que deben ser a dedicación
exclusiva y con la categoría de sus pares jueces.
A pesar a todo eso, la Ley 28149 se encuentra en
vigencia. Correspondería a la Comisión de Justicia del Congreso de la República
verificar su cumplimiento y recabar la sanción para quienes impidan o desnaturalicen
su ejecución. Los colegios de abogados debieran, por su parte, vigilar que la
OCMA y sus dependencias distritales funcionen.
Los jueces que dictan resoluciones contrarias al texto
expreso de la ley o citan pruebas inexistentes o hechos falsos, o se
apoyan en leyes supuestas o derogadas
cometen el delito de prevaricato, sancionado con pena de prisión de tres a
cinco años (Código Penal, art. 418º). (Por la importancia de la función
judicial, el Código de Hamurabi, de 2025 a.C., sancionaba a los jueces
corrompidos con la destitución ante la asamblea del pueblo; y la Ley de las XII
Tablas romana, de 451 a.C., con la pena de muerte.)
A raíz de la sentencia de un juez en una acción de amparo
promovida por el ex Presidente de la República, Alan García Pérez, para
invalidar el procedimiento seguido por una comisión del Congreso de la República
por presumibles delitos cometidos durante su gestión, algunos juristas dijeron con
fundamento que ese juez había incurrido en prevaricato. Pero, además, el dichoso
juez reconoce en su sentencia a Alan García como su “patrocinado”, lapsus
cálami revelador de que éste le habría pagado por ella, y que la vicia de
nulidad por donde se le mire. Me contaron que en una oficina judicial, al
enterarse de la posible acusación al juez por prevaricato, dos simpatizantes
apristas se rieron tanto que hasta se tiraron al suelo desternillándose.
A su modo, estaban en lo cierto. Emprender un proceso por
prevaricato es muy difícil. Se requiere el pronunciamiento de la OCMA y, luego,
una resolución de la Fiscalía de la Nación, como un estrecho cuello de botella
no dispuesto por la ley. Para hacer más eficaz la sanción por esta causa e
incrementar su poder disuasivo se debería modificar la duración de las penas y abreviar
el acceso a la acción penal.
El genial vate Francisco de Quevedo y Villegas (1580 –
1645) se ocupó también de la equívoca conducta de ciertos jueces, y les dedicó
un soneto que mantiene una asombrosa actualidad.
(7/4/2014)
A un juez mercader
Las leyes con que juzgas, ¡oh Batino!,
menos bien las estudias que las
vendes;
lo que te compran solamente entiendes;
más que Jason te agrada el vellocino.
El humano derecho y el divino,
cuando los interpretas, los ofendes,
y al compás que la encoges o la
extiendes,
tu mano para el fallo se previno.
No sabes escuchar ruegos baratos,
y sólo quien te da te quita dudas;
no te gobiernan textos, sino tratos.
Pues que de intento y de interés no
mudas,
o lávate las manos con Pilatos,
o
con la bolsa ahórcate con Judas.
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