LA COVID-19 CUESTIONA EL SENTIDO DE LA VIDA
2020-11-20
La irrupción de
la Covid-19 alcanzando a todo el planeta y causando la muerte a más de un
millón de vidas sin poder ser veladas ni recibir el cariño último de sus
familiares, además de infectar a otros muchos millones de personas, plantea la
inquietante pregunta:
*** ¿Cuál es el
sentido de la vida?
*** ¿Por qué todo este
sufrimiento?
*** ¿Qué nos quiere
decir la naturaleza con este virus invisible que ha puesto de rodillas a todas
las potencias militares, haciendo ineficaces sus armas de destrucción masiva?
La Covid-19 cayó como
un meteoro sobre el sistema del capital y el neoliberalismo.
Sus mantras fueron
destrozados. ¿Sirvió para algo el lema de Wall Street “la codicia es buena”?
Nadie come
computadoras, ni se alimenta de los algoritmos de la inteligencia artificial.
¿Cuáles eran los
dogmas de la fe capitalista y neoliberal?:
*** Lo esencial es el
mayor lucro en el menor tiempo posible, la competencia feroz, la acumulación
individual o corporativa, el saqueo cruel de los recursos de la naturaleza,
dejando las externalidades por cuenta del Estado, la indiferencia ante la tasa
de iniquidad social y ambiental, la postulación de un Estado mínimo para
escapar de sus leyes limitantes y poder acumular más libremente.
Si hubiésemos seguido
estos mantras, el exterminio de vidas humanas habría sido incalculable.
Sin políticas
públicas, las personas serían tragadas por un destino atroz.
¿Qué nos ha salvado?
Aquellos valores y
actitudes ausentes en el sistema del capital y el neoliberalismo: darnos cuenta
de que no somos “dioses” sino totalmente vulnerables y mortales, expuestos a lo
imprevisible.
Lo que cuenta no es el
lucro sino la vida; no es la competencia sino la solidaridad; no es
el individualismo sino la cooperación entre todos; no el
asalto a los bienes y servicios de la naturaleza sino su cuidado y
protección; no un estado mínimo, sino el estado suficientemente pertrechado
para atender las demandas urgentes de la población.
Dicho directamente:
¿qué vale más la vida o el lucro? ¿La naturaleza o
su expoliación desenfrenada?
Responder a estas
preguntas inaplazables es interrogarse sobre el sentido o el absurdo de nuestra
vida, personal y colectiva.
El aislamiento social
es una especie de retiro existencial que la situación nos ha impuesto. Se crea
la oportunidad de hacer estas preguntas ineludibles.
Nada es fortuito en
este mundo. Todo guarda una lección o un sentido secreto que debe ser revelado,
por más desconcertante que sea la realidad.
Lo que no podemos
permitir es que este sufrimiento colectivo sea en vano. Funciona como un crisol
que purifica el oro, que acrisola nuestra mente, y pone en jaque ciertos
hábitos para ser revisados y otros nuevos para ser incorporados, especialmente
en lo que se refiere a nuestra relación con la naturaleza y el tipo de sociedad
que queremos, menos perversa y más solidaria.
Todo el mundo habla de
la medicina, de la técnica, de los insumos y especialmente de la búsqueda
ansiosa de una vacuna contra la Covid-19.
Pocos hablan de la
naturaleza. Pero es necesario considerar el contexto del brote del coronavirus.
No está aislado.
Vino de la naturaleza
que durante siglos fue saqueada irresponsablemente por el proceso industrial
del capitalismo y también del socialismo, en la falsa suposición de que la
Tierra tendría recursos ilimitados.
Hemos deforestado
despiadadamente y destruido así los hábitats de miles de virus que viven en los
animales e incluso en las plantas.
Al perder su “morada
natural”, buscan en nosotros un sitio para sobrevivir.
Así hemos conocido una
amplia gama de virus como el zica, el chikungunya, el ébola, las series
derivadas del SARS, como el de la Covid-19, entre otros.
Se trata de un
contraataque de la naturaleza o de la Madre Tierra contra la humanidad, con el
que quiere darnos una severa advertencia: “detengan la agresión despiadada, que
destruye las bases físico-químicas-ecológicas que sostienen vuestra vida; de lo
contrario podríamos enviarles virus mucho más letales que podrían diezmar a
miles de millones de ustedes, de la especie humana, y afectar gravemente a la
biosfera, ese fino manto un poco mayor que el filo de una navaja que garantiza
la continuidad de la vida”.
¿Prevalecerán estas
advertencias vitales o el afán de acumular y asegurar intereses materiales?
¿Tendremos suficiente
sabiduría para responder a la alternativa que el Ser que hace ser a todos los
seres nos presenta?:
“Te propongo la vida y
la muerte, la bendición y la maldición; elige la vida para que puedas vivir con
tu descendencia” (Dt 30,19).
Portadores de una fe
en un Dios “apasionado amante de la vida” (Sab 11,26) apostamos todavía por un
sentido de la historia y de la vida.
Ellas escribirán la
última página de la saga humana, construida con tanto esfuerzo en este planeta.
Esto, sin embargo, no
debe desviar nuestra mirada de lo que está ocurriendo en el escenario mundial y
específicamente en el brasilero, donde un jefe de estado negacionista no tiene
como proyecto cuidar de su pueblo y de nuestra exuberante naturaleza.
Con desprecio e ironía
se comporta como Nerón que presenciaba como Roma ardía tocando la cítara.
A pesar de todo esto,
nuestra esperanza no muere. Como afirma la Fratelli tutti del
Papa Francisco:
*** “La esperanza nos
habla de una realidad enraizada en lo profundo del ser humano,
independientemente de las circunstancias concretas y los condicionamientos
históricos en los que vive” (nº 55).
Aquí resuena el
principio esperanza, que es más que una virtud, es un principio, un motor
interior que proyecta nuevos sueños y visiones, tan bien formulados por el
filósofo alemán Ernst Bloch en El principio esperanza. Esta
esperanza nos recuperará el sentido de vivir en este pequeño y amado planeta
Tierra.
Aunque somos seres
contradictorios, hechos simultáneamente de luz y de sombras, creemos que la luz
triunfará.
Muchos bio-antropólogos
y neuro-científicos nos confirman que somos por esencia seres de bondad y de
cooperación. Prevalece una bondad fundamental en la vida.
El hombre común, que
conforma la gran mayoría, se levanta, gasta un tiempo precioso en los
autobuses, va al trabajo, a menudo duro y mal pagado, lucha por su familia, se
preocupa por la educación de sus hijos, sueña con un país mejor.
Sorprendentemente, es
capaz de hacer gestos generosos, ayudar a un vecino más pobre que él y, en
casos extremos, arriesgar su vida para salvar a una niña inocente amenazada de
violación. En él está actuando el principio esperanza.
En este contexto, no
me resisto a citar los sentimientos de uno de nuestros más grandes escritores
modernos, Erico Veríssimo. En su famoso “Contempla los lirios del campo”.
Si en ese momento un
habitante de Marte cayera a la tierra, se asombraría al ver que en un día tan
hermoso y suave, con un sol tan dorado, la mayoría de los hombres estaban en
oficinas, talleres, fábricas... Y si le preguntase a alguno de ellos: ‘Hombre,
¿por qué trabajas tan furiosamente durante todas las horas de sol?’ -
escucharía esta singular respuesta: ‘Para ganarme la vida’. Y sin embargo, la
vida allí se ofrecía a sí misma, en una milagrosa gratuidad. Los hombres vivían
tan ofuscados por los deseos ambiciosos que ni siquiera se daban cuenta. Ni con
todas las conquistas de la inteligencia habían descubierto una manera de
trabajar menos y vivir más. Se agitaban en la tierra y no se conocían, no se
amaban como debían. La competencia los convirtió en enemigos. Y hacía muchos
siglos, habían crucificado a un profeta que se había esforzado por mostrarles
que eran hermanos, sólo y siempre hermanos. (Ver Lírios do Campo,
Civilização Brasileira, Rio de Janeiro 1973. p. 292).
La irrupción de la
Covid-19 reveló estas virtudes, presentes en los humanos pero especialmente en
los pobres y las periferias, porque se refugiaron allí, ya que la cultura del
capital reina en las ciudades, con su individualismo y falta de sensibilidad
ante el dolor y el sufrimiento de las grandes mayorías de la población.
¿Qué se esconde detrás
de estos gestos diarios de solidaridad?
Se esconde el
principio esperanza y la confianza de que, a pesar de todo, vale la pena vivir
porque la vida, en su profundidad, es buena y fue hecha para ser llevada con
coraje que produce autoestima y sentido de valor.
Hay aquí una
sacralidad que no viene bajo el signo de lo religioso sino bajo la perspectiva
de lo ético, del vivir correctamente y del hacer lo que debe ser hecho.
El reconocido
sociólogo austríaco-norteamericano Peter Berger, ya fallecido, escribió un
libro brillante, relativizando la tesis de Max Weber sobre la total
secularización de la vida moderna con el título: Un rumor de ángeles:
la sociedad moderna y el redescubrimiento de lo sobrenatural (Voces
1973/2013).
Allí describe
numerosos signos (los llama “rumor de ángeles”) que muestran lo sagrado de la
vida y el significado secreto que siempre tiene, a pesar de todo el caos y las
contradicciones históricas.
Siguiendo a Peter
Berger voy a dar sólo un ejemplo banal, conocido por todas las madres que
cuidan a sus hijos por la noche. Uno de ellos se despierta asustado. Tiene una
pesadilla, se da cuenta de la oscuridad, se siente solo y se deja llevar por el
miedo. Grita llamando a su madre. Esta se levanta, toma al niño en su regazo y
en un gesto primordial de magna madre le acaricia y le da besos, le dice cosas
dulces y le susurra: “Hijito, no tengas miedo; mamá está aquí. Todo está bien,
no pasa nada, querido”. El niño deja de sollozar. Recupera su confianza y poco
después se duerme, tranquilo y reconciliado con la oscuridad.
Esta escena común
esconde algo radical que se manifiesta en la pregunta: ¿no está la madre
engañando al niño?
El mundo no está en
orden, no todo está bien. Y sin embargo estamos seguros de la madre no engaña a
su hijo. Sus gestos y sus palabras revelan que, a pesar del desorden imperante,
reina un orden profundo y secreto.
Así que creemos que
los tiempos de la Covid-19, tan dramáticos, pasarán. Esperamos, y cómo
esperamos, que por debajo y dentro de ellos se va fortaleciendo un orden
escondido que irrumpirá cuando todo pase.
De esta manera, la
sociedad y toda la humanidad podrán caminar hacia un sentido mayor, cuyo diseño
final se nos escapa. Pero siempre hemos intuido que existe y que será bueno. Él
será quien escriba la última página con un final feliz. Como escribió el
filósofo del Principio Esperanza, Ernst Bloch, verificaremos que el verdadero
génesis no fue al principio de las cosas, sino al final.
Sólo entonces será
verdad: “Dios vio todo lo que había hecho y le pareció muy bueno” (Gen 1,31).
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