¿QUIÉN DOMINA EL MUNDO? | POR NOAM CHOMSKY
"Los programas neoliberales de la generación anterior han
concentrado la riqueza y el poder en muchas menos manos, minando la democracia
efectiva"
Por: Noam Chomsky
Cuando preguntamos “¿Quién gobierna el
mundo?” normalmente asumimos la convención general de que los actores de los
asuntos internacionales son los estados, principalmente las grandes potencias,
y valoramos sus decisiones y las relaciones entre ellos. No es una
consideración errónea.
Sin embargo, haríamos bien en no olvidar
que este grado de abstracción también puede ser sumamente engañoso.
Los Estados, obviamente, poseen unas
estructuras internas complejas, y las opciones y decisiones que toman los
responsables políticos están muy influenciadas por la acumulación interna de
poder, mientras que la población en general a menudo queda marginada.
Esto sucede incluso en las sociedades
más democráticas, y obviamente en las demás.
No podemos obtener una imagen realista
de quién gobierna el mundo si ignoramos a los “amos de la humanidad” como los
llamó Adam Smith: en su época, los comerciantes y fabricantes de Inglaterra; en
la nuestra, los conglomerados de empresas multinacionales, las grandes
instituciones financieras, los imperios comerciales y similares.
Continuando con Smith, es conveniente
asimismo prestar atención a “la vil máxima” a la que se entregan los “amos de
la humanidad”:
“Todo para nosotros y nada para los
demás” —doctrina, por otra parte, conocida como una lucha de clases encarnizada
e incesante, a menudo desigual, muy perjudicial para los ciudadanos del país de
origen y del mundo.
En el orden mundial contemporáneo, las
instituciones de los amos detentan un enorme poder, no solo en el ámbito
internacional, sino también dentro de sus propios Estados, de los que dependen
para conservar su poder y obtener apoyo económico a través de una gran variedad
de medios.
Cuando examinamos el papel que
desempeñan los amos de la humanidad, nos encontramos con las prioridades de las
políticas estatales del momento, como el Acuerdo Transpacífico de Cooperación
Económica (TPP por sus siglas en inglés), uno de los acuerdos que defienden los
derechos de los inversores, erróneamente calificados como “acuerdos de libre
comercio” en la propaganda y en las crónicas.
Estos acuerdos se están negociando en
secreto, aparte de los cientos de abogados corporativos y grupos de presión que
están redactando los detalles cruciales.
La intención es aprobarlos al estilo
estalinista, recurriendo a procedimientos de vía rápida diseñados para bloquear
cualquier debate y permitir únicamente optar por el sí o el no (por lo tanto,
sí).
Los autores de las propuestas suelen
triunfar, como es de esperar. La gente queda en segundo plano, con las
consecuencias que cabe prever.
LA SEGUNDA SUPERPOTENCIA
Los programas neoliberales de la
generación anterior han concentrado la riqueza y el poder en muchas menos
manos, minando la democracia efectiva; sin embargo, también han suscitado
oposición, especialmente en Latinoamérica, aunque también en los centros del
poder mundial.
La Unión Europea (UE), uno de los
avances más prometedores del periodo posterior a la Segunda Guerra Mundial, se
ha tambaleado a causa del nocivo efecto de la austeridad durante la recesión,
condenada incluso por los economistas del Fondo Monetario Internacional (si
bien no por los actores políticos del FMI).
La democracia ha sido socavada cuando la
toma de decisiones se ha trasladado a la burocracia de Bruselas, con los bancos
del norte proyectando su sombra sobre sus reuniones.
Los partidos tradicionales rápidamente
han ido perdiendo miembros por la derecha y por la izquierda.
El director ejecutivo de Europa
Nova, grupo de investigación con base en París,
atribuye el desencanto general a “un clima de impotencia y enfado al ver cómo
el poder real para moldear la coyuntura ha pasado en buena parte de los líderes
políticos nacionales [que, al menos en principio, están sujetos a las políticas
democráticas] al mercado, las instituciones de la Unión Europea y las
corporaciones”, de un modo bastante acorde con la doctrina neoliberal.
En Estados Unidos se están desarrollando
procesos muy similares, por razones en cierto modo parecidas, una cuestión
relevante y motivo de preocupación no solo para el propio país sino, a causa
del poder de EE. UU., para el mundo.
La creciente oposición al asalto
neoliberal subraya otro aspecto crucial de la convención general: deja de lado
a los ciudadanos, que se niegan a aceptar el papel de “espectadores” (en vez
del de “participantes”) que les asigna la teoría democrática liberal.
Esta desobediencia siempre ha sido
motivo de preocupación para las clases dominantes.
Si nos ceñimos a la historia
norteamericana, George Washington veía a la gente común que integraba las
milicias que estaban bajo su mando como “personas excesivamente sucias y
desagradables [que evidenciaban] una inexplicable estupidez entre su clase más
baja”.
En "Políticas Violentas", su
magistral repaso de las insurgencias desde “la insurgencia norteamericana”
hasta las contemporáneas en Afganistán e Iraq, William Polk concluye que el
general Washington “estaba tan deseoso de dejar al margen [a los combatientes
que despreciaba] que estuvo a punto de perder la Revolución”.
De hecho, “podría haberlo hecho” si
Francia no hubiera intervenido de forma masiva para “salvar la Revolución”, que
hasta entonces había sido ganada por las guerrillas —que ahora llamaríamos
“terroristas”— mientras el ejército al estilo británico de Washington “era
derrotado una vez tras otra y casi pierde la guerra”.
Una característica común de las
insurgencias victoriosas, recoge Polk, es que, una vez que se disuelve el apoyo
popular tras el triunfo, los líderes suprimen a la “gente sucia y desagradable”
que realmente ha ganado la guerra con tácticas de guerrilla y terror, por miedo
a que cuestionen los privilegios de clase.
El desprecio de las élites hacia “las
clases más bajas” ha adoptado varias formas a lo largo de los años.
Últimamente, una expresión de este
desprecio es la llamada a la pasividad y obediencia (“moderación en
democracia”) por parte de los internacionalistas liberales que reaccionan ante
los peligrosos efectos democratizadores de los movimientos populares de la
década de 1960.
En ocasiones los Estados realmente
escogen seguir la opinión pública, lo cual produce mucha ira en los centros de
poder.
Un caso extremo tuvo lugar en 2003,
cuando la administración de Bush invitó a Turquía a que se uniera a su invasión
de Iraq. El noventa y cinco por ciento de los turcos se opusieron a dicha
actuación y, para asombro y horror de Washington, el gobierno de Turquía acató
su opinión.
Turquía fue vehementemente condenada por
alejarse de este comportamiento responsable. El subsecretario de Defensa Paul
Wolfowitz, designado por la prensa como el “idealista en jefe” de la
administración, reprendió a las fuerzas armadas turcas por permitir dicha
infracción del gobierno y solicitó una disculpa.
Impasibles ante estas muestras, e
infinidad de otras, de nuestra legendaria “ansia de democracia”, los
comentarios respetables continuaban alabando al presidente George W. Bush por
su dedicación a la “promoción de la democracia”, o a veces le criticaban por su
ingenuidad al creer que un poder exterior podía imponer sus ansias de
democracia a otros.
La ciudadanía turca no estaba sola. La
oposición mundial a la agresión de EE. UU.-Reino Unido era abrumadora.
El apoyo a los planes de guerra de
Washington apenas alcanzaban el 10% en prácticamente todas partes, según las
encuestas internacionales.
La oposición desencadenó enormes
protestas en todo el mundo, también en los Estados Unidos, probablemente era la
primera vez en la historia que se protestaba enérgicamente contra una agresión
imperial incluso antes de que se iniciara oficialmente.
En la portada del New York Times, el
periodista Patrick Tyler señalaba que “puede que aún queden dos superpoderes en
el planeta: los Estados Unidos y la opinión pública mundial”.
La protesta, sin precedentes en los
Estados Unidos, fue una manifestación de la oposición a la agresión que empezó
décadas atrás con la condena a las guerras de EE. UU. en Indochina, que
alcanzaron gran magnitud e influencia, aunque fuera demasiado tarde.
En 1967, cuando el movimiento en contra
de la guerra se estaba convirtiendo en una fuerza importante, el historiador
militar y especialista en Vietnam Bernard Fall advirtió de que “Vietnam como
entidad histórica y cultural… esta amenazado de extinción … [ya que] el campo
se muere literalmente bajo los embates de la maquinaria militar más grande que
jamás se haya lanzado en una zona de ese tamaño”.
Sin embargo, el movimiento
antimilitarista devino una fuerza que no podía ignorarse. Tampoco podía
ignorarse cuando Ronald Reagan asumió su cargo decidido a lanzar un ataque en
Centroamérica.
Su gestión imitó fielmente los pasos que
John F. Kennedy había dado 20 años antes cuando inició la guerra contra Vietnam
del Sur, pero tuvo que dar marcha atrás a causa de la fuertes protestas
públicas que no habían tenido lugar a comienzos de la década de 1960.
El ataque fue suficientemente horrible.
Las víctimas todavía no se han recuperado. Sin embargo, lo que ocurrió en
Vietnam del Sur y después en toda Indochina, donde “el segundo superpoder” no
impuso sus impedimentos hasta bien iniciado el conflicto, fue incomparablemente
peor.
A menudo se argumenta que la enorme
oposición pública a la invasión de Iraq no tuvo ningún efecto. Me parece una
idea incorrecta. De nuevo, la invasión fue suficientemente horrorosa, y sus
consecuencias absolutamente grotescas.
No obstante, podría haber sido mucho
peor. El vicepresidente Dick Cheney, el secretario de Defensa Donald Rumsfeld y
el resto de los altos funcionarios de Bush no habrían podido siquiera
plantearse la posibilidad de aplicar el tipo de medidas que el presidente
Kennedy y el presidente Lyndon Johnson adoptaron 40 años antes sin apenas
protestas.
EL PODER DE OCCIDENTE BAJO PRESIÓN
Habría mucho más que añadir, por
supuesto, acerca de los factores que determinan la política estatal y que se
dejan de lado cuando adoptamos la convención general de que los Estados son los
actores en los asuntos internacionales.
Sin embargo, con unas salvedades tan
poco triviales como estas, de todas maneras, vamos a admitir la convención, al
menos como una primera aproximación a la realidad.
De este modo, la pregunta de quién
gobierna el mundo nos llevan inmediatamente a otras preocupaciones como el
ascenso al poder de China y cómo pone en entredicho a Estados Unidos y “el
orden mundial”, la nueva guerra fría que se cuece en Europa del Este, la Guerra
Mundial contra el Terrorismo, la hegemonía estadounidense y el declive
estadounidense, y una serie de consideraciones análogas.
Los retos que afronta el poder
occidental a comienzos de 2016 los resume de una forma muy útil Gideon Rachman,
columnista jefe de política exterior del Financial Times londinense.
Empieza repasando la imagen occidental
del orden mundial:
“Desde el final de la Guerra Fría, el
abrumador poder de las fuerzas armadas de EE. UU. ha sido la realidad central
de la política internacional”.
Esto es especialmente crucial en tres
regiones:
*** Asia Oriental, donde “la armada de
los EE. UU. se ha acostumbrado a tratar el Pacífico como un ‘lago
estadounidense’”;
*** Europa, donde la OTAN —es decir,
Estados Unidos, que “representa unas asombrosas tres cuartas partes del gasto
militar de la OTAN”— “garantiza la integridad territorial de sus estados
miembros”; y
*** Oriente Medio, donde las gigantescas
bases navales y aéreas de EE. UU. “existen para asegurar las alianzas e
intimidar a los rivales”.
El problema del orden mundial hoy,
continúa Rachman, es que “estos sistemas de seguridad actualmente se encuentran
en entredicho en las tres regiones” debido a la intervención de Rusia en
Ucrania y Siria, y a que China está haciendo que sus mares cercanos pasen de
ser un lago estadounidense a unas “aguas claramente controvertidas”.
La cuestión fundamental de las
relaciones internacionales es, de este modo, si Estados Unidos debería “aceptar
que otras potencias importantes tengan algún tipo de zona de influencia en sus
vecinos”.
Rachman cree que debería hacerlo, por
razones de “dispersión del poder económico en el mundo —combinado con simple
sentido común”.
Hay, sin duda, formas de mirar el mundo
desde distintos puntos de vista. Sin embargo, vamos a centrarnos en estas tres
regiones, ciertamente de vital importancia.
LOS RETOS ACTUALES: ASIA ORIENTAL
Empezando por “el lago estadounidense”,
algunas cejas podrían levantarse ante el informe de mediados de diciembre de
2015 que afirmaba que “un bombardero B-52 estadounidense en misión rutinaria
sobre el mar de la China Meridional voló de forma no intencionada a menos de
dos millas náuticas de una isla artificial construida por China, dijeron altos
funcionarios de defensa, agravando una cuestión de gran controversia entre
Washington y Pekín”.
Aquellas personas familiarizadas con la
siniestra historia de los 70 años de la era de las armas nucleares serán
perfectamente conscientes de que este es el tipo de incidente que a menudo se
ha acercado peligrosamente a desatar una guerra nuclear total.
No hace falta ser defensor de las
acciones agresivas y provocadoras de China en el mar de la China Meridional
para darse cuenta de que dicho incidente no implicaba a un bombardero chino con
capacidad para arrojar bombas nucleares en el Caribe, o frente a la costa de
California, donde China no tiene intenciones de establecer un “lago chino”. Por
suerte para el mundo.
Los líderes chinos entienden muy bien
que las rutas comerciales marítimas de su país están rodeadas de potencias
hostiles desde Japón hasta el estrecho de Malaca y más allá apoyadas por la
abrumadora fuerza militar de EE. UU.
Por consiguiente, China está iniciando
una expansión hacia el oeste con importantes inversiones y maniobras cuidadosas
orientadas hacia la integración.
En parte, estos proyectos se hallan
dentro del marco de la Organización de Cooperación de Shanghai (OCS), de la que
forman parte los estados de Asia Central y Rusia, y a la que pronto se unirán
India y Pakistán con Irán como uno de los países observadores —un estatus que
se le negó a Estados Unidos, al cual se le instó a cerrar todas las bases
militares en la región.
China está construyendo una versión
modernizada de las antiguas rutas de la seda, con la intención no sólo de
integrar la región bajo su influencia, sino también de alcanzar Europa y las
regiones productoras de petróleo de Oriente Medio.
Está invirtiendo enormes sumas en la
creación de un sistema comercial y energético asiático integrado, con una
extensa red de líneas de ferrocarril de alta velocidad y oleoductos.
Un elemento del programa es una
autopista a través de algunas de las montañas más altas del mundo hasta el
nuevo puerto de Gwadar en Pakistán, construido por China, que protegerá los
cargamentos de petróleo de la potencial interferencia de EE. UU.
El programa también puede estimular, y
así lo esperan China y Pakistán, el desarrollo industrial en Pakistán, el cual
los Estados Unidos no han acometido pese a la enorme ayuda militar, y también
podría suponer un incentivo para que Pakistán tome medidas drásticas contra el
terrorismo nacional, un grave problema para China en la provincia occidental de
Xinjiang.
Gwadar formará parte del “collar de
perlas” de China, las bases que se están construyendo en el Océano Índico con
fines comerciales, pero además para un potencial uso militar, con la
expectativa de que China algún día sea capaz de proyectar su poder hasta el
Golfo Pérsico por primera vez en la era moderna.
Todos estos movimientos permanecen
inmunes al abrumador poder militar de Washington, falto de aniquilación
por una guerra nuclear, que también destruiría a los Estados Unidos.
En 2015, China también estableció el
Banco Asiático de Inversión en Infraestructura (AIIB, por sus siglas en
inglés), siendo el mayor accionista. Cincuenta y seis naciones participaron en
la inauguración que tuvo lugar en Pekín en junio, entre los que se encontraban
aliados de los EE. UU. como Australia, Gran Bretaña y otros, que se
incorporaron a él desafiando los deseos de Washington.
Los Estados Unidos y Japón no estuvieron
presentes. Algunos analistas creen que el nuevo banco podría llegar a ser un
competidor para las instituciones de Bretton Woods (el FMI y el Banco Mundial),
en las que los Estados Unidos tienen derecho a veto.
Hay ciertas expectativas de que la OCS
llegue a convertirse en un equivalente de la OTAN.
LOS RETOS ACTUALES: LA EUROPA DEL ESTE
En cuanto a la segunda región, la Europa
del Este, se está gestando una crisis en la frontera de la OTAN con Rusia. No
es un asunto menor.
En su esclarecedor y acertado estudio
académico sobre la región, "Frontline Ukraine: Crisis in the
Borderlands", Richard Sakwa escribe —algo muy plausible— que la “guerra
entre Rusia y Georgia de agosto de 2008 en efecto fue la primera de las
‘guerras para frenar la expansión de la OTAN’; la crisis de Ucrania de 2014 es
la segunda. No está claro si la humanidad sobreviviría a una tercera”.
Occidente ve la expansión de la OTAN
como algo benigno. No es de sorprender que Rusia, junto con la mayoría del
hemisferio sur, tenga una opinión diferente, al igual que algunas voces
occidentales destacadas.
George Kennan ya advirtió que la
expansión de la OTAN es un “trágico error”, y se le unieron veteranos
estadistas estadounidenses en una carta abierta a la Casa Blanca en la que lo
describían como “un error político de proporciones históricas”.
La crisis actual tiene sus orígenes en
1991, con el fin de la Guerra Fría y el colapso de la Unión Soviética.
Había entonces dos visiones contrastadas
de un nuevo sistema de seguridad y política económica en Eurasia. En palabras
de Sakwa, una era la visión de una “‘Europa más amplia’ con la UE como centro,
pero cada vez más cercana a la seguridad euro-atlántica
y la comunidad política; y por otro lado [estaba] la idea de una ‘Gran Europa’,
una visión de una Europa continental, que abarca desde Lisboa a Vladivostok,
que tiene múltiples centros, incluidas Bruselas, Moscú y Ankara, pero con el
objetivo común de superar las divisiones que tradicionalmente han atormentado
al continente”.
La respuesta de occidente al hundimiento
de Rusia fue triunfalista. Se celebró como un signo del “fin de la historia.”
El líder soviético Mikhail Gorbachov fue
el mayor defensor de una Gran Europa, un concepto que también había tenido
raíces europeas en el gaullismo y otras iniciativas.
No obstante, cuando Rusia se derrumbó
bajo las devastadoras reformas comerciales de la década de 1990, esta visión se
desvaneció y solo se recobró cuando Rusia empezó a recuperarse y a buscar un
lugar en el panorama mundial bajo el gobierno de Vladimir Putin, quien, junto
con su compañero Dmitry Medvedev, en repetidas ocasiones ha “llamado a la
unificación geopolítica de toda la ‘Gran Europa’ desde Lisboa a Vladivostok,
para crear una auténtica ‘asociación estratégica’”.
Estas iniciativas fueron “recibidas con
cortés desdén”, escribe Sakwa, se consideraron “poco más que una tapadera para
establecer una ‘Gran Rusia’ de manera furtiva” y un esfuerzo por “abrir una
brecha” entre Norteamérica y Europa Occidental.
Estas inquietudes nos retrotraen al
miedo que existía en los inicios de la Guerra Fría de que Europa pudiera
convertirse en una “tercera fuerza” independiente tanto de las grandes
superpotencias como de las pequeñas, y tendiera a estrechar lazos con las
últimas (lo cual podemos ver en la Ostpolitik de Willy Brandt y otras
iniciativas).
La respuesta de occidente al hundimiento
de Rusia fue triunfalista. Se celebró como un signo del “fin de la historia”,
la victoria final de la democracia capitalista occidental, casi como si se le
estuviera ordenando a Rusia que volviera a su estatus anterior a la Primera Guerra
Mundial como una colonia económica virtual de occidente.
La expansión de la OTAN se inició de
inmediato, violando las garantías verbales que se le habían dado a Gorbachov de
que las fuerzas de la OTAN no se trasladarían ni “un centímetro hacia el este”
después de que este accediera a que la Alemania unificada pudiera convertirse
en miembro de la OTAN —una extraordinaria concesión desde una perspectiva
histórica.
Dicha conversación se ceñía a Alemania
del Este. La posibilidad de que la OTAN pudiera extenderse más allá de Alemania
no se comentó con Gorbachov, aunque se considerada en privado.
Al poco tiempo, la OTAN empezó a avanzar
hasta las fronteras de Rusia. La misión general de la OTAN modificó de forma
oficial su cometido para proteger las “infraestructuras vitales” del
sistema de energía mundial, las vías marítimas y las conducciones, y se le
otorgó una zona de operaciones de ámbito mundial.
Además, bajo una revisión crucial de
Occidente de la ahora ampliamente proclamada doctrina de “responsabilidad para
proteger”, radicalmente diferente de la versión oficial de O.N.U., la OTAN
ahora también puede servir como fuerza de intervención bajo las órdenes de EE.
UU.
Especialmente preocupantes para Rusia
son los planes de ampliar la OTAN hasta Ucrania. Estos planes se trazaron
explícitamente en la cumbre de la OTAN que tuvo lugar en Bucarest en abril de
2008, cuando a Georgia y Ucrania se les prometió un eventual ingreso en la
OTAN.
La redacción no daba lugar a dudas: “la
OTAN da la bienvenida a las aspiraciones euro-atlánticas
de Ucrania y Georgia para ingresar en la OTAN. Hoy hemos acordado que estos
países serán miembros de la OTAN”.
Con la victoria en 2004, con la
“Revolución Naranja”, de los candidatos pro-occidentales en Ucrania, el
portavoz del Departamento de Estado Daniel Fried se desplazó rápidamente hasta
allí y “subrayó el apoyo de EE. UU. a las aspiraciones de Ucrania respecto a la
OTAN y euro-atlánticas”, tal y como reveló
un informe de WikiLeaks.
Las inquietudes de Rusia son fáciles de
entender. John Mearsheimer, especialista en relaciones internacionales, las ha
descrito en el principal periódico de EE. UU., Foreign Affairs. Escribe que “la
raíz principal de la crisis actual [relativa a Ucrania] es la expansión de la
OTAN y el compromiso de Washington de apartar a Ucrania de la órbita de Moscú e
integrarla en occidente”, que Putin consideró como “una amenaza directa a los
intereses fundamentales de Rusia”.
“¿Quién puede culparle?” pregunta Mearsheimer,
señalando que “a Washington puede no gustarle la posición de Moscú, pero
debería entender la lógica que hay detrás”.
No debería entrañar ninguna dificultad.
Después de todo, como todo el mundo sabe, “Estados Unidos definitivamente no
tolera que las grandes potencias lejanas desplieguen su ejército en cualquier
parte del hemisferio occidental, mucho menos en sus fronteras”.
No hace falta observar los movimientos y
motivos de Putin con buenos ojos para entender la lógica detrás de ellos
De hecho, la postura de los EE. UU. es
mucho más firme. De ningún modo tolera lo que oficialmente se denomina “el
desafío triunfante” de la Doctrina Monroe de 1823, que declaró (pero que
todavía no podría aplicar) el control del hemisferio por parte de EE. UU.. Y un
país pequeño que lleva a cabo dicho desafío triunfante podrá ser objeto de “los
terrores de la tierra” y un embargo aplastante —tal y como le ocurrió a Cuba.
No es necesario preguntarnos cómo habría
reaccionado Estados Unidos si los países de Latinoamérica se hubieran unido al
Pacto de Varsovia, habiendo planes de que México y Canadá también se unieran.
La mínima sospecha de que se daban los
primeros pasos en esa dirección habría “concluido con unos perjuicios
extremos”, por emplear la jerga de la CIA.
Como en el caso de China, no hace falta
observar los movimientos y motivos de Putin con buenos ojos para entender la
lógica detrás de ellos, ni para comprender la importancia de entender dicha
lógica en vez de manifestar imprecaciones en su contra.
Como en el caso de China, hay mucho en
juego, llegando hasta —literalmente— cuestiones de supervivencia.
LOS RETOS ACTUALES: EL MUNDO ISLÁMICO
Centrémonos ahora en la tercera región
de mayor preocupación, el (en gran parte) mundo islámico, también escenario de
la Guerra Mundial contra el Terrorismo (GWOT, por sus siglas en inglés) que
George W. Bush declaró en 2001 tras el ataque terrorista del 11 de septiembre.
O más exactamente, re-declaró.
La GWOT fue declarada por el gobierno de
Reagan cuando asumió el cargo, con una enfebrecida retórica sobre una “plaga
propagada por depravados enemigos de la civilización” (como dijo Reagan) y un
“regreso a la barbarie en la época moderna” (en palabras de George Shultz, su
secretario de estado).
La GWOT original se ha eliminado
silenciosamente de la historia. Rápidamente se convirtió en una guerra
terrorista homicida y destructora que afligía a Centroamérica, Sudáfrica y
Oriente Medio, con consecuencias espantosas para el presente, que incluso
derivó en la condena a los Estados Unidos por parte de la Corte Internacional
de Justicia (que Washington desestimó). En cualquier caso, no es la historia
adecuada para la Historia, así que ha desaparecido.
El éxito de la versión Bush-Obama de la
GWOT puede ser evaluada fácilmente en una observación directa.
Cuando se declaró la guerra, los
objetivos terroristas se restringieron a una pequeña parcela del Afganistán
tribal. Estaban protegidos por afganos, que en su mayor parte les detestaban o
despreciaban, bajo el código tribal de la hospitalidad —que desconcertó a los
estadounidenses cuando los campesinos pobres rechazaron “entregar a Osama
bin Laden por la, para ellos, astronómica cantidad de 25 millones de dólares”.
Hay buenas razones para creer que una
actuación policial bien orquestada, o incluso unas negociaciones diplomáticas
serias con los talibanes, podrían haber puesto en manos estadounidenses a los
sospechosos de los crímenes del 11 de septiembre para someterlos a juicio y
sentenciarlos.
Sin embargo, estas opciones no estaban
sobre la mesa. En su lugar, la elección reflexiva fue la violencia a gran
escala —no con el objetivo de derrocar a los talibanes (que vino después), sino
para dejar claro el desprecio de los EE. UU. hacia las tentativas de
ofrecimiento talibán de una posible extradición de Bin Laden.
No sabemos hasta qué punto estos
ofrecimientos eran serios, ya que la posibilidad de investigarlos nunca se
contempló. O quizá Estados Unidos únicamente trataba “de intentar enseñar
músculo, anotarse una victoria y asustar a todo el mundo. No les importa el
sufrimiento de los afganos o el número de personas que perderemos”.
Tal era la opinión del muy respetado
líder anti-talibán Abdul Haq, uno de los muchos opositores que condenó la
campaña de bombardeos que los estadounidenses lanzaron en octubre de 2001 como
“un gran revés” para sus esfuerzos por derrocar a los talibanes desde dentro,
un objetivo que creían a su alcance.
Su opinión está confirmada por Richard
A. Clarke, que era presidente de Grupo de Seguridad contra el Terrorismo en la
Casa Blanca bajo el gobierno del presidente George W. Bush cuando se hicieron
los planes para atacar Afganistán.
Tal y como Clarke describe la reunión,
cuando fueron informados de que el ataque violaría las leyes internacionales,
“el presidente gritó en la angosta sala de reuniones: ‘No me importa lo que
digan las leyes internacionales, vamos a patearles el trasero'”.
El ataque también encontró la absoluta
oposición de las organizaciones humanitarias más importantes que trabajaban en
Afganistán, que advirtieron de que millones de personas estaban a punto de
morir de hambre y que las consecuencias podían ser horrendas.
Las consecuencias para un Afganistán
pobre años después deberían ser revisadas
El siguiente objetivo del mazo era Iraq.
La invasión de EE. UU.- Reino Unido, absolutamente sin pretexto verosímil, es
el mayor crimen del siglo XXI.
La invasión provocó la muerte de cientos
de miles de personas en un país donde la sociedad civil ya había sido aplastada
por las sanciones estadounidenses y británicas que fueron consideradas
“genocidas” por los dos distinguidos diplomáticos internacionales encargados de
administrarlas, y que dimitieron en protesta por este motivo.
La invasión también generó millones de
refugiados, en gran parte destruyó el país e instigó un conflicto sectario que
ahora está desgarrando Iraq y toda la región.
Es un dato asombroso de nuestra cultura
moral e intelectual que en medios ilustrados y círculos informados se pueda
llamar, suavemente, “la liberación de Iraq”.
Sondeos del Pentágono y el Ministerio
británico de Defensa descubrieron que solo un 3% de los iraquíes consideraba
legítima la función protectora de EE. UU. en su vecindario, menos del 1% creía
que las fuerzas de “coalición” (EE. UU.-Reino Unido) eran buenas para su
seguridad, el 80% se oponía a la presencia de las fuerzas de coalición en el
país, y una mayoría apoyaba los ataques sobre las tropas de coalición.
Afganistán ha sido destruida más allá de
toda posibilidad de encuestas fiables, pero hay indicadores de que algo similar
puede estar ocurriendo allí.
Particularmente en Iraq, Estados Unidos
sufrió una derrota aplastante, abandonó sus objetivos de guerra oficiales y
dejó el país bajo la influencia del único vencedor, Irán.
El mazo también se empleó en otros
lugares, particularmente en Libia, donde las tres potencias imperiales
tradicionales (Gran Bretaña, Francia y Estados Unidos) obtuvieron la resolución
1973 del Consejo de Seguridad y la incumplieron al instante, convirtiéndose en
las fuerzas aéreas de los rebeldes.
El efecto fue un debilitamiento de la
posibilidad de una solución negociada y pacífica; el incremento drástico de las
víctimas (por al menos un factor de 10, según el científico político Alan
Kuperman); dejar Libia en ruinas en manos de las milicias en guerra; y, más
recientemente, proporcionar al Estado Islámico una base que puede emplear para
extender el terror más allá.
Las propuestas diplomáticas bastante
razonables de la Unión Africana, aceptadas en principio por Muamar el Gadafi de
Libia, fueron ignoradas por el triunvirato imperial, como analiza el
especialista en África Alex de Waal.
Un enorme flujo de armas y yihadistas ha
extendido el terror y la violencia desde el África Occidental (ahora el campeón
de asesinatos terroristas) hasta el Levante, al tiempo que el ataque de la OTAN
también enviaba una oleada de refugiados de África a Europa.
Un triunfo más de la “intervención
humanitaria” y, tal y como revelan las largas y a menudo terribles crónicas, no
demasiado inusual, volviendo a sus modernos orígenes de hace cuatro siglos.
Traducción: Paloma Farré.
No hay comentarios:
Publicar un comentario