CUANDO ALBERT EINSTEIN Y SIGMUND FREUD INTERCAMBIARON
CORRESPONDENCIA PARA HABLAR SOBRE EL SER HUMANO Y LA GUERRA
En 1932, Albert
Einstein le escribió a Sigmund Freud para preguntarle si era posible librar a
la humanidad de la guerra. Meses después, Freud respondió analizando el
comportamiento humano y explorando posibles vías para evitar los conflictos.
¿Qué decían las cartas? [publicó REVISTA CAMBIO - 1 Enero 2025]
Por : GABRIELA CASANOVA [publicó
en revista CAMBIO]
ALGUNOS TEMAS:
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LA GUERRA - EL SER HUMANO
--- DERECHO
Y PODER [EL PODER ES VIOLENCIA]
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CONFLICTOS DE INTERESES Y DE OPINIONES
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PULSIÓN DE DESTRUCCIÓN
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CONDUCTOR Y CONDUCIDO
El 30 de julio de 1932, Albert Einstein le escribió una carta a
Sigmund Freud en la que pregunta lo siguiente:
--- “¿Hay algún camino para evitar a la humanidad los
estragos de la guerra?”.
Meses después, en septiembre de ese mismo año, Freud le
respondió al científico con un análisis a las bases del comportamiento humano y
de los caminos que podrían conducir al cese del conflicto. Y, en uno de los
apartes, advierte:
--- "Si la disposición a la guerra se produce por
un desbordamiento de la pulsión de destrucción, lo natural será apelar a
su contraria, el Eros. Todo cuanto establezca lazos afectivos entre los
hombres no podrá menos que actuar como un antídoto contra la guerra".
Estas son las cartas:
CARTA
DE EINSTEIN A FREUD DEL 30 DE JULIO DE 1932
Caputh,
cerca de Potsdam, 30 de julio de 1932
Estimado profesor Freud:
La propuesta de la Liga de las Naciones y de su Instituto
Internacional de Cooperación Intelectual en París para que invite a
alguien, elegido por mí mismo, a un franco intercambio de ideas sobre
cualquier problema de mi elección me brinda una muy grata oportunidad de
debatir con usted una cuestión que, tal como están ahora las cosas, parece
el más imperioso de todos los problemas que nuestra civilización y
la civilización en general debe enfrentar.
El problema es este:
--- ¿Hay algún camino para evitar a la humanidad los
estragos de la guerra?
Es bien sabido que, con el avance de la ciencia moderna,
este ha pasado a ser un asunto de vida o muerte no sólo para algunas
personas sino una verdadera amenaza para toda la civilización tal cual
la conocemos; sin embargo, pese al empeño que se ha puesto, todo intento
de darle solución ha terminado en un lamentable fracaso.
Creo, además, que aquellos que deben abordar más directamente,
dadas sus responsabilidades políticas y militares, profesional y
prácticamente el problema, no hacen sino percatarse cada vez más de su
impotencia para ello, y albergan ahora un intenso anhelo de conocer las
opiniones de quienes, absorbidos en el quehacer científico, pueden ver los
problemas del mundo con la perspectiva que la distancia ofrece.
En lo que a mí respecta, el objetivo habitual de mi pensamiento
no me lleva a penetrar las oscuridades de la voluntad y el sentimiento
humanos. Así pues, en la indagación que ahora se nos ha propuesto, poco
puedo hacer más allá de tratar de aclarar la cuestión y, despejando las
soluciones más obvias, permitir que usted ilumine el problema con la luz
de su vasto saber acerca de la vida pulsional del hombre.
Hay ciertos obstáculos psicológicos cuya presencia puede
borrosamente vislumbrar un lego en las ciencias del alma, pero cuyas
interrelaciones y vicisitudes es incapaz de imaginar; estoy seguro de que
usted podrá sugerir métodos educativos, más o menos ajenos al ámbito de la
política, para eliminar esos obstáculos.
Por mi parte, siendo inmune a las tendencias nacionalistas, veo
personalmente una manera simple de tratar el aspecto superficial (o sea,
administrativo) del problema: la creación, con el consenso internacional,
de un cuerpo legislativo y judicial para dirimir cualquier conflicto que
surgiere entre las naciones.
Cada nación debería avenirse a respetar las órdenes
emanadas de este cuerpo legislativo, someter toda disputa a su decisión,
aceptar sin reserva sus dictámenes y acatar cualquier medida que el
tribunal internacional estimare necesaria para la ejecución de sus
decretos.
Pero aquí, de entrada, me enfrento con una dificultad; un
tribunal es una institución humana que, en la medida en que el poder que
posee resulta insuficiente para hacer cumplir sus veredictos, es tanto más
propenso a que estos últimos sean desvirtuados por presión extrajudicial.
Este es un hecho que debemos tener en cuenta; el derecho y
el poder van inevitablemente de la mano, y las decisiones jurídicas se
aproximan más a una justicia ideal que demanda la comunidad (en cuyo
nombre e interés se pronuncian dichos veredictos) que a una justicia real
y ello siempre en la medida en que esta tenga un poder efectivo para
exigir respeto a su ideal jurídico.
Pero en la actualidad estamos lejos de poseer
una organización supranacional competente y realmente eficaz para emitir
veredictos de autoridad incontestable e imponer el acatamiento absoluto a
la ejecución de estos.
Me veo llevado, de tal modo, a mi primer axioma: el logro
de una seguridad internacional implica la renuncia incondicional, en una
cierta medida, de todas las naciones a su libertad de acción, vale decir,
a su soberanía, y está claro fuera de toda duda que ningún otro camino
puede conducir a esa seguridad.
El escaso éxito que tuvieron, pese a su evidente honestidad,
todos los esfuerzos realizados en la última década para alcanzar esta meta
no dejan lugar a dudas de que hay en juego fuertes factores psicológicos,
que paralizan tales esfuerzos.
No hay que andar mucho para descubrir algunos de esos
factores.
--- El afán de poder que caracteriza a la clase gobernante
de todas las naciones es hostil a cualquier limitación de la
soberanía nacional.
--- Esta hambre de poder político suele medrar gracias a las
actividades de otro grupo dominante guiado esta vez por aspiraciones
puramente mercenarias, económicas. Pienso especialmente en ese pequeño
pero resuelto grupo, activo en toda nación, compuesto de individuos que,
indiferentes a las consideraciones y moderaciones sociales, ven en la
guerra, en la fabricación y venta de armamentos, nada más que
la oportunidad para favorecer sus intereses particulares y extender su
autoridad personal.
Ahora bien, reconocer este hecho obvio no es sino el primer paso
hacia una apreciación del actual estado de cosas. Otra cuestión se impone
de inmediato: ¿Cómo es posible que esta pequeña camarilla someta al
servicio de sus ambiciones la voluntad de la mayoría, para la cual el
estado de guerra representa pérdidas y sufrimientos?
(Al referirme a la mayoría, no excluyo a los soldados de
todo rango que han elegido la guerra como profesión en la creencia de que
con su servicio defienden los más altos intereses de la raza, y de que el
ataque es a menudo el mejor método de defensa)
Una respuesta evidente a esta pregunta parecería ser que la
minoría, la clase dominante hoy, tiene bajo su influencia las escuelas y
la prensa, y por lo general también la Iglesia (como religión oficial
institucionalizada).
Estos servicios a su servicio les permiten dirigir,
organizar y gobernar las emociones y sentimientos de las masas,
inconscientes como el sujeto sometido a hipnosis de los verdaderos motivos
de su acción diferida (la sugestión colectiva), y convertirlas también en
un instrumento a su servicio.
Sin embargo, ni aun esta respuesta proporciona una solución
completa. De ella surge esta otra pregunta: ¿Cómo es que estos
procedimientos logran despertar en los hombres tan salvaje entusiasmo,
hasta llevarlos a sacrificar su vida?
Sólo hay una contestación posible: porque el hombre tiene
dentro de sí un apetito de odio y destrucción [canalizado de esta manera a
través de racionalizaciones ideológicas e idealistas].
En épocas normales esta pasión existe en estado latente, y
únicamente emerge y se desencadena como acto efectivamente destructivo en
circunstancias inusuales; pero es relativamente sencillo ponerla en juego
y llevarla hasta su exaltación en el poder de un delirio o una psicosis
colectiva.
Aquí radica, tal vez, el quid de todo el complejo de
factores que estamos considerando, un enigma que el experto en
el conocimiento de las pulsiones humanas puede resolver.
Y así llegamos a nuestro último interrogante: ¿Es posible
controlar la evolución mental del hombre como para ponerlo a salvo de esas
psicosis promotoras de odio y destructividad?
En modo alguno pienso aquí solamente en las llamadas “'masas analfabetas
o iletradas'”. La experiencia prueba que es más bien la llamada “'intelectualidad'“
la más proclive a estas desastrosas sugestiones colectivas, ya que
el intelectual no tiene contacto directo con la vida al desnudo, sino que
se topa con esta en su forma sintética más sencilla: sobre la página
impresa.
Para terminar: hasta ahora sólo me he referido a las guerras entre naciones, a
lo que se conoce como conflictos internacionales. Pero sé muy bien que la
pulsión agresiva opera bajo otras formas y en otras circunstancias más
restringidas: pienso en las guerras civiles, por ejemplo, que antaño se
debían al fervor religioso, y en nuestros días más a factores sociales; o,
también, en la persecución de las minorías raciales.
No obstante, mi insistencia en la forma más típica, cruel y
extravagante, de conflicto entre los hombres ha sido deliberada, pues en
este caso se nos ofrece la oportunidad de reflexionar y tal vez descubrir
y proponer la manera y los medios de tornar imposibles todos los
conflictos armados a gran escala.
Sé que en sus escritos podemos hallar respuestas, explícitas o
tácitas, a todos los aspectos de este urgente y absorbente problema. Pero
sería para todos nosotros un gran servicio que usted expusiese el problema
de la paz mundial a la luz de sus descubrimientos más recientes, porque
esa exposición podría muy bien marcar el camino para nuevos y fructíferos
modos de acción disuasoria.
Muy atentamente,
Albert Einstein
CARTA DE FREUD A EINSTEIN DEL 2 DE SEPTIEMBRE DE 1932
Viena, septiembre de 1932
Estimado profesor Einstein:
Cuando me enteré de que usted se proponía invitarme a un
intercambio de ideas sobre un tema que le interesaba y que le parecía
digno asimismo del interés de los demás, lo acepté de buen grado. Esperaba
que escogiese un problema próximo a los límites de nuestros conocimientos
actuales, en la frontera de lo cognoscible hoy, y hacia el cual cada uno
de nosotros, el físico y el psicoanalista, pudieran abrirse una
particular vía de acceso, de suerte que, aun viniendo de distintas
procedencias, pudieran encontrarse en un mismo terreno, para tratar desde
sus ámbitos respectivos un tema de interés general para el ser humano en
sus actuales circunstancias.
Con esta algo vaga expectativa me sorprendió usted con el
gran problema planteado: ¿Qué puede hacerse para evitar a los hombres el
amargo destino de la guerra y protegerlos de sus estragos?
En un primer momento me asusté bajo la impresión de mí –a punto estuve de decir de 'nuestra'– incompetencia
al respecto, pues la cuestión de la guerra me pareció una tarea que
compete a la práctica de los políticos y hombres de estado. Pero después
comprendí que usted no me planteaba ese problema en tanto que investigador
de la Naturaleza y físico, sino por amor a la Humanidad, y respondiendo a
la invitación de la Liga de las Naciones, en una acción semejante a la de
Fridtjof Nansen, el explorador del Polo Ártico, cuando asumió la tarea de
prestar auxilio a los hambrientos y a las víctimas sin techo de la Guerra
Mundial. Además, recapacité entonces, advirtiendo que no se me invitaba a
ofrecer propuestas o soluciones prácticas, sino sólo a indicar el aspecto
que cobra el problema de la prevención de las guerras en una consideración
psicológica o, más estrictamente, psicoanalítica.
Pero también en su carta usted ya ha dicho casi todo lo que
puede decirse sobre esto. Me ha ganado el rumbo de barlovento, por así
decir, pero de buena gana navegaré siguiendo su estela y me limitaré a
corroborar todo cuanto usted expresa, procurando exponerlo más ampliamente
según mi mejor saber -o conjeturar-.
Comienza usted con el nexo entre derecho y poder.
Es ciertamente el punto de partida que me parece más
adecuado para nuestra indagación.
¿Puedo sustituir la palabra 'poder' (Macht) por el término,
más rotundo y más duro, de 'violencia' (Gewalt)?
Derecho y violencia son hoy opuestos [contrarios] para nosotros.
Es fácil mostrar que el primero se desarrolló como una forma 'más
civilizada' desde la segunda, y si nos remontamos a los orígenes y
pesquisamos cómo surgió este fenómeno, la solución se nos presenta sin
excesiva dificultad.
De todos modos, discúlpeme si en lo que sigue cuento, como
si fuera una novedad, cosas que todo el mundo, a poco que reflexione al
respecto, sabe y admite; es la estructura argumental lógica que quiero dar
a mi exposición la que lo hace necesario.
Pues bien, los conflictos de intereses entre los hombres se
zanjan en principio mediante un expediente somero: la violencia, es decir
el recurso a la fuerza impositiva sobre otro u otros. Así es en todo el
reino animal, del que el hombre haría bien en no excluirse tan fácilmente;
además en el caso del animal humano se suman todavía conflictos de
opiniones, que pueden alcanzar incluso hasta el máximo grado de
la abstracción y que como tales parecerían requerir de otros expedientes
para resolverse. En todo caso, esa es una complicación tardía,
relativamente reciente.
Al comienzo, en las pequeñas hordas humanas primitivas, era
la fuerza muscular la que decidía [ante un conflicto de intereses
referidos a objetos que no eran compartibles o que no querían compartirse]
a quién pertenecía algo o de quién debía hacerse la voluntad. .
La fuerza muscular se vio pronto reforzada, aumentada y
sustituida por el uso de instrumentos: vence quien tiene las mejores armas
o las emplea con más destreza, el más hábil sustituye entonces al más
fuerte.
Al introducirse las armas, ya la superioridad intelectual o
simplemente mental empieza a ocupar el lugar de la fuerza muscular bruta e
incluso a la habilidad, el más listo sustituye entonces al más hábil o al
más fuerte; pero, el propósito último [el objetivo final] de la lucha o de
la disputa sigue siendo el mismo: una de las partes contendientes, por el
daño que reciba o por la paralización de sus fuerzas, será obligada a
deponer sus pretensiones, sus reivindicaciones o simplemente su
antagonismo opositor.
Ello naturalmente se conseguirá de la manera más
radical cuando la violencia elimine duraderamente al contrincante, o sea,
seamos claros, cuando se lo mate. Esto, sin duda, además tiene la doble
ventaja de impedir que insista y vuelva a empezar otra vez su oposición, y
de que el destino sufrido por él sirva de escarmiento y haga que otros se
arredren de seguir su ejemplo y abandonen definitivamente la lucha.
Además, la muerte del enemigo satisface una tendencia pulsional
que habremos de mencionar más adelante. En algún momento, es posible que
este propósito de matar se vea contrariado por la consideración de que,
respetando la vida del enemigo, pero manteniéndolo atemorizado, pueda
aprovechárselo para realizar servicios útiles para el vencedor, obteniendo
así beneficios a su costa y a bajo coste. Entonces la violencia
se contentará con someterlo o subyugarlo en vez de matarlo.
Es el comienzo del respeto por la vida del enemigo, gracias
a la ventaja que de este modo el vencedor puede sacar de la explotación
del vencido, pero, desde ese momento el triunfador deberá afrontar
y contar con los deseos latentes y el amenazante afán de venganza del
vencido, y estar dispuesto de este modo a resignar una parte de su propia
seguridad [lo que se ahorró al someterlo deberá gastarlo ahora en
vigilarlo y tenerlo a buen recaudo].
He ahí, pues, la situación originaria, el imperio del poder más
grande, de la violencia bruta o más o menos refinadamente apoyada en la
pericia y el intelecto. Sabemos que este régimen se modificó gradualmente
en el curso del desarrollo, y cierto camino llevó de la violencia al
derecho.
¿Pero, cuál fue ese camino? Uno solo, yo creo. Pasó a
través del hecho de que la fuerza mayor de uno podía ser compensada y
vencida por la unión de varios más débiles. "L'union fait la
force" [“La unión hace la fuerza”].
La violencia [del más fuerte] es reducida, quebrantada y
finalmente vencida por la unión de varios aisladamente más débiles, y
ahora el poder de estos unidos constituirá el derecho en oposición a la
violencia del único.
Vemos pues, que el derecho no es sino el poder de una
comunidad. Pero no se olvide que todavía sigue siendo una
violencia dispuesta a ejercerse y preparada para dirigirse contra
cualquier individuo que se le oponga; trabaja con los mismos medios,
persigue los mismos fines; la diferencia sólo reside, real y
efectivamente, en que ya no es la violencia de un individuo la que
se impone, sino la de una comunidad, la de un grupo más o menos numeroso
de individuos mancomunados en vistas a un interés compartido.
Ahora bien, para que se consume ese paso de la violencia al
nuevo derecho es necesario que se cumpla una condición psicológica. La
unión de los muchos, la unidad del grupo asociado tiene que
ser suficientemente permanente, duradera para alcanzar los fines a los que
sirve.
Nada se habría conseguido si se formara puntualmente sólo a
fin de combatir a un tipo excesivamente poderoso y se dispersara tras su
doblegamiento, pues el próximo que se creyera más fuerte aspiraría de
nuevo a un imperio violento y el juego se repetiría indefinidamente.
La comunidad [de Derecho] debe ser conservada de
manera permanente, debe organizarse, promulgar decretos, prevenir las
sublevaciones temidas, establecer órganos ejecutivos que velen por la
observancia de aquellos -de las leyes- y tengan a su cargo la ejecución de
los actos de violencia legales, acordes al derecho, en una suerte de
monopolio oficial del uso de la fuerza.
En la admisión y el reconocimiento de tal comunidad de
intereses y de su administración en grupo, se establecen entre
los miembros de ese grupo de hombres unidos ciertos vínculos afectivos,
sentimientos comunitarios, incluso gregarios, y es en ellos fundamentalmente
en los que estriba su genuina fortaleza, su sólido poder.
Pienso que con esto ya está dado todo lo esencial: el
vencimiento de la violencia (die Überwindung der Gewalt) mediante la
transferencia del poder (durch Übertragung der Macht) a una unidad mayor,
que se mantiene cohesionada por lazos afectivos entre sus miembros.
Todo lo demás que sucede después son aplicaciones de detalle
y repeticiones [de esta fórmula]. Las circunstancias son simples y este
estado de cosas no se complica mientras la comunidad se compone sólo de un
número de individuos igualmente fuertes (einer Anzahl gleich starker
Individuen).
Las leyes de esa asociación determinan entonces la medida
en que el individuo debe renunciar a la libertad personal de usar su
fuerza como violencia, a fin de que sea posible la convivencia segura.
Pero semejante estado de reposo (Ruhezustand) es concebible sólo en la
teoría; en la realidad, la situación se complica por el hecho de que la
comunidad real incluye [está formada por] desde un principio elementos de
poder desigual (von Anfang an ungleich mächtige Elemente), varones y
mujeres [que no gozan de los mismos privilegios en las
diferentes culturas, donde la diferencia real se traduce en desigualdad
social jerárquica], padres e hijos, y pronto, a consecuencia de guerras y
sometimientos, vencedores y vencidos, dominantes y dominados, que se
trasforman en amos y esclavos.
Entonces el derecho de la comunidad se convierte en la
expresión de una desigual relación y distribución del poder que impera en
su seno [con las consecuentes desigualdades en cuanto al goce de los
bienes de la comunidad]; las leyes son hechas por los dominadores y están
hechas para ellos, para beneficiar a ese grupo dominante, y son escasos
los derechos concedidos a los sometidos o las ventajas que les proporciona
el Derecho al grupo dominado.
A partir de ahí existirán en la comunidad dos fuentes de
movimiento en el derecho (Rechtsunruhe), y, en consecuencia, de la
posibilidad de su desarrollo en el establecimiento de nuevas
legislaciones.
Por un lado y generalmente
--- en primer lugar, algunos individuos entre los amos o
dominadores tratarán de eludir las restricciones de vigencia general, para
ponerse por encima de las limitaciones vigentes, vale decir, para regresar
del imperio del derecho y de la ley común al de la violencia y de la ley del
más fuerte; por otro,
--- en segundo lugar, los oprimidos tenderán y se
empeñarán constantemente en procurarse más poder y querrán ver reconocido
ese fortalecimiento en esos cambios en la ley [que estos hallen eco en el
Derecho común], es decir, para avanzar y de acuerdo con esa tendencia
progresar, contrariamente, de un Derecho desigual a la igualdad de
derechos.
Esta última corriente se vuelve particularmente importante
o significativa cuando en el interior de la comunidad sobrevienen en
efecto desplazamientos en las relaciones de poder, como puede suceder a
consecuencia de variados factores históricos.
El derecho puede entonces adaptarse [adecuarse] poco a poco
a las nuevas relaciones de poder, o, lo que es más frecuente, si la clase
dominante no está dispuesta a reconocer ese cambio, se llega a la
sublevación, a la guerra civil, es decir, a una cancelación transitoria
temporal del derecho y a nuevas confrontaciones violentas tras cuyo
desenlace pueden ceder su dominio a la institución de un nuevo orden
legal, de derecho.
Además, hay otra fuente de evolución del derecho, que sólo
se exterioriza de manera pacífica: es la debida al desarrollo y la
consiguiente transformación cultural de los miembros de la colectividad;
pero esta última pertenece a un contexto que sólo más tarde podrá tomarse
en cuenta.
Vemos, pues, que aun dentro de una unidad de derecho rigiendo
una misma colectividad no es posible evitar [y hasta ahora obviamente no
ha sido posible en el estado actual de la civilización] la tramitación
violenta de los conflictos de intereses.
Pero las relaciones de mutua dependencia derivadas de las
necesidades y fines comunes, de recíproca comunidad que produce la
convivencia en un mismo territorio son favorables a la terminación rápida
de tales luchas, de modo que bajo esas condiciones aumenta sin cesar la
probabilidad de que se recurra a medios no violentos y a
soluciones pacíficas para resolver los conflictos inevitables de intereses
contrapuestos.
Sin embargo, un vistazo a la historia de la humanidad (ein
Blick in die Menschheitsgeschichte) nos muestra una serie continuada de
conflictos entre un grupo social y otro u otros, entre unidades mayores y
menores, entre asociaciones o grupos sociales, ciudades, municipios,
comarcas, linajes, pueblos, naciones, reinos; conflictos que casi
invariable y finalmente siempre se deciden mediante la confrontación
violenta en menor o mayor grado, decididos por la confrontación bélica de
las respectivas fuerzas.
Tales guerras desembocan en el pillaje o en el sometimiento
completo, la conquista de una de las partes contendientes.
No es posible formular un juicio unitario que englobe todas
esas guerras de conquista. Algunas (Manche), como las de los mongoles y
turcos, sólo llevaron a calamidades y no aportaron sino desgracia; otras,
por el contrario, contribuyeron a la transformación de violencia en
derecho, pues produjeron unidades mayores dentro de las cuales cesaba la
posibilidad de emplear la violencia y un nuevo orden legal zanjaba los
conflictos.
Así, las conquistas romanas trajeron la preciosa pax romana
para los pueblos del Mediterráneo. El gusto de los reyes franceses por la
expansión creó una Francia próspera y floreciente, pacíficamente unida.
Entonces, por paradójico que parezca, tal vez habría que admitir
que la guerra no siempre es un medio inadecuado para restablecer la
anhelada paz «eterna», ya que es capaz de crear aquellas unidades mayores
dentro de las cuales un fuerte poder central haría imposible ulteriores
guerras en su seno.
Pero, en realidad, la guerra no sirve para este fin, pues
los resultados de la conquista no suelen ser duraderos; las unidades
de reciente creación vuelven a dividirse y fragmentarse justamente a causa
de la escasa coherencia y cohesión que comporta una unión forzada de las
partes unidas por la fuerza de la violencia ejercida por aquel poder
central.
Además, hasta hoy la conquista sólo ha podido crear uniones
parciales, incompletas, si bien de mayor extensión que en el pasado, cuyos
conflictos internos también más extensos suscitaron, suscitan y, sin
duda suscitarán más que nunca la resolución violenta.
Así, la consecuencia de toda esa tozudez bélica sólo ha
sido que la humanidad permute numerosas guerras pequeñas e incesantes por
grandes guerras, infrecuentes, pero tanto más devastadoras.
Aplicado esto a nuestro presente, se llega al mismo resultado
que usted alcanzó por un camino más corto. Una prevención segura de las
guerras sólo es posible si los hombres se ponen realmente de acuerdo en la
institución de un poder central reconocido de este modo y privativo de la
violencia, al cual se delegaría la atención y resolución de todos los
conflictos de intereses.
Evidentemente esta formulación comporta dos condiciones
necesarias: (1) la creación efectiva de una instancia superior de esa
índole y (2) que se le otorgue [lo cual no quiere decir que tenga efectivamente
en todos los casos de conflicto, Freud está hablando de condiciones
necesarias, no de condiciones suficientes] el poder suficiente para la
consecución eficaz del fin que se pretende con su instauración.
De nada valdría una cosa sin la otra, cualquiera de las
dos por sí sola no sería suficiente. Ahora bien, la Liga de las Naciones
fue concebida y proyectada como una instancia de este orden [es decir,
cumpliría aparentemente la condición 1], pero la otra condición [la
condición 2] no ha sido cumplida, pues ella no tiene un poder autónomo y
sólo puede recibirlo si los miembros de la nueva unión, los diferentes
Estados, se lo traspasan [confieren] realmente. Y, por el momento
parece haber pocas perspectivas de que ello ocurra.
Con todo, se juzgaría erróneamente la institución de la
Liga de las Naciones si al menos no se reconociera que estamos ante
un ensayo pocas veces emprendido en la Historia de la humanidad –o nunca hecho antes en esa escala–.
“””Se trata de un intento de conquistar la autoridad –es decir, el poder de influir perentoriamente–,
que habitualmente descansa en la posesión efectiva del poder, mediante la
invocación de determinadas actitudes idealmente convenientes.”””
Hemos puesto de manifiesto que una comunidad humana se
mantiene unida o cohesionada gracias a dos factores: la presión de la
violencia (der Zwang der Gewalt) y los lazos afectivos (die
Gefülsbindungen) –técnicamente se
los llama identificaciones– entre sus miembros.
Si falta uno de esos factores, es posible que el otro mantenga
la comunidad. Desde luego, las ideas sólo alcanzan predicamento cuando
expresan importantes intereses comunes a todos los miembros de la
comunidad.
Cabe preguntarse entonces por su fuerza. La Historia nos
enseña que pudieron ejercer, en efecto, una considerable influencia. Por
ejemplo, la idea panhelénica, la consciencia de ser superiores a
los bárbaros vecinos, que halló una expresión tan poderosa en las
anfictionías, en los oráculos y en las olimpíadas, fue suficientemente
fuerte como para suavizar las costumbres guerreras entre los griegos, pero
evidentemente no fue capaz de impedir disputas bélicas entre las distintas
partes constitutivas de la unidad del pueblo griego y ni siquiera para
evitar que una ciudad o una confederación de ciudades se aliara con
el poderoso enemigo persa en detrimento o perjuicio de otra ciudad rival.
Tampoco el sentimiento de comunidad en el cristianismo, sin
duda alguna ciertamente bastante poderoso, logró evitar que pequeñas y
grandes ciudades y Estados cristianos del Renacimiento se procuraran la ayuda
del Sultán en las guerras que libraban entre ellas.
Y por lo demás, en nuestra época no existe una idea a la que
pudiera conferirse semejante autoridad unificadora. Es harto evidente que
los ideales nacionales que hoy imperan en los pueblos los esfuerzan a una
acción contraria.
Ciertas personas predicen que sólo el triunfo universal de
la ideología bolchevique podría poner fin a las guerras, pero en todo caso
estamos hoy aún muy lejos de esa meta y quizá eso sólo se conseguiría tras
espantosas guerras civiles.
Parece, pues, por consiguiente, que el intento de sustituir
el poder real por el poder de las ideas está hoy por hoy condenado al
fracaso. Y se yerra en la cuenta si no se considera que el derecho fue en
su origen violencia bruta y que todavía no puede prescindir de apoyarse en
la violencia y lleva sus huellas.
Ahora puedo pasar a comentar otra de sus tesis.
Usted se asombra de que resulte tan fácil entusiasmar a los
hombres con la guerra y, conjetura que algo debe de moverlos, una pulsión
a odiar y aniquilar, que obre en ellos facilitando esta disposición.
También en esto debo manifestarle mi total acuerdo. Creemos en
la existencia de una pulsión de esa índole y precisamente en los últimos
años nos hemos empeñado en estudiar sus manifestaciones y
exteriorizaciones.
Permítame exponerle, con este motivo, una parte de la
teoría de las pulsiones a la que hemos llegado en el psicoanálisis
tras muchos tanteos y vacilaciones.
Suponemos que las pulsiones del ser humano son sólo de dos clases: aquellas que tienden a conservar y
reunir –las llamamos eróticas,
exactamente en el sentido de Eros en El banquete de Platón, o sexuales,
ampliando así deliberadamente el concepto popular de sexualidad–, y
otras que tienden a destruir y matar; a estas últimas las reunimos bajo el
título de pulsión de agresión o de destrucción (Aggressionstrieb
oder Destruktionstrieb).
Como usted ve, no es sino la transfiguración teórica de
la universalmente conocida oposición entre amor y odio, quizá
relacionada primordialmente con aquella otra polaridad entre atracción y
repulsión, que desempeña un papel tan importante en su campo científico.
Ahora permítame que no introduzca demasiado rápido las
valoraciones de lo 'bueno' y de lo 'malo'. Cada una de estas pulsiones es
tan indispensable como la otra, y de su acción conjugada y
antagónica surgen los fenómenos de la vida.
Parece que nunca una pulsión perteneciente a una de esas
clases puede actuar aislada; siempre está ligada –como decimos nosotros:
aleada (legiert)– con cierto monto de la otra parte, que modifica su meta
o en ciertas circunstancias es condición indispensable para que esta meta
pueda alcanzarse.
Así, la pulsión de autoconservación es sin duda de
naturaleza erótica, pero justamente ella necesita disponer de la agresión
para conseguir su propósito.
Análogamente, la pulsión de amor dirigida a objetos
requiere un complemento de pulsión de apoderamiento (Bemächtigungstrieb),
para lograr poseer a su objeto.
La dificultad de aislar ambas variedades de pulsión en sus
manifestaciones es lo que por tanto tiempo nos impidió discernirlas.
Si usted quiere dar conmigo otro paso le diré que las acciones
humanas permiten entrever aún una complicación de otra índole.
Rarísima vez la acción es obra de una única moción
pulsional, que ya en sí y por sí debe estar compuesta de Eros
y destrucción.
En general confluyen para posibilitar la acción varios
motivos estructurados de esa misma manera. Ya lo sabía uno de sus colegas,
un profesor G. Ch. Lichtenberg, quien en tiempos de nuestros clásicos
enseñaba física en Gotinga; pero acaso fue más importante como psicólogo
que como físico.
Inventó la Rosa de los Motivos al decir: "Los móviles
(Bewegungsgründe) por los que uno hace algo podrían ordenarse, pues, como
los 32 rumbos de la Rosa de los Vientos, y sus nombres, formarse de modo
semejante; por ejemplo, 'pan-pan-fama' o “'ama-fama-pan'".
Entonces, cuando los hombres son exhortados a la guerra, puede
que en ellos responda afirmativamente a ese llamado toda una serie de
motivos, nobles y vulgares, de aquellos que se suelen ocultar y que se
callan, y de aquellos que no hay reparo en expresar en voz alta.
No nos proponemos desnudarlos todos aquí. Ciertamente se cuentan
entre ellos el placer de agredir y destruir e innumerables crueldades de
la Historia y de la vida cotidiana confirman su existencia y su fuerza.
El entrelazamiento de esas aspiraciones destructivas con
otras, eróticas e ideales, facilita, por supuesto, su satisfacción.
Muchas veces, cuando nos enteramos de los hechos crueles de
la historia, tenemos la impresión de que los motivos ideales [las
diferentes ideologías, religiosas, políticas o sociales] sólo sirvieron de
pretexto a las apetencias destructivas (den destruktiven Gelüsten); y
otras veces, por ejemplo, ante las crueldades de la Santa Inquisición, nos
parece como si los motivos ideales hubieran predominado en la consciencia,
aportándoles los destructivos un refuerzo inconsciente. Ambas cosas son
posibles.
Temo abusar de su interés, que se dirige propiamente al motivo
práctico de la prevención de las guerras y no a nuestras teorías, como si
estas últimas pudieran soslayarse ante la urgencia del interés primordial.
A pesar de ello pienso que valdría la pena detenerse
todavía un instante en nuestra pulsión de destrucción, en modo
alguno apreciada en toda su significatividad e importancia.
Pues bien, con algún monto de especulación hemos llegado a
la concepción de que ella trabaja dentro de todo ser vivo y acaba por
producir su descomposición y reconducir la vida al estado de la
materia inanimada.
Merecería con toda seriedad el nombre de una pulsión de muerte,
mientras que las pulsiones eróticas representan (repräsentieren) las
tendencias a la prosecución de la vida.
La pulsión de muerte se convierte en pulsión de destrucción
cuando es dirigida hacia afuera, hacia los objetos, con ayuda de órganos
particulares. El ser vivo preserva su propia vida destruyendo la ajena
(Das Lebewesen bewahrt sozusagen sein eigenes Leben dadurch, dass es
fremdes zerstört), por así decirlo.
Empero, una porción de la pulsión de muerte permanece
activa en el interior del ser vivo, y hemos intentado explicar toda una
serie de fenómenos normales y patológicos mediante esta interiorización de
la pulsión destructiva. Y hasta hemos cometido la herejía de explicar la
génesis de nuestra conciencia moral por esa vuelta de la agresión hacia
adentro.
Como usted habrá de advertir, en modo alguno será inocuo que ese
proceso adquiera una excesiva magnitud; ello es directamente nocivo para
la salud propia, en tanto que la vuelta de esas fuerzas pulsionales hacia
la destrucción en el mundo exterior alivia al ser vivo y no puede menos
que ejercer un efecto benéfico sobre él, a costa naturalmente del agredido
o destruido.
Sirva esto como excusa biológica de todas las
aspiraciones malignas, odiosas y peligrosas contra las que luchamos. Es
preciso admitir que están más próximas a la Naturaleza que nuestra
resistencia a ellas, para la cual debemos hallar todavía una explicación.
Acaso tenga usted la impresión de que nuestras
teorías constituyen una suerte de mitología, y, por cierto, una mitología
no demasiado alegre. Pero ¿acaso no desemboca toda ciencia natural en una
mitología de esta índole? ¿Les va a ustedes de otro modo en la física
hoy?
De lo anterior extraemos esta conclusión para nuestros fines
inmediatos:
… “””Nos parece con pocas probabilidades de éxito sino
inútil el propósito de eliminar las tendencias agresivas de los hombres.”””
Dicen que, en comarcas dichosas de la Tierra, donde la
Naturaleza brinda con prodigalidad al hombre todo cuanto le hace falta para
la satisfacción de sus necesidades, existen tribus cuya vida transcurre
pacíficamente y entre los cuales se desconoce la opresión y la agresión.
Me resulta ciertamente difícil creerlo, y me gustaría averiguar más acerca
de esos seres dichosos.
También los bolcheviques esperan, naturalmente en un futuro
al parecer no demasiado próximo, hacer desaparecer la agresión entre los
hombres asegurándoles la satisfacción de sus necesidades materiales y, en
lo demás, estableciendo la igualdad entre los miembros de la comunidad.
Si eso pudiera conseguirse realmente tal vez, pero me parece que
tan sólo es un ideal imaginado. Por mi parte lo considero una bella
ilusión. Por el momento ponen el máximo cuidado en su armamento y el gasto
militar se lleva una buena parte de su presupuesto, y mantienen unidos a
sus partidarios, en buena medida gracias a una creencia ideal proyectada
en el futuro y sobre todo al fomento del odio contra un enemigo extranjero
que sin duda siempre está ahí dispuesto a fastidiar su bienaventurada
sociedad en construcción.
Es claro que, como usted mismo puntualiza, no se trata de
eliminar por completo las tendencias agresivas humanas; sino de
intentar reconducirlas o desviarlas lo suficiente para que no deban
encontrar su expresión en la guerra.
Pues bien, si partimos de nuestra doctrina mitológica de las
pulsiones podemos hallar fácilmente una fórmula sobre las vías indirectas
para combatir la guerra.
Si la disposición a la guerra se produce por un
desbordamiento de la pulsión de destrucción, lo natural será apelar a su
contraria, el Eros.
Todo cuanto establezca lazos afectivos entre los hombres no
podrá menos que actuar como un antídoto contra la guerra. Tales lazos
pueden ser de dos clases.
--- (1) En primer lugar, vínculos como los que se tienen
con un objeto de amor, aunque desprovistos de fines sexuales. El
psicoanálisis no tiene porqué avergonzarse de hablar aquí de amor, pues la
religión dice lo propio: «Ama al prójimo como a ti mismo». Ahora bien,
esto es fácil de decir, fácil de pedir, pero mucho nos tememos que sea
bastante difícil de cumplir, y sobre todo cuando ese prójimo no es
precisamente como uno mismo10.
Y es que la otra clase de lazo afectivo (2) es el que se
produce por identificación. Todo lo que establezca importantes relaciones
de comunidad [intereses comunes] entre los hombres provocará esos
sentimientos compartidos, esas identificaciones. Y sobre ellas descansa en
buena parte la estructura de la sociedad humana.
Una queja suya sobre el abuso de la autoridad me indica un segundo
rumbo para la lucha indirecta contra la inclinación bélica. Es parte de la
desigualdad innata [es decir, no sociocultural], irremediable como
tal, y, por consiguiente, no eliminable, entre los seres humanos que se
dividan en conductores (in Führer) y conducidos (in Abhängige).
Estos últimos constituyen la inmensa mayoría, necesitan de una
autoridad que tome por ellos decisiones que ellos mismos no podrían o
sabrían tomar y a las cuales las más de las veces se someterán
incondicionalmente.
En este punto habría que intervenir y debería ponerse mayor
cuidado que hasta ahora en la educación de un estamento superior de
hombres de pensamiento autónomo (um eine Oberschicht selbständig
denkender), que no puedan ser corrompidos y luchen por la verdad,
sobre quienes recaería la dirección de las masas heterónomas.
No es preciso demostrar que los abusos de poder del Estado
(Staatsgewalt) y la corrupción de sus dirigentes, así como la censura de
pensamiento o directa o indirectamente la prohibición de pensar
decretada por la Iglesia [o las Iglesias e instituciones que tienen sus
maestros y doctores que piensan por usted] no favorecen una generación
así.
Lo ideal sería, desde luego, una comunidad de hombres que
hubieran sometido su vida pulsional e impulsiva a los juicios de la razón
y sus dictados. Ninguna otra cosa sería capaz de producir una unión más
sólida y fundamentada entre los hombres, y ello aun renunciando a los
lazos afectivos entre ellos ya sea por realmente inexistentes o
prácticamente inconvenientes. Pero una vez más una esperanza tal es con
muchísima probabilidad una esperanza utópica.
Otras vías para evitar indirectamente la guerra pueden parecer
ciertamente más fácilmente transitables, pero tampoco prometen un éxito
rápido, pues no parece demasiado fácil pensar en molinos que muelen tan
lentamente que uno sin duda se morirá de hambre antes de tener
harina.
Como usted ve, no es mucho lo que se logra cuando se pide
consejo sobre tareas prácticas urgentes al despistado teórico alejado del
mundo y de la vida social. Tal vez esa prisa por concluir sea el producto
de una precipitación que no quiere pensar demasiado porque si así lo
hiciera perdería la esperanza de solución y su acción carecería de
sentido, corriéndose el peligro de que nadie movería un dedo. Así que
lo mejor es afanarse en cada caso por enfrentar el peligro con los medios
que se tienen a mano y como buenamente se pueda.
Sin embargo, me gustaría tratar todavía un problema que
usted no plantea en su carta y que me interesa particularmente:
---¿Por qué nos indignamos y sublevamos tanto contra la
guerra, usted y yo y tantos otros?
---¿Por qué no la admitimos como una más, y no hay pocas,
de las tantas penosas y dolorosas miserias y calamidades de la vida?
Es que eso es lo natural, ella parece acorde a
la naturaleza, ciertamente lejos del paraíso soñado, bien fundada
biológicamente y apenas evitable en la práctica. ¿Por qué nos cuesta tanto
partir de, y enfrentar las cosas como son?
No se indigne usted de la ironía de mi planteo y de mis
preguntas. Tratándose de una indagación como esta, acaso sea lícito
ponerse la máscara de una superioridad que uno no posee realmente.
La respuesta sería: porque todo hombre tiene derecho a la vida,
a su propia vida; porque la guerra destruye vidas humanas prometedoras y llenas
de esperanzas; porque coloca al individuo en situaciones que hieren su dignidad
y son denigrantes; porque lo obliga a matar a otros, cosa que él no
quiere; porque destruye preciosos valores materiales, productos del
trabajo humano, y tantas cosas más.
Además, la guerra en su forma actual ya no ofrece oportunidad
alguna para cumplir el viejo ideal heroico, y debido al perfeccionamiento
de los medios de destrucción masiva una guerra futura significaría el
exterminio no sólo de uno de los contendientes sino de ambos.
Todo eso es cierto, ¡quién podría negarlo! y parece tan
indiscutible que sólo cabe asombrarse al observar que las guerras
continúan y que todavía no han sido firmemente condenadas por un convenio
universal entre los hombres.
Sin embargo, a pesar de lo convincente de esos argumentos,
todavía se pueden poner en entredicho algunos de estos puntos. Es
discutible que la comunidad no deba tener también un derecho sobre la vida
de ciertos individuos; por otra parte, no es posible condenar todas las
clases de guerra por igual; mientras existan reinos y naciones dispuestos a
la aniquilación despiadada de otros, estos tienen que estar preparados
para defenderse y, por consiguiente, armados para la guerra si quieren
subsistir.
Pero pasemos con rapidez sobre todo eso, pues no es la
discusión a que usted me ha invitado. Apunto a algo diferente: creo que la
principal razón por la cual nos sublevamos contra la guerra es que no
podemos hacer otra cosa [por nuestra impotencia o imposibilidad de hacer otra
cosa].
Somos pacifistas porque nos vemos obligados a serlo por razones
orgánicas. Entonces nos resulta fácil justificar nuestra actitud mediante
argumentos intelectuales.
Esto no se comprende, claro está, sin explicación. Opino lo
siguiente: Desde épocas inmemoriales se desenvuelve en la humanidad el
proceso del desarrollo de la cultura. (Sé que otros prefieren llamarla
'civilización'.
A este proceso debemos lo mejor que hemos logrado y que
hemos llegado a ser y, por cierto, también una buena parte de aquello a raíz de
lo cual nos quejamos.
Sus causas y orígenes son oscuros, su desenlace incierto,
algunos de sus caracteres muy visibles. Acaso lleve a la extinción de la
especie humana, pues inhibe y perjudica la función sexual en más de una manera,
y ya hoy las razas incultas y las capas retrasadas de la población se
multiplican con mayor rapidez que las de elevada cultura.
Quizás este proceso sea comparable con la domesticación de
ciertas especies animales; sin duda conlleva alteraciones corporales; pero
el desarrollo de la cultura como un proceso orgánico de esa índole no ha pasado
a ser todavía una representación familiar.
Las alteraciones psíquicas no siempre
deseables sobrevenidas con el proceso cultural son llamativas e
indubitables. Consisten en un progresivo desplazamiento de los fines
pulsionales y en una creciente limitación de las mociones pulsionales.
Sensaciones que eran placenteras para nuestros ancestros se
han vuelto para nosotros indiferentes o aun desagradables y hasta
insoportables; la modificación de nuestras exigencias ideales, éticas y
estéticas parecen tener un fundamento orgánico.
Entre los caracteres psicológicos de la cultura, dos parecen ser
los más importantes: el fortalecimiento del intelecto, que empieza a
gobernar a la vida pulsional, y la interiorización de las tendencias
agresivas, con todas sus consecuencias ventajosas y peligrosas.
Ahora bien, las actitudes psíquicas que se nos imponen cada
día más por el proceso de la cultura son contradichas de la manera más
flagrante y violenta por la guerra, y por eso nos vemos precisados a
sublevarnos contra ella, lisa y llanamente no la soportamos más, estamos
hartos de guerras.
La nuestra no es una mera aversión intelectual y afectiva,
sino que, en nosotros, los pacifistas, se revuelve una intolerancia
constitucional, una idiosincrasia extrema, por así decirlo. Y hasta
parece que el rebajamiento estético implícito en la guerra contribuye a
nuestra rebelión en grado no menor que sus crueldades.
¿Cuánto tiempo tendremos que esperar hasta que los otros también
se vuelvan pacifistas? Sin duda no es posible decirlo, pero quizá
finalmente no sea una esperanza utópica que la influencia de esos dos
factores -el de la actitud cultural y el de la justificada angustia ante
los efectos de una guerra futura-, haya de poner fin a las guerras en una
época no lejana y antes de que la humanidad desaparezca de la Tierra como
se extinguieron en una época determinada ciertas especies en otro
tiempo dominantes.
Por qué caminos o rodeos se logre tal vez este fin no podemos
colegirlo.
Por ahora sólo podemos decirnos: todo lo que promueva el
desarrollo de una cultura que no se funde en la represión pulsional sino
en una educación racional de lo pulsional trabaja también contra la
guerra.
Lo saludo a usted cordialmente, y le pido disculpas si mi
exposición lo ha defraudado y esperaba otra cosa de mí.
Suyo
Sigmund Freud
¿QUIÉN ERA ALBERT EINSTEIN?
Albert
Einstein (1879-1955) fue uno de los científicos más famosos del
siglo XX y le dejó a la humanidad grandes teorías y enseñanzas sobre la física
y las matemáticas. Einstein publicó artículos sobre el
movimiento browniano y la teoría especial
de la relatividad, en 1905, un año clave para él, durante el cual también desarrolló
su famosa ecuación E=mc² que lamentablemente, fue uno de los
principios utilizados en la creación de las bombas atómicas.
Después de presentar
estas teorías, Einstein pasó de trabajar en la Oficina de Patentes de Suiza a
ser profesor y conferencista en la Universidad de Berna, también en Suiza, y
más tarde fue catedrático en la Universidad Alemana de Praga. En 1916
presentó la Teoría General de la Relatividad, que dio una nueva visión al
concepto de gravedad.
¿Quién era Sigmund Freud?
Sigmund Freud
(1856-1939) fue un médico neurólogo austríaco que se convirtió en una de las
figuras intelectuales más influyentes del siglo XX y en el fundador del
psicoanálisis, una teoría que estudia el funcionamiento de la mente
humana y ofrece un método terapéutico para tratar enfermedades mentales.
Según el Museo de
Freud, en Londres, este pensador de origen judío (como Einstein) sostuvo que el
comportamiento humano está determinado en gran medida por motivaciones
inconscientes surgidas de experiencias infantiles, tales como el amor,
la pérdida, la sexualidad, la muerte y las actitudes hacia los padres y
hermanos.
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